Palacio de Versalles (Francia)

30 de octubre

El duque de Choiseul reiteró con sus propias palabras las instrucciones contenidas en la lettre de cachet enviada por el rey a Jacques de Seingalt.

—Las órdenes de su majestad no se discuten, como ya deberíais saber. La lettre de cachet es utilizada, a petición de algún afectado, para castigar al acusado sin juicio previo. Sí, os reconozco que es algo muy excepcional, pero ya está hecho y lo que debéis tener en cuenta es que vuestro hermano tiene veinticuatro horas, a partir de las doce de la noche de mañana, para salir de París, y tres semanas como máximo para abandonar Francia. Es lo que manda el rey. Lo lamento, Cecco…

—Señor duque, así se hará si no hay otro remedio, pero os ruego que le concedáis algo más de tiempo, se encuentra en un estado lastimoso por la pérdida reciente de varias personas muy queridas por él. ¿No se puede evitar o modificar esa sanción por otra clase de pena? Él la cumpliría, de eso podéis estar seguro.

El duque de Choiseul, consejero principal de Luis XV y secretario de Asuntos Exteriores, lamentaba tener que celebrar aquella audiencia para explicar personalmente a su buen amigo Cecco tan malas noticias. El pintor le había solicitado urgentemente el encuentro y no pudo negarse a recibirlo porque Cecco era un artista al que él estimaba por su minuciosidad y perfección en el trazado de batallas sobre el lienzo, también por su buen carácter e inteligencia. Era una verdadera lástima que tuviera un hermano tan problemático. El secretario estuvo en el pasado al frente de numerosas operaciones militares, con bastante éxito por cierto; de ahí provenía su inclinación hacia las pinturas que realizaba Cecco con una maestría y perfección que ningún otro artista de género había logrado emular.

—Debe partir cuanto antes —insistió Choiseul con pesar—. Lo de las veinticuatro horas es mera formalidad, pero os insisto que en el plazo de tres semanas tiene que salir de Francia porque, en caso contrario, podría pagarlo con su vida. Y me cuesta tener que deciros algo así. Este es un procedimiento estricto, excesivo para ciertas transgresiones, como la que supuestamente ha cometido el señor de Seingalt.

Al secretario le asombraba el rigor empleado en esta ocasión, a pesar de estar acostumbrado a acciones incomprensibles que emanaban del propio monarca al hacer un uso desmedido de sus atribuciones. Choiseul desearía implantar un régimen que limitase el poder real y, debido a sus opiniones sobre la actuación del monarca, había tenido algunos enfrentamientos con Luis XV.

Al duque de Choiseul se le hacía difícil expresarse con tanta contundencia, como lo había hecho con Cecco; no en vano le dolía asumir el castigo impuesto por el rey, pero estaba obligado por su cargo a comportarse de esa manera.

En la corte se hablaba con insistencia de lo que pudo haber motivado la drástica medida del monarca. Al parecer, la marquesa d’Urfé, la alquimista más porfiada de toda Francia, aficionada como pocas a conversar con los espíritus, más creyente de la relación con los muertos que de los vivos, había sido una fiel devota de las capacidades que poseía el veneciano Jacques de Seingalt para resolver enigmas y misterios de todo tipo. La dama estaba considerada como una de sus más fieles seguidoras en el mundo de las oscuridades y secretos que, según algunos informantes, compartían ambos con fruición. Jeanne de Lascaris Laroche-Foucauld, viuda del escritor Honoré d’Urfé y sin hijos, ocupaba la mayor parte de su tiempo en mantenerse encerrada dentro de su laboratorio, muy al contrario de las inclinaciones del resto de las damas parisinas quienes, con tan elevado rango y fortuna, estaban volcadas en el cuidado de su aspecto físico, en seguir las modas y dominar los vericuetos de la seducción, un arte en el que las señoras habían logrado abundantes coronas de laureles haciendo las delicias de sus entregados admiradores. Por el contrario, la marquesa d’Urfé, a quien solamente la reina superaba en caudales, había elegido el flirteo con el más allá y la transmutación del mercurio y otros metales, rodeada de cubetas, matraces, probetas, redomas y cápsulas con platino o fósforo, para dar un sentido transformador a su existencia. Hablaba frecuentemente con Roger Bacon, monje que habitó entre los mortales durante la decimotercera centuria, y su relación era comentario frecuente en los círculos cortesanos, también la que mantenía con el médico árabe de la octava centuria, Jabir ibn Hayyan, entre otros personajes del más allá en comunicación frecuente con la marquesa.

D’Urfé buscó afanosamente al caballero de Seingalt por su reputación como mago y cabalista de primer orden. Ambos pertenecían a la orden de los rosacruces, una sociedad secreta que integraba diversas prácticas esotéricas y que sacralizaba la materia como roca espiritual sobre la que asentar la perfección de los seres humanos. Al poco de conocerse la señora y el veneciano, Jacques descifró un manuscrito que entregó a su nueva discípula y que contenía la fórmula de Teofrasto Paracelso para obtener la piedra filosofal. A partir de entonces, se convirtió en el árbitro de su alma y la marquesa, poco afortunada en el atractivo físico, en su más fiel seguidora; tal vez aquello la libró de ser explorada y satisfecha en el amor carnal en sus habitaciones privadas, pues el caballero no permitía que se le escapase ninguna pieza que mereciese la pena de ser devorada sexualmente. Es más, Jeanne pidió encarecidamente a su maestro que la ayudase para regenerarse en un hombre y él le hizo creer que estaba embarazada de un varón al que, en algún momento, lograría ser transferida. La añagaza funcionó durante algún tiempo, solo durante algunas semanas. En los salones de Versalles circulaban estas y otras historias que expresaban la curiosa, como intensa, dependencia entre dos personas tan peculiares, animadas por extrañas creencias y fantasías.

Ante hechos de esta índole, y otros que no constituían vox pópuli, uno de los sobrinos de Jeanne de Lascaris, el marqués de Lisle, consiguió audiencia con el rey para solicitar que castigase al individuo que había trastornado a la dama hasta convertirla en adepta de fabulaciones esotéricas. El marqués de Lisle argumentó ante el rey que sus intereses estaban siendo perjudicados por la supuesta entrega de dinero de su tía al guía espiritual. Conociendo las veleidades de d’Urfé y sus manías de ultratumba, Luis XV rechazó en primera instancia las pretensiones del sobrino. El monarca consideró que no existía engaño, puesto que la relación entre el caballero y la dama se cimentaba en similares creencias, por muy anormales que parecieran a los herederos de la marquesa, y en la amistad sincera entre ambos.

Cuando las espadas estaban en alto, pero sin posibilidad de éxito para los demandantes, puesto que el monarca se mantenía firme en rechazar cualquier pretensión de castigo al esotérico y fabulador, no en vano fueron muchas las voces que le pidieron intervenir en la misma dirección que lo había hecho el marqués de Lisle, llegó a Versalles la solicitud del conde de Clermont, primo del rey y con un gran ascendiente sobre la persona real debido a su hermandad masónica. Y fue Clermont quien, finalmente, convenció a Luis XV para expulsar de París y de toda Francia al caballero de Seingalt. Las razones para este cambio de postura eran desconocidas en la corte. Algunos señalaban que lo único que pretendía Clermont era beneficiar a los sobrinos de la señora d’Urfé y preservar a la gran señora de la tenebrosidad y de las aficiones enfermizas estimuladas por las maniobras de un masón enloquecido como el veneciano que perjudicaba el buen nombre del orden supremo. Pero los había que insistían en el hecho de que lo que procuraba el Gran Maestre Clermont era castigar a Jacques de Seingalt por rencillas del pasado, que pagase una vieja deuda de honor que nunca había sido satisfecha.

—Cecco, me aflige desconocer —se excusó el duque de Choiseul— lo que ha provocado la decisión del rey; es su potestad, comprendedlo. Supongo que le asisten sus razones y a los rumores no debemos hacerles mucho caso. Aquí, en estos salones, los dioses de la inventiva y la fabulación reinan por todas las esquinas, en su mayor parte llevan ceñidos corsés, y son capaces de conseguir las mayores atrocidades y correctivos, incluso con personas de demostrada inocencia.

—¿Le llegaron las cartas? —preguntó el pintor.

—Por supuesto, eso sí, sin dudarlo. El de tantas ilustres señoras como madame de Rumain y hasta la de esa princesa polaca, Lubomirska, prima del rey. Sorprende la cantidad de amigas con las que cuenta vuestro hermano, es como para provocar la envidia y admiración de cualquiera, incluso la del propio monarca. Pero, ya lo veis, de poco han servido los ruegos de numerosas damas de alcurnia y doncellas de tanta raigambre, supongo que lo serán. —Choiseul ocultó la expresión de sus labios con un delicado pañuelo de encaje, en sus ojos surgió un brillo de complicidad—. Las invocaciones de los enemigos deben haber sido más poderosas para su majestad que se ha negado a concederle el perdón real.

El duque ajustó las amplias puñetas de su bocamanga al mismo tiempo que contraía los músculos del rostro, endureciendo sus rasgos delicados. Luego, desvió su mirada hacia los extensos jardines diseñados por Le Nôtre, cubiertos esa mañana por una densa niebla; desde su despacho podía disfrutar de la excelente vista de los parterres de mediodía.

Cecco consideró, con pesar, que la audiencia iba a finalizar al ver que el secretario de Estado desviaba su mirada hacia el exterior. Él era un pintor respetado por la alta sociedad parisina, miembro de la Academia de Pintura, Escultura y Grabado, y, como resultado de sus propios contactos, a los que había que sumar los de su esposa, la actriz Marie-Jeanne Jolivet, y los que le había indicado su hermano, lograron presentar en pocas horas numerosas cartas de apoyo solicitando clemencia.

Nada más recibir la lettre de cachet del rey, Jacques cayó en una profunda depresión. Nunca le había visto su hermano llorar como entonces porque para el caballero no existía peor castigo que el destierro de la ciudad que tanto amaba. Pero, tal y como se había expresado el consejero del rey, el duque de Choiseul, los argumentos esgrimidos por los acusadores debieron pesar más a la hora de que Luis XV adoptara una decisión. Y una vez tomada, era casi irrevocable.

El duque comprobó con el rabillo del ojo el rictus de desagrado del pintor, su gesto apesadumbrado ante la imposibilidad de resolver la situación. Eran los dos casi de la misma edad, aunque Cecco parecía un anciano a su lado.

—Mi hermano —susurró el artista, con una respiración entrecortada— pretendía cambiar de vida precisamente ahora, ha tenido experiencias muy dolorosas últimamente…

A Étienne François, duque de Choiseul, curtido en mil batallas palaciegas o al frente de su propio ejército en los terrenos donde los hombres fallecen, la mayoría de las veces sin saber ni entender por qué entregan su vida, se le hizo un nudo en la garganta. Asistía a una decisión injusta y posiblemente no sería la última que iba a presenciar a lo largo de esa misma jornada, salvo que esta tenía el rostro de un amigo al que él apreciaba sinceramente, un hombre culto con el que charlaba, en ocasiones, mientras le veía pintar en su estudio situado al principio del Faubourg Saint-Antoine, cerca de la Bastille. A pesar de ser consejero de su majestad, no tenía el peso suficiente para oponerse a Clermont, pues aunque el rey le consideraba un importante hombre de Estado, al mismo tiempo le temía por expresarse con un criterio muy personal sobre sus poderes ilimitados. Étienne François estaba convencido de que los delicados asuntos de Francia debían someterse a un consejo de sabios para que no dependieran exclusivamente del albur de un solo hombre, el rey.

Al escuchar a Cecco lamentarse, no pudo controlarse más. Permitió que asomara en su rostro una mueca de pesar. Era lo mejor para que su amigo supiera que él, el todopoderoso consejero, también estaba afectado por lo ocurrido y por su impotencia para torcer, como hubiera deseado, la voluntad del rey de Francia.