Cigarral La cruz dorada

10 de diciembre

Lorenzo exponía, sin ahorrar detalles, lo que el criado le había contado en un figón donde solían encontrarse a altas horas de la noche.

—Resulta casi inverosímil lo que dice de su señor. En una ocasión le habló de la inmortalidad y de que por la Vía Láctea él llegará a un lugar reservado solamente para los adeptos. El criado le cree a pies juntillas, a pesar de que le resulta difícil entenderle del todo. Al parecer, los que llegan a conocerle terminan por considerarle un sabio o un mago, alguien poseedor de poderes especiales y capaz de hipnotizar a las personas que él desea que caigan en sus redes.

—¡Es un hereje! Eso es lo que es —exclamó el canónigo Benavides con el rostro encendido y los párpados en tensión.

—No os equivoquéis —rechazó Lorenzo con un vozarrón que retumbaba en las paredes—, estuvo a punto de ingresar en un convento benedictino, en Suiza. Luego, consideró que no estaba preparado para encajar con la disciplina del claustro, aunque insiste con frecuencia en esa inclinación y que le gustaría algún día entrar en la vida monacal. Hasta para Sebas es extraño su comportamiento, contradictorio en lo que hace y en sus apetencias. Pero me ha dicho que es muy creyente y que con frecuencia recurre a Dios mediante la oración.

—¿Y acaso os fiais de ese tal Sebas? Lo más probable es que tenga la mente nublada debido a la influencia perniciosa de su amo. Esa clase de individuos suele anular la voluntad de los acólitos y dominarlos fácilmente.

El archivero hizo el comentario buscando con la mirada la aprobación y el respaldo de don Luis Medina de la Hoz que, desde su butacón, atendía con sumo interés al vivo diálogo que mantenían sus esbirros. Evitó expresar su punto de vista para no inclinar la balanza a favor de uno u otro por considerar que la controversia resultaba conveniente para aclarar algo sobre la personalidad del extranjero. A todos les había sorprendido su aparición en la ciudad y precisaban dilucidar a qué respondía su presencia y quién era en realidad tan curioso, como excéntrico, personaje. Encargaron a Lorenzo Seco seguir su rastro y no perderle de vista. Lorenzo estaba habituado a realizar labores sacrificadas, no en vano perteneció a la guardia real hasta que intervino en una pelea callejera para defender a una dama y salió mal parado del envite. De regreso a su ciudad, fue captado por el grupo encabezado por Molina de la Hoz que deseaba impedir que gentes o ideas opuestas al dogma afectaran al reducto toledano donde, según ellos, debían conservarse las esencias de la España por la que corría la pureza de sangre y el pensamiento acrisolado para defender las virtudes católicas.

El que fuera cabo de la guardia del rey había sido muy hábil para congraciarse con Sebas. Y gracias al criado del veneciano, tenían a su alcance información de primera mano sobre un individuo que en pocos días había protagonizado comportamientos poco habituales para un forastero que, únicamente, afirmaba visitar la ciudad para su solaz. De hecho, eran poquísimos los extraños que se acercaban hasta allí, y mucho menos por un motivo como aquel.

—Sabe distanciarse de su señor —replicó Lorenzo ante la observación que le hiciera el canónigo—. De hecho, durante un largo tiempo no le prestó sus servicios, molesto porque no recibió lo acordado entre ellos. Sebas estuvo con él viajando por numerosos lugares del continente cuando, al parecer, perseguía únicamente la riqueza y el placer con las mujeres. Más tarde, el tal don Jaime sufrió alguna crisis que le hizo volcarse en la búsqueda del amor verdadero, ajeno al goce físico que tanto le había atraído con anterioridad.

—¡Tonterías! No sé, a mí me da muy mala espina ese individuo —comentó perplejo el canónigo, abocinando sus labios ya de por sí puntiagudos.

—¿Cuál de ellos? —quiso discernir el excabo.

—Al que todos llaman caballero o don Jaime de Seingalt —aclaró Benavides—. Deberíamos dar cuenta al Santo Oficio con lo que sabemos ahora de él y encerrarlo una larga temporada bajo tres candados, hasta que conozcamos más cosas y cuáles son sus verdaderas intenciones, lo que ha venido a hacer a Toledo. Tuvo suerte hace unos días cuando se libró de la mazmorra por la intervención de su embajada, entonces no se le pudo acusar de materias susceptibles de ser perseguidas por la Inquisición. Pero si los inquisidores pudieran escuchar el testimonio de ese criado, lo tendrían fácil.

Don Luis acarició su mentón pellejudo. Saboreó despacio el vino que habían servido con anterioridad sus doncellas y recapituló sobre la conveniencia de intervenir, tal y como pretendía el canónigo.

—Lo mejor es dejarle que se mueva sin que sospeche nada —dijo, al fin—. Si forzáramos su encarcelamiento, es probable que no lográramos saber qué intenta en realidad, quién le da las órdenes y hasta puede ocurrir que salga libre, nuevamente, sin cargos, pues parece que tiene respaldos al más alto nivel y su embajada es influyente.

El señor del cigarral fijó su atención en unas rapaces que sobrevolaban plácidamente los terrenos plantados de albaricoqueros, almendros y olivos. Estaba orgulloso de su propiedad, desde allí dominaba por entero el conjunto urbano, aquel lugar que tanto agradaba a quienes lo podían contemplar desde su atalaya. Era el enclave perfecto para apreciar la grandiosidad de una ciudad encerrada sobre sí misma debido a la orografía peculiar sobre la que se había asentado desde su fundación. A esas horas Toledo dormitaba y débiles teas iluminaban sus quiebros fantasmales invitando al recogimiento. Don Luis deseaba, con todas sus fuerzas, que nada pudiera enturbiar la calma de un solar sobre el que se había encaramado como si fuera su máximo protector.

Lorenzo y don Ramón hicieron como el anfitrión, enmudecer con el fascinante espectáculo del conjunto amurallado, con su quietud e inmovilidad de las que tanto disfrutaban. No iban a permitir que merodeasen forasteros por sus calles sin conocer lo que pretendían. Aquel territorio les pertenecía a ellos y lo defenderían con uñas y dientes, no fuera a ser ensuciado con ideas erradas traídas por tipos aviesos.

Don Luis se levantó del butacón y abrió, de par en par, los ventanales de la galería. Les llegó el suave rumor del Tajo y una brisa estimulante inundada de aromas silvestres de tomillo y romero.

—Estáis en lo cierto —pronunció el archivero sin dejar de mirar a la ciudad; hablaba protegiendo su boca con la mano—. Tiene amigos muy poderosos como, por ejemplo, el mismo cardenal. Me llamó para darme instrucciones muy precisas, sin permitirme ninguna réplica, obligándome a facilitar las pesquisas del veneciano con la sugerencia de que me pusiese a sus órdenes. Jamás me había hablado con esa firmeza y me irritó hasta extremos que no os podéis imaginar escuchar algo así. ¡Es indignante! Ahí reside el mayor peligro.

—¿Y qué os pareció él? —preguntó don Luis mientras alargaba su brazo tirando del avisador para llamar al servicio.

—Avispado, elegante en exceso, sagaz; y en las formas, delicado…

—¡Vaya don Ramón! Sí que os atrajo —alertó el que fuera regidor de la ciudad.

—Es lo que afirma Sebas —intervino Lorenzo forzando su vozarrón y en tono jocoso—, que pocas personas son capaces de sustraerse a sus encantos.

El canónigo hizo una mueca de desagrado y examinó al exguardia sin ocultar su dentadura agresiva e hiriente. Caviló Benavides sobre el deterioro físico de las personas cuando se apartan de su actividad primordial, tal era el caso de Lorenzo, que había transformado su galanura y trazas apolíneas en un comienzo de obesidad, aunque conservaba aún cierto aspecto fiero.

—Esa es la amenaza, sus encantos, como dices. Su impresionante palabrería heredera, seguramente, de los modernos que consideran que todo es materia.

—¿Os referís a esos pensadores franceses de tan nefasta influencia en la corte de Madrid? —suscitó el cabecilla.

—En efecto, don Luis. Los que dicen que la materia lo explica todo y, como mucho, consideran a Dios como una fuerza mecánica, un primer motor, el artífice de un universo-máquina.

—Sí, he oído algunas sandeces de ese tenor que llegan de la vecina Francia y de los malditos ingleses.

—Es el comienzo de una era de ateísmo que nos llevará al desastre —se dolió el archivero.

—No, en esta ciudad —dijo el excabo, hasta ese momento atento a la conversación, aunque incapaz de comprender con precisión el sentido de la misma.

—Haremos todo lo que podamos para mantener aquí las benditas creencias que han hecho de este lugar un reducto sagrado —pronunció con solemnidad don Luis.

—Por eso me preocupa la presencia de ese voluptuoso individuo y es molesto, por decir algo, tenerle en el archivo fisgoneando. Además es muy arriesgado cuando aún no hemos decidido lo que vamos a hacer con lo que descubrí en la galería, me preocupa.

—No debéis perder los nervios. Contamos con Lorenzo para seguirle y comprobar cuáles son sus intenciones.

Don Luis comenzó a caminar por la sala, su figura escuálida recordaba al canon estético empleado por El Greco, a los modelos de un artista que repudiaba el canónigo al considerarle un loco y un pintor incomprensible. La habitación, por el contrario, estaba repleta de bodegones pintados por los maestros toledanos de los siglos XVI y XVII, especialmente Sánchez Cotán y Blas de Prado. Era el género pictórico predilecto de don Luis; el canónigo-anticuario se las veía y deseaba para conseguir obras de calidad con el motivo de las naturalezas muertas. Por suerte, el coleccionista iba aceptando otras cosas, como el retrato pintado por Bartolomé Esteban Murillo de un gentilhombre, la reciente adquisición que hizo para don Luis.

Entraron dos doncellas portando varias bandejas con embutidos y algo de queso. Lorenzo se abalanzó hacia las jóvenes con intención de ayudarlas. El rostro del soldado se había iluminado de entusiasmo nada más verlas, sobre todo con Rosario, la sobrina de doña Adela, la dueña de la posada de El Carmen, donde se alojaba el extranjero con su criado.

—Se ha hecho tarde y, antes de iros, debéis tomar algo. —Ofreció don Luis la pitanza como si fuera un menestral. En cuanto salieron las sirvientas prosiguió—: Hay que ser prudentes, el veneciano no ha pasado desapercibido en la ciudad y de él se habla en los mentideros. Por lo tanto, cualquier cosa que le ocurra será conocida, de inmediato, por muchas personas. Lo que tenéis que hacer es darle largas, ganar tiempo —subrayó dirigiéndose al archivero; este enarcó una ceja para observar de reojo a don Luis mientras devoraba con ganas unas rodajas de chorizo.

—¿Y yo? —planteó Lorenzo.

—Ya he notado tu admiración por Rosario…

—¡Vaya! Sí que es usted avispado, don Luis. —Se hizo un largo silencio, hasta que Lorenzo pareció darse cuenta de lo que le sugerían—. ¡Ah! Quiere que me trabaje a la niña para llegar hasta doña Adela y algo más, supongo.

—Eso es, tienes que ganarte la confianza de la posadera y acceder a los propios aposentos de ese extranjero y fisgonear allí, sin desdeñar otras acciones.

No eran solo las maneras señoriales lo que Benavides y Lorenzo admiraban de su cabecilla, le respetaban por su sutileza e inteligencia. Después de apurar el ágape, los invitados recogieron sus pertenencias para abandonar el cigarral. El encuentro les había animado para tener controlada la situación. Eso creían hasta que el archivero planteó una duda cuando se encontraban en la misma puerta, a punto de salir.

—¿No habrá venido ese extranjero enterado de lo que hemos hallado en el archivo? Tal vez deberíamos destruirlo cuanto antes…

La incertidumbre hizo mella en todos. Don Luis, nuevamente, atinó con su razonamiento:

—La única persona que husmeó en los arcones no puede decir nada. Gracias a la habilidad de Lorenzo esa pista fue eliminada de raíz, como las malas hierbas. Y sería absurdo concluir que lo que llegó a conocer ese incauto seminarista hubiera podido llegar tan lejos. Ni siquiera tuvo tiempo de hablar con alguien para contar lo que vio.