30 de noviembre
El oficial de la Hermandad que se hacía cargo de la custodia de los reos que le entregaba el Santo Oficio no pudo dar crédito a lo que veía cuando irrumpió en su cubículo aquel individuo cubierto de plumas y ataviado con calzones de seda, hebillas enjoyadas en sus zapatos y camisa de encajes que se desbordaban por los extremos de una reluciente levita de color oro viejo. Estuvo a punto de decirle en broma que si estaba ciego porque se había equivocado de palacio, pero se contuvo y prestó la máxima atención a sus palabras, pronunciadas con un fuerte acento extranjero.
—Le hago entrega de esta autorización que me permite visitar al preso.
Sin tener necesidad de romper el lacre del documento, el jefe de los vigilantes adivinó de quién se trataba el recluso con el que deseaba encontrarse tan refinado visitante en aquel húmedo subterráneo de la ciudad.
—¿Preguntáis, seguramente, por el veneciano?
—En efecto —asintió el peticionario, un hombre de bastante edad, que portaba una peluca ampulosa, poco frecuente por aquellos lugares y que ocultaba con los rizos una buena parte de su rostro. El guardián, por fin, abrió el escrito para leerlo.
—¿Giacomo Girolamo? Es lo que dicen sus papeles.
—Eso es. Giacomo Girolamo, caballero de Seingalt por la gracia y designio del papa Clemente XIII.
El oficial afinó las puntas de sus mostachos mientras crecía su asombro por lo que acababa de escuchar y por el tono rimbombante con el que se había expresado el viejo que tenía enfrente. Tensó sus párpados e hizo una mueca de desagrado antes de hablar.
—Pues precisamente en este mismo instante, ese tipejo al que queréis ver recibe en su celda a un caballero, es lo que parece la persona que está con él, todo un caballero —insistió el vigilante—. Sí, de nombre Adolfo Mendizábal —confirmó la identidad al mirar un cuaderno que tenía sobre la mesa.
—¿Y qué debo hacer, si puede saberse?
El jefe del cuerpo de guardia sonrió al comprobar cómo incomodaba a su atildado interlocutor la imposibilidad de celebrar el encuentro de manera inmediata. Nunca había visto a alguien con sus trazas en las mazmorras y tampoco lo creía probable por las calles de la rancia capital primada.
—Pues debéis aguardar a que finalice la visita y, si el encarcelado lo acepta, os dejaremos pasar ya que esta autorización —el oficial blandió el documento que le había traído el peticionario— os permite hacerlo en cualquier momento. Pero debéis tener en cuenta que solo os estará permitido hablar en nuestro idioma con el preso.
—¿Y si no fuera posible hacerlo por dificultad del recluso para comprenderlo?
—Decídmelo y regresaréis con un intérprete que lo solucione. Es vuestro problema.
Gaspar Soderini, secretario de la Embajada de Venecia, no estaba dispuesto a pasar noche en Toledo y decidió arriesgarse. Estaba destrozado después del viaje y, especialmente, tras las tensas conversaciones que había mantenido con los inquisidores, correosos hasta extremos que jamás imaginó.
—Si me lo permitís, me acomodaré hasta vuestro aviso en aquel recinto.
Soderini señaló un cuarto en penumbra que había detrás de una verja que ocupaba el frente de pared a pared, y donde él había vislumbrado la existencia de un banco de madera.
—Por supuesto, si es vuestro agrado y deseo, pero os advierto que no está muy limpio, ahí metemos a los detenidos hasta recibir las acusaciones que nos permiten distribuirlos convenientemente por las celdas del subterráneo. Si queréis más luz, os alcanzo un candil.
El venerable anciano, que frisaba ya los sesenta y cinco años o más, rechazó con un gesto el ofrecimiento y empujó la cancela dejándola entreabierta después de acceder a la mugrienta sala. Depositó la capa en una esquina del asiento de madera negra, puso encima su sombrero de plumas y, nada más sentarse, sintió un fuerte cansancio en las piernas. Aspiró, con disimulo, un pizca de rapé para reanimarse. Aquella jornada había comenzado para él antes del alba. Serían las cinco de la mañana cuando cruzó el Manzanares camino de Toledo. Poco después del mediodía fue recibido por los inquisidores junto al Palacio Arzobispal. Tuvo que convenirles con firmeza para que atendieran las razones del embajador, en contraposición con las que habían recibido de Manuzzi y que les llevaron a encarcelar a Giacomo.
«Aceptamos vuestros argumentos, a priori —le dijeron a Soderini dos dominicos tozudos y secos en el trato—, sobre la confusión de identidad que llevó al consejero de la Legación a pedir nuestra intervención, pero tiene cargos ese Jaime Girolamo instados por la autoridad civil. Confiamos en lo que nos decís y entendemos que el mago y endemoniado no es este individuo; sin embargo, vino a la ciudad con un verdadero arsenal y documentos que consideramos falsos, por lo tanto deberá presentarse ante la justicia, aunque no sea ya competencia nuestra».
A pesar de los razonamientos, los inquisidores habían iniciado un proceso y se resistían a anularlo hasta que el alguacil mayor aceptase el cambio de jurisdicción sobre el detenido y se hiciera cargo de él. Todo aquel proceloso sistema sonaba a excusa para retenerle y era evidente la argucia dirigida por Manuzzi para apresar a quien su padre consideraba su peor enemigo, una especie de bestia negra.
Tras una ardua negociación, el diplomático obtuvo permiso para visitar a su compatriota y una providencia de absolución del Santo Oficio, pero tuvo que vérselas después con el alguacil. Este se negaba a conceder la libertad hasta que el reo testificase ante el juez tras la pertinente investigación. Finalmente, optó por dejarle salir cuando recibiera confesión jurada, y por escrito, del acusado que le tomaría el propio secretario de la embajada, y un compromiso de la representación veneciana para hacerse responsable de lo que pudiera ocurrir hasta el momento de la vista.
Evocaba Soderini en la oscuridad de la prisión lo que había supuesto aquella interminable jornada, cuando vio de repente aparecer a un sacerdote con una banda roja ajustada a la cintura, por lo que supuso que se trataba de un dignatario de la Iglesia, que entraba en el garito del oficial de guardia. El secretario contemplaba la escena sin dificultad desde el lugar donde se encontraba, también podía oír la conversación.
—Quiero ver, inmediatamente, al preso veneciano.
La sonrisa forzada del oficial mostraba su desconcierto, endureció su semblante observando fijamente al recién llegado.
—Esto no es una plaza pública, señor canónigo —expresó con firmeza—. Hay serias restricciones para lo que me solicita. ¿Tiene en su poder algún requerimiento que me obligue a autorizarle la visita?
—Soy Ramón Benavides, archivero del Palacio Arzobispal, miembro del cabildo catedralicio y podría exigirle…
—Supongo que en ese supuesto —intervino presuroso el vigilante— la superioridad le concederá el pase, y no supondría para mí ninguna obligación o exigencia, sino el cumplimiento del deber el facilitárselo.
El canónigo enmudeció. En ese preciso instante, apareció una persona que procedía del sótano, iba algo embozado con la reluciente capa que colgaba de sus hombros. Solo se apreciaban sus medias blancas, unos zapatos de charol de color granate y una pequeña parte de su rostro, desde la nariz hasta la frente. Tenía abundante pelo y llevaba el sombrero oscuro, de raso, entre sus manos. Caminaba muy deprisa, como queriendo rehuir cualquier encuentro o conversación. Subía raudo, por las escaleras, en dirección a la calle.
—Vaya con Dios —gritó el oficial, a modo de despedida.
Ni siquiera un murmullo salió de los labios del individuo que se cruzó, sin desviar la mirada al frente, con el guardia y el canónigo; este observó la escena con el máximo interés.
—Cuando quiera, ya puede visitar al prisionero…
Soderini no tuvo ninguna duda de que el carcelero le hablaba a él, había elevado el volumen de su voz lo suficiente para que se le escuchase con claridad. El diplomático recogió sus cosas, empujó la verja y se encaminó hacia los sótanos. El oficial se levantó para acompañarle mientras despedía a Ramón Benavides, el canónigo-archivero.
—Y bien, ya lo sabe, cuando me presente una autorización válida, le permitiré hablar con el preso. Lo siento, ahora debo acompañar a este señor a una celda.
Soderini sintió en la nuca la mirada escrutadora del eclesiástico. Seguramente, pensó, debía de estar enfurecido al comprobar el trasiego que había en la prisión, sin que a él se le hubiera permitido hacer lo que pretendía. Ramón Benavides, como miembro del cabildo, lo consideraba un derecho y mucho más siendo colaborador de la Inquisición. De todas maneras, él ya había logrado lo que deseaba solo con acercarse a la cárcel.
Don Jaime, Jacques en Francia, o Giacomo, según la procedencia del que le nombrase, no tenía buen aspecto. Estaba muy desmejorado, con la barba sin rasurar desde varios días atrás y con unas ojeras violáceas que afeaban su rostro, producidas, con toda probabilidad, por su estancia en aquel agujero maloliente. Tenía el gesto mohíno y un rictus de desagrado en sus gruesos labios. Sin embargo, al secretario le impresionó su altura que superaba el metro noventa, la reciedumbre de su cuerpo y, sobre todo, la intensidad de la mirada. A pesar de las limitaciones del encierro, consideró a su paisano, tras un primer vistazo, como alguien excepcional por su presencia, correspondiendo a su fama que se había extendido a lo largo y ancho de Europa.
De entrada, el preso rechazó atender al secretario de la Legación veneciana diciendo que sus problemas con la justicia estaban resueltos, hasta el punto de negarse a mantener cualquier clase de conversación con él.
—Mi querido amigo, yo solo quiero ayudaros. No es cierto que vayáis a salir de aquí sin que intervengamos nosotros.
El gesto airado preocupó a Soderini. Había violencia en su mirada y temió que lo echara de la celda de inmediato, sin permitirle ninguna otra explicación. El secretario se vio obligado a utilizar algo más para conseguir que entrara en razones.
—Me he reunido con los inquisidores y con el alguacil mayor y están empeñados en manteneros aquí hasta presentaros delante de un tribunal. ¿Qué armamento portabais para que os hayan detenido y qué papeles extraños os encontraron?
—Lamento insistir, pero no pienso hablar con vos, ni quiero recibiros.
Al escuchar al reo, el oficial hizo ademán de forzar a Soderini para que saliera de la celda. Fue entonces cuando, a su pesar, el secretario tuvo que mencionar a Manuzzi. Las instrucciones del embajador le obligaban a ello porque debía protegerle, como fuera, de las intenciones malévolas expresadas por su perseguidor.
—Al parecer, Manuzzi, el consejero de la Legación, tiene cuentas pendientes con vos y está empeñado en crearos problemas. Él argumentó en vuestra contra, claro está, que sois un prófugo de la justicia veneciana, lo cual es cierto. Y pensamos que ha sido él quien ha amañado las cosas para que os detuvieran en Toledo. No es sencillo hacerle renunciar a sus insidias contra vos, pero lo estamos intentando. Para ello, sería conveniente que colaboraseis.
La mención del consejero modificó el semblante del cautivo.
—De acuerdo, podéis quedaros un rato conmigo —asintió.
—¿Y, en verdad, tenéis la certeza de que se arreglarían sin más vuestros problemas? —preguntó el secretario una vez quedaron solos en la celda; por fuera, a escasos metros, permanecía un carcelero atento a la conversación, siguiendo las órdenes del oficial de guardia que había regresado hasta su covachuela.
—Desde luego; habréis visto a la persona que antes salía de aquí. Pues bien, él llevará un mensaje al presidente del Consejo de Castilla para que intervenga a mi favor y estoy seguro de que todo se va a solucionar. —Soderini no tuvo más remedio que darle la razón, y lo confirmó con un movimiento de la cabeza, al conocer la instancia y el cargo de quien, quizá, mediaría por el detenido—. Pero, habladme de Manuzzi, ardo en curiosidad por saber qué hace en España.
—Es un joven impulsivo…
—¿Un joven? —inquirió con extrañeza el arrestado.
—Sí, que os odia porque, al parecer, se la jugasteis a su padre en el pasado.
Afloró una leve sonrisa en los labios del preso. Respiró con ansiedad el aire viciado de la celda y, al expulsarlo, se mostró más relajado.
—¿Os referís a un joyero, Giovanni Battista Manuzzi, que hizo de mi persecución el sostén de su triste y amargada existencia? Era un fervoroso espía de la Inquisición en la República.
—Creo que es él, en efecto, el padre del conde.
—¿Conde? ¡En la nobleza, un Manuzzi! Dios mío, bien pagado está —concluyó moviendo su cabeza de un lado a otro, molesto por lo que acababa de conocer—. ¿Y vos y el embajador intentáis frenar sus impulsos asesinos, las manías heredadas de su enfermo progenitor?
—Con la protección del conde de Aranda que me habéis revelado no tendréis muchas dificultades a partir de ahora, de eso estoy completamente seguro. Asimismo, el embajador Mocenigo impedirá que se os perturbe por cuitas de otro tiempo, salvo que cometáis alguna tropelía por estas tierras. El embajador no intervendrá, os lo puedo confirmar.
Al caballero le resultaba agradable aquel compatriota de aspecto apacible, bonachón, de maneras delicadas y poseedor de una voz sosegada, con la apariencia de ser una persona experimentada que rechaza las dobleces, y que al mismo tiempo domina la finura para el trato diplomático. Era alguien del que se podía fiar uno sin necesidad de tener un trato de amistad con él. Parecía cansado y le ofreció una banqueta, la única que había en la celda.
—De ninguna manera, no lo acepto —repuso Soderini—. Debéis sentaros vos y rellenar una confesión para el alguacil. Con ella, lograré vuestra libertad de inmediato, creo que mucho antes de que llegue una posible orden de Aranda. Es preciso que digáis por escrito por qué llevabais esa cantidad de armas. A mí también me sorprende que viajéis con tanta defensa.
—Las llevo siempre conmigo, sirven para protegerme de los asaltantes y cierto es que me han salvado la vida en numerosos trances. He tenido que recorrer, en diferentes ocasiones, caminos y lugares por los que nadie se atrevería a moverse salvo que estuviera acompañado por una buena escolta. Tuve que aprender a buscar la manera de defenderme ante cualquier peligro y, por lo tanto, estoy preparado para afrontar las amenazas con armas extraordinarias, fabricadas siguiendo mis indicaciones, y que son envidiadas por los que nunca las han tenido entre sus manos. Es lo que ha pasado aquí, que los hombres del alguacil las querían para ellos y han utilizado una extraña disposición para apropiárselas.
—Está bien, explicad esa costumbre vuestra e incorporad las alegaciones que consideréis oportunas sobre los documentos que portabais.
—Eran cartas de presentación que me habían facilitado mis amistades de París…
—¿Y cuál es el delito? —planteó Soderini.
—Que van dirigidas a personas de tanta relevancia que les parecieron imposibles, una falsificación. ¡Son unos ignorantes! —exclamó el de Seingalt.
Soderini abrió su bolsa y entregó al caballero utensilios de escritura y papel. El centinela trajo la tinta después de que el diplomático le diera algunos escudos para que les facilitase la tarea.
—¿Cómo habláis tan correctamente el español? —preguntó Soderini mientras el preso escribía apoyado en una tabla que sujetaba con las piernas.
—Durante muchos años tuve un sirviente español bastante negado para hablar otras lenguas y, como yo precisaba sus servicios, pues es placentero en el trato y muy eficaz, me esforcé para aprender la suya. Por cierto, que ahora viaja, de nuevo, conmigo. Este criado ha sido mi maestro, y de los buenos para la conversación, os lo aseguro, pero únicamente en su idioma. Por cierto, a él también se lo llevaron a una prisión, en las afueras de la ciudad, y sin ninguna causa que yo supiera. Desconozco dónde está, al menos no creo que sea una mazmorra como esta en donde nos encontramos, con este tufo ácido que circula por los pasillos y con el eco de los continuos lamentos de las personas que la Inquisición tiene aquí encerradas.
Durante unos segundos, los dos venecianos enmudecieron. Soderini afinó el olfato y comprobó, con desagrado, que Giacomo tenía toda la razón; el olor era bastante desagradable y él no se había percatado del mismo debido a los perfumes que esparció por la ropa antes de entrar en la prisión. De lo que había sido consciente desde que llegó a los calabozos del Santo Oficio era de los gemidos que procedían de todos los rincones de aquel antro. Debía ser una buena manera de tener amedrentados a los acusados para que terminasen confesando ante los verdugos.
—Bien, me ocuparé también de que vuestro criado sea liberado —dijo, al fin, el secretario—. ¿Y qué os ha traído a España?
—Mis estudios sobre lo arcano —replicó sin levantar la cabeza del papel.
Soderini comprendió de inmediato, por lo cortante de la respuesta, que no iba a contarle nada más sobre los motivos del viaje. Lamentó que fuera así porque le impediría satisfacer la curiosidad del embajador y la oportunidad de ayudarle más durante su estancia en España.
Cuando terminó de escribir, el diplomático le ofreció polvo perfumado para los cabellos y una cajita de rapé. El preso se lo agradeció con una sonrisa y, seguidamente, se levantó del asiento para acariciarle el brazo mientras le miraba de frente, de una manera tan franca que impresionó al funcionario.
Gaspar Soderini llevaba muchos años destinado en Madrid y había intervenido en operaciones de diverso cariz, la mayoría de ellas de escasa importancia, como los trámites burocráticos ante las autoridades españolas, aunque hubo actuaciones que rozaron la legalidad; por lo demás, trabajos corrientes en una legación diplomática. A la embajada llegaban mandatos de todo tipo. Sin embargo, pocas veces se había sentido tan a gusto con una intervención como la llevada a cabo en Toledo para salvar a un compatriota que había sido tratado injustamente por una ofuscación de carácter personal.
Antes de la medianoche, don Jaime y su criado Sebas fueron liberados. Después de la rápida y eficacísima actuación del secretario de la Embajada de Venecia, el caballero de Seingalt había sido advertido de que los peligros eran mayores de los que pudo imaginar para aquel viaje.
Por su parte, Soderini decidió afinar la vista y los oídos para no perderse ningún movimiento de Manuzzi. Supuso que el consejero y amante de Alvise-Sebastian Mocenigo volvería a actuar para tener bajo control al caballero y que, a partir de aquel día, sería más peligroso en sus movimientos, tras fracasar en su primer intento para vengarse del enemigo de su padre.