En un lugar secreto de París

15 de octubre de 1767

La penumbra espesaba las sombras e impedía distinguir las facciones de las personas que asistían al encuentro. Para colmo, la mayoría se congregaba en el fondo de la gruta y lucían rasgos fantasmales modulados por manchones con el claroscuro de las luces. Lo que más destacaba en el grupo eran especialmente sus mandiles blancos, como si fueran fogonazos a pesar del fulgor agonizante de los cirios.

La tenida colectiva se alargaba mucho más de lo previsto. Había sido convocada por el gran maestre, el conde de Clermont, en el otoño del año 5527, de acuerdo con el calendario del rito escocés, para analizar la situación de las logias en Francia y en España. Preocupaban sobremanera las noticias alarmantes que llegaban desde el vecino país. Allí, las asociaciones, carentes de actividad desde hacía mucho tiempo, estaban a punto de ser borradas de la lista por las grandes logias anglosajonas y, en consecuencia, desaparecer por completo de la Hermandad. El maestro de la matritense Tres flores de lys, Adolfo Mendizábal, expuso las dificultades por las que estaban pasando, insuperables en cierta medida desde cualquier análisis que se hiciera:

—La Inquisición y el propio monarca nos están destruyendo. Poco podemos hacer ante un ataque tan demoledor y una persecución de tal hondura. Lo peor de todo, lo más grave, es la actitud de Carlos III, que se halla en las antípodas de Luis XV, por suerte para vosotros. La presión de la que somos objeto ha alejado de las logias a los obispos, abades, canónigos, teólogos y toda clase de sacerdotes y religiosos, lo que nos ha hecho más débiles para intentar sobrevivir frente al zarpazo de la ignorancia que nos asola. Desde la prohibición decretada por el papa Benedicto XIV, en España se nos ataca sin descanso impidiendo que llevemos a cabo cualquier tipo de actividad. Aquí, en Francia, Gran Maestre —dirigió el maestro español su mirada al conde de Clermont—, el rey Luis XV, vuestro primo, os defiende sin reservas. Bueno sería que enviase una embajada a Madrid para aportar a Carlos III algo de razón —puso mucho énfasis en la última palabra— sobre lo que representa la masonería, y para animar al conde de Aranda, su principal ministro, a que nos respalde sin temor, puesto que es sabida su simpatía hacia nosotros, aunque no se atreve a llegar más lejos, ni dar los pasos necesarios para modificar la situación angustiosa en la que estamos inmersos.

Luis de Borbón Condé, titular del condado de Clermont, asintió con un leve movimiento de la cabeza mostrando su buena disposición para cumplir con la solicitud que le planteaba el venerable maestro que había llegado desde Madrid. Luego, remarcó con palabras:

—Sí, contad con ello, se lo transmitiré a su majestad, a nuestro amado monarca Luis XV, os lo aseguro —expresó con firmeza, consciente de la gravedad del momento que soportaban los hermanos españoles—. Sabíamos que Carlos III, influido por nuestros nefandos enemigos, nos ha llegado a definir como «peligrosa secta que vive encerrada en el secreto»…

—Lo que más le preocupa al rey —matizó Adolfo Mendizábal, el venerable maestro de la logia Tres flores de lys— es que exista una vinculación con masones de otros países, debe creer que peligra su poder o las esencias españolas resumidas en la rotunda proclama de Dios, Patria y Rey. Nosotros somos, al parecer, quienes queremos desmontar los valores eternos de la patria.

—Todo es fruto del desconocimiento y es absurdo pensar de esa manera —señaló Clermont visiblemente afectado por las acusaciones de Carlos III—. Algunos poderosos desconocen nuestra postura de respeto sin límites hacia nuestros monarcas, a las normas de cada país, y la disposición de la que hacemos gala para eludir controversias o disputas en cuestiones políticas o religiosas. Es cierto que aceptamos, entre nosotros, a hermanos con puntos de vista discutibles desde la ortodoxia católica, philosophes que, además de tener una excelente formación clásica, practican varias ciencias, pues proclamamos la universalidad del saber humano y no ponemos límite a la mente y el verdadero conocimiento. Buscamos la verdad dondequiera que se halle.

—Nuestra insaciable curiosidad no es bien comprendida por cualquiera, y mucho menos en mi tierra —añadió Mendizábal.

—La armonía humana depende en gran medida de ampliar la visión de las cosas —explicó el conde—, de una búsqueda que no desdeña la sapiencia en historia, derecho, lingüística, escolástica, química y alquimia, física y geometría, matemáticas o erudición, y en todo lo que sea imprescindible para hallar respuestas que nos permitan ser mejores y ayudar a la felicidad de nuestros congéneres. Ya no vivimos en los días de las certezas impuestas por los sacerdotes de cualquier tipo de creencia, ahora se precisa un pensamiento crítico y para ello es fundamental la inteligencia bien labrada. No pretendemos saberlo todo, ni seríamos capaces de soñar con algo de ese alcance y dimensión fuera de nuestra hermandad; ciertamente, hay sabios que pueden lograrlo por sí solos, pero los vínculos que se crean entre nosotros nos permiten llegar más lejos y servir a nuestros semejantes mejor, también conservar lo que tiene gran valor, aquello que nos fue legado, para impedir que sea utilizado en aras del mal. En fin, creo que vuestro rey y quienes le asesoran apenas entienden nuestro espíritu de fraternidad, progreso e igualdad como seres que formamos parte de la obra del Gran Arquitecto del Universo. —La última parte de sus reflexiones fueron pronunciadas en un tono solemne, el mismo que acostumbraba a emplear en las ceremonias de iniciación—. Pero, en verdad, señor Mendizábal, sois el reducto más resistente, el último que nos queda en España, y debemos esforzarnos para que perduréis por el bien de vuestro pueblo y del rey que nunca encontrará mejores escuderos. Tenemos que ayudaros con todas nuestras fuerzas.

Un murmullo de aprobación se extendió por la amplia sala, cubierta con una bóveda estrellada, confirmando el pronunciamiento del Gran Maestre expresado con entusiasmo y, al mismo tiempo, con una elegante sobriedad, algo bastante frecuente en el principal masón de Francia.

El conde se levantó del sillón y avanzó unos pasos hasta situarse en medio de dos columnas exentas del orden corintio. Se detuvo en el mismo centro de una alfombra en cuya almendra, tejida en seda, figuraban un cubo y varias rosas rojas. Aquella era una imagen poderosa de la que nadie podía sustraerse. Los hermanos dejaron sus asientos y rodearon a Clermont formando un círculo en torno al maestre. Iban todos elegantemente ataviados con sedas y encajes primorosos. Mendizábal pudo apreciar entonces sus rasgos con bastante precisión. Eran veinticuatro los asistentes, maestros venerables de sus respectivas logias de Francia en las que se practicaban diferentes ritos, algo que había sido tratado con anterioridad en el encuentro con intención de lograr una unificación que, por el momento, resultaba casi imposible.

La tenida colectiva iba a finalizar pronto. Adolfo Mendizábal recordó algo que también había sido motivo de su desplazamiento hasta París y que había relegado por la necesidad de recuperar cuanto antes el apoyo del rey francés y por la emoción vivida junto a los preclaros masones de Francia. Se apresuró a hablar en cuanto tuvo oportunidad de hacerlo.

—Gran Maestre, solicito vuestra autorización para, aprovechando la presencia de tantos hermanos, hacer una petición, la última, os lo aseguro.

—Brevedad, os ruego —indicó el conde, a la vez que desplazaba su brazo con un movimiento que indicaba la autorización al español para intervenir ante la asamblea. No en vano, consideró Clermont, el maestro de Madrid había realizado un largo viaje y merecía ser atendido con todos los miramientos posibles.

—Quiero preguntaros si conocéis a un hermano que sea un extraordinario especialista en ocultismo, mancias y cábala, alguien capaz de ayudarnos y de desplazarse hasta España, pues allí le precisamos para resolver un misterio. Debe ser también exquisito, aguerrido y dispuesto a todo porque la misión que tendría que realizar es bastante complicada.

Los presentes se miraron unos a otros con asombro y desconcierto. Transcurridos unos segundos en los que los murmullos fueron creciendo en intensidad, Luis de Borbón intervino:

—Es mucho lo que pretendéis. Pero, decidnos: ¿de qué se trata? ¿Qué tiene que hacer ese hermano dispuesto a la aventura y al riesgo? Os ruego que seáis más preciso y concretéis, por favor…

Adolfo Mendizábal observó los candelabros con las velas a punto de ser consumidas, el compás y la escuadra, tallados en madera, detrás del sitial que antes había ocupado Clermont. Este permanecía en el centro del templo y hacia ese lugar se movió Mendizábal para que todos pudieran verle y escucharle sin esfuerzo. Destacaba sobre el resto de los maestros por su vestimenta oscura; las levitas de los franceses tenían colores chillones y la suya era de un azul apagado. Asimismo, por su juventud, probablemente era el de menor edad de los que habían asistido a la tenida de París. A la muerte de su padre, venerable maestro de la logia de la capital de España Tres flores de lys, recibió con urgencia el mallete, porque nadie estaba dispuesto a asumir la autoridad. Teniendo en cuenta los difíciles momentos por los que atravesaba la masonería en España, había sido un proceso excepcional, incluso para un lovetón como él.

Mendizábal se ajustó la peluca que se le había desplazado ligeramente hacia la nuca, mientras hacía un gran esfuerzo de concentración para manejar convenientemente el idioma francés, que comenzó a estudiar desde la infancia. Deseaba que todos comprendieran a la perfección lo que iba a exponerles.

—En la ciudad de Toledo, cerca de Madrid, de la capital de España, durante unas obras que se hacían en un subterráneo, se descubrió una cripta en la que había ocultos varios manuscritos que, al parecer, fueron encerrados allí porque tenían un valor extraordinario como propuesta de pensamiento y avances científicos que iban en la dirección opuesta a la doctrina oficial de la Iglesia. El lugar está situado bajo una plaza que constituye el eje espiritual e ideológico de la ciudad, de una urbe que en el pasado fue ágora de las ideas más avanzadas y que luego cayó en el oscurantismo. Es un enclave rodeado por edificios de mucho abolengo: la catedral gótica, el Ayuntamiento y el Palacio Arzobispal, donde reside el prelado de las Españas. Nos han dicho que ese archivo secreto contiene también abundantes documentos con imágenes y enseñanzas ocultistas, códices que pudieron pertenecer a alguna orden secreta que dominaba diferentes mancias. La única persona que llegó a ver lo que había dentro de esa cripta fue incapaz de interpretar su verdadero significado, excepto alguno de los pergaminos y papeles donde se mostraban técnicas que superan lo imaginado por el ser humano, dominios que nunca alcanzaron nuestros ancestros constructores, y le resultó algo más comprensible lo último debido a las ilustraciones que acompañaban a los diseños. —Antes de proseguir, Mendizábal observó de reojo a sus hermanos y se sintió satisfecho al comprobar que era notable el grado de interés por lo que les contaba—. Esa persona pudo ser asesinada, según la investigación que llevamos a cabo, y nos tememos que cualquiera que se adentre en ese misterio corre bastante peligro. —Hizo una larga pausa para tomar aire y adquirir fuerzas antes de concluir con la exposición. Volvió a comprobar el elevado interés que habían concitado sus palabras entre los presentes—. No podemos permitir que se destruya lo que ha aparecido allí. Os pido que salvemos ese legado o, al menos, que intentemos estudiarlo antes de que sea destruido porque algo así, nos tememos, puede ocurrir en cualquier momento. Por lo tanto, debemos intervenir y sin perder tiempo.

—¿Y por qué afirmáis tal cosa y con esta urgencia? —planteó el conde de Clermont.

—Porque quien tiene acceso al lugar, quien controla la galería que conduce a esa cripta y los subterráneos por los que es preciso moverse para llegar hasta el archivo secreto, trabaja para el Santo Oficio y es un gran enemigo nuestro. Y, como os digo, lo más definitivo y preocupante es que la única persona que alcanzó a ver lo que había en alguno de los cofres ha muerto. Pedí a un hermano que tiene conocimientos en estas materias que interviniese y se arriesgara a ayudarnos, pero está asustado, ya fue denunciado en otra ocasión ante la Inquisición y le preocupa dar un paso en falso porque, si llamase la atención de nuevo, sería castigado por los buitres que nos acechan sin descanso.

El estupor hizo mella en la concurrencia, también la curiosidad por lo que les había descrito el hermano español. Les había inquietado la existencia de un archivo con tantos tesoros y la amenaza que representaba intentar salvar los fondos.

—Precisamos alguien de bizarría probada —prosiguió Mendizábal—, y capaz de recuperar o interpretar los manuscritos, aunque se encuentre con dificultades sinnúmero…

—¿Se os ocurre quién podría ser esa persona tan especial que demanda el maestro español? —planteó el Gran Maestre mirando a su alrededor—. ¿Quién estaría dispuesto a cumplir con una misión tan importante arriesgando, tal vez, su pellejo en el trance?

Durante varios segundos apenas se escuchó el más leve rumor en el templo. Los hermanos cruzaron las miradas durante un rato para, después, reflexionar cabizbajos sobre lo que les había preguntado Clermont. El español temió verse obligado a regresar con las manos vacías a casa, no en vano su petición había sido aventurada, algo difícil de resolver, casi un imposible, incluso para personas con las extraordinarias relaciones que tenían sus hermanos franceses. De súbito, alguien de pequeña estatura, con el rostro hinchado, mejillas sonrosadas, y de voluminoso porte, acaso por su gozosa forma de disfrutar en la mesa, avanzó decidido hacia el lugar donde se encontraba Mendizábal, sobre una alfombra con la reproducción de un dédalo semejante al existente en el suelo de la catedral de Chartres. El maestro que se había adelantado observó de reojo al pariente del rey de Francia y pronunció un nombre extraño:

—Seingalt, Jacques de Seingalt. Él es la persona que puede resolver el enigma y ayudar a nuestro hermano español debido a su osadía, bien comprobada.

El gesto de sorpresa que hizo el conde nada más escucharlo alarmó a Mendizábal. Viendo la expresión del Gran Maestre, interpretó que acababan de hacerle una propuesta que contenía algo escasamente apropiado, o aberrante, y aventuró que ahí no se encontraba la solución que él necesitaba.

—¿No se os ocurre nadie más? —preguntó Clermont a los presentes.

De nuevo, silencio, hasta que el maestro de oronda y considerable barriga volvió a insistir en su ofrecimiento.

—El caballero de Seingalt. Él es el apropiado, el idóneo para lo que demanda el maestro español; siempre ha resultado eficaz, no podéis olvidarlo; es mucho lo que ha hecho por todos nosotros, por la masonería. Sabéis cuánto le conozco, no en vano con nosotros recibió la Luz

—Ya, ya, lo sé muy bien —intervino con contundencia el conde. A continuación, enmudeció pensativo. Luego, prosiguió—: Permanezcamos aquí unos minutos para aclarar esta cuestión nosotros tres —añadió dirigiéndose a Mendizábal y al maestro que defendía a su candidato para la misión en España—. Si no hay ninguna otra observación por vuestra parte… —dijo al resto de los maestros pertenecientes a las logias más importantes de Francia—, podemos dar por finalizada la tenida.

El maestre fue despidiéndose de cada uno de los asistentes con el abrazo masón. Cuando todos abandonaron el santuario secreto, Clermont salió de la gruta para llamar a dos aprendices; estos trajeron velas nuevas y sillones para Mendizábal y el maestro francés, que resultó ser de Lyon, como le confesó al madrileño mientras aguardaban el regreso del Maestre.

—Allí —explicó el lionés Willermoz—, al sur del Loira, proliferan las logias y, por descontado, en Lyon, una ciudad de elevado misticismo.

—En efecto, es un lugar excepcional para nosotros —corroboró el conde, que había escuchado el comentario del lionés nada más regresar—. Y bien, maestro Willermoz, debo informaros de las últimas veleidades de vuestro caballero, pues hace tiempo que le habéis perdido la pista, seguro. Conozco el aprecio que le tenéis y la admiración que le profesáis, pero él ya no es el que fue, aquel hombre con capacidades que asombraban a propios y extraños, dispuesto a superar dificultades de un superhombre.

El conde de Clermont hablaba con las manos en la espalda y sin dejar de deambular por el templo; aún no se había sentado en su sillón junto a Mendizábal y Willermoz; parecía estar necesitado de estirar las piernas. Era un hombre apuesto, a pesar de su avanzada edad, por su galanura y la delicadeza de sus rasgos. Tenía unos ojos de azul clarísimo y labios en los que siempre lucía una sonrisa amable.

—Nos ha prestado servicios impagables, que no seremos capaces de compensar jamás —replicó el maestro de la logia de Lyon Amitié amis choisis donde el caballero en cuestión había sido formado como un eminente masón—. Es uno de nuestros más brillantes hermanos, el más experto en las materias que precisa Mendizábal y alguien que no se arredra ante las amenazas.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? —exclamó Clermont—. «El corazón de los sabios está donde se practica la virtud y el de los necios donde se festeja la vanidad». Os lo recuerdo. Él ha demostrado que sus vicios superan la sabiduría que pudo recibir del Señor.

El maestre había recitado un capítulo del código moral masónico, con especial énfasis. Era su forma de responder a Willermoz y se extendió con otro argumento del mismo orden.

—Y… «detesta la avaricia, porque quien ama la riqueza ningún fruto obtendrá de ella, y esto es vanidad». ¿Se puede considerar buen hermano al que incumple permanentemente nuestras reglas? Por sus actos y comportamiento libertino, en la logia de París a la que se afilió, han decidido expulsarlo y dudo que le faciliten el pasaporte para viajar a España.

El maestro lionés enmudeció. Mendizábal asistía boquiabierto, como simple convidado de piedra, a un debate en el que dedujo que se estaban sustanciando viejas heridas. No tardó Willermoz en desvelar el motivo de las mismas.

—Maestre, creo que habláis así porque abandonó a vuestra sobrina, lo lamento, creo que ella se repuso por suerte del desengaño tramposo de ese veneciano. Son muchos los que han sufrido de sus calaveradas, a sabiendas de que nada le detiene cuando una mujer hermosa se cruza en su camino. Los hay que no han dispuesto del remedio; no lo digo por vos, claro está, sino por los maridos descuidados que vieron perderse a sus mujeres cuando nuestro amigo entraba en escena y se fijaba en la dama en cuestión. Pero, decidme, con la mano en el corazón: ¿hay alguien que roce la sabiduría que posee Jacques de Seingalt para el asunto que reclama el maestro español? ¿Y que posea su habilidad para salir indemne de los más variados conflictos?

—Lo que no existe es nadie con su capacidad de fabulación e inventiva para engañar a gentes de buen corazón —objetó Clermont, sentándose por fin junto a los dos hermanos. Con la renovada iluminación de las teas, se apreciaron las bolsas de sus ojos y un rictus de cansancio en el rostro—. A burlador y pendenciero nadie le supera, fue desterrado de Austria por trampas en el juego y organizar partidas de cartas ilegales; y se le ordenó abandonar Polonia por los duelos en los que participaba; en uno de ellos dejó gravemente herido al general Branicki; y, lo más grave es la utilización que ha hecho de las artes secretas para estafar y lucrarse. Yo no conozco otro caso igual de vida disoluta y de escándalos como la suya, sin dejar de reconocer su valía extraordinaria para la cábala y las ciencias secretas, además de para engatusar en la intimidad, según cuentan algunas señoras.

Willermoz enrojeció, sus mejillas ardían. Frunció el entrecejo y sus fosas nasales se dilataron. Mendizábal comenzó a sentirse muy incómodo e intranquilo, iba a decir algo cuando se adelantó el maestro lionés.

—Pero no me respondéis. ¿Conocéis a otro hermano que haya hecho tanto por la masonería, difundiéndola por todo el continente, logrando el beneplácito de reyes y de la propia emperatriz Catalina II de Rusia? ¿Hay alguien que le supere en el conocimiento de los maestros? Por nosotros él ha arriesgado mucho. Se merece otra oportunidad.

El malestar de Mendizábal se acrecentaba tanto como su deseo por conocer el final de la porfía entre los dos hermanos. Anhelaba una solución para intentar salvar el tesoro aparecido en Toledo. Por suerte, las últimas palabras del lionés habían modificado la actitud de Clermont, su defensa tuvo un efecto inmediato.

—No, no puedo negar sus servicios y sus capacidades —razonó el Maestre cerrando los párpados, quizás al revisar todo lo que había logrado el misterioso caballero de Seingalt en el pasado para la masonería—. Y sí, tal vez debamos concederle otra oportunidad. Tengo entendido que está atravesando un mal momento, que su vida es un calvario en estos tiempos, tal vez podamos ayudarle y él intervenir por el bien de nuestra misión. El problema es que, debido a las deudas y pleitos pendientes, no puede salir de París. Las circunstancias no son nada propicias para él y tampoco desea moverse como hacía antes de un lado para otro. Veré qué puedo hacer, porque es cierto, debo reconocerlo —Clermont se dirigió a Adolfo Mendizábal—, para lo que precisáis, él es el mejor, el más hábil para superar lo que resulta casi imposible para el resto de los mortales, los retos más difíciles están a su alcance, ya lo veréis, a pesar de estar en baja forma últimamente. Y, por suerte, ha renunciado al revolcón fácil y al dinero rápido que tanto le motivaron creándole dificultades por todos los sitios que anduvo.

El venerable maestro de Madrid dijo que debía regresar, de inmediato, a su país. Allí aguardaría la solución. El conde de Clermont prometió enviarle al veneciano.

—Se me ocurre un plan —añadió el Gran Maestre— que puede funcionar para que contéis con los servicios de Jacques de Seingalt y que le impida negarse a colaborar. Pues he llegado a la misma conclusión que Willermoz: nunca encontraremos a nadie mejor que él para que resuelva esta misión y es el momento más conveniente para que se vuelque en hacerlo. Le irá bien ese viaje a la ciudad española.