Mayo de 1945
Las débiles luces de la mañana resaltaban los efectos del devastador incendio en el palacete. A pesar de todos los desastres que había presenciado en los últimos meses de campaña bélica, el capitán Nikolái Punin observó con asombro el vetusto edificio ennegrecido y sintió la misma tristeza que si le hubieran arrebatado algo propio, como si tuviera alguna clase de vínculo con aquel lugar perdido entre la espesura de un bosque. El militar permaneció un buen rato inmóvil, en la orilla de un pequeño lago rodeado de parterres con abundantes flores. Imaginó que el interior de la mansión, situada a menos de quinientos metros, estaría completamente destrozado al revisar las secuelas que habían dejado las llamas en los muros de piedra, de cuyos contornos, pulidos o rugosos, habían desaparecido borradas por el humo las hilachas del pasado.
Tan solo unas horas antes, la ira de los checoslovacos se había desbordado contra la residencia que durante casi un lustro encarnó el símbolo de la brutalidad nazi. Allí, los jerarcas alemanes habían celebrado rutilantes festejos: los fuegos de artificio se contemplaban desde varios kilómetros a la redonda mientras que en los sótanos se torturaba con saña.
El entusiasmo que suscitó la caída de un régimen que había sojuzgado sin piedad a las gentes de Bohemia se mezcló, de súbito, con la rabia acumulada a lo largo de varios años de sufrimiento. La furia de la población solo pudo apaciguarse con una desmedida dosis de vandalismo. Las llamas purificadoras calmaron muchas heridas y, al mismo tiempo, disimularon las desvergüenzas de aquellos que habían asistido impávidos, y en silencio, sin pronunciarse jamás para oponerse a la ocupación de los nazis, ni denunciar los crímenes que cometían contra sus vecinos y familiares.
El capitán del Ejército soviético, Nikolái Punin, llamó a uno de sus hombres que descansaba, ajeno al desastre provocado por el fuego, en la cabina del vehículo todoterreno con el que se habían trasladado hasta aquel apartado bosque. Resultaba difícil dormir en un transporte desvencijado, con múltiples holladuras de proyectiles en su carcasa, con el que habían logrado resistir toda clase de ataques del enemigo y recorrer media Europa por caminos que parecían imposibles de transitar. Al sargento Vasíliev no parecía molestarle la incomodidad de los asientos en los que apenas quedaban restos del tapizado original. Él, como todos los hombres de la unidad a la que pertenecía, estaba exhausto y anhelaba regresar cuanto antes a su aldea natal, cerca de Moscú, mucho más ahora que los acontecimientos parecían precipitarse y el final de la terrible contienda se acercaba a marchas agigantadas.
Al escuchar las voces de su capitán, Vasíliev abrió levemente los párpados y contempló, a través del parabrisas agrietado, la espesa humareda que aún surgía por algunos huecos de los pisos superiores de la imponente mansión. Vio que Punin, junto al lago, le hacía señas con insistencia para que se acercase. Intentó hacerse el remolón. «¡Qué mosca le habrá picado!», fue lo que susurró entre dientes al percibir, algo alterado, a su superior.
Mientras se protegía con ropa de abrigo hecha unos harapos y descendía con desgana del transporte blindado, pensó en lo absurdo de la misión que les había llevado hasta allí. Después del sufrimiento que habían soportado, de las tragedias que habían vivido, tenían que preocuparse del estado de un palacete donde, seguramente, los nazis habían cometido toda clase de tropelías contra las gentes de la comarca. ¡Qué les importaba a ellos la destrucción de un edificio cuando todo a su alrededor era un completo caos…!
«Han hecho bien arrasando una de las residencias que requisaron los alemanes al comenzar esta guerra», murmuró en voz baja Vasíliev.
El sargento escupió en el suelo mientras recordaba el desagrado que le produjo desviarse la noche anterior del trayecto que tenían asignado, para intentar salvar un palacio en Duchcov una vez que ya habían cruzado la frontera alemana. A él no le extrañó la decisión porque conocía las extravagantes aficiones de su capitán, un militar algo pintoresco en sus gustos y con una devoción casi enfermiza por el arte y cosas similares. Tenía muy presente lo sucedido en Breslau, en territorio polaco. No lo olvidaría jamás. Aquello fue terrible, estuvieron a punto de morir todos bajo el bombardeo de su propia aviación porque Punin decidió proteger el museo municipal, hasta estar seguro de que los pilotos rusos habían recibido los mensajes enviados al mando para que afinasen la puntería. ¡Estúpido! ¡Solo se le ocurre a un niñato algo tan absurdo! Todavía se preguntaba hasta dónde estaba dispuesto a sacrificarse para salvar las pinturas que custodiaba aquel museo, en el supuesto de que las bombas hubieran comenzado a caer cerca de ellos. Su capitán era un tipo incomprensible para él; sí, un tipo raro, capaz de pelear y arriesgarse por cosas que no merecían la pena, pero con una capacidad asombrosa para convencer a los jefes de asuntos peregrinos y arrastrar a sus hombres en operaciones descabelladas como la de aquella jornada. Si por él fuera, pensó Vasíliev, el capitán sería relevado del frente y trasladado a otras funciones, a pesar de que ya estaba habituado a sus manías, porque era el momento de concentrar todos los esfuerzos en machacar a los nazis, algo que tenía a su alcance el Ejército Rojo después de tantos años de sacrificio y de muertes sinnúmero.
La pasada noche cuando oyeron por radio que un palacete era asaltado por civiles enfurecidos, a Nikolái Punin se le activaron sus enfermizas neuronas, las responsables al parecer de su devoción por la arquitectura y asuntos de esa índole, y trasladó parte de la compañía hasta Duchcov con la intención de poner freno a las masas, después de convencer a los superiores de la importancia que tenía aquella extraña misión de salvamento. Llegaron tarde, como era previsible, debido a la enorme distancia en la que se encontraban cuando recibieron las primeras noticias del asalto.
Casi al alba, al aproximarse al palacio, se dieron cuenta de la inutilidad de su esfuerzo. Las llamaradas eran impresionantes.
* * *
—Es horrible lo que han hecho… —fueron las primeras palabras pronunciadas por Punin cuando el sargento llegó a su lado, casi arrastrando los pies y con evidentes muestras de agotamiento por la falta de descanso.
Vasíliev asintió con un perezoso movimiento de la cabeza; sopesó lo absurdo de llevar la contraria a su capitán. En aquellos instantes, el suboficial soñaba con un camastro para derrumbarse encima de él y todo lo demás apenas le inquietaba. Ni siquiera la salmodia de Punin iba a modificar su opinión sobre aquella aventura sin sentido ni justificación.
Bordearon juntos el lago en cuya superficie rebotaban los primeros rayos del sol y resplandecían con la intensa luz hermosas variedades de nenúfares que harían las delicias de cualquier aficionado a la vegetación lacustre. La primavera se expandía con fuerza en los amplios y numerosos macizos de flores y en las arboledas del complejo de Valdstejn, cuyo nombre debía a uno de los duques más influyentes de la Europa central del siglo XVII, como le explicó el capitán a Vasíliev durante el trayecto que hicieron hasta aquel paraje, ajeno al poco interés que tenía el subordinado por aquellas historias.
Al acercarse al edificio comprobaron que apenas salía humo por los ventanales. Seguramente, los rescoldos del fuego se iban consumiendo.
Los dos militares se encaminaron hacia el arranque de las escalinatas. El primer tramo les condujo a unas amplias terrazas desde donde divisaron una impresionante panoámica del entorno por el que se extendían espesas arboledas. En el mismo pórtico de entrada aguardaba el cabo Zanudin junto a dos paisanos que daban la impresión de estar algo inquietos, tenían un aspecto sombrío en sus ajados rostros y a buen seguro desconfiaban de la presencia de los soldados rusos.
Tras saludar militarmente a sus superiores, el cabo informó de la situación. Él había sido el encargado de dirigir la avanzadilla que envió el capitán para contener a los incendiarios:
—Señor, como le advertí por radio, al llegar aquí no me encontré con nadie. Vimos, eso sí, por el camino, algunas personas que regresaban hacia sus casas, iban cargadas con objetos que, sin duda, habían sustraído del palacio. Tal y como me ordenó, no me entretuve en detenerlas o en cualquier otra acción contra los saqueadores. Cuando llegamos, poco se podía hacer, el fuego estaba tan avanzado que nos fue imposible controlarlo, ni siquiera fuimos capaces de entrar. Hace poco revisamos el interior y apenas queda nada a salvo.
—Y estos hombres, ¿quiénes son? —interrumpió Vasíliev mientras miraba de reojo a su joven capitán que frotaba nervioso las manos en el quicio de entrada. Hacia allí se había ido desplazando para examinar el vestíbulo sin atender apenas a las explicaciones que había expuesto el cabo con bastante precisión.
—Llegaron hace un rato para comprobar lo que había ocurrido, entienden algo el ruso —respondió Zanudin—. Ellos no participaron en el asalto; antes de la ocupación nazi eran los responsables de las caballerizas y con los alemanes hicieron idénticas labores. Creo que temen algún tipo de represalias por nuestra parte y están dispuestos a congraciarse con nosotros, quieren ayudarnos en lo que haga falta, así me lo han dicho.
—Bien, no nos corresponde a nosotros examinar sus conductas. ¡Acompañadnos! —ordenó el sargento a los empleados. Y muy en su cometido, recuperado de la modorra, prosiguió con idéntico vigor—: Zanudin, tú te quedas aquí por si se acerca alguien más. Y no dejes pasar a nadie mientras inspeccionamos el interior.
Una vez dentro del edificio, recibieron una fuerte impresión. El espectáculo era desolador, apenas se podía respirar con normalidad porque la atmósfera estaba cargada de vapores espesos y aún se apreciaban rescoldos de fuego y pequeñas brasas en algunos rincones.
Los empleados del complejo iban retirando los restos desperdigados de los muebles, muchos de ellos rotos o casi reducidos a escombros, para facilitar el deambular de los militares por las estancias. Los cristales de las ventanas habían estallado en miles de pedazos, los cortinajes estaban quemados o habían sido arrojados por los suelos, los cuadros tenían las telas destrozadas y astillados sus marcos, los frescos de los techos habían sido dañados por el hollín, las puertas de maderas tropicales aparecían despedazadas, las cubiertas de las techumbres daban la impresión de estar a punto de derrumbarse y había incontables objetos esparcidos por todas partes. Eran las huellas visibles de la barbarie, del caos.
El resultado era más grave en la planta superior, allí apenas se distinguía el mobiliario y los utensilios que adornaron, en su día, la residencia palaciega, debido al intenso trajín al que habían sido sometidos por los asaltantes. Quedaban por los rincones restos de lo que debieron de ser lámparas, relojes o extraordinarios muebles. Las telas a medio quemar que habían caído al suelo impedían desplazarse con normalidad por las diferentes salas.
—¿Quiere que vayamos a la biblioteca, señor, tal vez se haya salvado algo? —propuso uno de los improvisados guías.
A Nikolái Punin se le abrieron los ojos de par en par. Estaba impresionado por las secuelas que habían dejado el despojo y el incendio posterior, pero aquello sonaba esperanzador y fue confirmado por el individuo que se ofrecía a acompañarles:
—Muchos aseguran que era la mejor de Bohemia —resaltó el empleado, un hombre mayor que debía de rondar los setenta años, con abundante pelo encanecido y un aire servicial que probablemente tenía consagrado en sus entrañas desde la tierna infancia.
Ascendieron por una escalera de mármol repleta de cascotes y deshechos que el sargento con sus botas y los civiles con las manos iban retirando para facilitar el desplazamiento del capitán. Llegaron a una amplísima estancia donde el resplandor del sol que accedía libremente a través de diez inmensos ventanales casi cegaba imposibilitando, en un primer instante, contemplar el lugar y lo que contenía.
El ensueño que con anterioridad había estimulado el sirviente resultó fugaz. Tardaron unos segundos en adaptarse a la imponente luz y comprobar que la visión de lo que les rodeaba resultaba penosa. Casi todo estaba carbonizado. Muchas estanterías habían cedido con el fuego y los libros, muy dañados, retorcidas sus hojas, se hallaban desparramados por la oscura tarima. La inmensa biblioteca era una completa ruina. Resultaba extraño que allí, en aquel rincón alejado de Bohemia, se hubiera acumulado tal cantidad de ejemplares. Punin calculó, por encima, que debió de tener entre cuarenta y cuarenta y cinco mil volúmenes. Revisando los lomos, aquellos pocos que conservaban grabados los títulos y los nombres de sus autores, comprendió la importancia de lo que se había logrado reunir en la biblioteca del palacio a lo largo del tiempo. Incluso había restos de pergaminos, vitelas con páginas iluminadas a mano, y lo que parecían ediciones valiosas. Pero en muchos casos solo quedaban partículas irreconocibles de lo que debió de constituir un inmenso tesoro bibliográfico.
Punin, educado con esmero por sus progenitores —su padre era un pintor de renombre en Moscú, y su madre una excelente poetisa—, sintió una punzada en el corazón, le faltaba el aire al contemplar el daño que había producido la irritación de las gentes vecinas al palacio. Le dolía que algo tan demencial pudiera acontecer, ni siquiera resultaba aceptable en las circunstancias que rodeaban el suceso y que justificaría el desahogo de las gentes tras años de soportar tanta humillación y violencia por parte de los alemanes. La sensibilidad del capitán le hacía rechazar, con contundencia, aquella clase de actos.
La voz del otro empleado, el más joven, le sacó de sus reflexiones.
—Allí, al fondo de la sala, existía un cuarto de lectura reservada, solo se podía entrar para revisar los libros y manuscritos con autorización expresa de la bibliotecaria. El fuego, como puede comprobar, ha hecho estallar las cerraduras y ahora podemos mirar lo que hay dentro.
Se refería el hombre a una pequeña habitación anexa a la gran biblioteca, que contaba con dos ventanucos y donde la mitad de sus aproximadamente ochenta metros cuadrados de superficie estaba ocupada por aparadores que también habían sido, en gran parte, pasto de las llamas. Sin embargo, la sólida madera de los muebles había impedido la destrucción completa de lo que protegían.
Nikolái fue retirando los cajones y contempló horrorizado lo poco que se podía apreciar de grabados antiguos, mapas o, incluso, dibujos de época renacentista, de acuerdo con la datación que él mismo estableció en un somero análisis. La mayoría de los libros se habían transformado en material carbonizado por las elevadas temperaturas que soportaron durante el incendio y al intentar moverlos, sacándolos de sus compartimentos, se deshacían en minúsculas pavesas que se elevaban por la habitación en un vaivén que certificaba aún más el desastre para asombro de los presentes. Vasíliev parecía ajeno a la exploración del capitán y merodeaba por los lugares más recónditos en busca de algo de valor. Los servidores de palacio permanecían al lado del oficial ruso, a la espera de que les solicitase su ayuda. La luz era tan escasa que resultaba factible recibir una impresión equivocada del estado del mobiliario que había dentro de la sala.
A Punin le llamó la atención un mueble que daba la impresión de haber resistido mejor las llamas y supuso que aún podían recuperar algún ejemplar valioso. Era un aparador de casi dos metros de ancho, con dos puertas y seis cajones. Le desalentó el hecho de que al intentar abrirlo las puertas se derrumbasen por el suelo, casi sin llegar a tocarlas con las manos. Otro tanto ocurrió con los cajones, transformados en polvillo negro al desplazarlos de su sitio. La decepción fue en aumento porque en el interior se acumulaban papeles chamuscados y pergaminos bastante deteriorados. No obstante, decidió trasladarlos con sumo cuidado a la sala principal de la biblioteca sin permitir que nadie le ayudase en esa tarea, pues temía que el trasiego los dañase aún más de no realizarse con precaución. Sus tres acompañantes le miraban asombrados ante el esfuerzo que hacía para intentar rescatar lo que podría considerarse, a primera vista, como briznas de carbón inservibles.
Lentamente, fue depositando láminas negruzcas encima de una mesa de mármol verde mientras las sujetaba con trozos de libros muy dañados que recogía del suelo; para esta última tarea solicitó la colaboración de los checoslovacos. Cuando terminó de colocar lo que consideraba interesante para ser analizado, lo fue observando con detenimiento y la máxima concentración. Había restos de dibujos y unos sencillos cuadernos cosidos a mano con la mayor parte de las hojas abrasadas. Sin embargo, a pesar de las dificultades para comprobar lo que contenían, concluyó que era un material digno de estudio.
—Has mencionado a una bibliotecaria. ¿Sabes cómo encontrarla? Me gustaría hablar con ella —dijo al empleado más joven.
—Por supuesto señor, sé donde se encuentra. ¿Desea que vaya a buscarla? Vive muy cerca de aquí, a unos cinco minutos, en una casa que pertenece al complejo. Estará muy asustada con lo que ha ocurrido y temerosa por salir, pero a mí me aprecia mucho y no creo que desconfíe. Es una mujer muy agradable, ya lo verá.
—De acuerdo —dijo Punin animoso—, ¡y rápido!
Nada más salir el checoslovaco, el capitán se dirigió a Vasíliev:
—Tú vete con este otro hombre a localizar unas cajas en buen estado, o algo que nos sirva para intentar guardar algunos papeles, bueno…, lo poco que queda de ellos. —Mientras pronunciaba esas palabras fue acariciando con la yema de los dedos la superficie de un cuaderno y contempló horrorizado cómo se desintegraban las tapas. Sus ojos azulados enrojecían debido a la espesa atmósfera cargada de hollín y a la emoción por lo que estaba presenciando.
—¿Tienen algún valor estas cenizas? —preguntó Vasíliev con fastidio y frotando su estómago vacío.
—Todavía no lo sé, espero que la bibliotecaria nos aporte algo de luz sobre esa cuestión. Ella debe tener una idea precisa de cómo llegaron a este lugar y lo que significan exactamente —Punin respiró profundamente, con gesto preocupado—, pero de lo que no cabe duda es de que son antiguos y supongo que pocas personas los han visto con anterioridad…
Una vez que se quedó solo y, mientras aguardaba el regreso de sus hombres y la llegada de la encargada que pudiera ayudarle a conocer la verdadera dimensión de los fondos bibliográficos, el oficial ruso revisó con detenimiento los pequeños fragmentos de los pliegos y rollos que no habían sido quemados por completo. Consideraba que merecía la pena intentar recuperarlos, aunque solo quedaran unos residuos.
En un primer momento, las imágenes dibujadas en los papeles ahuesados le hicieron pensar que se trataba de diseños que habían salido de la mano del propio Leonardo da Vinci, puesto que tenían las trazas del genial artista y reproducían progresos técnicos similares a los suyos. Luego, comprobaría que eran mucho más avanzados.
No había ninguna duda de que se trataba de estudios y bosquejos fruto de un visionario porque representaban avances de carácter técnico con un lenguaje y con unos códigos comprensibles para muy pocas personas. Punin supuso que reproducían diseños de edificaciones audaces como puentes y grandes bóvedas, sistemas para girar hélices, bocetos de armamento y hasta una maquinaria accionada con manivela para disparar simultáneamente numerosas balas, una primitiva ametralladora. Encontró también los planos de objetos sorprendentes, tales como dispositivos voladores de distinta tipología, audaces en su concepción, extraños relojes astronómicos y, sin duda, lo que más le llamó la atención: autómatas de diferentes tamaños y morfología. Lo último le enrabietó mucho más porque solo quedaban pequeños trozos del cartapacio donde se hallaban los esquemas de las figuras mecánicas con la supuesta explicación de su funcionamiento, insuficiente acaso para intentar comprender lo que suponían como progreso tecnológico ni, por supuesto, llegar a reproducirlos, a pesar de que los retazos existentes eran de una minuciosidad técnica maravillosa. Esa carencia de información era casi idéntica para el resto de los inventos. Difícilmente podría restaurarse el conjunto de algún manuscrito con las suficientes garantías.
Le resultó muy extraño lo que vio anotado en la funda de cartón en uno de los cuadernos: «Toledo 1575». Tenía referencias de esa ciudad por los grabados que había visto en su casa de Moscú, en ellos se distinguía un urbanismo casi oriental con edificios de delicada decoración en estuco, y sabía que fue capital del reino de España con el emperador Carlos V y con su hijo Felipe II. Pero, a todas luces, resultaba inimaginable que en aquel tiempo alguien hubiera llegado tan lejos en el desarrollo tecnológico.
El capitán se desplazó, a continuación, hacia una esquina de la imponente mesa de mármol donde había depositado con la delicadeza de un cirujano varios manuscritos, trasladados hasta allí desde el cuarto privado. En uno de los cuadernos se perfilaban construcciones fruto de la imaginación, de mucha fantasía y con formas nunca probadas que, seguramente, jamás llegaría a realizar el ser humano; sin embargo, parecían reales, posibles, tal y como estaban proyectadas.
Al hojear las partes menos dañadas de otro manuscrito comprobó que reproducían complicados sistemas constructivos a partir de la figura de un cubo. Halló otro libro con extrañas figuras geométricas entrelazadas que constituían el único argumento en la mayoría de sus páginas. En la tapa de este tomo pudo apreciar un nombre: «Llull».
Nikolái Punin estaba aturdido ante lo que presenciaba, impotente para resolver la situación, mientras se hacía numerosas preguntas a las que no lograba responder. Entre tanto, a la espera de que llegase la bibliotecaria, desvió su mirada hacia el exterior y apareció ante sus ojos el inmenso parque, de estilo inglés, que se extendía sin límites. Era de una belleza deslumbrante, inundado por la luz de una mañana completamente soleada. La armonía de la naturaleza que contemplaba gozoso le hizo arrinconar, por unos instantes, la locura, crueldad y tragedia que había presenciado en los dos últimos años desde que iniciara su bautismo de fuego en la lucha titánica que supuso el cerco a Stalingrado en el terrible invierno de 1942. Nunca imaginó hasta dónde podía alcanzar la brutalidad de la guerra. Para sobrevivir a tanto horror se refugiaba en sus recuerdos como profesor ayudante de Arte, en el deseo por regresar a las aulas donde se dedicaban a descubrir y analizar las propuestas más hermosas fruto de la creación del ser humano.
Le resultaba casi imposible comprender el desvarío que había llevado a algunos a destrozar en aquella residencia palaciega todo lo que encontraron a su paso, sin medir las consecuencias. Frotó sus sienes y recapacitó en la suerte de los que tuvieron la oportunidad, a veces inmerecida como los nazis, de acomodarse en aquella biblioteca, con el magnífico jardín a sus pies, para disfrutar del conocimiento de mentes geniales, cuyo legado se conservó intacto en el palacio hasta la noche anterior, la noche de su casi completa destrucción.
¿Cuál era la historia que rodeaba a aquellos documentos? ¿Cómo era posible que se conservaran allí una serie de manuscritos que provenían de un país lejano, de España al parecer, y con casi cuatro siglos de antigüedad? ¿Qué relación tuvieron los dueños de aquella residencia con los hombres geniales que atisbaron unos avances tecnológicos de tamaña dimensión y audacia? Las preguntas se amontonaban en su mente llegando, por momentos, a inquietarle. Deseaba obtener las respuestas y, sobre todo, intentar rescatar lo que pudiera de aquel santuario para que fuese analizado por expertos. La mayor dificultad estribaba en el hecho de que tenía órdenes precisas de adentrarse en territorio alemán aquel mismo día y nadie, salvo él mismo, sería capaz de medir la importancia de lo que existía en la biblioteca y sacrificarse por su reconstrucción. A sus superiores apenas les importaría un montón de escombros y papeles carbonizados si ello suponía un retraso en las operaciones militares. Era consciente de que no aceptarían más demoras, salvo que estuvieran justificadas.
Pero algo tenía que hacer, no estaba dispuesto a dejar allí abandonados aquellos manuscritos, a pesar de ser en gran parte irrecuperables. Deseaba conocer por qué fueron ocultados en un palacete de Bohemia. Aquella historia le atraía más que cualquier misión del Ejército Rojo al que pertenecía…