Palacio Arzobispal

13 de diciembre

El cardenal hubiera preferido un lugar en el que entrara mucha luz del exterior, en una zona alta del edificio, a los subterráneos donde se alojaba el legado histórico de la iglesia primada. Pero nunca obtuvo el respaldo imprescindible para cumplir con sus deseos. Unos y otros le ofrecieron numerosas razones para impedir el cambio de emplazamiento. Que si los rayos del sol son dañinos para los legajos, que se trabaja mejor en la penumbra de los sótanos, que el peso descomunal del papel no perjudicaría así a los encofrados haciendo peligrar la estabilidad del edificio, que es preferible para el acceso del público a las dependencias palaciegas una entrada directa desde la plaza sin que se desplacen por zonas interiores de la residencia y las oficinas… y algunas pegas más. Don Luis Fernández de Córdova con su paciencia infinita y bonhomía había atendido a todos sus colaboradores cercanos hasta reconocer en su fuero más íntimo que, en realidad, tenía una capacidad limitada para adoptar una decisión porque, sin estar de acuerdo con lo que le expusieron para el traslado del archivo, había terminado por ceder para no crear problemas. De cualquier manera, en lo que se había mostrado inflexible era en la necesidad de mejorar las instalaciones de lo que él consideraba como una covacha, un lugar escasamente apropiado para trabajar, atender al público y a los estudiosos, y conservar la ingente documentación que recibía la sede arzobispal primada que extendía su administración desde tierras palentinas hasta Granada, de norte a sur, y desde Ávila hasta el Levante, desde el oeste al este peninsular. Y, asimismo, consideró una labor urgente, quizá más imprescindible que el cambio de localización, llegar a desvelar y catalogar la mayoría de los fondos almacenados. En sus salas se amontonaba, pues no se podía emplear otra expresión más favorable, correspondencia entre los reyes y los arzobispos de la ciudad, que constituía el soporte fundamental para desvelar y comprender las relaciones entre la Iglesia y la monarquía; se hacinaban cuadernos en vitela con privilegios, códices y bulas de los reyes desde Alfonso VI, y también, entre otros documentos importantes, los protocolos que permitían discernir sobre el gobierno de una diócesis que dominaba los territorios de media España: diezmos, inventario de bienes, ordenaciones, expedientes matrimoniales, fundaciones o libros de cuentas, amén de publicaciones diversas dignas de un museo bibliográfico. Un bagaje riquísimo que era necesario preservar en las mejores condiciones.

El caballero veneciano fue informado someramente de la situación en la que se encontraba el archivo por el secretario del primado, Rodrigo Nodal. Este poseía la virtud de ser un excelente anfitrión, dispuesto siempre a agradar a los visitantes que llegaban a palacio, y parecía carecer de recovecos a la hora de expresarse con cualquier interlocutor. Hubo algo que le resultó familiar del sacerdote y decidió entablar, de inmediato, una conversación más allá de la mera cortesía y fuera del motivo que le había llevado hasta la ciudad. El clérigo le recordaba a él mismo en sus años jóvenes por la vitalidad y el entusiasmo que transmitía, aunque estaba casi seguro de que el ayudante del primado jamás sucumbiría a una vida errante como la suya. Él también ejerció funciones similares a las de Rodrigo después de recibir la tonsura, cuando tenía tan solo diecinueve años y permaneció al servicio del cardenal Acquaviva en Roma. A punto estuvo de seguir la carrera eclesiástica, pero abandonó la sotana por las armas y se hizo escolta del embajador Vermier, lo que le permitió conocer varios países. Siempre le atrajo la actividad frenética, la aventura y lo más desconocido, como si huyera de algo, acaso de sus propias raíces debido a una infancia poco satisfactoria alejado de sus padres que representaban teatro en Londres. Como consecuencia de ese abandono en Venecia, bajo la tutela de su abuela, tuvo que afinar todos sus sentidos al máximo, y especialmente tras haber nacido con la expresión en su rostro de un enfermo idiotizado que generaba rechazo en todos los que se le acercaban, un defecto parecido, al menos en los labios, al que tenía el canónigo-archivero. Por suerte, él fue sanado por una bruja que resolvió en buena medida la deformidad. Algo quedaba aún en su expresión de aquel pasado, transformado con el tiempo y la curación milagrosa en un rictus con atisbo infantil que tanto inquietaba a las damas inclinadas inconscientemente a protegerle, con lo que a la postre caían atrapadas entre sus piernas. Una chispa de compasión es lo que suele debilitar más a las mujeres.

Los inquietos ojos de Rodrigo y su carácter despierto le hicieron evocar, por un instante, la vida ajetreada que tuvo en su juventud, de búsquedas y extravío, hasta que se inclinó, sin reservas, por la riqueza y el amor mundano, por la diversión y el placer. Entre tanto, de tarde en tarde, a ese comportamiento le sucedía o se entremezclaba una profunda reflexión sobre el más allá, por lo que nos hace tan vulnerables y nos aleja o acerca a un ser Supremo.

Tenía la certeza de que el joven sacerdote nunca se desbocaría, como lo había hecho él, por el dinero o el amor carnal. El ayudante del primado daba la impresión de haber encontrado la paz y el sosiego en sus creencias elevadas, lejos de las tentaciones prosaicas que obsesionan a los seres comunes. Lo percibió mientras conversaba con él en el amplio vestíbulo del Palacio Arzobispal.

—¿Qué os ha parecido la ciudad, don Jaime?

—Me ha llamado mucho la atención encontrarme con tanta pobreza y mendicidad por las calles, y puedo aseguraros que he conocido bastantes lugares, he viajado por toda Europa y nunca vi nada comparable en una ciudad que se supone un centro de poder y con tanta historia a sus espaldas. Y es frecuente tropezarse con menesterosos por algunas barriadas o arrabales alejados del cogollo de las ciudades, pero aquí los hay por todas partes —respondió el veneciano—. Y resulta más chocante con una Iglesia que rezuma oro por los cuatro costados —indicó desviando el cuerpo y alzando las manos para resaltar la riqueza que les rodeaba.

—Os aseguro que la mayor preocupación del cardenal es atender a los débiles y a los que carecen de lo más imprescindible. A eso dedica muchos de sus esfuerzos y también una gran porción de sus bienes. Es nuestra obligación como cristianos, ¿no os parece?

El visitante esbozó una sonrisa maliciosa mientras observaba los muebles, tapices, lámparas, jarrones, pinturas y esculturas que adornaban los rincones y las paredes en la entrada al palacio. Nada de lo que había allí indicaba desprendimiento o la generosidad que el sacerdote describía. No pretendió el forastero entresacar más comentarios porque en lugares de similar boato la respuesta que le daban siempre era idéntica: «La institución precisa de tales adornos y complementos para ser respetada y admirada por los fieles».

Él se consideraba creyente y, a pesar de sus innumerables errores y faltas, en mayor cantidad que el resto de los mortales, pero de menor gravedad que los que cometen pecados que valen por cientos, era un cristiano fortificado en la filosofía primigenia de la religión, lo que le llevaba a inclinarse por reductos de sensibilidad franciscana o muy austeros para la práctica de las disposiciones emanadas de las Sagradas Escrituras. Y se repetía con frecuencia que le haría feliz encerrarse con devoción en el retiro de un cenobio y, desde luego, en cuanto considerase estar preparado para ello, desaparecería de aquel mundo en el que se había volcado con entrega enfermiza para degustar de una felicidad efímera. Al mismo tiempo, era partidario del misticismo germinado en la cábala, pues en ella había descubierto un plan para hallar la mano de Dios en cada persona y descubrir que el destino de cualquier hombre, de las criaturas creadas a semejanza del sumo hacedor, es alcanzar la perfección subiendo peldaños en la escalera que nos lleva hasta el Creador, de tal forma que si el alma no lo lograba con un cuerpo, seguiría su destino en otra encarnación. Pero eran tantas y tan diversas sus contradicciones que debido a las mismas permanecía enfrascado en peleas y ambiciones mundanas.

Viéndole con vestimentas llamativas y de colores refulgentes, como si fuera un figurín, con una levita verde claro adornada con incrustaciones de aguamarinas, camisola con vistosos encajes de blonda, calzones de seda dorada y hebillas con pedrería incrustada en los zapatos de terciopelo negro, era difícil imaginarle dedicando algo de su tiempo a los rezos y a la meditación.

Mirándole de hito a hito, don Jaime preguntó al joven clérigo:

—¿No os apetecería modificar vuestra vestimenta alguna vez, disfrazaros de algo? Ganaríais bastante porque tenéis buena armadura para ello.

La observación dejó anonadado a Rodrigo Nodal, tanto como el hecho de ser analizado por un personaje con unas trazas que nunca habían visto por palacio. Lo que perturbaba al sacerdote-secretario de la moda que se iba afirmando en los últimos años, debido a la influencia francesa de la que el veneciano era un fiel exponente, es que iba igualando a mujeres y hombres en el aspecto y cuidado personal; por ejemplo, unos y otros se maquillaban la piel de la cara y utilizaban toda clase de pelucas. La del veneciano era especialmente escandalosa por su tono blanco rutilante, el amplio cardado y los lazos de colores que sujetaban el extremo de la coleta.

Rodrigo tardó un poco en reaccionar, pero lo hizo con fluidez y soltura, sin amilanarse por el descaro del forastero.

—Tengo la certeza de que el hábito no hace al monje, pero ayuda a mantenerle firme y hasta le protege. Los embozos confunden a los fieles que precisan de símbolos inconfundibles. Y de esta guisa, evito gastar un tiempo valioso para decidir qué me pongo o cómo ir a la última. Nosotros debemos dar ejemplo de sencillez en todos los sentidos, lo requiere el esfuerzo que exigimos a los creyentes para que sigan unidos por la fe y en el amor al prójimo.

—Bien expresado —subrayó el veneciano mientras abría una cajita de marfil de la que extrajo una pizca de rapé—. ¿Queréis? —Rodrigo lo rechazó con un movimiento de la cabeza—. Pero estoy seguro de que envidiaréis en más de una ocasión la libertad de la que gozamos los demás.

Aspiró con fuerza el excitante que, previamente, había depositado en el dorso de su mano y, a continuación, estornudó con estrépito, tanto que unas monjitas aparecieron al fondo del vestíbulo alarmadas por el ruido.

—La libertad puede esclavizarnos si nos creemos dueños de hacer cuanto queramos. Las pasiones dominan, don Jaime. La sabiduría debe estar rodeada de calma y con el respaldo de una conciencia tranquila, evitando abandonarnos al impulso del viento que sopla sin dirección.

—Tenéis razón, Rodrigo. ¡Con qué acierto os supo elegir el cardenal! Yo he sido consciente muchas veces de que estaba equivocado y, a pesar de ello, insistía en el extravío. Pretendemos vivir con el aliento de la juventud, volcados en el entretenimiento y la diversión, y sin arrepentirnos jamás ni sacar lecciones de nuestras locuras. Especialmente cuando se tiene un temperamento sanguíneo como el mío y se cultiva el placer de los sentidos. Pero siempre he pensado que quien nunca experimentó la fuerza de un amor apasionado por una mujer no podrá apreciar el alma femenina de Dios. En esto, el celibato es una limitación. Habría que ser ordenado sacerdote cuando se hubieran vivido antes las experiencias que nos ofrece el mundo.

Rodrigo arrugó el entrecejo al escuchar aquel razonamiento.

—Sí, con la formación acorde para ello —asintió el secretario, pasados unos segundos.

—La mejor manera para adquirir esa preparación es vivir, querido Rodrigo. ¿Conocéis Oratorio?

El secretario dudó antes de responder.

—Sí, algo he oído sobre ellos.

—Bien, como sabéis, Oratorio fue creado en Italia por san Felipe Neri, se ha desarrollado mucho en Francia en los últimos años, y está formado por congregaciones de sacerdotes que no están ligados por votos. Es una organización muy abierta, hasta el punto de que se suele decir que «entra el que puede, pero sale el que quiere». Su espiritualidad reaviva los orígenes del cristianismo, pero vincula el orden natural, la razón, con ese universo místico…

—¿Qué pretendéis decirme? —planteó Rodrigo.

—Que ha llegado la hora de iluminarse con la razón, de rebelarse contra la autoridad dogmática de la vieja Iglesia y la superstición de la metafísica. Que el hombre puede valerse por sí mismo…

El sacerdote permaneció pensativo unos instantes, hasta que al fin pronunció con algo de solemnidad:

Nemo laeditur nisi a seipso.

—¡Acertada sentencia, querido amigo! Cada uno es el artesano de su propia desgracia —reafirmó—. Sois de los míos, Rodrigo. Quiero decir que sois una persona que saber mirar más allá de sus napias.

—Dios sabe apreciar el arrepentimiento y perdonar —sugirió el joven secretario.

—Yo tendré que dedicarme de pleno, algún día, a esa labor.

El veneciano susurró las últimas palabras al secretario del cardenal mientras descendían hacia los sótanos. Rodrigo Nodal estaba sorprendido de la conversación sin trabas que habían mantenido los dos durante un buen rato en la entrada de palacio. No tenía muchas oportunidades de hablar con alguien tan directo y extrovertido como don Jaime y con sus ideas alimentadas en la vecina Francia.

Bajaron tres niveles hasta dar con un recibidor recubierto con un zócalo de mármol verde y paredes forradas de madera oscura. Al abrir una puerta de cristal les alcanzó una corriente de aire cálido, espesado por el aroma que desprenden grandes cantidades de papel e innumerables soportes de vitela, dentro de un espacio donde no hay suficientes salidas que permitan la renovación de la atmósfera. Accedieron a una sala gigantesca, sin demarcaciones visibles, iluminada a la derecha por algunos pequeños ventanucos que daban a un patio interior; la luz resultaba escasa, tenue, debido a que las múltiples estanterías formaban pasillos angostos cortando la escasa claridad. En los anaqueles se amontonaban carpetas y legajos, y numerosos atadillos de documentos se esparcían por el suelo cubierto con una espesa capa de polvo. La sensación era de caos y desorganización. Era factible perderse por aquel laberinto donde incluso podía permanecer una persona sin que se percataran de su presencia.

—En efecto —susurró don Jaime—, con esta primera impresión es suficiente: el cardenal está en lo cierto. Este no es el mejor lugar para el archivo ni para algo que merezca la pena ser cuidado.

Fueron desplazándose, casi a tientas, por un corredor limitado por estanterías y vieron a su izquierda otras dependencias, de dimensiones reducidas, en las que trajinaban jóvenes seminaristas. En estos habitáculos se hacía imprescindible la utilización de faroles y candiles. Todo el lugar era lúgubre por la ausencia de luz y el aire casi irrespirable. Se precisaba un tiempo de adaptación al espacio viciado.

Al fondo de la sala principal se hallaba el despacho del archivero mayor, Ramón Benavides. El secretario del cardenal golpeó la pesada puerta con los nudillos. El canónigo se asomó por una rendija forzando una sonrisa.

—¡Vaya! Sed bienvenidos, compruebo, señor don Jaime, que hoy os traéis compañía, y nada menos que el ayudante del arzobispo. Pasad…

El canónigo estiró las mangas de su sotana, que tenía remangadas e, inmediatamente, sacudió la tela con fuerza porque estaba tiznada de polvo y salpicada de lamparones.

—No os podéis imaginar la porquería que van cogiendo los papeles —comentó mientras invitaba a los recién llegados a que se acomodasen en unos sillones de tijera, frente a su mesa de trabajo—. Señor don Jaime, tengo buenas noticias…

Abrió el cajón de la mesa con una llave y extrajo un mazo de varias hojas sujetas por una ancha cinta de color rojo. Lo mantenía en alto con ambas manos mientras hablaba a los visitantes, rehuyendo mirarles fijamente.

—Ya sabréis que el Santo Oficio a partir del 1500 tuvo que ocuparse, aquí en la ciudad, y con bastante dedicación por la abundancia de gentuza que insistía en la perdición, de iluminados varios, luteranos, moros, judaizantes, bígamos y de otras perversiones que hacían las delicias de los pecadores. De hombres y mujeres depravados, claro está —expresó con firmeza depositando en la mesa los documentos, y golpeándolos de vez en cuando para afirmar lo que exponía—. Pero también hubo mucha actividad entre los años 1493 y 1499, como ya os referí en la primera visita que hicisteis al archivo. En aquel tiempo, la Inquisición reconcilió con la Iglesia a casi cuatro mil apóstatas y extirpó, arrancando de raíz, los vestigios, reliquias y lugares de culto o reunión que habían tenido judíos y moros. Un trabajo excelente, queridos amigos. —Finalizó ufano su exposición, como si él mismo lo hubiera llevado a cabo—. Una limpieza, como Dios manda…

—Sí, es cierto que me comentasteis tales actividades —reafirmó don Jaime apremiando al canónigo— pero ¿adónde queréis llegar?

—Paciencia, señor, que ya estamos. Hemos revisado los procesos más importantes de aquella época y estoy seguro de que este… —Blandió las hojas con el lazo rojo, de nuevo, mientras se contenía y hacía una mueca de disgusto al mirar a los visitantes de los que pretendió protegerse tapando su cara—. Sí, este proceso en concreto os interesará. Creo que responde a lo que buscabais. Hemos trabajado con denuedo para encontrarlo, pues es mandato de su eminencia el cardenal que seáis bien atendido.

Enfatizó las últimas palabras y observó, de reojo, la reacción del secretario mientras ocultaba su desagradable boca puntiaguda con los dedos. Sus ojos de color verde de hoja seca resultaban opacos y emitían un brillo inquietante. El archivero era incapaz de controlar el disgusto de tener allí husmeando al veneciano y hacía grandes esfuerzos para que no aflorara su malestar.

—Os entrego este material, pero tenéis que revisarlo aquí mismo, en una de las salas de lectura —ofreció el canónigo levantándose y dando por finalizado el encuentro.

—Habéis dicho que el caballero debe ser bien atendido —interrumpió el joven sacerdote—, por lo tanto ¿podéis permitirle que lo lea tranquilamente en la posada donde está alojado?

—También es mi obligación cuidar de los fondos del archivo y de la biblioteca y es mi responsabilidad lo que pueda suceder…

—Está bien —intervino el veneciano apartando la silla y dispuesto para salir del despacho—, lo leeré aquí mismo, no hay problema.

Al poco de acomodarse en el recinto reservado a los estudiosos que lograban una autorización, vieron salir al canónigo. Entonces, Rodrigo se asomó al pasillo para comprobar si Benavides abandonaba el lugar. Al regresar, unos segundos más tarde, observó desde el quicio de la puerta que don Jaime curioseaba por la sala explorando todos los rincones y, especialmente, por detrás de algunas estanterías. Permaneció el sacerdote un buen rato, oculto tras la puerta, extrañado por la actitud del extranjero, y mucho más al descubrir que ni siquiera había retirado el lazo de los manuscritos que le entregó Benavides.

—Creo que os interesa muy poco ese expediente…

—¡Ah, Rodrigo! —exclamó Seingalt sorprendido mientras se separaba de un mueble que había intentado desplazar de la pared—. La verdad es que me interesa todo lo que hay aquí, también este proceso, os lo aseguro.

Don Jaime se acercó a la mesa y recogió los papeles. Desanudó la lazada que los protegía y los examinó pasándolos a mucha velocidad, daba la impresión de que retenía en su mente el contenido de cada hoja antes de revisar la siguiente. Apenas respiraba.

—Tiene razón el encargado del archivo —dijo, al fin, después de hojear el expediente durante unos pocos minutos—, esto está muy relacionado con lo que yo busco. Aquí, por ejemplo, se condena a morir en la hoguera a un grupo de personas que se reunían en la cueva de San Ginés. ¿Conocéis ese lugar? —El sacerdote negó con la cabeza tal conocimiento—. Mirad cómo lo describen los instructores de la causa. —Comenzó a leer en un tono solemne acercando un candil para ver mejor el texto—: «Un santuario hermético de hechicerías donde se llevan a efecto celebraciones del Arte Mágica, un aula donde se enseña la ciencia que emana de Hércules, gymnasio de la Nigromancia para los encantamientos raros y la exaltación del arte demoníaco». ¿No os resulta extraordinario, Rodrigo?

El sacerdote no reaccionaba, permanecía dubitativo con el asombro marcado en su rostro, sumido en un mar de confusiones ante la presencia de alguien tan singular como el veneciano. De súbito, pareció despertar del letargo.

—Don Jaime, decidme la verdad y yo os podré ayudar: ¿habéis venido a esta ciudad, a nuestro archivo, siguiendo la pista de algún secreto, movido por algo que ha llegado a vuestros oídos recientemente? ¿Alguien os ha enviado? Me resulta inconcebible que hayáis viajado desde Francia con la única pretensión de buscar el rastro de persecuciones a brujas y magos. De eso hay mucho en otros lugares de Europa, no creo que tenga nada especial lo que se hizo por aquí. Si debo ser sincero, tal y como creo que os agrada, y perdonadme el atrevimiento pero nuestra conversación en el vestíbulo me acerca a vos, yo tengo la impresión de que esas búsquedas son, en realidad, un pretexto y conocéis lo que está pasando en este palacio.

El sacerdote habló todo el tiempo con un ligero temblor en sus labios. Entre tanto, don Jaime tensó sus párpados para observarle fijamente. Su mirada salina, luminosa, desconcertó aún más a Rodrigo. Luego, fijó la mirada en el documento.

—Los miembros del Santo Oficio que prepararon la acusación que tengo entre mis manos —Seingalt prosiguió la lectura, nada más terminar el sacerdote de plantearle las dudas, como si ignorase lo que le había expuesto— llegaron a una sala en la cueva de San Ginés, que estaba labrada de primoroso artificio, y en medio de ella, como señala el auto de acusación, se encontraron con una estatua de bronce de espantable y formidable estatura, puestos los pies sobre un pilar de hasta tres codos de alto, y con una maza de armas, que tenía en las manos. El guerrero hería la tierra con fieros golpes, moviendo con esto el aire, y causando un espantoso ruido, que aturdió, y amedrentó, a los que entraron primero. Entraron, pues, estos bravos, y a cosa de pocos metros toparon con más estatuas de bronce, puestas sobre una mesa como altar, y reparando en mirar en una de ellas, que sobre su pedestal estaba severa y grave, se cayó, e hizo notable ruido, causando a los indagadores grande miedo. «Hemos pues calafateado —indican en el escrito— y limpiado la puerta, porque todo esto es magia», concluyen los que estuvieron allí. ¿Os dais cuenta, Rodrigo? Aquí está una de las respuestas que buscaba —se dirigió con contundencia—. Aquí tenemos la confirmación de que existe una ciudad tapiada donde se hallarían las huellas de la ciencia antigua, de un verdadero libro de los arcanos que podríamos conocer si no fuera por la persecución encarnizada que sufrieron y por la acumulación de sedimentos que han cerrado la puerta de la sabiduría. Aquí se ha impedido que relumbre el libro del esplendor, del misticismo más profundo. Y todo esto es más irritante porque estamos en una de las cunas de lo esotérico, en un lugar donde se buscó con ahínco una comprensión más profunda sobre el origen del mundo, la esencia de Dios y nuestra relación con Él y con lo que nos rodea, un conocimiento para hacernos mejores y más comprensibles los secretos que entregó nuestro Señor en el Sinaí al primer cabalista, a Moisés. Aquí, en esta ciudad, estuvo el centro de estudios y discusiones místicas sobre la naturaleza de Dios, el origen del Universo, los atributos de las almas, sobre el bien y el mal…

Sus mejillas enrojecían con las palabras pronunciadas con emoción. Era un fenómeno inesperado ya que, por lo general, su piel transparente y blanquísima apenas modificaba su apariencia. Pero cuando algo le apasionaba, dejaba un rastro sanguíneo en su rostro. Rodrigo había seguido con entusiasmo la exposición sobre los secretos vedados en la ciudad.

—Necesito una respuesta, os lo ruego.

—¿A qué? —preguntó el veneciano con fingimiento muy evidente.

—Al principal motivo que os ha traído hasta aquí. Perdonad que os insista pero puedo ser útil para vos. Yo fui quien trasladó al cardenal las sospechas sobre el posible asesinato de un amigo que vio o encontró algo que sigue escondido, sin aparecer, en este archivo. Y fue, entonces, cuando su eminencia habló con el masón.

—¿El masón?

—Sí, con Adolfo Mendizábal. Vuestro hermano, con él vinisteis.

Dudó el caballero de Seingalt, aunque la duda fue cercenada al instante, nada más brotar en su mente. Tenía instrucciones muy concretas. No le estaba permitido trabajar junto a otros, ni desvelar sus planes a nadie. Él tenía que actuar solo, ya que su obligación consistía en rescatar un material que pasaría a manos de sus maestros después de que fuera analizado por él mismo para sopesar su importancia. Vaciló ante Rodrigo porque en absoluto recelaba de él y tenía la certeza de que podría ayudarle eficazmente. Sin embargo, después de dar tantos tumbos por el mundo, había llegado a la conclusión de que era preferible, siempre que fuera posible, hacer las cosas por uno mismo. Había soportado demasiados desengaños y traiciones. Quizás, en esta ocasión, hiciera algo excepcional, arriesgándose debido a que el sacerdote le resultaba una persona fiable, alguien dotado de un don maravilloso: la lealtad.

—Y bien, don Jaime, ¿qué os ha parecido el proceso que os he facilitado?

La irrupción en la sala del canónigo Benavides, acompañado de dos seminaristas, les sobresaltó. El caballero reaccionó de inmediato, estaba seguro de que no había podido escuchar la última parte de su conversación con el ayudante del cardenal.

—Habéis acertado y os lo agradezco. Tendré que regresar para estudiarlo a fondo, con más tiempo. Y, por cierto, ¿hay más autos del mismo tenor?

—Sí, supongo —subrayó el archivero abocinando lateralmente sus labios, de tal manera que parecía a punto de rasgarse la piel de los carrillos—, eso es lo que hemos localizado en una rápida revisión. Aquí tenemos tanto material que no podemos afirmar que no existan más expedientes de vuestro interés. Seguiremos buscando.

—¿Este expediente que me habéis entregado es de lo más interesante, en vuestra opinión, de los documentos que conocéis del archivo? ¿Podéis afirmarlo categóricamente?

—Desde luego, señor don Jaime, caballero de Seingalt —aseguró el canónigo Benavides mientras hacía una ligera reverencia—. Es de lo más valioso que yo conozco en este archivo para vos, aunque tenemos sin catalogar, y pendiente de revisión, algo así como las dos terceras partes de los fondos. Por lo tanto: ¡a trabajar!

Dio una palmada y se despidió. Los seminaristas salieron detrás del superior.

—Continuaremos también nosotros con la tarea otro día, Rodrigo. ¡Ah! Y con la charla, por supuesto.

El secretario no había captado el doble sentido que tuvieron las preguntas que había hecho el de Seingalt al archivero sobre la existencia de documentos de su interés. Quiso el veneciano estudiar las reacciones de su interlocutor y detectó el desparpajo y descaro del canónigo, pues mentía a sabiendas y sin ninguna clase de pudor.

Rodrigo le acompañó hasta la salida de la biblioteca.

—Perdonad que insista otra vez, don Jaime, quiero deciros que, si por cualquier causa, precisáis de orientación y auxilio en vuestras investigaciones, aquí me tenéis.

—Lo tendré en cuenta —respondió él con una amplia sonrisa, agradecido por la buena disposición del sacerdote—. En esos subterráneos hay que andarse con cuidado para no perderse y el archivero no es muy colaborador, como ya he comprobado.

—Recordadlo. Podéis contar conmigo y, si fuera necesario, trasladaríamos vuestras necesidades al propio cardenal.

Se despidieron en las escaleras de la plaza. Hacía frío y lloviznaba débilmente. Sebas salió raudo del carromato, que había situado casi en el mismo arranque de la escalinata, para colocar una capa de grueso paño sobre los hombros de su señor y protegerle de las inclemencias del tiempo.

—Creí que terminaríais antes, llevo esperando más de dos horas. Y me preocupaba por vos —dijo el criado.

—Ya sabéis, Sebas, que hierba mala nunca muere…

Un resplandor blanquecino tamizado por las delgadas nubes descendía del cielo envolviendo los muros de la catedral. La luz era de tal suavidad que, juntando algo los párpados, daba la impresión de que el templo gótico flotaba entre la bruma de aquella tarde de invierno. Era una visión mágica, deliciosa. Algunos operarios montaban en el atrio un nacimiento con grandes figuras de barro y abundantes ramas de olivo.

Al moverse el carruaje y cruzarse con los obreros que preparaban el belén, Giacomo Girolamo Casanova, caballero de Seingalt por la gracia del papa, pensó por un instante y sin saber muy bien por qué en su Venecia natal y entornó completamente los ojos.

—¡Venecia! ¡Cuánto te echo de menos! —susurró.

—¿Qué decís, señor? —preguntó Sebas.

—Nada —respondió—. Bueno, el otro día tuve un sueño… Pásame la petaca de aguardiente.

Sebas sacó de su refajo un pequeño recipiente de metal. Don Jaime lo vació casi de un trago y, a continuación, carraspeó aclarando la garganta.

Camino de la posada, relató a su criado la visión que había retornado a su mente.

—Me encontraba de noche al borde de un solitario canal, era muy tarde. Paseaba distraído por la orilla cuando a lo lejos, entre la bruma, vi una góndola. Algo me hizo acercarme a aquel lugar, estaba lejos pero era una fuerza poderosa, irresistible, la que me lo exigía. Comencé a caminar rápido, cada vez más deprisa, como si fuera empujado por un huracán o algo extraño. Nada me detenía, tropezaba con las piedras de los pretiles, con las vallas, pero el dolor no me frenaba, un impulso alocado me arrastraba en volandas. Dejé de sentir mi cuerpo, yo era como ceniza arrastrada por el viento. Al llegar cerca de donde estaba la góndola, la descubrí a ella, a Charlotte, reposando en la embarcación mientras se deslizaba suavemente por aguas tranquilas; una de sus manos acariciaba la superficie. Me sentí feliz, salvado de angustias y pesares, elevado, flotando de alegría por encontrarme, de nuevo, con ella. Era una sensación maravillosa…

Sebas le acercó un pañuelo. Don Jaime sudaba por todos los poros y miraba hacia su interior con las pupilas muy dilatadas, rebuscando acaso en los pensamientos de aquella noche de pesadilla, pues tal fue como comprobaría enseguida el criado.

—Ella estaba resplandeciente —prosiguió don Jaime con la mirada perdida mientras secaba la frente con el pañuelo—. Hasta el entorno refulgía con su piel blanca y con sus ojos como esmeraldas que brillaban en la oscuridad. Llevaba un vestido rosa, de amplísimo vuelo, y engarzadas en su rubio pelo, piedras preciosas y perlas. Los labios relucían con el carmín oscuro que los hacía resaltar. Todo en ella era reclamo y tentación. Amor…, amor puro, por completo. El gondolero desplazó la embarcación hacia donde yo estaba, en la misma orilla, junto a un puente. Mi corazón palpitaba durante la espera y se fue acelerando a medida que la góndola con Charlotte se acercaba. Ella me sonrió y avanzó sus manos hacía mí. No tenía duda de que era mi salvación, así lo sentía; y ella, revivida, me inundaba de felicidad. Cuando estuvo tan cerca que podía tocarla, fui a acariciarla y entonces mi mano cruzó su cuerpo, ¡era una imagen, nada más! Un recuerdo que se había materializado como vapor que resultaba imposible apresar. Me desperté enfermo…

—Siempre os enloqueció la belleza —susurró Sebas impresionado por el sueño que tuvo su amo—. Y la de esa mujer debía de ser algo especial…

—Lo era en todos los sentidos.

—Sí, eso quería decir.

—¡Ah! ¡La belleza femenina! —exclamó, por sorpresa, el veneciano con los ojos entornados y una amplia sonrisa en sus labios—. Es un estúpido y un ciego todo aquel que renuncie a sus dones, a cualquier clase de belleza, con lo que representa para hacernos mejores y estimular nuestra sensibilidad. ¡Ah, querido Sebas! Lo mejor son ellas, con esos cuerpos imprescindibles para hacer de los nuestros algo valioso, cada vez más perfectos y sin envejecer gracias a sus estímulos. Añoro sus espacios engalanados que nos reclaman para introducirnos con gran aparato y poder. En ocasiones, hay engaño y sus quiebros y actitudes nos desorientan y confunden. Pero ¡qué importa si es un juego que nos enriquece! El premio de la conquista es inmenso. El amor es de lo poco que está a nuestro alcance, y el placer que conlleva nos concede una gran felicidad, de las mayores que puede alcanzar el ser humano.

—Escucharos anima a no cejar ni desmayar en la seducción, a pesar de que resulte, en ocasiones, algo difícil.

—Esos esfuerzos no son tales, pues también el intento satisface y, a veces, el premio es elevado. Abrir lo oculto y reservado es un gran deleite. Rasgar camisolas o que se te abran por tu delicadeza y saber hacer, mediante el verbo y las caricias, y lograr el acoplamiento es perpetuarse como hombre. Hay que alimentar el deseo para no desfallecer y no dejarse arrastrar por la corriente de lo aburrido y monótono.

Entusiasmó al criado el pronunciamiento de su señor y la intensidad con que le hablaba utilizando palabras hermosas y sentidas. Por fin, volvía a ser el mismo. Para celebrarlo, Sebas recogió del asiento la petaca y dio buena cuenta de lo poco que quedaba de aguardiente.