Cigarral La cruz dorada (Toledo)

15 de noviembre

La visión de la fatigada ciudad, de aquel solar que en el pasado fue cenáculo compartido por las tres culturas monoteístas, dejó casi absorto al canónigo; era tan espectacular que se olvidó, por unos instantes, de los lienzos que colgaban de las paredes. El salón del cigarral tenía una decoración austera en el mobiliario, pero sus muros congregaban un auténtico museo de pintura, de los mejores por la calidad de sus obras.

Paladeaba con sumo placer el vino moscatel que le había servido una discretísima doncella, ataviada con un esmerado uniforme, mientras revisaba los perfiles de un recinto levítico que atesoraba muchos misterios y atractivos. Los efluvios del vino dulce le llevaron a imaginar al abigarrado conjunto urbano como si flotase entre nubes, de la misma manera que El Greco había pintado, en varias ocasiones, a su adoptiva ciudad ensoñada. Precisamente, al archivero no le agradaba ese artista de procedencia cretense que había inundado de cuadros la mayoría de los conventos y sacristías toledanas. De hecho, recomendaba a las monjas deshacerse de aquellas pinturas bárbaras que deformaban la realidad e, incluso, resultaban impías como ocurría con El Expolio conservado en la misma sacristía de la catedral primada. A sus compañeros de cabildo les había advertido de la irreverencia que suponía aquella representación en la que el Hijo de Dios estaba situado por debajo de sus enemigos y acosadores, y cubierto con una túnica poco apropiada para el Salvador. El taller de aquel pintor realizó una producción tan inmensa que, por cualquier rincón, surgían sus figuras deformes y su iconografía dudosa desde el punto de vista del dogma cristiano, como lo eran algunas de sus Vírgenes dotadas de una marcada cualidad sensual.

Por el contrario, las obras que él recuperaba para don Luis Medina de la Hoz, el dueño del cigarral donde se encontraba aquella mañana, eran inconfundibles en la representación religiosa, arte sacro de primer orden realizado por pintores devotos y no enfermos como El Greco. El canónigo sospechaba incluso de la limpieza de sangre del artista griego.

En esta ocasión, el archivero-anticuario traía a don Luis una pintura de Murillo que había descubierto, gracias a su buen olfato, en una recóndita sala del convento de las benedictinas. Las religiosas no tenían ni remota idea de su valor y se la facilitaron a cambio de una gestión en el archivo sobre el origen de la institución conventual. Él estaba convencido de la bondad de su labor rescatando obras que, en caso contrario, de mantenerse en sus lugares de origen iban deteriorándose hasta quedar completamente arruinadas. Don Luis tenía buen gusto y restauraba los maltrechos lienzos que las monjas mantenían en dudoso estado porque ellas se afanaban en cosas de mayor relevancia para su vida de retiro.

Don Luis sabía reconocer como nadie el buen hacer de Benavides sacando a la luz pinturas de gran valor, completamente ignoradas por sus propietarios y que nadie podría disfrutar de no ser por el rescate que llevaba a cabo el comerciante y archivero del Palacio Arzobispal. El que fuera, durante muchos años, regidor de Toledo poseía una extraordinaria colección de arte gracias al auxilio del canónigo, y sus obras eran apreciadas dentro y fuera de la ciudad por personas de mucha sensibilidad y preparación intelectual. Algunas de ellas habían sido utilizadas para transacciones que proveían de fondos a la organización que lideraba don Luis Medina de la Hoz. Él y un reducido grupo de personas trabajaban con intención de salvaguardar los principios religiosos, morales y éticos que los nuevos tiempos pretendían destruir.

Benavides había colocado junto al ventanal el retrato del gentilhombre que pintara Murillo, de tal forma que don Luis pudiera verlo nada más entrar. Era un cuadro de pequeñas dimensiones, pero portentoso en sus trazas, ya que la cabeza del individuo parecía esculpida mediante el óleo y sobresalía de la tela adquiriendo vida con la luz propia que emanaba del cuadro y la que recibía del exterior. Un trabajo para un coleccionista como don Luis que sabía apreciar el prodigio técnico de los grandes pintores, al margen del asunto que escogieran para representar.

—¡Es una joya!

La exclamación desconcertó en un primer instante al archivero, pero una vez comprobada su procedencia le insufló entusiasmo y satisfacción. Había sucedido lo que él aguardaba con el máximo interés. Don Luis era su mejor cliente y se esforzaba para no decepcionarle jamás, además de compartir con él muchas inquietudes y ardores para mejorar el mundo que les rodeaba. Estaban convencidos de ser los guardianes de las virtudes que se habían consagrado en su ciudad, tras arrojar los vestigios impíos de judíos, musulmanes y otras creencias oscuras que, por desgracia, habían anidado con fuerza en los tiempos del Medioevo. Nunca más regresarían las mancias, ni acamparían otras creencias en los subterráneos de su bendecida urbe que, lamentablemente, fue durante una época universidad de lo hermético.

El regidor se abalanzó sobre el cuadro de Murillo levantándolo con ambas manos a la altura de sus ojos.

—Cada día os esmeráis más en vuestras batidas —añadió sin dejar de estudiar la pintura—. Es tal y como me lo habíais anunciado en la anterior visita que hicisteis al cigarral, una obra poco habitual en este artista.

Transcurridos unos pocos segundos, don Luis dejó la arpillera sobre una mesa y abrazó efusivamente a su amigo.

Acomodados en un sofá, frente al amplio mirador, permanecieron un buen rato sin pronunciar una palabra, enmudecidos mientras contemplaban la ciudad envuelta entre brumas. Don Luis llenó las copas con más vino dulce y brindaron.

—Jesús es la vía limpia y recta que nos salva del laberinto al que nos quieren llevar los que se llaman ilustrados, que reniegan de la cultura y de la religión, pues dicen que deforman al hombre —pronunció, de repente, y con severidad el anfitrión—. Debemos luchar contra ellos con todas nuestras fuerzas, con mayor dedicación si cabe de lo que hace el Santo Oficio. Esa es nuestra convicción y por la que debemos estar unidos como una reata, sin fisuras ni temores, pues el triunfo está en nuestras manos, ya que nos asiste la verdad.

—Así es nuestro anhelo, don Luis, y el principal ánimo en la batalla para la que estamos dispuestos sin cejar en el empeño, os lo aseguro —asintió el canónigo en un tono parecido al de las letanías, como si se tratara de una lección aprendida, recitada sin ninguna clase de devoción y sin apenas convicción en lo que pronunciaba de tanto repetirlo.

La conversación siguió por unos derroteros que ellos conocían de antemano, daba la impresión de que manejaban códigos reservados, acostumbrados ambos a intercambiar mensajes que tenían un especial significado solo para ellos.

Pero además de afianzarse en sus certezas ideológicas que, de tarde en tarde, precisaban expresar en voz alta para escucharse el uno al otro, aquel día su fascinación por la ciudad se avivó hasta el paroxismo porque en contadas ocasiones se apreciaba Toledo flotando entre vapor de agua, como si navegase hacia el más allá animada por un soplo de origen mítico. Los dos se quedaron embobados ante la insólita imagen, a la vez que se sentían personas privilegiadas por la ventura de haber sido agraciados con un mensaje que a pocos les estaba permitido conocer.

—Tuve mucha suerte de hacerme con este cigarral, tiene el mejor emplazamiento de los alrededores, colocado en el punto crucial para disfrutar de la ciudad. ¿Ha visto algo igual, don Ramón? Es como acariciar el cielo —invocó don Luis con la emoción marcada en su rostro enjuto, tan seco que se perfilaba su osamenta. Todo lo contrario de su proveedor artístico, que tenía unos carrillos inflamados por la ingesta continua de caldos vinícolas.

—En efecto, señor. De todas formas, solamente las mentes despiertas son capaces de disfrutar con este regalo casi divino —concluyó el canónigo—. Los hay que tienen a su alcance una visión como esta, pero están limitados para extasiarse con la contemplación de tanta belleza.

Entre tanto, bebían sin parar, dando buena cuenta del vino dulzón, parecido al de misa. Las doncellas no habían regresado, pero el antiguo regidor se encargaba de escanciar convenientemente la botella.

Al cabo de un rato, don Luis comenzó a caminar por la sala y se detuvo en mitad del ventanal, ocultando al religioso una parte de la visión fantasmagórica de los arrabales, que levitaban a causa de las brumas emanadas del río. El anfitrión era un hombre larguirucho, cariacontecido y de cuerpo fibroso, similar a la madera de los olivos que salpicaban su extensa finca donde crecían, asimismo, abundantes encinas y almendros. Sus ojos negros, y muy pequeños, ardían cuando ordenaba algo o pretendía que se le obedeciese. Es lo que ocurrió en aquel instante:

—Debéis asegurarme que la protección es infalible. Bueno —se contuvo al percatarse de que la expresión que había utilizado tal vez no era muy afortunada—, segura, muy segura. ¿Nadie puede acceder a esos fondos, verdad? En esto no podéis ceder ni un ápice. No podemos fallar.

—Así es. Nadie, os lo aseguro —confirmó con voz temblorosa el archivero y bibliotecario del arzobispado—. Imaginaos el cúmulo de información que habría que tener para llegar hasta allí. Primero, localizar una puerta de hierro, perfectamente enmascarada, que se encuentra detrás de una librería, y después forzar dos sólidos rodillos o conocer unas claves secretas, algo que resulta casi imposible. Si no se poseen los códigos, no existe ser humano capaz de forzar la entrada. Luego, adentrarse por un largo túnel hasta llegar a una cavidad que, ahora mismo, tengo tapiada. Solo existe una abertura con un portón pequeño. Y, además, en la primera sala solo entro yo, no está permitido permanecer allí, es mi lugar de trabajo.

—Bien, pero debéis ir estudiando lo que contienen los arcones, esa es una tarea que os compete y es una información que nos permitirá decidir qué hacemos con lo que habéis hallado en los subterráneos de palacio. Por lo que me habéis anticipado, estuvo bien en su momento soterrar esos libros y puede que lo más apropiado sea que permanezcan fuera del alcance de aquellos que no tienen una preparación acorde para evitar ser influenciados de forma negativa por ellos. Debéis actuar con sigilo y sin perder un minuto, sería un fracaso que alguien llegara a conocer lo que se conserva en ese lugar.

—Si queréis, os traigo parte del material —propuso el canónigo.

—Alguien podría veros, ni se os ocurra —dispuso con firmeza don Luis, acostumbrado a mandar desde su época de máximo regidor de la ciudad.

—Pero sin muchas prisas, don Luis, que tengo que atender un montón de asuntos.

—No es necesario precipitarse, si estáis seguro de que el lugar es inviolable y de que sois la única persona que puede llegar a ese archivo secreto.

Ramón Benavides asintió con un ligero movimiento de la cabeza.

—Puede que debamos conservar algunos documentos —aclaró don Luis, algo más relajado—. Pero el resto debería ser destruido para evitarnos problemas o que caiga en manos que lo utilicen con fines perversos. Y por las referencias que me habéis dado, mucho me temo que tendremos que destruirlo casi todo.

Ramón Benavides hizo un gesto dubitativo, su anfitrión le observó molesto. No era el canónigo alguien que entusiasmara al dueño del cigarral, había aceptado tenerle en el grupo porque le suministraba las obras de arte casi a precios de saldo. Por lo demás, conocía sus costumbres licenciosas y le resultaba poco de fiar.

Comenzaron a aparecer unos tímidos rayos de sol que mudaron los perfiles de la ciudad, una suave brisa fue desplazando la bruma que acariciaba al moverse los muros de mampostería que constituía el material de la mayor parte de las edificaciones. En pocos minutos, el conjunto urbano fue adquiriendo sus perfiles más diáfanos y comunes. El canónigo permanecía absorto ante lo que tenía delante de sus ojos. Don Luis, ajeno a la evolución de las luces, insistió:

—Deben desaparecer los papeles y libros escritos por mentes delirantes, enfermas, influidas por anhelos mundanos y equívocos sobre la Naturaleza y lo Superior, por ideas o pensamientos que nos desvían del camino recto. ¡Qué bien hicieron los que los enterraron allí! Nosotros tenemos que seguir su ejemplo…

—Pero, tal y como decís, casi enterrados, no hacen daño a nadie —refutó con tibieza el canónigo.

—¡Quién sabe! Me comentasteis que uno de vuestros ayudantes enloqueció con ese material tan peligroso, como si le hubieran inoculado en su mente el veneno de un peligroso reptil. Y, además, debemos tener muy en cuenta al cardenal. Él podría impedirlo si llega a enterarse de la existencia de los arcones.

—¿El cardenal…?

—Sí, es alguien de cuidado, una deshonra para la Iglesia primada, una silla que nunca debió ocupar alguien como él. Fernández de Córdova tiene amigos ilustrados y masones, lo sabemos. Lo peor de lo peor de cada bando. Una amenaza, sin lugar a dudas. Gentes que hacen bandera del hedonismo y la razón como ánemos, como el soplo esencial de la vida y el conocimiento. Algo demencial. ¿Qué le parece? ¿Cuál es el riesgo que corremos con personas de esa calaña, don Ramón? —planteó al archivero con tono exigente.

—Que quieren arrinconar los grandes valores, rebajando su importancia. Y jamás permitiremos que algo así ocurra —ratificó el canónigo con su habitual soniquete restando fuerza a lo que decía. No obstante, era lo que precisaba escuchar don Luis, la letanía exigida que les insuflaba coraje para mantenerse firmes en sus ideas.

—No podrán hacerlo en esta sacrosanta ciudad.

Don Luis se dio la vuelta para disfrutar con deleite del lugar bendecido, a esa hora, por un juego de luces que lo hacían casi irreal y prodigioso al intentar abrirse los rayos de sol entre la niebla. Esa visión le ayudó a reafirmarse en su idea de que la ciudad debía protegerse de las influencias externas, perniciosas para los principios que él defendía y que, de alguna manera, constituían el basamento de un recinto que protegía la única Verdad, que era la suya y de la de hombres como el canónigo Benavides. Todo el Mal debía ser aniquilado, arrancado de raíz y sin posibilidad de desarrollarse en aquel santuario. El camino auténtico solo tenía un horizonte. Por suerte, la ciudad llevaba ya varios siglos de recogimiento conservando sus esencias, ajena a todo lo que la rodeaba, y así debía continuar. Ellos se encargarían de preservarla de influencias malignas.