11 de septiembre de 1767
El cardenal Luis Fernández de Córdova estaba molesto porque las obras que debían resolver, como él deseaba y urgía, las limitaciones y estrecheces que tenían desde antaño el archivo y la biblioteca del palacio se demoraban en exceso. Llevaba varias semanas intentando dilucidar los motivos del retraso sin ningún resultado, y comenzaba a considerar que la dignidad que poseía no representaba, de hecho, ningún poder efectivo para hacer realidad todos los deseos que él se había propuesto al recibir el capelo.
Aquel 11 de septiembre era un día señalado para la ciudad y especialmente una jornada destacada para el prelado: se cumplían doce años desde su toma de posesión como arzobispo primado de las Españas. Las celebraciones tendrían lugar hacia el mediodía en la catedral, pero el cardenal se había levantado al filo de la madrugada recordando que una de sus prioridades al alcanzar la silla primada había sido transformar el archivo en un lugar de estudio e investigación histórica de primer orden. Había avanzado bastante en otros objetivos como el de mejorar la disciplina del clero que, en ocasiones, mantenía comportamientos disolutos y escasamente piadosos, también había logrado reformar la gobernación del territorio y moderar la pompa y el fasto de una Iglesia que, muchas veces, se olvidaba de los que sufrían al permanecer y protegerse dentro de una burbuja que llevaba a dar la espalda a las necesidades de los más pobres. Pero en el debe del cardenal aristócrata, ya que también era conocido por su título familiar de conde de Teba, además del fracaso en la ampliación del archivo destacaban los problemas que había tenido con el rey Carlos III. Dos habían sido los motivos de los enfrentamientos con el monarca y de los sinsabores de su relación con él: la expulsión de los jesuitas, con la que no estuvo de acuerdo el arzobispo y que intentó evitar con todas sus energías, y la política regalista del monarca que pretendía reducir las competencias de los dignatarios eclesiásticos.
Sin embargo, aquel 11 de septiembre lo que más desazón provocaba al primado mientras tomaba su frugal desayuno, lo habitual era un trozo de pan untado con aceite y medio vaso de leche servido por dos monjas con una delicadeza que le seguía asombrando, era el desamor con que se atendía todo lo relacionado con el patrimonio del Palacio Arzobispal. Había sido informado recientemente de la desaparición de algunas pinturas, de objetos escultóricos y también de varios manuscritos del propio archivo. Lo que atesoraba esa dependencia era en gran parte inédito tanto para los archiveros como para los estudiosos, debido a que los legajos y documentos se amontonaban en estantes de difícil acceso o en las llamadas ratoneras, conocidas con ese sobrenombre por ser los cuartuchos a los que no se podía acceder al impedirlo la inmensa magnitud de lo que allí se atesoraba con absoluto descontrol.
El palacio contaba con diferentes entradas y se extendía por varias calles del corazón de la vieja ciudad. Tuvo como origen la donación de numerosas viviendas que hizo el rey castellano Alfonso VIII a la Iglesia y, más tarde, fue ampliado sin un criterio arquitectónico uniforme a lo largo de cinco siglos. Era un espacio inmenso, laberíntico, el de mayores dimensiones de la ciudad, y parecía ingobernable. Allí todo funcionaba con una lentitud pasmosa, irritante, en opinión del conde de Teba. Ni siquiera la destitución de los dos canónigos que, con anterioridad, se ocupaban del archivo y la biblioteca había servido para culminar en el tiempo previsto el proyecto de reforma y ampliación de sus instalaciones.
El cardenal hizo llamar a su secretario mientras repasaba algunas cartas después de desayunar. Pretendía indagar algo más sobre la personalidad de Ramón Benavides, miembro del cabildo que llevaba más de un año como guardián y custodio del archivo. Le había sido recomendado, tras la destitución del anterior responsable, como el seguro salvador del centro por personas importantes, y piadosas, de la ciudad.
Rodrigo entró en el despacho con su jovialidad característica. A Luis Fernández de Córdova le agradaba la excelente disposición que tenía su principal asistente para cualquier tarea y su carácter vivaz, hasta el extremo de permitirle un trato cordial y cercano que a todos asombraba.
—¿Has oído, últimamente, algo más sobre el canónigo Benavides?
—En su momento —respondió el sacerdote situado frente a la mesa del prelado—, ya revelé a su eminencia todo lo que me dijeron sobre él: que es afanoso y no rehúye los problemas. Y que existía en esos locales subterráneos una dificultad que los anteriores canónigos no afrontaron, como era la necesidad de excavar en la roca para ampliar las salas y la de reunir a personas de confianza para intervenir en el traslado y catalogar, como es preciso, los fondos. Benavides ha conseguido traer a diez seminaristas que colaboran con él en esa tarea. Eso hay que tenerlo muy en cuenta. Y horadar y extraer las piedras está retrasando las obras, pero ahora se está haciendo, no como antes que había demasiadas excusas y ninguna explicación coherente sobre las dificultades.
El comentario minucioso de Rodrigo hizo reflexionar al cardenal. Tal vez estaba siendo injusto con el archivero y por fin los trabajos avanzaban en serio, aunque con mayor lentitud de la deseada por él debido a las dificultades del terreno. El secretario interrumpió sus pensamientos, hablándole con voz calmosa, para no alterar al prelado.
—Hoy tengo una buena noticia que darle…
—¿Hay acaso una fecha para la finalización?
—No, no me refería ahora, precisamente, al archivo. Quiero hablarle de su sobrina-nieta, la condesa de Montijo…
El primado modificó la expresión sombría que tenía su rostro hasta ese momento. Lo que tuviera relación con su joven pariente, que permanecía bajo su tutoría, le hacía entusiasmarse al instante y su sola presencia, las pocas ocasiones en la que se acercaba hasta la ciudad primada, le hacía apartar como por ensalmo el cansancio de la vejez, o el pesar por los objetivos que se le resistían, aquellos anhelos y conquistas que él sospechaba que jamás llegaría a alcanzar. El conde-cardenal era consciente de que sus días se acababan y de que muchas cosas le estaban vedadas de por vida. Él era tan mortal y limitado como los demás, aunque algunos fieles, y especialmente las monjas de clausura que tanto le querían, pensaran lo contrario. Pero cuando había que hacer algo por María Francisca de Sales Portocarrero y Zúñiga, condesa de Montijo y sexta titular de sus estados, huérfana de padre y cuya madre había ingresado profesa en las Carmelitas Descalzas, se estimulaban todos sus sentidos para lograrlo. María era una joven que, según el parecer del arzobispo, estaba dotada de una inteligencia extraordinaria y poseía una dulzura que le tenía embobado, a él y a cualquiera que tuviera la dicha de conocerla de cerca. Entre sus últimos empeños se situaba el encontrar un centro o institución para que su sobrina tuviera una educación excelente, la mejor, y esperaba desde hacía algunos días noticias sobre ese particular que estaba a punto de desvelarle el joven sacerdote que tenía a su servicio.
—… ya se encuentra atendida, como deseaba su eminencia, en las Salesas de Madrid, el colegio que fundaron nuestros reyes para la educación de muchachas nobles —expresó con aplomo y entusiasmo Rodrigo, consciente de que al cardenal le agradaría la buena nueva—. Allí seguirá sus estudios para ser una perfecta casada o para moverse como una gran dama por el mundo, pues ella, bien lo sabéis, eminencia, es de un carácter algo especial —pronunció las últimas palabras con parsimonia, consciente de que el cardenal comprendería la intención que encerraban.
—Fuerte e independiente, puedes asegurarlo, Rodrigo, que lo sé.
—Sí —reafirmó el sacerdote—, y con demasiados sueños.
—¡Cuándo si no! Bueno, ahora tendrá la mejor formación para que modere las veleidades normales en una jovencita, no debemos preocuparnos por ello.
—Así es. Las monjas venidas de Francia, además de preparar a las alumnas en buenos modales, música y bordados, les enseñan el dominio de varias lenguas vivas, como el italiano y el francés, y también incluyen las lenguas clásicas, tales como el latín y el griego. Además, el cardenal estará informado cada semana de la evolución de la condesa. Y bien, después de esta noticia que no deseaba retrasar para su conocimiento, debo añadir que también sé algo más sobre el archivero.
—Adelante. Podías haber comenzado por ahí cuando te lo pregunté.
El prelado apremió a su colaborador mientras cerraba una de las contraventanas del balcón situado cerca de su mesa. De esa manera, ocultó a Rodrigo la imagen de la catedral que resultaba imponente por su cercanía, a tan solo unos pocos metros, de tal manera que parecía factible acariciar sus muros desde palacio cuando los ventanales del despacho estaban abiertos de par en par. Ese día la luz que les llegaba del exterior era tenue, había amanecido con abundantes nubes en el cielo, aunque no amenazaba lluvia. Por lo tanto, el cielo aseguraba el lucimiento de los actos que realzarían el aniversario del cardenal.
—Uno de los seminaristas que trabaja en el archivo es de mi pueblo, de Talavera de la Reina, y me ha contado con el máximo de los respetos que el canónigo Benavides es algo intransigente, un poco fanático…
El secretario lo afirmó con un gesto aniñado, rehusando mirar fijamente al cardenal, lo que le hacía parecer más joven de lo que realmente era. Acababa de cumplir los veinticinco años. El prelado estaba muy satisfecho con él. Había sido una excelente recomendación la que le hiciera sor Dolores, la religiosa responsable del buen funcionamiento de la intendencia en el palacio, para que le eligiera como persona de confianza.
—¿Y cómo lo manifiesta y lo expresa el canónigo para que tu paisano se atreva a decir tanto del responsable del archivo? Es una acusación grave y debería ese amigo tuyo tener más cuidado con lo que comenta de un superior y ser más prudente. No es muy de fiar alguien tan deslenguado, querido Rodrigo. Y lo que es más importante en este asunto: ¿esa supuesta forma de actuar y pensar del canónigo afecta, de alguna manera, al funcionamiento de las instalaciones? Por ejemplo: ¿es menos diligente por esa causa?
El joven sacerdote observó con admiración al cardenal. Tenía la virtud de fijar las cuestiones con la máxima precisión, de ir a lo fundamental sin perderse en diálogos dispersos. Como aquella ocasión en la que subrayó, nada más conocerle, ya en la primera entrevista que mantuvo con él, que, siendo importante para un cristiano la oración, lo era más atender a sus semejantes, a los débiles, y aunque fueran necesarios para la organización de la estructura eclesial hombres como él mismo e instituciones como la del arzobispado, nunca deberían dejar de lado lo esencial: el amor al prójimo. Y Luis Antonio Fernández de Córdova cumplía a la perfección con esa máxima. Él empleaba la mayor parte de sus rentas, que superaban la cifra de 250.000 ducados anuales, en socorrer a los más necesitados.
Por añadidura, el cardenal tenía un aire bonachón que era reflejo de su propio comportamiento: el de una persona con escasos recovecos para el trato franco. Y, a pesar de que uno de sus defectos era que delegaba poco en los demás, lo que le proporcionaba demasiados disgustos, jamás desatendía a nadie o lo que consideraba importante para la diócesis. Rodrigo le repetía a menudo que para evitarse algunos agobios era imprescindible desviar la atención de las menudencias, de las pequeñas irregularidades, ya que era imposible abarcarlo todo o intentar solucionarlo todo hasta en sus mínimos detalles. Sin embargo, el cardenal había dispuesto que por nada del mundo se le sustrajera información sobre las peticiones o quejas que llegasen a palacio. De esa manera, el trabajo se complicaba, y era de admirar su excelente disposición para escuchar a la gente y tratar sus problemas.
—¿Sabía el cardenal que el archivero es un colaborador de la Inquisición? —planteó el secretario de una forma directa, sin ambages.
—¿Quieres decir, por como lo expresas, que lo hace subrepticiamente y movido por sus propios intereses?
—Yo no lo podría revelar con palabras tan atinadas como las suyas —expuso el sacerdote con admiración y sin dominar la congestión que le subía al rostro.
—Esa es una acusación grave. Porque colaborar, colaborar, todos estamos obligados a hacerlo.
—Pero él lo hace para perseguir a quien considera un enemigo personal, según tengo entendido —señaló Rodrigo—. Y esa labor le ocupa demasiado tiempo, al igual que le resta dedicación al arzobispado el manejo de algunos negocios particulares.
—Bueno, tengo que decirte que no era un secreto para mí que ayuda, de una manera especial, en algunas acciones del Santo Oficio. Lo más llamativo, por el momento, es eso de los negocios. ¿Cuáles son? —preguntó Fernández de Córdova frotándose el entrecejo con los dedos.
—Los propios de cualquier anticuario.
El cardenal levantó los hombros mostrando, de esa manera, la minucia de la acusación contra el archivero.
—¿Me permitís que os exponga lo que ha llegado hasta mis oídos?
El conde de Teba asintió con un movimiento de cabeza a la cuestión planteada por su ayudante.
—Lo embarazoso es que don Ramón Benavides recorre los templos y conventos de la ciudad, y hasta residencias de alcurnia donde ha fallecido el cabeza de familia para engatusar a las viudas, de aquí mismo, en la propia ciudad, y de la provincia, buscando los objetos que le permitan incrementar su bolsa. Y para hacer provechosas adquisiciones se sirve de su posición —insistió Rodrigo con fuerza para convencer a su superior—. Dicen que necesita abundante plata para mantener una torre árabe que adquirió cerca del pueblo de Casasbuenas donde se acumulan los tesoros que él guarda para sí mismo y que va consiguiendo con sus artes.
Para sobreponerse al disgusto que le acababa de originar lo que le había contado Rodrigo, el cardenal tuvo que recostar su corpachón en el respaldo del sillón.
Si había algo que irritaba especialmente a Luis Fernández de Córdova era el tibio comportamiento cristiano de un miembro del clero, el mal ejemplo que daban algunos de los integrantes de la Iglesia, pues afirmaba que allí dentro también residía el mal y se hacía más daño al buen nombre desde el interior de la Iglesia que con los ataques que llegaban desde fuera de su seno. Los hipócritas y falsos eran los verdaderos herejes, le escuchó Rodrigo decir en una ocasión. Al prelado le resultaba muy difícil meter en vereda a los canónigos, ni siquiera lo pudo hacer el cardenal Cisneros en su tiempo, a pesar de intentarlo con toda su sabiduría y poderío.
Rodrigo aguardaba en silencio la reacción del conde de Teba. Por fin, pasados algunos segundos, don Luis se incorporó de su asiento con gesto cansino y preocupado. Una sombra disipaba la viveza de sus ojos azules. Abrió la contraventana y contempló la torre de la catedral, simbólicamente coronada por unas formas que asemejaban las espinas que llevó clavadas en sus sienes Jesucristo durante la pasión. El templo aparecía majestuoso bañado al fin por el sol matutino. En sus naves, dentro de pocas horas, tendría lugar una brillante ceremonia para conmemorar la llegada al arzobispado de Fernández de Córdova.
Al cardenal le reanimaba siempre la visión del edificio gótico y solía posar también su mirada en el tímpano de la portada principal, para detenerse en la imagen de la Virgen María imponiendo la casulla a san Ildefonso, un medio relieve enclavado en el centro del arco que sujetaba el parteluz con la imagen del Salvador. Al mediodía, él y su séquito iban a acceder por esa puerta llamada del Perdón, situada a los pies del templo y abiertas de par en par las monumentales hojas de siete metros, para encarar la nave central y comenzar las celebraciones del día.
Sin dejar de contemplar la catedral, habló a su secretario con un sonido algo más grave de lo que era habitual en él.
—Rodrigo, ¿hay alguna otra razón para explicar el retraso en la ampliación del archivo?
El sacerdote consideró llegado el momento de explayarse en las explicaciones. Una vez más, el prelado había afinado en la observación.
—El canónigo detuvo las obras durante bastantes semanas, y lo hizo porque, al parecer, descubrieron en una profunda galería una especie de caja secreta. A raíz de ese hallazgo no permitió a nadie que entrara al lugar e interrumpió los trabajos.
—Pueden ser habladurías, ¿no crees? Su obligación hubiera sido informar de un descubrimiento de esa importancia. Y me extraña la existencia de una caja secreta sin que yo supiera algo sobre el particular. En ninguno de los despachos suyos que he recibido se me informó de algo de ese tenor.
—Mi paisano, el seminarista de Talavera, me dijo que él vio unos cofres cuando se produjo un derrumbe y apareció la galería, pero puede que el muchacho se confunda. Es cierto que el volumen de papeles en esos sótanos es innumerable…
—No podemos fiarnos de murmuraciones —subrayó el cardenal acomodándose otra vez frente a la mesa de su despacho.
—Él afirma que llegó a ver un arcón con extraños documentos…
—¿Extraños? —sondeó el prelado incómodo por la imprecisión con la que se expresaba su colaborador más cercano.
—Bueno, es lo que me dijo, siento carecer de más información. Intentaré hablar de nuevo con él para analizar lo que sabe.
Luis Fernández de Córdova movió levemente de un lado a otro la cabeza y frotó sus manos. Comenzaba a inquietarse.
—¡Qué sabrá ese seminarista paisano tuyo! —exclamó con su acento más andaluz, algo que le brotaba en contadas ocasiones y siempre en círculos de confianza o familiares—. Si es imposible conocer todo lo que allí se ha ido guardando y los vericuetos de sus salas. Por esa razón, hay que finalizar la ampliación y la reforma de las instalaciones, para catalogar debidamente sus fondos y crear un espacio más diáfano.
—Lo cierto, eminencia, es que el canónigo no permite la entrada al pasadizo donde se encontraron los arcones —insistió el joven clérigo.
—Convocaremos a Ramón Benavides para aclarar este asunto. —Golpeó sus piernas con decisión y luego se levantó del sillón—. Ahora, Rodrigo, preparémonos para una jornada que espero sea inolvidable. Por cierto, ¿enviaste la invitación a don Adolfo Mendizábal? Tengo afecto por ese masón, el último del reino, tal y como están las cosas ahora para ellos. Él es un verdadero creyente, de los más fervorosos.
Rodrigo Nodal, secretario del arzobispo-primado de las Españas, confirmó con un gesto de la cabeza haber enviado la invitación al señor Mendizábal para que asistiese a las celebraciones del 11 de septiembre, y al ágape que tendría lugar en Palacio. No podían faltar en aquella importante jornada las personas a las que el cardenal tenía en gran estima, entre ellas la joven condesa de Montijo.
Subieron juntos hacia las habitaciones privadas del cardenal.
En el angosto pasillo de la planta alta se encontraron con sor Dolores, pariente lejana de Rodrigo, acompañada por otras dos religiosas que cubrían sus cabezas con amplias y relucientes tocas almidonadas. Después de hacer una reverencia al purpurado, la superiora acarició en la espalda a su sobrino.
Don Luis Fernández de Córdova entró en sus aposentos acompañado por las tres monjas. Se había hecho algo tarde y debía prepararse con rapidez para la festividad. El secretario se marchó deprisa hacia su cuarto situado a mucha distancia, en la planta baja del intrincado edificio, para prepararse, a su vez, para las celebraciones del día y atender a los invitados preferentes que comenzarían a llegar en pocos minutos.