22 de noviembre
Desde el balcón de la sede diplomática se apreciaba, con todos sus elementos, la construcción de la nueva Casa de Correos, un armonioso edificio que estaba a punto de inaugurarse en el cogollo madrileño. El rey Carlos III se había empeñado en transformar la capital de España reformando, casi al completo, su fisonomía. Por fin, Madrid iba adquiriendo el aspecto de una importante urbe para notoriedad de una monarquía que no había sabido, hasta entonces, resaltar su esplendor y poderío en el núcleo del reino de la metrópoli. Hasta la llegada al trono de Carlos III, la mayoría de las barriadas se asemejaban a los arrabales provincianos, excepto algunas calles cercanas a palacio.
El embajador de Venecia, Alvise-Sebastian Mocenigo, discutía con el joven conde Manuzzi. Llevaban enzarzados en una acalorada diatriba casi toda la mañana y apenas dedicaron unos segundos a admirar la reluciente central de correos que se levantaba frente a la Legación. El debate era de enjundia, no en vano se trataba de intentar saltarse la legalidad del reino ante el que estaban acreditados, algo así resultaría de consecuencias muy graves para la República. Pero era la mejor oportunidad que habían tenido, en muchos años, para hacer pagar al caballero de Seingalt, a Giacomo Girolamo, su osadía y desvergüenza. En Francia, los diplomáticos lo intentaron sin ninguna clase de éxito, se les prohibió intervenir a pesar de su insistencia para obtener el beneplácito de las autoridades, y también se echaron atrás debido a la protección con la que contaba el prófugo de importantes personajes de la aristocracia. Por el contrario, en España nadie le conocía, viajaba casi de incógnito y había sido desterrado por orden del monarca francés. Si había caído en desgracia en el vecino país, era el momento de ir a por él sin aguardar a que volviera a desaparecer, o a que se hiciera con algún respaldo que les impidiera moverse.
Giovanni Manuzzi tenía además una motivación personal para detenerle, ya que Giacomo se había burlado de su padre, obsesionado en su persecución durante muchos años. La única reserva y limitación para actuar, de inmediato, procedía del propio embajador Mocenigo:
—No, queridísimo, no —remarcó el canciller a su hombre de confianza, a quien todos consideraban como su amante—, de ninguna manera voy a autorizar algo semejante. Y atentar contra su vida, ¡jamás! Algo así repele a mi conciencia y no podría soportar esa carga.
En la corte madrileña todo el mundo sabía que Alvise-Sebastian Mocenigo era de los de la puñeta, como se denominaba en España a los que se comportaban como una mujer en sus actos más reservados, pero eran menos los que conocían la infinita inclinación que tenía por su hermoso ayudante, Giovanni Manuzzi. Este poseía una extraordinaria figura, tan llamativa que provocaba espasmos y ahogos en muchas damas madrileñas de buena posición. Ninguna había logrado ser calmada en sus deseos, más o menos explícitos.
La íntima relación antifísica existente entre el embajador y su consejero ni siquiera permitió aquel día que las posturas de ambos llegaran a acercarse lo más mínimo. Alvise-Sebastian pretendía, como mucho, una vigilancia discreta de su paisano, perseguido desde hacía más de diez años por los venecianos y, en el supuesto de que cometiese alguna tropelía, denunciarle de inmediato a las autoridades. Por el contrario, el conde exigía un castigo ejemplar, considerando incluso la contratación de sicarios que le propinasen una buena tunda o acabasen con su vida si fuera menester. Manuzzi reforzó sus argumentos ante el embajador mostrándole su perfil más masculino, era consciente de aquella debilidad de su pareja.
—Sebastian, te lo ruego y te lo exijo al mismo tiempo. Debes permitirme que castigue, como se merece, a ese mal nacido. Nunca tendremos una oportunidad como esta, ni será tan fácil como ahora. Si actuamos con rapidez, no habrá problemas y, lo más importante, en el Consejo te lo agradecerán. Le estamos siguiendo los pasos desde que cruzó la frontera, pero debemos hacer algo más. El correo que nos llegó desde París hace dos semanas avisándonos de su próxima llegada a España nos recordaba que Venecia le tiene puesto precio a su cabeza desde el preciso instante que huyó de la prisión de Los Plomos. Y nosotros, por fin, podemos cumplirlo, ejecutar su condena, limpiamente y sin grandes dificultades. Demostraremos que la leyenda era solo eso.
El embajador gruñó para sus adentros emitiendo un sonido sordo, a la vez que hacía un gesto de fastidio que empeoró su desagradable fisonomía, en ningún modo perfeccionada por los numerosos afeites con los que cubría la piel de su rostro desde primeras horas de la mañana. Era un hombre avejentado por sus dolencias estomacales y por sus excesos en la mesa, entre otros.
—¡Qué despropósito! ¿Pretendes que sea expulsado de este país como un vulgar delincuente, o que nos convirtamos en sus verdugos, así sin más? Por favor, querido Giovanni —expresaba su ruego el jefe de la Legación veneciana con voz atiplada y ojos enrojecidos—, entra en razón.
—Aguarda, voy a llamar a Soderini.
El conde Manuzzi salió casi corriendo del despacho en busca del secretario de la embajada, Gaspar Soderini. El canciller Mocenigo aprovechó la ausencia del ayudante para recuperar el resuello y limpiar su frente de sudor con un espectacular pañuelo de encaje que le había regalado un consejero del rey español que tenía idénticas inclinaciones a las suyas en el dormitorio. El obsequio era uno de sus complementos favoritos, del que nunca se desprendía, al igual que del collar de perlas negras, un presente de su compañero de juegos amorosos. Ajustó su levita de color rosa adornada con abundante pedrería y condecoraciones y, seguidamente, rehízo el trenzado del pañuelo que llevaba anudado al cuello. El embajador era muy esmerado y atildado en su aspecto, lo consideraba indispensable para ejercer las funciones diplomáticas en nombre de la República Serenísima de Venecia. Frotó, a continuación, sus piernas, pues en ellas se había concentrado la tensión de las dos últimas horas. Estaba preocupado por la insistencia de su joven amante. Nunca discutían, era frecuente que él se plegase a todos sus deseos; sin embargo, en esta ocasión no lo permitiría porque estaba en juego su prestigio y su buen nombre. Afrontaría las consecuencias del enfado de su pareja antes de ceder en algo tan fundamental.
Manuzzi regresó acompañado por el secretario, que sujetaba varias carpetas. El primero se acomodó en un sillón frente al embajador, que seguía sentado detrás de su mesa, mientras que Soderini permanecía de pie en medio de la sala inundada por los rayos del sol.
El secretario era un hombre muy prudente debido quizás a su avanzada edad y a la larga experiencia que tenía en la embajada madrileña. Era reconocida, además, su honestidad y contaba con la admiración y el mayor respeto del jefe de la Legación; entre otras razones porque era la persona que se ocupaba de tramitar la mayoría de los asuntos. Para Manuzzi también era alguien incuestionable y un colaborador eficacísimo.
—Soderini, entrégueme la carpeta roja —solicitó. El ayudante se la pasó al consejero; luego, el conde extrajo una hoja arrugada—. Ahí conservo una copia de la acusación redactada por mi padre. —El conde blandió el papel amarillento, dañado por el tiempo, y comenzó a leer—: «Y siendo veneciano, mantiene contactos sospechosos con ministros extranjeros, principalmente franceses y austriacos; abusa de la incredulidad de la buena gente, a la que hace perder la cabeza con las historias de la cábala y de los rosacruces; logra persuadirles de que no han de morir y que por el camino de la Vía Láctea, mediante un viaje celeste, entrarán en la región reservada a los adeptos. Es peligroso por su carácter ambiguo y rapiñador…».
—Querido conde —interrumpió Mocenigo—, si me lo permites, por lo que estoy escuchando, y que desconocía, debo reconocer que resultaría interesante mantener una conversación con él. También dicen que sedujo a vuestra madre para salir de prisión. Pero, son leyendas ¿no es cierto?
La observación indignó a Manuzzi, tanto que llegó a enrojecer de ira.
—Considero poco apropiada la chanza, señor embajador —resaltó con énfasis el tratamiento, con intención de molestar—. Gaspar, deme la otra carpeta, hay más cosas que conocer sobre ese personaje.
El secretario Soderini recogió la carpeta roja y entregó a Manuzzi otra similar, de color verde. El ayudante, con gesto airado, extrajo nuevos documentos.
—Aquí tengo informes de la Inquisición veneciana que demuestran, sin lugar a dudas, que es un estafador, un sablista, un individuo libertino y muy peligroso.
—Pero lo que fue en el pasado no debería importarnos. En España no ha cometido ningún delito, lo que nos impide intervenir, ni siquiera solicitar ninguna clase de colaboración a las autoridades de este reino, debemos ser rigurosos en ese particular —resaltó el embajador.
—No ha tenido tiempo aún, ya veremos. Y lo cierto, y eso sí debe importarnos, es que huyó de la cárcel de Los Plomos y es un prófugo perseguido por nuestra justicia, el expediente que conservo sobre él debería ser suficiente para solicitar su detención —afirmó con contundencia el conde—. Y yo estoy dispuesto a hacer algo, con tu autorización o sin ella.
En ese preciso instante, Manuzzi se percató de la presencia de Soderini y de que sus expresiones habían sido inoportunas con un testigo delante de ellos. Enmudeció mientras comprobaba, de reojo, la reacción del secretario. Este, como era habitual en él, no solía modificar su semblante aunque escuchase alguna barbaridad o inconveniencia. Era una de sus normas y formaba parte de lo que él entendía como su cometido. Por esa razón, era el mejor secretario, el que sabía guardar como nadie todos los secretos, y nada de lo que sucedía en aquella Legación era para él desconocido. Anticipándose a la indicación del embajador Mocenigo, hizo una reverencia y salió del despacho. Al cerrar la puerta, se detuvo unos minutos detrás de ella. El vocerío de sus superiores atravesaba sin dificultad la compacta madera y así pudo escuchar, sin ningún esfuerzo, las instrucciones que recibía Giovanni Manuzzi con el timbre atiplado de su jefe y rendido amante:
«En primer lugar, quiero estar al tanto de sus actividades, conocer qué es lo que le ha traído a España. Y, por supuesto, cortar sus andanzas y entregarlo a las autoridades locales si hiciera algo que contraviniese las leyes de este país, ¿entendido? Pero hasta que no tengamos más información, no solicitaremos la intervención de los españoles. Esa es mi orden y como tal debe ser ejecutada…»
La réplica, algo violenta, de Manuzzi no se hizo esperar:
—Dudo de tener paciencia para tales ceremonias y dilaciones, Sebastian. Prefiero verle atado con cadenas cuanto antes mejor. Es un tipo pernicioso al que no se le puede permitir que haga lo que le plazca. Espero que comprendas que yo se lo debo a mi padre que ha dedicado muchos años de su vida a perseguirle.
La tensión fue aumentando y fueron muchas las palabras fuera de tono que utilizaron los dos representantes venecianos ante la corte española.
El secretario Soderini lo interpretó como una ciega pelea entre los dos enamorados, era algo habitual entre ellos, aunque supuso que esta vez un tercero terminaría pagándolo.