10 de noviembre
La obra de Narciso Tomé erigida detrás del altar mayor resultaba de una audacia sin precedentes que, a la mayoría del vulgo y de los principales de la ciudad, impresionaba por su escenografía aureolada de volutas pétreas, fruto de una inspiración sacudida con la exaltación de la genialidad. Y en verdad, meditaba el cardenal, si contemplabas aislado del conjunto de la catedral el Transparente, pues así era conocida la obra de Tomé, que horadó la bóveda del templo gótico para iluminar con rayos del cielo el camarín donde se conservan las sagradas formas para la comunión de los fieles, resultaba llamativo porque sus elementos marmóreos parecían estar en continuo movimiento.
Al cardenal no le entusiasmaba la solución arquitectónica, ni el estilo llevado al paroxismo que se había empleado en la ejecución del Transparente y, por lo tanto, él nunca habría autorizado que se abriera la techumbre de la girola doble del templo, construida mediante un abovedamiento innovador debido a su alternancia de tramos rectangulares y triangulares que lograban un suave despliegue de la cabecera. Una solución similar, le habían comentado, a la aplicada en Notre Dame de París, lo que venía a confirmar la procedencia parisina del arquitecto principal que concibió y dirigió las trazas originales del templo castellano.
Al purpurado le parecía un dispendio inaceptable haber encajado aquel pesado retablo barroco de mármol, jaspes y bronces en un edificio gótico, una afición que se reproducía con bastante frecuencia en la sede primada y que había ocasionado graves heridas arquitectónicas a la catedral debido al afán de sus predecesores por implantar su huella en piedra y dejar patente su poderío.
—Nunca me hubiera atrevido a profanar esta obra tan hermosa que el clero toledano tiene la mala costumbre de aguijonear con su mal gusto —comentó el arzobispo a su secretario mientras caminaban por las cercanías del Transparente—. Debió mantenerse tal y como fue imaginado en el siglo XIII por los maestros franceses, abrazando con sencillez y austeridad la atmósfera prodigiosa que contienen sus naves.
—Las trazas principales son de un tal Martín, que era conocido, probablemente, con ese nombre como una adaptación a nuestra lengua —apuntó Rodrigo—. Y a punto estuvo de no llegar a construirse, al menos en este lugar encima de la gran mezquita existente, lo que habría proporcionado a la ciudad un perfil más universal, tolerante y ecuménico.
—¿Por qué decís eso? —preguntó el conde de Teba.
—Ya sabéis que Alfonso VI, que recuperó la ciudad tras la dominación árabe, tenía una excelente relación con ellos, con las autoridades musulmanas, y costumbres muy próximas después de haber vivido aquí un tiempo en la Huerta del Rey y tener como compañera a una mujer de esa etnia. Al parecer, el rey castellano acordó, antes de ocupar Toledo, según una resolución expresamente pactada con ellos, que respetaría sus vidas, haciendas y mezquitas. Pero la reina Constanza, aprovechando, años después, una ausencia de Alfonso VI, en el año 1087, entró en este lugar con soldados, artífices y numerosos obreros, para destruir la mezquita y levantar en poco tiempo varios altares. Luego, ya en 1226, Fernando III puso la primera piedra de lo que iba a ser el templo catedralicio imaginado por ese Martín.
—Y lo que el arquitecto francés diseñó debió ser respetado en toda su extensión —concluyó el arzobispo Fernández de Córdova.
En ese mismo instante, unos rayos de luz anaranjada cruzaban torrencialmente por encima de sus cabezas haciendo refulgir las piedras del deambulatorio con su concentrada energía, gracias al rompimiento en el muro absidal llevado a cabo por Narciso Tomé, el arquitecto y escultor responsable de aquel mostrenco, en opinión del cardenal. El Transparente representaba el extremo opuesto al estilo primigenio de la catedral por su profusión de adornos y el retorcimiento de las formas y líneas irregulares sin ninguna simetría en los detalles.
Livianos ecos de algunos pasos eran el único sonido que reverberaba, a esas horas, por las naves; procedían seguramente de empleados del templo que revisaban puertas, apagaban o encendían lamparillas, según la capilla de que se tratase, o colocaban enseres para los servicios del día siguiente. La catedral había cerrado sus puertas tan solo unos minutos antes para impedir el trasiego de feligreses. Y era, a partir de ese instante, cuando aparecía con bastante frecuencia el conde de Teba por el templo; solía pasear sin compañía por los recónditos oratorios hasta que caía la noche cerrada.
—Me encuentro muy bien arropado por la energía que desprende este recinto sagrado tan querido por el pueblo, en completa soledad, después de que el gentío haya expresado aquí sus plegarias y orado con sincera devoción dejando lo mejor de sí entre estas piedras; luego, se marchan a sus casas reanimados para soportar las calamidades de la vida. Yo percibo, entonces, sonidos y vibraciones maravillosas, muy sutiles y secretas, que se van quedando grabadas en las bóvedas desde hace centenares de años. En ningún otro lugar es posible llegar a sentir algo similar.
A Rodrigo Nodal, el joven sacerdote secretario y, en cierta medida, confidente del prelado, se le erizaba el vello con las reflexiones que hacía Luis Fernández de Córdova con voz serena y tono calmoso. Consideró llegado el momento de plantearle una pregunta para despejar la duda que le rondaba desde esa misma mañana.
—¿Por qué ha querido convocar al canónigo Benavides aquí, en la catedral, y a esta hora?
—Lo prefiero así, estaré más concentrado para detectar si dice la verdad. Aquí tenemos un inmenso confesionario, el mejor de todos, es muy amplio —extendió sus brazos respaldando con el gesto lo que expresaba—, pero viéndonos la cara y los ojos directamente. Así, no podrá rehuirme…
El conde de Teba apoyó sus manos en el altar del Transparente realizado con teselas de intenso y variado colorido, con pequeñas piezas de mármol que daban una gran vistosidad a la obra. Él solía deslizar con frecuencia las manos por su gélida superficie, le agradaba el frescor que transmitía mientras observaba algunas de las extrañas figuras geométricas allí creadas; estaba seguro de que Narciso Tomé había ocultado alguna clase de criptograma en el altar, aunque no lograba descifrarlo por la complejidad de su decoración laberíntica, pero le atraía siempre, era la parte que más le agradaba de la obra barroca. Luego, se desprendió de la encarnada birreta de cuatro picos, frotó su frente con los dedos y levantó la cabeza para observar a la Virgen, esculpida en mármol blanco. Le resultaba inexpresiva, pero mucho más el niño Jesús que adoptaba una postura completamente artificiosa. Era lo que tenían los artistas de estos tiempos, pensó el cardenal, escasamente devotos y apenas imbuidos por la fe tan necesaria para lograr que el arte conmoviera los espíritus.
De súbito, se oyó un estruendo que surgía de los pies del templo y retumbaba por las naves sumidas en la penumbra. Cualquier clase de sonido se incrementaba más allá de lo imaginable en la extraordinaria caja de resonancia que constituía la catedral.
—Seguramente ha llegado el archivero —señaló el arzobispo—. Debe de haber entrado por una de las puertas del claustro. Vete a buscarle y dile dónde me encuentro.
Al instante partió el secretario. Sus pasos se fueron apagando y, cuando casi dejaron de oírse, fueron creciendo junto a los del canónigo Benavides.
Lentamente, la oscuridad se iba adueñando del interior de la catedral y las sombras se espesaban, aunque gracias al denostado Transparente todavía entraba algo de luz procedente del exterior que se introducía como un fogonazo en el sagrario del altar mayor. Con las sombras, las figuras de las vidrieras se empastaban diluyéndose sus perfiles.
—Eminencia, os ruego que me disculpéis por el retraso.
El canónigo hizo ademán de arrodillarse mientras tomaba la mano del prelado para besar su anillo. Luis Fernández de Córdova, primado de las Españas, reaccionó de inmediato impidiendo al archivero que se postrara ante él.
—¡Vamos, levántese! Os lo ruego…
Con el trajín, el verte de púrpura de tejido esmerilado que vestía el cardenal llegó a cegar al canónigo al rebotar en la ropa la luz que entraba por la bóveda. Instintivamente, el archivero observó de soslayo su propia sotana con numerosos lamparones, producto de su dejadez en el cuidado del atuendo y nunca de una austeridad que apenas ejercía. Portaba algunas salpicaduras de la comilona con la que se había homenajeado, ahíto y gozoso, aquel mismo día.
—Os he llamado para preguntaros lo mismo que hace pocas semanas: quiero saber si habéis hallado durante las obras de mejora algún documento de importancia, algo excepcional que yo debería conocer sin falta.
Al igual que en anteriores ocasiones el cardenal fue directo a lo que le interesaba, sin perder el tiempo en circunloquios. Benavides ajustó el cuello acharolado antes de responder, era una manera de tomar algo de aire. Hizo una mueca que afeó aún más su boca de labios abocinados por la que asomaban puntiagudos algunos dientes. Por ese motivo, se veía obligado a hablar ocultando parte de sus facciones con la mano. Lo hacía con frecuencia, avergonzado acaso por poseer una dentadura tan agresiva que apenas protegían sus morros deformes. El resto de sus rasgos resultaba más favorable: cara alargada con tez morena, ojos verdosos y porte erguido, de buena planta. Tenía apariencia juvenil, a pesar de haber superado ya los cuarenta años.
—Ya os pasé un informe minucioso sobre los fondos que han ido apareciendo hasta el momento, aunque es pronto para confirmar o desmentir su valor y, desde luego, resta mucho por explorar o descubrir en esos sótanos. Necesitamos algo de tiempo para analizar con precisión lo que vamos encontrando, no es una tarea que deba precipitarse; tenemos antes que completar la catalogación de los innumerables escritos de mucha importancia que contiene el archivo, pues ha existido un descuido inmemorial que debemos solucionar cuanto antes. Y esto me parece prioritario, como lo es mejorar la instalación.
Benavides miró al arzobispo fugazmente, sin atreverse a hacerlo con franqueza, como si la presencia del prelado le atenazara. En realidad, constituía una timidez fingida para demostrar al cardenal que él sabía cuál era su lugar y el respeto que debía a su superior.
—Como os dije —reanudó el canónigo las explicaciones—, fueron los legajos del siglo XIII, pertenecientes al arzobispo Ximénez de Rada, bajo cuyo mandato se erigió este templo, lo más destacado que hemos localizado hasta el momento. —La mirada algo incisiva del conde de Teba impresionó al archivero; este volvió a ajustar su alzacuellos antes de proseguir—: Lo que os puedo asegurar es que se dicen cosas absurdas sobre lo que estamos haciendo, hay que tener en cuenta que trabajar en los subterráneos durante muchas horas estimula la imaginación de mis ayudantes. Pero creedme: lo único que nos interesa y preocupa es cumplir el deseo de su eminencia para que este arzobispado llegue a contar con el archivo que se merece. Y eso será una realidad muy pronto. Conozco el interés del cardenal sobre este asunto y, desde luego, no deseo decepcionarle. ¿Por qué no nos hace una visita su eminencia? Solo bajó allí en una ocasión, que yo recuerde.
Ramón Benavides se pronunció con vehemencia, incluso evitó en la mayor parte de la exposición proteger su boca para que el sonido de la voz fuera más diáfano y potente. De hecho, tanto aplomo sorprendió al arzobispo. Otras veces, el canónigo se había comportado algo más temeroso. Sin embargo, esa tarde sus palabras habían resultado convincentes.
A pesar de la fuerza y la seguridad con las que se había manifestado el archivero, Fernández de Córdova dudó de su sinceridad por aquello de excusatio non petita, acusatio manifiesta. Estuvo a punto de desvelar la inquietud que le habían estimulado sus palabras, pero se contuvo, porque un príncipe de la Iglesia no podía sustentar sus planteamientos mediante las maledicencias, juzgar sin escuchar, dejarse llevar por comentarios con escaso fundamento y sin pruebas concluyentes. Eligió, de nuevo, expresarse sin rodeos, como él prefería establecer las relaciones con todos sus colaboradores.
—¿Habéis encontrado alguna cámara secreta? ¿Arcones con libros y cuadernos que deberían ser estudiados por dignatarios o peritos? Mirad dónde estáis…
Luis Fernández de Córdova unió las palmas de sus manos en actitud orante señalando con ellas a la Virgen de Tomé que se encontraba sobre sus cabezas. A continuación, dirigió su mirada hacia los rayos de metal situados en el mismo corazón del Transparente, al lugar por el que se introducía la luz en el camarín-tabernáculo de la capilla central del templo. El canónigo admiró la imponente figura del prelado, su brillante melena blanca que caía por detrás del cuello, sus anchas espaldas cubiertas por el capelo aterciopelado. Tragó saliva antes de responder y detectó que le temblaban las manos ligeramente. Las metió, con disimulo, en la faltriquera de su sotana. Le impresionaba el concentrado resplandor que les envolvía y la trascendencia con la que su mandatario había revestido aquel encuentro celebrándolo en la catedral. Era consciente de las sospechas que recaían sobre su actuación y que debía esforzarse para cortarlas de raíz. Aquella era una buena oportunidad para hacerlo y tenía que resultar creíble.
—Eminencia —susurró Benavides—, trabajamos muy deprisa y os puedo asegurar que en tres meses, a lo sumo, habremos finalizado las tareas de albañilería, enfoscado y colocación del nuevo mobiliario. Entonces, nos volcaremos en la recuperación y catalogación de los fondos. A partir de ese momento, cualquier investigador, estudioso o especialista podrá trabajar en las mejores condiciones. Y sí, por supuesto, al ser una ampliación considerable tal y como sugirió su eminencia, han aparecido galerías, covachas, e incluso parte de la cimentación de la primitiva gran mezquita que levantaron los musulmanes en esta zona, pero nada que deba considerarse como un descubrimiento excepcional por lo que conozco hasta el momento, nada de un recinto secreto o algo así. —El canónigo hablaba ahora con varios dedos de la mano derecha cubriendo su labio superior, sus ojos oscilaban inquietos—. Esa es la verdad. Lo que, seguramente, haya llegado a sus oídos es fruto de la imaginación y las habladurías, aunque yo no encuentro malicia en tales comentarios, lo único que ocurre es que se agrandan y, en ocasiones, se envilecen, al pasar por varias personas.
—¿Confirmáis el plazo? —preguntó el cardenal interesado por la finalización de las obras.
—¿Cuál?
—El de tres meses.
—Sí, sí, por supuesto. Así es.
Luis Fernández de Córdova ajustó su birreta y se desplazó hacia la sacristía donde, suponía, le esperaba el secretario.