Cercanías de Pamplona (España)

20 de noviembre

El viaje desde Poitiers había resultado casi un calvario. Tuvieron que acelerar el paso para cruzar la frontera en tan solo tres días, y apenas se detuvieron en las postas de Burdeos y Bayona porque el salvoconducto, facilitado por el duque de Choiseul, era explícito, sin reservas de ninguna especie: la fecha límite para salir de Francia se cumplía el 20 de noviembre. En caso contrario, sería declarado prófugo, al que perseguiría la justicia, y el castigo podía suponer la pena de muerte.

Jacques de Seingalt pensó hasta el último momento que tendría que hacer el viaje en coche de dos ruedas, sin ninguna compañía que le sirviera de paño de lágrimas o de ayuda en el difícil trance. Por suerte, su hermano Cecco localizó a Sebas, el criado español que le resultaba imprescindible para cumplir con el encargo que le habían solicitado, y después de saldar con creces la deuda que tenía con su antiguo sirviente y pedirle comprensión para que disculpase las afrentas que le hiciera en el pasado, partieron juntos sin perder un minuto en un carruaje más amplio y cómodo para enfrentarse a un trayecto con diferentes etapas y a la amargura del exilio.

Ya no era el tipo osado de otros tiempos, el joven dispuesto a realizar interminables viajes sin apenas descanso, cruzando Europa cuantas veces fuera preciso por el simple capricho de una aventura o para participar en alguna diversión de su interés, también para cumplir las misiones que le pedían sus hermanos masones. Lo había hecho con tanta frecuencia que su cuerpo estaba acostumbrado al exceso, y a buscar reposo o estímulo en cualquier rincón acompañado por una mujer dispuesta a dejarse llevar por su verbo ágil y fresco. A sus amigos y amantes sorprendía que aún se mantuviera firme y voluntarioso, como si la edad no le castigase de la misma manera que al resto de los mortales. Él sabía que el tiempo no perdonaba y percibía cada día algún achaque nuevo. Lo disimulaba con arte y galanura, pero el reto para la simulación se hacía cada vez más complicado. Por ejemplo, ningún afeite le permitía ocultar ya las arrugas del rostro o la flaccidez de sus carnes, o esa papada que asomaba en su perfil y que le afeaba en exceso, o la caída de los carrillos, o las impresionantes entradas en el cuero cabelludo, y tantas y tantas carencias que desvelan el insoportable avance de la edad contra el que es imposible cerrar los ojos. Para colmo de males, el destierro suponía un despropósito, un castigo que le aterraba al encontrarse en una situación de deterioro grave de la que temía no salir indemne. En efecto, ya no era el mismo y hasta sentía aprensión por lo que pudiera sucederle, algo que jamás había sentido en su ánimo.

Llevaba en la bolsa cien luises y una letra de cambio por valor de ocho mil francos. No le faltaría plata en España; además portaba un despacho del gran Maestre, el duque de Clermont, dirigido a un importante hermano de Madrid solicitando que le facilitase todo aquello que fuera imprescindible para cumplir con la misión que le habían encomendado. También contaba con varias recomendaciones para el conde de Aranda, el duque de Losada, José Fernández de Miranda, y para el marqués de Mora y Pignatelli.

Sin embargo, de lo que carecía era de la fuerza necesaria para cumplir a la perfección con lo que le habían pedido. La reciente muerte de su amiga Charlotte, casi al mismo tiempo que la pérdida de su amado protector, el senador veneciano Bragandin, una persona que se había sacrificado siempre para ayudarle en cualquier circunstancia arriesgando su fortuna y hasta su prestigio, le habían sumido en la tristeza y debilitado en exceso. El senador había sido como un padre para él y el mejor aliado que tuvo.

Estaba desolado ante el cúmulo de lamentables acontecimientos que se habían precipitado, en los últimos meses, a su alrededor. Acaso su vida espoleada al límite y moviéndose sin descanso por diferentes lugares le habían causado bastante daño y carecía de las fuerzas necesarias para enfrentarse a cierto tipo de problemas. Es lo que pensaba mientras soportaba el vaivén de la carroza y los innumerables baches del camino español horadado por las torrenteras de lluvia.

Le irritaba haberse visto obligado a abandonar París, su más apreciada ciudad después de su querida Venecia. En la capital francesa había disfrutado de todo lo que un ser humano puede desear, y por ella había deambulado como conquistador y señor de muchos distritos y palacios. Lo que más le dolía era haber sido desterrado mediante una acusación falsa; él jamás engañó a su discípula d’Urfé, la sirvió como ella esperaba que lo hiciera mostrándole muchos de los conocimientos secretos a los que pocos masones o rosacruces eran capaces de aspirar. La intransigencia del sobrino más medroso de la marquesa había provocado la situación cuando, por el contrario, él había mantenido una gratísima amistad con los otros familiares de la dama que reconocían la extraordinaria labor terapéutica que había aplicado a d’Urfé. Él la había convertido en otra mujer, en un ser capaz de acariciar el elixir de la vida y ahondar en la transformación de la materia.

¡Qué distinta era Charlotte! La inocencia y la candidez personificada. Lo ocurrido con la joven había sido terrible. Era un ángel, una delicia de muchacha que fue seducida por un desalmado dejándola encinta y que, cuando cayó enferma, la abandonó a su suerte. Él había luchado con todas sus fuerzas para salvarla y fracasó. Difícilmente lograba borrar de sus recuerdos más amargos su imagen, los esfuerzos que hizo por sobrevivir y su agonía, al final, desangrándose entre sus brazos. Luego, él tuvo que dejar a su hijo en un hospicio.

En pocas ocasiones se había sentido tan atraído por una mujer como lo estuvo por Charlotte, no viendo exclusivamente en ella el objeto de sus apetencias sexuales o un puro divertimento, como había sucedido con frecuencia en su relación con las personas del sexo opuesto.

La herida por la pérdida de Charlotte, la ausencia de la belleza serena de esa joven y de su bondad sin límites permanecía en su corazón, al igual que el recuerdo del hombre que durante veinte años le trató como si fuera su propio hijo, el senador Bragandin. Nunca le faltó su dinero y su apoyo sin condiciones ni reservas. Incluso cuando fue encarcelado en Venecia con falsas acusaciones y múltiples mentiras vertidas contra su persona, Bragandin arriesgó su fortuna y honor para intentar rescatarle de aquel sufrimiento. Estaba tan desolado con la desaparición de esos dos seres tan queridos que, en un primer momento, al recibir la lettre de cachet del rey, apenas le importó su contenido y la injusticia por la medida desproporcionada que había dispuesto su majestad contra él. Cecco le hizo entrar en razones mostrándole la gravedad de la situación y las ventajas que representaba aceptar la misión en España.

Sebas le observaba desde su asiento en el interior del carruaje.

«Ya no es el arrogante y seductor de otro tiempo —pensó, sin dejar de mirarle, mientras el amo dormitaba envuelto en una gruesa capa de paño flamenco, de color carmín—. No, no es aquel guapo mozo, de piel suave, vital y arriesgado que admiraban por igual hombres y mujeres, que lucía siempre una espesa cabellera de rizos, con ardiente mirada y facciones dulces. Ni siquiera va cargado de diamantes como en el pasado, aunque continúa engalanado de encajes y se esmera mucho en cuidar su aspecto».

—Espero que me ayudes en estas tus tierras y que me enseñes las costumbres de los lugareños para que pueda moverme con soltura —pronunció como en un susurro, sin abrir los párpados por completo.

El criado se sobresaltó al escucharle, temiendo que hubiera leído sus pensamientos, un poder que creía que poseía su señor, uno de sus muchos dones y capacidades que tanto impresionaban a los que tenían la suerte de llegar a conocerle de veras. Pero el veneciano nunca se jactaba de sus hazañas y proezas, y no eran pocas. Sebas le tenía como modelo y, por lo tanto, silenciaba las suyas, que eran menos.

Se acercaban a Pamplona y el trayecto se hizo más incómodo después de coronar una interminable elevación del terreno donde hallaron abundante nieve, y más complicado por el deterioro del firme. En pocos lugares había encontrado el caballero veneciano unos caminos en tal mal estado como en España. Estaban agotados, tanto ellos como los cocheros y los caballos. Pidió que se desplazaran con más calma. El plazo para dejar Francia se había cumplido y, por lo tanto, la urgencia no era la misma para llegar hasta Toledo, destino final de aquel viaje. Sin embargo, Sebas pretendía que hicieran noche en Pamplona donde hallarían, seguramente, mejor acomodo que en la ruta, y por esa razón atosigaba, de vez en cuando, a los cocheros.

Después de atravesar la frontera, el criado había visto más reanimado a su señor y consideró llegado el momento de intentar esclarecer las razones que le habían llevado hasta España; con anterioridad, había rehuido ser explícito sobre esa cuestión.

—No entiendo cómo se os ha ocurrido venir a mi país. Yo mismo dejé Burgos hace quince años, disfrutaba por entonces de estocada fácil y tuve la mala suerte de atravesar, desde el haz hasta el envés, a un recaudador que hacía doble bolsillo con la plata de los pobres, y a mí no quiso devolverme lo que me pertenecía. A ninguna persona humilde le está permitido hacer justicia, pues si algo así fuera posible, rodarían demasiadas cabezas de señores e hidalgos. Bueno, es algo que ocurre en todas partes, vos lo sabéis mejor que yo. Me gustaría saber, como os decía, qué es lo que nos ha traído hasta este lugar, don Jaime. Así es como os nombrarán por aquí, recordadlo; nadie os llamará Jacques ni, por supuesto, Giacomo, vuestro nombre de cuna, que me parece que no lo he vuelto a oír desde que estuvimos por Alemania y Austria.

El caballero apenas atendía aquel anochecer a los comentarios de su criado, aunque reconocía que su tosca cordura debía ser siempre tenida muy en cuenta. Meditaba sobre la decisión de desplazarse a España para resolver un encargo que tenía menos fuste que los recibidos en el pasado y en un país que apenas le interesaba por lo que había oído sobre el mismo. Años atrás, escuchó al propio Voltaire decir que era un país atrasado, bárbaro y dominado por el irracionalismo católico, un lugar lleno de peligros y donde la Inquisición controlaba a las gentes en todas sus costumbres. Lo suyo era pisar salones aristocráticos o de la realeza en Londres, Viena, Varsovia, San Petersburgo y, por supuesto, París. Ahí se movía a placer y lograba resultados rápidos, espectaculares, y las colaboraciones imprescindibles para culminar las misiones que le proponían sus hermanos masones o rosacruces; y mientras cumplía a la perfección con lo que le habían solicitado, no menos importante era lograr la admiración de las damas que pugnaban para disfrutar de sus favores y habilidades por su verbo y dominio inusual de las artes amatorias. Al mismo tiempo era envidiado por nobles y poderosos que buscaban tenerle cerca para escucharle o hacerle partícipe de buenos negocios. Pero todo aquello pertenecía a otro tiempo, era muy consciente de que empezaba a encontrarse en esa edad en la que de ordinario las mujeres muestran indiferencia hacia uno, pues la galanura ha desaparecido y el poder que emana del cuerpo es escaso, de sugestión anodina para ellas; a la mayoría ni siquiera les embelesa la experiencia porque saben que la energía ha ido desapareciendo. Tenía la certeza de que los excesos ensamblados con el paso del tiempo resultaban demoledores, ajando al más esbelto mancebo. La suerte de la que siempre había gozado le daba la espalda; lo sucedido en París era una buena muestra de su declive, por primera vez se vio impotente para modificar el destino que otros tejían.

A pesar de su altura y corpulencia, ya no destacaba tanto entre un grupo de personas porque el peso de lo vivido le cargaba la espalda y le reducía. La piel se le había vuelto cetrina, le escaseaba el pelo, tenía los dientes picados y, para colmo de males, sufría de unas hemorroides dolorosas. A sus cuarenta y tres años el cansancio se había alojado en su médula por disfrutar a grandes tragos y sin respiro. Había perdido su atractivo y el otrora irresistible amante debía hacer milagros para apoderarse de una conquista, incluso había llegado a pagar para satisfacer sus deseos y comprado niñas vírgenes a padres sumidos en la miseria cuando, en el pasado, eran los mismos progenitores quienes se las ofrecían en bandeja al considerarle la mejor pareja a la que podían aspirar sus hijas. Sin embargo, las recientes experiencias que había tenido con algunas jóvenes le habían resultado insatisfactorias, porque lo que le entusiasmaba era el juego de la seducción al considerarlo la argamasa de una existencia plena y lúdica, contraria a cualquier clase de satisfacción rápida y fugaz.

Si existía algo que rechazaba con firmeza era la rendición, el abandonarse por completo, y prefería esforzarse hasta el límite antes de declararse vencido. Tenía pensado, cuando recibiera el oro que le habían prometido por hacer el trabajo, y que le entregarían en Barcelona, coger un barco en ese mismo puerto con destino a su adorada Venecia que, seguramente, le insuflaría nuevo empuje y optimismo, renovándole por completo. Aquella esperanza le mantenía en pie: encontrarse de nuevo con la ciudad donde disfrutó de las mayores alegrías y donde protagonizó aventuras de todo tipo hasta que fue injustamente encarcelado por un sujeto llamado Manuzzi, obsesionado con su persona.

Apenas le atraía lo poco que sabía de las gentes españolas. Los hombres eran escuchimizados de fibra y con barrigas prominentes que deformaban su silueta, como el orondo Sebas, vestidos por lo general de oscuro y con capas para ocultarse ante los demás, prestos a la bronca y con abundancia de prejuicios. Le dijeron que, en los últimos meses, se habían exacerbado los ánimos contra los nobles y, en muchos lugares, se produjeron motines del populacho. Al parecer, las mujeres eran más vivaces y desenvueltas, pero unas y otros consideraban enemigo a todo lo extranjero. Poseían los naturales de aquellas tierras pasiones desaforadas que solían impedirles el razonamiento juicioso. También le habían dicho que la intolerancia se practicaba de manera feroz y cruel, o que resultaba una dificultad insuperable para un forastero el procurarse la entrega de una mujer, puesto que sus dones los protegían con todas sus energías, aunque en el supuesto de abrir las puertas a la pasión, la entrega era inconmensurable.

—Señor don Jaime…

La voz ronca de Sebas le hizo abandonar sus pensamientos. Entonces, se percató de que la oscuridad se había adueñado, en pocos minutos, del entorno y que las sombras convertían en algo siniestro el paisaje que podía vislumbrar desde la reducida ventanilla del carruaje. Sintió mucho frío en los huesos arropando las piernas con una manta y envolviéndose con fuerza con el paño que cubría su cuerpo. Tenía mala cara y el criado lo advirtió con preocupación.

—Avisaré a los cocheros para detenernos en la primera venta que aparezca en el camino o ¿prefiere aguardar hasta que lleguemos a Pamplona?

Le dolía todo el cuerpo al transitar por aquella calzada de ruedas en mal estado y su corazón rumiaba penas y sinsabores. Por suerte, una agradable laxitud comenzaba a impregnar su espíritu. Anhelaba reposo y algo de paz, el perdón de sus enemigos y la reconciliación con Venecia…

—Señor…

—Sí —respondió distraído—, me parece bien, paremos en cuanto sea posible.

—Mañana partiremos de madrugada para hacer noche en Corella. Luego, otra jornada hasta Almazán y desde allí tal vez hasta Alcalá, y en tres o cuatro días, a lo sumo, llegaremos a Toledo, sin detenernos en Madrid, tal y como es vuestro deseo.

Don Jaime asintió con un movimiento de la cabeza. De inmediato, cerró los párpados, mas no la revelación íntima de todo aquello que le venía aquejando en el extraño viaje; necesitaba sosiego, desplazarse con más quietud por el mundo, paladear la vida lentamente. Es lo que había aprendido y la conclusión a la que había llegado después de recibir los últimos golpes.

¿Hallaría rastros de la edad de oro de la cábala en la ciudad de Toledo? Él era un devoto de lo cabalístico desde que estudió la obra de Ulrich Poysel, el maestro de Paracelso, de la búsqueda de los misterios cosmológicos y cosmogónicos, de la Maasé Bereshit, y también de la Merkabá que permitía al hombre superarse en la perfección y dejarse arrastrar por el carro de Dios, así como iniciarse en los secretos del futuro. Precisamente, el auge y extensión de la cábala se había producido durante la Edad Media a raíz de El Zohar, una obra escrita en arameo y en hebreo por un judío español en la decimotercera centuria, inspirándose en las enseñanzas del rabino Simón ben Yohay. El Zohar se convirtió en el libro esencial del misticismo judío para que los iniciados pudieran descifrar lo oculto, y sus esencias surgieron en España. Fue lo que más le deslumbró cuando Willermoz, el venerable maestro lionés, le propuso desplazarse a aquel país; lo único, y no lo suficiente, para aceptar la misión, a pesar de contar con antepasados españoles: uno de ellos llegó a ser consejero del rey Alfonso V de Aragón que, durante la decimoquinta centuria, conquistó Sicilia y Nápoles, reuniendo una de las cortes más brillantes del Renacimiento y hasta pretendió reconquistar Constantinopla encabezando una cruzada contra los turcos. Lo sabía bien porque había estudiado su genealogía y se interesó mucho por Jacobo, su antepasado aragonés, que fue mano derecha de un monarca tan activo y brillante como Alfonso V.

Tenía mucho interés por la historia, por el pasado, pero de no haber mediado el castigo del rey francés, nunca hubiera dejado París, el lugar donde había disfrutado de lo mejor y también padecido lo más doloroso: la pérdida de Charlotte. En la capital francesa permanecía su hermano Cecco y contaba con el apoyo de ilustres y deslumbrantes señoras que aceptaban a ciegas sus postulados para inundar los corazones de un misticismo del que estaban tan necesitadas, ellas lo proclamaban, y otros carentes de esa vida espiritual le daban la espalda por temor a la exigencia de una vida inquieta con lo sublime. El estúpido marqués de Lisle, el sobrino de Jeanne de Lascaris, le había despojado cruelmente de lo que más amaba después de Venecia. Esa era su conclusión, a pesar de que Cecco le advirtió de que todo se debía a una posible conspiración para sacarle de Francia. Le resultaba increíble que existiera algo de ese cariz, no recordaba ninguna reciente aventura de alcoba con dama de alto nombre y alcurnia, casada con un respetado poderoso que habría movido todos los hilos a su alcance por despecho y para ver al amante de su adorada mujer lo más lejos posible. Tampoco había arruinado a incautos, al menos en los últimos meses, con hábiles operaciones y patrañas para obtener abundante oro mediante una lotería o extraños juegos de los que tanto experimentaba con sus constantes elucubraciones para mantener la bolsa bien llena, y una residencia con los lujos necesarios para vivir como se merecía alguien de su donaire e inteligencia.

De cualquier manera, aquellas eran unas difíciles jornadas transitando entre siniestras sombras por un destierro al que le habían arrojado sin conocer las razones. Únicamente, la afirmación del misticismo que tenía alojado en su esfera más íntima le mantenía alerta para continuar con las búsquedas espirituales que, de tarde en tarde, afloraban desde lo más profundo de su alma y le permitían continuar sin amarguras por un mundo cada vez más hostil para un hombre con sus habilidades e inclinaciones.