Posada de El Carmen

5 de diciembre

Era como si un cataclismo o una maldición hubieran asolado aquella apagada y durmiente ciudad, como si hubiera llegado a ráfagas una tempestad porque solo algunos barrios, y no en su totalidad, estaban destrozados, con montones de ladrillos, piedras y tejas rotas donde antes había casas. Existían, no obstante, lugares que habían sobrevivido mejor al abandono secular y al olvido que se sumaban a la carencia de una pujante actividad comercial, pues esas eran las causas de la aparente desidia, sin que ninguno de ellos llegara a salvarse por completo del castigo forjado con el desamor.

Le dijeron al extranjero veneciano que en otro tiempo la ciudad fue un enclave bullicioso, que la vida resonaba por cualquier esquina, que gozó de mucha vitalidad industrial y que fue corazón de todo un imperio, también cabeza de una región romana y capital de España con los visigodos. Y lo más importante: enclave y foro de distintas formas de pensamiento y creencias que se habían fundido en un sincretismo que caracterizaba el espíritu más profundo del solar. Había comprobado que a sus habitantes les gustaba referirse al otro tiempo cuando hablaban del incierto presente con algo de amargura y melancolía, de lo último había mucho en el alma de sus gentes, pero insistían en que era una de sus características y que, de ninguna manera, les limitaba, sino todo lo contrario, pues era el perfil sobresaliente de su idiosincrasia.

La ciudad se había ido despoblando desde que el rey Felipe II buscó paisajes más hermosos y abiertos, cerca de las montañas, para instalar sus fueros. A partir de ese momento, comenzó el declive. Y ahora el número de sus habitantes apenas alcanzaba los veinte mil, la tercera parte de los que llegó a tener doscientos años antes. Se veían religiosos por doquier y gran cantidad de pobres y jornaleros maltrechos. La mayoría de las viviendas eran propiedad de la Iglesia, una institución poderosa en lo económico y con fuerte influencia en la vida de las personas que deambulaban con el vaivén definido y marcado por los que vestían sotanas.

Los intentos para recuperar las manufacturas sederas, que tanto empuje dieron en el pasado glorioso, no habían tenido éxito. Por suerte, el actual monarca, Carlos III, había fundado una fábrica de espadas logrando así que renacieran las ilusiones por rescatar el esplendor armero que fue admirado a lo largo y ancho de Europa.

Sebas se había encargado de proporcionarle abundante información sobre la ciudad que el propio veneciano fue completando en conversaciones con la propietaria de la posada donde se habían instalado.

Muy pronto, el extranjero había establecido con la dueña una excelente relación. Doña Adela era una viuda con bastante remango, exuberancia de peonía y excelente disposición para manejar su negocio; una mujer bastante juiciosa, por edad y oficio, y que disfrutaba charlando con un individuo que desprendía experiencia mundana por todos sus poros. Pocas veces había tenido un cliente con la extraordinaria apariencia de don Jaime. Le extrañó que fuera detenido días atrás por el Santo Oficio, aunque todo se debió a un error, como ella había imaginado. El señor que, más bien parecía francés por sus modales y maneras, iluminaba con su presencia el establecimiento situado a pocos metros de la plaza de Zocodover, y en el que se alojaban frecuentemente ganaderos y ricos agricultores de la provincia que venían a hacer sus tratos a la capital.

Sebas entró, sin llamar antes, en la habitación de su amo para avisarle de la hora. Los rayos del sol cortaban la estancia de lado a lado. Por el amplio balcón se veían los perfiles del muro norte del Alcázar, el palacio que ordenó construir el emperador Carlos V. Aquella imagen contuvo al criado unos instantes, a pesar de que hubiera sido más lógico que se detuviera por la postura llamativa que mantenía don Jaime en el interior de sus aposentos.

Apenas le sorprendió verle de aquella guisa, estaba acostumbrado a encontrárselo en pleno trance, con los ojos cerrados y como si estuviera en otro lugar con el pensamiento y el alma. Su señor le insistía desde siempre en que la meditación era la única senda para llegar a comprender la existencia de Dios y unirse a él, con el fin de acercar lo «de arriba hasta nosotros, porque lo de aquí es igual a lo que hay en lo alto si se quiere encontrar». Para Sebas era como un mago, le había visto hacer cosas extraordinarias como, por ejemplo, quedarse casi sin respiración y sin pulso, con la sangre sin circular por sus venas durante un buen rato. Lo había comprobado por sí mismo y, por lo tanto, no dudaba de sus poderes especiales y comprendía que las personas que llegaban a conocerle quedaran atrapadas por él.

—¡Don Jaime, se hace tarde! —gritó para sacarle del embeleso.

No reaccionaba, estaba de rodillas con el cuerpo doblado echado hacia delante sobre sí mismo, con la cabeza casi rozando el suelo. Sebas se acercó hasta él y, con suma delicadeza y cuidado, le acarició la nuca; detectó en la yema de los dedos la potencia con la que palpitaba su señor en esos instantes. Supo, entonces, que iba a regresar en unos pocos segundos. En otras ocasiones, la sangre casi detenía su curso y tardaba en despertar para salir de su Klaus, de su claustro interior, como él lo llamaba. Su Klaus siempre lo acompañaba, podía encerrarse en cualquier momento y circunstancia en ese mundo íntimo de éxtasis, a veces ni siquiera los que estaban a su lado se daban cuenta de ello. A Sebas le parecía un ser extraordinario y, a pesar de sus devaneos, él sabía que su señor era un auténtico místico.

—¡Venga! Ayúdame a vestirme. ¿Qué haces mirándome como un lelo? —dijo don Jaime casi por sorpresa, nada más abrir los ojos y comenzar a expandir sus músculos que había mantenido adormecidos.

—Todo está preparado y tenéis la ropa limpia encima de la cama —replicó Sebas forzando una leve reverencia.

Mientras se colocaba la camisa con botonadura de piedras semipreciosas y repleta de encajes, como si fuera el plumón de un pato, tal y como al señor le gustaba esa clase de vestimenta, el criado pretendió explorar el alma del veneciano.

—Cada vez son más frecuentes vuestros encierros por lo que he podido comprobar.

—Sí, son más necesarios.

—¿Por lo de Charlotte?

Jaime de Seingalt hizo una mueca con los labios y guiñó un ojo como muestra de complicidad con su sirviente.

—Cierto es. Por lo ocurrido con ella, con ese ángel con el que se cebó la mala suerte y porque ansío acercarme más al Ser Supremo, destruir el Mal que nos desvía del camino acertado, Sebas. —Al decir aquello se le formó en el centro de su frente una profunda arruga con la apariencia de una cicatriz que aún le hiriera. Cerró los párpados y apretó los puños. Encerrado en sí mismo, como si buscase una respuesta que ni él mismo ni nadie era capaz de atisbar, prosiguió—: Esa lucha nos desgasta y solemos darla por perdida, abandonándonos al cruel destino. Yo me resisto a dejarme vencer. Después de la pérdida de mi protector y de Charlotte necesito con más intensidad hallar respuestas, intentar comprender lo que me hizo deambular dando tumbos por esta vida. Y busco también interpretar los símbolos, y para ello preciso de la máxima concentración, pues es la única manera de llegar a descifrar, como es debido, las manifestaciones de Dios. El mundo entero es un corpus symbolicum. Tú y yo —profirió mirando fijamente y con intensidad a Sebas—, nosotros lo somos…

—¿Somos, qué? —inquirió extrañado Sebas mientras alisaba los calzones que se iba a poner su señor.

—Lo que nos une expresa mucho. Es la afinidad que se percibe incluso entre dos personas como nosotros, tan diferentes en todo y con un vínculo que permanece. Es un símbolo de que los polos opuestos crean energía y llegan a dar sentido armónico. Lo que tú representas: lealtad y servicio para que yo pueda desarrollar mi labor en este mundo.

Sebas restregó con fuerza su propia coronilla intentando incorporar comprensión a su mente. Le resultaba difícil entender a aquel maestro en toda la extensión de sus ideas, pero resultaba un placer escucharle cuando estaba inspirado. Era la voz de un sabio.

* * *

Salió a la calle tan majestuoso en los atavíos como si fuera un cortesano principal en la corte de Versalles. En la plaza de Zocodover le recogió Adolfo Mendizábal, tal y como le había anunciado un mensajero el día anterior.

—El conde de Aranda atendió de inmediato a las súplicas y me facilitó el salvoconducto para vos, pero luego he sabido que todos los cargos fueron retirados. No cabe duda de que tenéis amigos importantes —resaltó el venerable maestro de la logia madrileña con admiración. Era un joven de tez oscura, ojos negros, pelo rizado y de mucha altura aunque desgarbado; resultaba a primera vista una persona sensible, con muchos deseos de aprender y alerta a lo que tuvieran que exponer sus interlocutores.

—Hasta en el Averno cuento con amigos, y no os asustéis por lo que os digo, son necesarios en cualquier lugar, ya que los enemigos surgen por doquier alimentados por los instintos más deleznables —sostuvo el veneciano.

—Tengo aquí mismo mi carruaje, pero queda tiempo y, si os place, podemos dar un paseo hasta palacio y caminar un rato por las calles —propuso Mendizábal.

El caballero dio su conformidad y los dos ajustaron sus capas para protegerse de la brisa fría que se había levantado.

—Como os decía, la carta que teníais bien oculta y no os requisaron la entregué al secretario del presidente del Consejo y surtió un efecto sorprendente. Fui recibido en persona por Aranda, algo que jamás pensé que ocurriera. Él es alguien fundamental para nosotros porque entiende nuestra causa y puede sernos de utilidad para que el rey modifique su postura recalcitrante —comentó Mendizábal mientras atravesaban la plaza de Zocodover encaminándose hacia una calle con abundantes tiendas de ropa—. Aranda soporta fuertes presiones de todos nuestros enemigos, que son muchos y constantes en los ataques.

—Me gustaría saludarle antes de dejar España, agradecerle su interés y hablarle de mi amigo, el señor Voltaire. Me consta que se tienen una admiración mutua.

—¿Conocéis en persona a ese gran filósofo y pensador?

—Me vi con él varias veces en Suiza y, aunque discutimos mucho sobre poesía, terminamos, eso creo, siendo amigos.

—¿Discutisteis? —planteó con asombro el cabecilla masón.

—Sí, hasta lograr que reconociera la valía del poeta Ariosto por encima de la de Tasso:

Los papas, los césares, calmando su disputa,

juran sobre el Evangelio una eterna paz.

Les veréis, uno de otro enemigos…

A Jaime de Seingalt se le iluminaron los ojos al recitar los versos, relucía aún más su mirada de un intenso azul que no pasaba desapercibida para nadie que estuviera cerca de él. Llamaba la atención de los transeúntes debido a su altura y donaire; asimismo, por su vestimenta de un colorido poco habitual en las adustas calles de la ciudad castellana. Pensó Mendizábal, fugazmente, que tal vez hubiera sido mejor que sus hermanos franceses le hubieran enviado a alguien menos pinturero, más comedido, para la misión.

Cuando ella pudo soltar la brida a su dolor,

se quedó sola sin temer a nadie,

salió de sus ojos, regando sus mejillas

un río de lágrimas que se esparció por su pecho.

En esta ocasión, el veneciano hizo el recitado casi en un susurro. El venerable maestro de la logia matritense le inquirió al finalizar la declamación con un gesto de extrañeza muy marcado en su rostro, sin necesidad de palabras.

—El divino Ariosto me llena de emoción —resaltó el caballero.

—Conocía vuestra fama como cabalista y rosacruz.

—Se pueden tener esas devociones y conmoverse con la poesía, hermano Mendizábal. Es más, yo diría que constituye una ayuda imprescindible para ser primoroso en la apreciación de la belleza y de las cosas que nos rodean que merezcan la pena. La Creación nos envuelve y es una suerte estar despiertos para disfrutarla y perfeccionarnos, pues los seres humanos estamos llamados a mejorar las cosas, ya que tenemos albedrío. Y si no lo hacen los que tienen los dones necesarios, no serían dignos de vivir en plenitud, y tampoco si no somos capaces de apreciar lo mejor que nos rodea o la Creación que nos abraza con suspiros y reclamos.

—Tengo entendido que la cábala es hermana nuestra por el secreto.

Agradó al caballero el comentario de Mendizábal, pues le daba la oportunidad de exponer unas ideas que defendía con pasión.

—Así es. En primer lugar, debo deciros que cuando el hombre es asaltado en los últimos reductos de su ser por las cuestiones fundamentales, la reacción es similar al margen de cuál haya sido su formación en cualquier aspecto. Es entonces cuando considera imprescindible estimular su espíritu para intentar hacer visible lo que es inaprensible. Su curiosidad le lleva a descubrir que existen misterios ocultos, secretos desconocidos para la mayoría de los hombres que los santos sabios han preservado porque no están hechos para ser revelados. Y es así para que no sean manoseados y se produzca el error y la false-dad en su interpretación. El secreto va pasando de unos hombres a otros mediante el estudio y el misticismo que despiertan a algunos seres del sueño profundo de la ignorancia. De esta manera, se abre la puerta de la iluminación para cuando llegue la hora y el momento de la revelación del secreto.

—¿Y a cualquiera le es permitido alcanzar el secreto?

—A cualquiera, sí, siempre que se esfuerce y quiera atrapar lo esencial con todas las consecuencias que eso representa.

—En efecto, hay mucho que nos hermana —asintió el madrileño—. Lo importante es escoger bien el maestro y ser merecedor de que te enseñen.

—Esa es la razón por la que el ingreso en nuestras sociedades místicas debe hacerse con cuidado. El conocimiento será revelado a aquellos que sepan aprovecharlo.

Caminaban despacio, de tal forma que el extranjero pudiera deleitarse con el bullicio que había por las callejuelas, los figones y en el interior de los adarves.

—¿Sabíais que en esta ciudad floreció, como en ningún otro lugar, el misticismo, la cábala, entre la decimotercera y la decimocuarta centuria? —expuso el veneciano.

—No exactamente.

—Al final es lo que me decidió…

—¿A qué?

—A venir hasta aquí.

—Me dijeron que también necesitabais el dinero…

—Mejor sería decir la recompensa. Aunque lo que más me mueve es el Amor porque es lo que nos perfecciona y hace eternos.

—Pero ahora lo que precisáis es el perdón del rey de Francia, como algo indispensable para haceros feliz. He oído muchas cosas sobre vos que no me atrevo a pronunciar.

—Os ruego que lo hagáis, disfruto con la franqueza, sin límites.

—Pues creo que os arrebatan especialmente las alcobas de París y los negocios con buenos resultados en un plazo… muy breve.

Sonrió burlonamente ante la ironía expresada por el masón español.

—Me prometieron el perdón si resuelvo este misterio, y no tengo por ventura necesidad de estar enemistado con un rey. Y debo deciros que no hay alcoba mala si el reclamo quiere ser regado y es digno de ello, tampoco rechazo el oro si está a mi alcance.

El caballero parecía disfrutar con el paseo y la conversación; se detenía para observar los detalles de pórticos, celosías y la configuración de los edificios. Con frecuencia levantaba la cabeza para admirar los aleros que estrechaban tanto el espacio, en algunos tramos, impidiendo que la luz del cielo alcanzara el suelo. Estaba atento a todo lo que le rodeaba, sin perder el hilo del diálogo que mantenía con su hermano masón, y contemplaba, sin ningún recato, el rostro de algunas mujeres o se giraba, con disimulo, para seguir los movimientos en su caminar de las más jóvenes.

—Son de amplias caderas y poseen una mirada tentadora.

—Si vos lo decís —musitó Mendizábal.

—Os aseguro que mirándolas comprendo, como nunca, que todo es reflejo de todo y que lo que nos rodea está vinculado con lo superior, con la Creación. Debemos disfrutar de lo que se nos ha dado, ¿no creéis?

El madrileño no supo qué responder. Llegaban al comienzo de la calle Hombre de Palo.

—Extraño nombre el de esta callejuela. Creo que esta ciudad contiene misterios que nunca han sido revelados o, al menos, forman parte de capas invisibles que se encargaron de ocultar por temor o por la incomprensión de gentes intolerantes y ciegas para algunas verdades.

—¿Por qué llegáis a esa conclusión? —planteó Mendizábal.

—La dilatada presencia de judíos y árabes es evidente que ha sido soterrada. Apenas quedan huellas visibles o están tapiadas y, por lo tanto, entiendo que están enmascarados sus espacios de culto y de reunión, los círculos filosóficos y alquimistas que debieron existir. Y temo que gran parte de ese legado fue eliminado a conciencia.

Mendizábal movió su cabeza asintiendo, asombrado al escuchar a su hermano masón.

—Habéis captado a la perfección, y en pocos días, lo que ocurrió en esta ciudad, vuestra perspicacia es admirable, don Jaime. Y es probable que se pretenda hacer algo similar con el descubrimiento del archivo en el palacio del arzobispo —insinuó Mendizábal—. Y, en esta ocasión, no debemos permitirlo…

—¿Tenéis alguna certeza de la importancia de esos manuscritos?

—Sí, por lo que comentó un ayudante del canónigo. El joven que, a todas luces, fue asesinado.

—¿Y podéis afirmar que su muerte no fue fortuita? —remarcó mirando fijamente a Mendizábal.

—Nos cabe alguna duda. Creemos que le dieron una pócima venenosa, seguramente arsénico. El médico del seminario no certificó que fuera un homicidio, pero el galeno que llevamos nosotros lo examinó antes de que recibiera sepultura y dijo que podía considerarse el envenenamiento como causa probable de la muerte.

Después de descender por una pronunciada cuesta, alcanzaron la plaza de la Catedral. El pórtico principal aparecía a su izquierda y justo enfrente se hallaba la sede del primado de las Españas.

—Espero que encontréis algún momento para hablarme de los rosacruces.

* * *

El gran salón donde iban a ser recibidos por el cardenal sorprendió al veneciano. Ya estaba acostumbrado a la austeridad, convertida por lo común en escasez, que se había encontrado por toda la ciudad y, por esa razón, la estancia del palacio tapizada de terciopelo carmesí y seda encarnada, con sillones, consolas y cómodas talladas con maderas orientales, le resultó un lujo que chocaba con el sobrio entorno palaciego y con lo que había visto hasta el momento en Toledo. En un lateral del salón, bajo un dosel, se hallaba el estrado del arzobispo, como si fuera un trono de la realeza, con un butacón dorado y escabel forrado de primorosos tejidos e hilo de oro. Detrás, un paño de sitial con las armas, supuso, del conde de Teba, con varias fajas de gules. Fue advertido de que el prelado utilizaba su título nobiliario y estimaba que se dirigieran a él haciendo uso de ese tratamiento. También le previno Mendizábal de que Luis Fernández de Córdova había sido, durante el reinado de Fernando VI, una especie de arzobispo cortesano por su pertenencia al Consejo de Estado, pero que había perdido dicho privilegio por decisión del actual monarca Carlos III, debido a los enfrentamientos que mantenía con el rey para defender la autonomía de la Iglesia y por su disconformidad con la expulsión de los jesuitas. De todo ello dedujo el visitante la firmeza de carácter del primado.

Permanecía tan distraído analizando una pintura bastante siniestra debido a la paleta oscura utilizada por el artista y por la escena sangrienta que representaba a un mártir descuartizado que no reparó en la llegada del arzobispo.

—Señor…

—¡Don Jaime!

El prelado reclamó su atención, al mismo tiempo que Mendizábal le había apercibido de su presencia. De inmediato, anfitrión y visitante cruzaron miradas ávidas de curiosidad e intercambiaron una sonrisa. Don Jaime se apresuró a hacer una reverencia, volteó suavemente su sombrero de plumas y, a continuación, besó el anillo de Luis Fernández de Córdova. De súbito, ambos parecían haber simpatizado y en ello colaboró el despiste inicial del extranjero.

—Así que fue el papa Rezzonico quien os concedió la cruz de la Espuela de Oro y os nombró protonotario apostólico extra urbem

—Creo que inmerecidamente —afirmó el caballero, con el entusiasmo reflejado en su rostro por el recibimiento y el comentario del cardenal—, y dudo haber cumplido como es obligado con la prerrogativa que tuvo a bien concederme su Santidad.

—Seguramente sois injusto con vos mismo.

Desde su llegada a España, se había encontrado incómodo rodeado de personas a las que tenía que mirar doblando su espalda; por fin conocía a alguien cercano a su estatura. Además, los rasgos y herencias físicas del cardenal asemejaban a las de los individuos centroeuropeos. Sin embargo, lo que más le interesó de aquel príncipe de la Iglesia, al poco de ser presentados, era su actitud bondadosa y deseaba disfrutar de su probada sensatez, tal y como le había indicado Mendizábal al describir los pasos que había dado el prelado a lo largo de su vida.

—Venid por aquí…

El cardenal les invitó a entrar en una salita adyacente al lujoso salón de recepciones. Era una especie de cuarto de estar muy acogedor, en uno de los laterales existía una amplia galería que daba a un patio recoleto, una estancia luminosa y apacible para mantener una conversación.

Al poco de acomodarse, apareció sigilosamente y por sorpresa una monja con una bandeja, como si hubiera estado alerta a la llegada de los invitados. Sirvió tres copas de vino dulce y depositó un plato con pastas sobre una mesita.

—Las propias hermanas hacen estos dulces. Debéis probarlos, pero si deseáis otra cosa…

Mientras el veneciano mojaba sus labios con el vino de un intenso aroma, don Luis Fernández de Córdova preguntó:

—¿Quiénes son los rosacruces, qué buscan, cuáles son sus intenciones?

Mendizábal abrió los ojos de par en par sorprendido por la coincidencia en la curiosidad que él mismo había manifestado a don Jaime antes de acceder al palacio. Y, desde luego, asombrado por el hecho de que el arzobispo tuviera conocimiento de las inclinaciones del caballero.

Rose-Croix! —exclamó él extendiendo los brazos, luego ajustó sus puñetas e inclinó la cabeza pensativo; transcurridos unos pocos segundos, prosiguió—: Compruebo que hay un elevado interés por aquí en conocernos. —Miró de soslayo a sus dos interlocutores, mostrando en los labios una sonrisa irónica—. Bien, no tengo ningún problema en explicaros lo que somos, aunque debe ser somera mi exposición para no aburriros. Los rosacruces creemos en el supremo valor que tiene la naturaleza, pues en ella todo madura hacia la perfección y la pureza. Es, por ello, que pretendemos desvelar sus leyes, dominar en la medida de lo posible sus fuerzas sin alterar su propio equilibrio en el que todos nosotros debemos incluirnos, respetando su evolución sin alterar nada para lograr la máxima armonía y, por supuesto, estudiar el Universo para entender su funcionamiento. Ni plus ni moins.[1] Como veis, somos gentes de elevadas intenciones y aspiraciones casi ilimitadas; nada extraño, por cierto, ya que es lo mejor que puede hacer el hombre mientras permanece en la tierra: intentar responder a las preguntas fundamentales para conocer el sentido de nuestra existencia, ¿no lo creéis así?

—¿Y en dónde se halla Dios dentro de vuestras búsquedas? —remachó el arzobispo—. A vos os sitúo, como no podía ser de otra manera, bajo el influjo de las corrientes ilustradas francesas, próximo a las ideas de Spinoza, imbuido de su panteísmo.

—La idea de Dios no se encuentra siempre, y en todas partes, de la misma forma, como supongo que me aceptará su eminencia.

—Creo que me habláis de un Dios filosófico, no del Dios de la fe.

—Dios nunca es una hipótesis, sino una certeza, ciertamente los filósofos, como el inglés Locke, consideran que la revelación no es contraria a la razón, pero rechaza enérgicamente la fe fanática, que tiene más de superstición que de fe —replicó el veneciano con una sonrisa, turbado por el debate que le estaba planteando el cardenal.

—Ya entiendo, ahora me diréis que se puede demostrar la existencia de Dios mediante fórmulas matemáticas, que se puede explicar racionalmente, ¿no es así?

—No, eminencia, voy más lejos, su existencia se demuestra con el sentido común, sin necesidad de especulaciones metafísicas, ni siquiera con alambicadas operaciones matemáticas. Queda probado con dos palabras: hay un efecto; por tanto, tiene que existir una causa. La materialidad del mundo se rige por unas leyes perfectas, las que animan la naturaleza, y desde luego que no reniegan de Dios, porque en la propia naturaleza, y en nosotros mismos, está presente la obra del gran Creador sin duda. En esas huellas que Él nos ha dejado podemos hallar respuestas esenciales, las vías para acercarnos a Él y perfeccionarnos como seres humanos.

—Volvéis a vuestro panteísmo, don Jaime. Y decidme: ¿por qué no facilitáis los rosacruces a los demás vuestros descubrimientos? ¿A qué teméis?

El veneciano comenzaba a sentirse algo incómodo, pero le agradaba que el cardenal fuera insistente a pesar de que el motivo de la visita había quedado relegado por el momento. Mendizábal era incapaz de reprimir el entusiasmo que le producía la conversación y daba la impresión de estar atrapado con la misma.

—Antes de desvelar nuestros avances, aquello que vamos obteniendo tras superar innumerables dificultades, siendo generosos por la dedicación y entrega de los hermanos que nos facilitan su sabiduría, debemos estar completamente seguros de que esos conocimientos no caerán en las manos de codiciosos que los utilicen para hacer el mal, de que serán comprendidos y servirán para el bien común. De cualquier manera, lo fundamental… —reclamó la máxima atención a sus dos interlocutores con una dilatada pausa—, lo fundamental, insisto, para un rosacruz, es la transmutación de sí mismo en una persona mejor y las experimentaciones constituyen el mejor método para lograrlo, os lo aseguro. Nuestros estudios se hacen con el Liber Mundi, porque es la naturaleza la que nos enseña casi todo lo que hay que saber, ahí están las huellas de la Creación, sus reglas que deben ser respetadas, y los secretos que nos permitirán hacer un mundo mejor para todos y hasta comprender por qué estamos aquí.

Se hizo el silencio tras las explicaciones del adepto. El arzobispo meditaba sobre lo que acababa de exponer. El maestro masón estaba gratamente satisfecho con su hermano. Los tres bebieron casi al mismo tiempo de sus copas. Luego, Luis Fernández de Córdova colocó su mano en el antebrazo del veneciano y con un gesto cariñoso comentó:

—Espero que tengamos otra ocasión para debatir sobre esa visión de las cosas que tenéis. Hay ideas que, desde luego, no comparto con vos aunque percibo en ellas buenas intenciones y un fundamento que no es desechable, mezcla de atavismo e ilustración de la moderna filosofía. Pero, don Jaime, vayamos a lo que os ha traído hasta aquí. Me dijo Mendizábal que tenéis la esperanza de encontrar rastros de la ciencia del pasado en nuestros archivos, y que en esta ciudad florecieron los estudios en diversas materias por la coincidencia de algunos grandes hombres dentro de su espacio, ¿no es así?

—Eso es, eminencia —ratificó entusiasmado porque se abordaba el asunto que le había llevado hasta allí—, esta ciudad representa mucho en la historia de las ciencias secretas, tanto que en la Edad Media se las conoció como Arte Toledano y, debo decirlo, cuando la Iglesia tuvo un poder que alcanzaba todo, las cosas cambiaron…

—No os entiendo, os ruego que seáis más explícito —interrumpió el cardenal con su habitual delicadeza y también con su forma directa de plantear las cuestiones que le interesaban, sin dejar cabos sueltos.

—Me refiero a las mancias, a las ciencias que no eran aceptadas por una Iglesia convencional que, muchas veces, convertía en brujería y magia todo aquello que repugnaba a su sentido del orden y de las ideas, a sus dogmas consagrados y que debían ser aceptados a ciegas. Aquellos que buscaban explicaciones diferentes sobre cualquier materia de las que estaban encerradas en los libros sagrados eran tachados de enemigos y, por lo tanto, perseguidos para llevarlos a la hoguera. A eso me refiero.

—Correcto, aclarada la cuestión —señaló el conde de Teba—. Es cierto que ha habido excesos y, también, todo hay que decirlo, es imposible en ese magma distinguir lo que merece la pena de lo que se mueve con malas intenciones y bajo el error. Confío en que no vengáis a añadir más confusión. Aceptaría daros mi permiso para explorar en nuestros archivos, si vuestra intención no es hacer daño a la Iglesia.

—Creo que podríamos entendernos, eminencia, y os garantizo que, de ninguna manera, quiero perjudicar vuestra labor y lo que representáis; lo que pretendo es aclarar lo que pudo ocurrir en otro tiempo, nada más, y si queda algún rastro que confirme mi hipótesis —afirmó don Jaime con una amplia sonrisa mostrando su dentadura mellada y verdinegra. Mendizábal respiró más tranquilo, ya que durante el último rifirrafe temió que la misión se echara a perder.

—¿Y qué alimenta vuestra esperanza de encontrar algo que os sirva entre los fondos documentales que conservamos en los sótanos de este complejo?

—Mi amigo —intervino Mendizábal— considera que en el archivo podrían conservarse manuscritos que resultaron extraños en su día y que, probablemente, fueron ocultados entre la maraña extraordinaria de papeles que hay en el palacio.

—Pero ciñéndonos al supuesto que mencionáis, tal deseo de ocultarlos habría llevado a su destrucción completa, ¿no lo creéis más razonable? —apuntó el arzobispo.

—Sí, es probable que ocurriera como decís —reflexionó el veneciano—, siendo ese el resultado del desprecio e, incluso, de la ignorancia. Pero también algún antepasado suyo en la silla primada pudo considerar que aquí estaban a buen recaudo y bien conservados para ser revisados algún día al considerar que podía tener interés proteger los conocimientos de los brujos y heterodoxos. El mayor esfuerzo en todas las sociedades ocultistas se concentra en el mantenimiento y protección de lo que sus fieles han logrado descubrir. Desde los sacerdotes egipcios en la Antigüedad, pasando por los maestros griegos o los masones medievales, no ha habido nada más importante para todos que defender y vigilar que no salgan de sus reductos los conocimientos que muy pocos podían llegar a alcanzar y comprender. Y al menos en Roma, y sé lo que digo, porque lo conocí durante mi estancia allí trabajando junto a algún purpurado, el comportamiento de la organización de la Iglesia es bastante similar al del resto de las organizaciones ocultistas. Yo os pregunto: ¿por qué Roma no desvela, de una vez por todas, lo que tiene protegido, el conocimiento que nos permitiría entender muchas cosas del pasado? Es idéntico a lo que me planteasteis con anterioridad.

El primado hizo una mueca de complicidad, asintiendo con un ligero movimiento de la cabeza como si diera su conformidad a lo expuesto por el veneciano y le golpeó cariñosamente la mano.

—Curioso, don Jaime, lo que afirmáis. Pero tened en cuenta lo siguiente: la Iglesia debe defenderse también y es lógico que aprenda de otros los métodos más convenientes para permanecer y conservar lo que tiene un gran valor para las generaciones futuras.

Jaime de Seingalt frunció el entrecejo, sin perder su expresión afable.

—Está bien —añadió el prelado frotándose las manos—, haremos lo que nos pidió vuestro introductor, Adolfo Mendizábal. Os facilitaré una autorización especial para que podáis indagar en nuestros archivos sin ninguna clase de limitaciones o cualquier tipo de restricción. No creo que encontréis fácilmente lo que estáis buscando, ni siquiera hemos terminado la reforma para que sea posible trabajar en las instalaciones con cierta comodidad. Hablaré personalmente con el canónigo-director para que os ayude en vuestra tarea.

—Es un gran honor el que me concedéis, eminencia —agradeció el veneciano inclinando su cabeza.

Tras abandonar el palacio, expresó su satisfacción a Mendizábal por el encuentro que habían mantenido con el cardenal.

—Es un hombre cercano, comprensivo y tolerante, y creo que os podría haber ayudado a resolver este enigma sin que fuera necesaria mi presencia si le hubierais planteado, sin subterfugios, el problema. Tengo la impresión de que habría intervenido a vuestro favor. Al menos es lo que deduzco tras conocerle hoy.

—Es probable, pero solo alguien con vuestros conocimientos es capaz de interpretar los documentos y moverse entre tipos que se manejan en el engaño con habilidades refinadas. El arzobispo ya intentó indagar si se ocultaba algo en los archivos, pero está obligado a creer a su gente. Él está observado permanentemente por sus enemigos y arriesga mucho con mi amistad. No le podemos pedir más…

—Pero, como decís, podría haber sido asesinado un ayudante que trabajaba en el archivo y él está obligado a intervenir.

—Os insisto que el primado no puede dudar de la información que le suministran los miembros del cabildo y lo que se deduce de cualquier pesquisa interna, debéis entenderlo, don Jaime. Vuestra presencia es conveniente, llegáis de fuera y no os conocen. Perfecto para la misión. ¡Lástima lo de la detención por llevar armas! Tal vez haya puesto en aviso a algunas personas. Por suerte, vuestra embajada actuó con eficacia y en poco tiempo.

De súbito, y tras las palabras del maestro masón, percibió un escalofrío por el cuello al pensar en su situación. Estaba obligado a intervenir a la fuerza en una labor que le resultaba difícil de llevar a cabo y lo único que deseaba, en aquellos instantes, era salir de allí, regresar a París cuanto antes. Tal vez debió negarse, huir en otra dirección antes de aceptar el acuerdo que le había llevado hasta España.

Se cubrió con la capa antes de montar en el carruaje de Mendizábal para regresar a la posada de El Carmen. Miró a su alrededor. Había demasiada piedra en aquella desoladora plaza y muy poco palpitar del pueblo. Alguien le explicó en París que las revoluciones que estaban modificando la vida intelectual y científica en la sociedad europea no habían calado en España, donde durante siglos las autoridades eclesiásticas habían dominado el pensamiento y seguían haciéndolo con el beneplácito de su pueblo. En los tiempos que corrían la Iglesia no era el centro, sino el propio ser humano para quien no existían límites conocidos y cuyos horizontes se expandían de continuo. Muchas respuestas anheladas por las gentes ya no dependían, exclusivamente, del ágora teológica del catolicismo. Ahora, el propio individuo estaba inclinado a buscar él mismo las respuestas.

El inmenso poder de la Iglesia española sobre la existencia y las costumbres de las gentes y su poderosa influencia habían apartado a mercaderes y comerciantes de los lugares próximos a los templos, como aquel que tenían enfrente del palacio arzobispal. La mezcolanza de lo profano y lo religioso, tan característica del Medioevo y que se había prolongado a los tiempos presentes en Francia, apenas se detectaba en aquel país. El gótico nació con esa idea. Y era frecuente cuando, por ejemplo, caía un aguacero que el mercado se trasladase al interior de las catedrales y los claustros, en una fusión que a él le resultaba deliciosa.

La plaza de la catedral en Toledo era de lo más llamativo que había en la ciudad y, al mismo tiempo, de lo más triste y gélido porque le faltaba la vida que se podía contemplar en las plazuelas de Francia. En la urbe que fue capital del Imperio español había varios edificios de arquitectura extraordinaria como el Ayuntamiento y una catedral manca, es decir, con una sola torre donde, seguramente, antepasados masones implantaron numerosos secretos entre las piedras, de la misma forma que lo habían hecho en los edificios franceses. El arte gótico era grandioso, provenía del art-got, como bien sabía el veneciano. Y encerraba las claves de la sabiduría popular, la más excelsa. Un libro abierto para aquellos que se preocupasen de estudiarlo con esfuerzo y dedicación.