Prólogo

EL PRESENTE LIBRO es el primero de una trilogía que versará sobre la República en guerra y el contexto internacional. Aparece en un año en el que se conmemoran tres aniversarios: el LXXV del advenimiento de la República, el LXX del estallido de la guerra civil y el L del fallecimiento del Dr. Juan Negrín, uno de sus más eficaces ministros de Hacienda y tenaz presidente del consejo durante casi dos de los cerca de tres años que duró el conflicto. Sobre el hilo que une a tales conmemoraciones inciden los acontecimientos que se analizan en este trabajo: el abandono al que las potencias democráticas condenaron a la República y los orígenes del viraje que, en consecuencia, ésta se vio obligada a dar hacia la Unión Soviética. Se trata de uno de los episodios más controvertidos y más mixtificados de toda la contienda, si no el que más. Me siento obligado a presentar en 2006 un primer resultado de investigaciones largo tiempo emprendidas ya que también tuve algo que ver en la conmemoración del L aniversario, gracias en particular a la generosa invitación del añorado profesor Manuel Tuñón de Lara y con compañeros del calibre de los profesores Julio Aróstegui, Josep M. Bricall y Gabriel Cardona. O con la redacción del texto, en otro grupo de destacados historiadores, que sirvió de base al programa de TVE, «España en guerra», en mi opinión el mejor que nunca se haya hecho para este medio y que se emitió en el bienio 1986-1987. Se encuentra en muy avanzado estado de elaboración un segundo tomo que espero salga a la luz con ocasión del LXX aniversario de los «hechos de mayo», uno de los giros esenciales de la evolución política republicana durante la guerra civil. Son los dos primeros componentes de un estudio centrado en las limitaciones que el contexto internacional impuso a la República frente al continuado apoyo del Eje al bando vencedor. Tales limitaciones encorsetaron a los Gobiernos republicanos en un círculo vicioso. Su única posibilidad si no de romperlo al menos de contener sus letales efectos la constituyó el apoyo soviético. Dicho enfoque es central para entender la evolución del conflicto y para comprender las pasiones que todavía despierta en ciertos círculos, tanto en España como en el extranjero.

Hoy la guerra civil es historia y, para al menos dos de las generaciones que conviven en suelo español, historia casi antigua, «la de los abuelitos». La España de nuestros días no es ni remotamente comparable a la que se vio desgarrada en un conflicto que duró tanto como la mitad de la segunda guerra mundial. Se trata, además, de una historia bien estudiada. Tras la muerte del general Franco, varias promociones de historiadores españoles —amén de una amplia panoplia de extranjeros, renovada sin solución de continuidad— [1] la han desarrollado con gran acopio de fuentes documentales y con extremada dedicación a sus vertientes militares, políticas, sociales, económicas, represivas e internacionales. Todos teníamos que derribar intelectualmente una construcción importante. El régimen franquista fundamentó su legitimidad en su victoria, «contra el comunismo», a lo largo de una sangrienta «cruzada» y tuvo tiempo, casi cuarenta años, para elaborar todo tipo de justificaciones. Pero esa legitimidad nunca le fue suficiente. Necesitaba tratamientos más sofisticados que pormenorizasen en detalle las características del enemigo aplastado. Las más importantes fueron tres: i)En primer lugar, su perversidad intrínseca ya que el conglomerado de fuerzas vencidas (socialistas, anarquistas, comunistas, masones o simplemente republicanas) constituía la «anti-España»; ii) esta «anti-España» fue presa de una gran envolée revolucionaria, cuidadosamente preparada, que negó el pan y la sal, y con frecuencia la vida misma, a los elementos de orden, patrióticos, conservadores y de derechas; iii) para colmo, gran parte de las fuerzas políticas y sociales que la integraban fueron manipuladas por Moscú en el marco de una agresión destinada nada menos que a erradicar violentamente de la PATRIA la civilización cristiana y occidental y penetrar en Europa occidental por un flanco débil.

El movimiento «salvador» que recurrió a las armas en julio de 1936: a) surgió como medida desesperada para salvar a una España a punto de despeñarse por un ominoso precipicio y b) conjuntó tras de sí a todos quienes, en un momento, se atrevieron a decir «no» a los dictados comunistas. De ello se desprendía que: 1) el régimen republicano adolecía de una ilegitimidad de origen en julio de 1936; 2) incluso aunque su legitimidad no hubiera desaparecido del todo, la que quedaba fue arrasada por una revolución comunista. Se trata de una interpretación coherente, cerrada en sí misma y que pone el acento en las izquierdas como responsables del proceso que condujo a la guerra civil.

Tales fundamentaciones hubieron de batirse en retirada en los años setenta y ochenta del último siglo. La historia que escriben los historiadores es siempre un diálogo entre el presente y el pasado, como han recordado autores tan diversos como el gran novelista norteamericano E. L. Doctorow y nuestro incomparable Antonio Machado. El presente, en aquella época, venía marcado por una transición política de profundo calado en la que la sociedad española reanudaba ciertas reformas republicanas: la reconciliación de las diferentes fuerzas políticas y sociales en un régimen democrático, la aprobación de una Constitución de nuevo cuño, la desconfesionalización, la creación de las autonomías, el desarrollo de un modesto Estado de bienestar, el desmantelamiento del poder político de las fuerzas armadas y su subordinación al poder civil, amplias reformas educativas y, no en último término, sociales como el aborto, el divorcio y la consagración jurídica e institucional de la igualdad de género. Por lo demás, el oprobio y la vergüenza que en una gran franja de españoles despertaba el régimen franquista estaban demasiado próximos como para que no fuese fácil rescatar sus pretendidos logros históricos y continuar edificando monumentos intelectuales a su gloria. Sólo desde las más irreductibles cotas de la extrema derecha se intentó tal labor.

En los últimos años las reconstrucciones e interpretaciones basadas en el trabajo paciente de varias promociones de historiadores postfranquistas han sido objeto de burlas y ataques, vehiculados por ciertos medios de comunicación. Quizá sea un resultado del proceso histórico reciente. La Unión Soviética se ha desplomado. La guerra fría ha pasado a la historia. Los buenos la han (la hemos) ganado. En España no tardó en comenzar la revisión de la revisión. Ya lo dijo Gerald Johnson: nada cambia tan rápidamente como el pasado. Las necesidades del presente modifican las percepciones. Sobre todo, cuando éstas se utilizan como asideros para escribir una «historia» ideologizada, maniquea y politizada en extremo. El franquismo habría sido una dictadura desarrollista. La República habría sido un régimen demasiado sensible a los acosos de la extrema izquierda. La guerra civil no habría sido sino el producto inevitable de un descenso a los infiernos, liderado por comunistas y socialistas bolchevizados, en el que sólo los primeros disponían de un plan estratégicamente coherente que les llevó a ocultar sus designios últimos de creación de una «democracia popular» avant la lettre de impronta soviética o sovietizante. Nada de ello es nuevo: se situó férreamente en la línea de las más viejas construcciones franquistas y, en gran parte, en el enfoque del ya desaparecido Burnett Bolloten, quien dedicó su vida entera al estudio obsesivo de los efectos de la artera mano de Moscú sobre la lejana España.

Se trata de un enfoque que ha proseguido impertérrito, amparado en una extensa cobertura publicística, tanto en España como en el extranjero (si bien en éste es minoritaria). Han logrado cierta penetración en algunos sectores de la población española tesis como que los militares se sublevaron en un golpe preventivo para evitar que España se deslizara hacia la revolución (en versiones anteriores, para adelantarse a un asalto comunista, pero esto dejó de enfatizarse porque los documentos «probatorios» se demostró que eran burdas falsificaciones); o que, de todas maneras, la República cayó en las sangrientas manos de Stalin y sus cohortes; o la que presenta el pretendido expolio del oro del Banco de España como uno de los mecanismos esenciales que consolidaron la dependencia española con respecto a la URSS.

Tales intentos de relegitimación obedecen a una cierta lógica. No son estas páginas el lugar en donde deban examinarse. Lo ha hecho con brillantez el profesor Alberto Reig en una obra reciente[2]. Simplemente quisiera mencionar que, en mi opinión, representan una reacción desmesurada y trivializadora ante los resultados del esfuerzo historiográfico post-franquista. Éstos no sólo reequilibraron la balanza sino que la descompensaron del lado opuesto al defendido por los vencedores en la guerra civil. En los años de la dictadura eran los que habían utilizado, para asentar sus ideas, no sólo la denominada «formación del espíritu nacional» y una censura con frecuencia cerril sino también las armas «intelectuales» más contundentes que les deparaban la Brigada Político-Social o el TOP (Tribunal de Orden Público). El efecto que los resultados de la historiografía crítica post-franquista dejó en muchos de quienes militaron en el bando vencedor, y en sus descendientes ideológicos más o menos aggiornati, deben de haber resultado odiosos. No es de extrañar que alguno de los más destacados historiadores durante el extinto régimen se haya referido en un libro relativamente reciente a la «marea roja» que, según él, invade las universidades españolas. Por otro lado existe, en ciertos sectores de la sociedad, un ansia evidente de leer interpretaciones que les parecen más seguras porque se acomodan mejor con sus prejuicios, con sus creencias o con sus frustraciones. Pero esto no significa necesariamente que sean Historia.

La guerra civil, como la gran fractura que fue de la historia española en el siglo XX, y posiblemente una de las grandes fracturas de toda la historia de España, seguirá arrojando sombras durante decenios. Cuando la llama purificadora del tiempo haya consumido las pasiones que todavía suscita, aunque cada vez en menor número de españoles, las generaciones venideras seguirán volviendo hacia ella con nuevos interrogantes y con nuevos planteamientos, en búsqueda de respuestas a las cuestiones esenciales con que continuará golpeando las conciencias. Fue una guerra ideológica, una guerra de clases y una guerra internacional por interposición. Su resultado tradujo el deseo profundo de un sector importantísimo de la sociedad española de evitar que la futura evolución política, económica y social discurriera por un camino que la alejara de las estructuras heredadas, por muy anquilosadas que estuvieran. Con todo, fueron pocos los militares rebeldes, y sus apoyos civiles, que pensaron que con su comportamiento iban a aupar a Franco a la suprema magistratura y a proyectarle hacia un papel poco menos que sacralizado durante varios decenios. Sorprendente destino para una figura con escasos paralelos en la historia de España y responsable de la muerte de tantos españoles, ya fuesen adversarios o partidarios.

El foco de la investigación que se inicia con este tomo no es Franco sino la República, una República a la que no fue posible trascender las limitaciones que desde el primer día le impuso el contexto internacional y que, además, se vio cuarteada por interminables querellas internas. Ni que decir tiene que no hubiera podido escribirse de no haberse abierto los archivos rusos y de no haber tenido acceso el autor a fondos republicanos, conservados en manos privadas y hoy, en parte, consultables por otros investigadores. Pero ello no significa que haya dejado de lado los archivos públicos. De hecho en éstos se han remansado documentos de suma importancia para comprender la dinámica externa que incidió sobre los meses iniciales de la guerra y que, créase o no, han permanecido desconocidos hasta el momento. Por ejemplo, las interceptaciones de telegramas efectuadas por los británicos y los análisis de una sección ad hoc del servicio de inteligencia militar del Reino Unido. O, más espectacularmente, los preparados por la inteligencia militar soviética (GRU) desde las primeras semanas del conflicto. Dichos fondos permiten colmar en cierta medida las lagunas de que adolece nuestro conocimiento de dimensiones básicas de la producción documental de la República. Por muy abundante que sea la conservada, la que ha desaparecido fue considerable. Muchos de los documentos que nos ayudarían a comprender actuaciones individuales y episodios más o menos dramáticos de la política republicana ya no existen. El pasado ha guardado para siempre innumerables secretos.

Quisiera mencionar tres botones de muestra que pueden ser de interés para el lector. Un compañero del autor, ya fallecido, Vicente Polo, se encerró durante una semana en la embajada republicana en Moscú para quemar en marzo de 1939 los papeles que en ella había antes de entregarla a las autoridades soviéticas. Con el humo de los documentos se evaporaron también nuestras posibilidades de penetrar en las brumas de la política de los Gobiernos de Valencia y Barcelona. En España, y antes del hundimiento de la República, se destruyeron ingentes masas documentales, relacionadas en particular con las dimensiones exterior y financiera de la contienda. Muchos papeles que no se eliminaron entonces lo fueron después, en ocasiones para atender a propósitos tan apremiantes y excelsos como el hacer espacio. A mitad de los años setenta enormes cantidades de material republicano que se depositaban en los almacenes del IEME (Instituto Español de Moneda Extranjera), sitos en la madrileña calle de Bravo Murillo, fueron eliminados sin que mediara la menor intencionalidad política. ¿Quién puede saber lo que habría en ellos?

El pasado, en una palabra, es inalterable pero su conocimiento es contingente. Nunca puede tener el historiador la seguridad de haber abarcado todos los comportamientos relevantes. Cualquier libro sobre historia contemporánea que se precie de serio está siempre escrito sobre el filo de una navaja. El presente tomo, por ejemplo, utiliza fuentes y enfoques que trabajos previos, como el muy meritorio de Avilés Farré o el no menos sustantivo pero anterior de Ramón Salas (recientemente republicado), no tuvieron a su disposición. También lleva a planteamientos que discrepan de obras modernísimas como las de Beevor, Bennassar o Payne. Nuevos descubrimientos podrán, en el futuro, afectar a mis hipótesis y, ¿por qué no?, derruirlas. Aun así, en esta investigación se ha intentado combinar una estructura flexible con la imprescindible atención al detalle para establecer un marco interpretativo lo suficientemente amplio, pero basado en una gran acumulación de factores, que pueda resistir la incrustación de nuevos datos y de nuevos hechos todavía no desentrañados. Siempre que ha sido necesario se han apuntado pistas para la investigación ulterior. Es obligación del historiador abrir puertas, no cerrarlas.

Quizá sea conveniente precisar dos nociones, una sobre lenguaje —que nunca es inocente— y otra sobre juicios de valor. En esta obra se tiene cierto cuidado en la utilización de nombres y adjetivos. Para designar a los alzados en armas en julio de 1936 no se emplea el término «facciosos», tan popular en la época, sino los de «rebeldes» y «sublevados» y ello sólo hasta el 1 de octubre de 1936. Después, tras la elevación de Franco a la suprema magistratura como jefe del Estado y generalísimo de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, se remplaza por el de «franquistas». En pocos casos, salvo en citas directas, se ha hecho uso del término «nacional». Me niego, en efecto, a reconocer esta calidad al bando vencedor. Sus intereses y la idea que tenían de España fueron los que triunfaron. Quienes perdieron tenían otros, que también aplicaban a una España que no deseaban que entrase en una dictadura alineada con las potencias fascistas. Sería deseable, en mi opinión, dejar de utilizar el término «nacional», con las connotaciones positivas que puedan entresacársele, como patrimonio de un bando e insulto implícito al opuesto. Muchas de las ambiciones que reinaban en el derrotado eran nobles, aunque chocasen con los intereses de las oligarquías dominantes y de los servidores de lo que entonces todavía no se denominaban poderes fácticos. Para los vencidos el vocablo utilizado es el de «republicanos». Por muchas que fuesen las diferencias que existían entre ellos, casi todos consideraban que la República (aunque definida con contenidos muy diversos) constituía la forma de régimen a defender como vía a la modernidad y como mecanismo institucional que impulsara las inmensas transformaciones políticas, sociales y culturales que necesitaba España. Esta coincidencia básica cubría perspectivas que iban desde la extrema y utópica izquierda representada por el anarcosindicalismo hasta la moderada, socialista y burguesa, en la que se situaban el binomio Prieto/Negrín o los dirigentes de algunos partidos de denominación estrictamente republicana.

La segunda noción se refiere a los juicios de valor. El historiador cabalga a lomos de dos dinámicas: una le empuja a comprender, la segunda le obliga a tener presente hasta qué punto el conocimiento del pasado es limitado. Su función puede llevarle a derrumbar mitos, si bien la experiencia muestra que con harta frecuencia los historiadores se han sometido al poder político o financiero. Incluso en el mejor de los casos no están libres de prejuicios ni tampoco escriben en el vacío político, ideológico o moral. Sí pueden disciplinar su escritura en la medida en que respetan las fuentes y apelan al juicio implacable de la contrastación interpersonal, en un diálogo permanente con los críticos y lectores. Este libro se basa en un análisis diacrónico en el que las fuentes están identificadas y los juicios de valor claramente expuestos. El autor confiesa no sentir simpatía alguna hacia el fascismo en general y hacia la dictadura franquista en particular. Tampoco, huelga decirlo, hacia los regímenes comunistas. Conoció de cerca uno, en sus años de estudiante en Berlín, cuando vio nacer y desarrollarse el «muro».

Una advertencia metodológica. Alguno de los trabajos previos del autor ha sido objeto de crítica por concentrarse demasiado en las fuentes primarias con detrimento de la bibliografía secundaria. El motivo de ello fue que le resultaba molesto exhibir sus divergencias con autores previos por razón de haber podido acceder a fuentes documentales de las que estos últimos no habían dispuesto. En este libro se evitará tal crítica, aunque sin duda atraerá otras. La guerra civil cuenta con una nutrida literatura de calidad diversa en la que, por desgracia, no faltan quienes escriben con autoridad que recuerda a la del dador de la ley mosaica, sobre todo en relación con temas controvertidos: la violencia republicana, la apelación a la URSS, el papel de Stalin, el significado de la ayuda soviética, etc. Pero si el debate entre los historiadores sobre la revolución inglesa todavía no ha concluido no hay razón para pensar que deba ya cerrarse la discusión sobre la inmensa fractura en la historia española que se abrió ahora hace setenta años. Se hará, pues, referencia a la bibliografía secundaria y no se eludirá la identificación de lo que, en mi opinión, son errores que chocan con la evidencia documental. Se ha dado preferencia, eso sí, a la más reciente, siquiera para mostrar que el autor, aunque sumergido en la proverbial bruma de Bruselas, no ignora la evolución de la literatura, en España y en el extranjero, sobre el conflicto español.

Un problema particular lo presenta la dilucidación de ciertos aspectos en los que tal literatura es todavía rehén de los testimonios vertidos por protagonistas con fines no científicos sino polémicos o, incluso, venales. Se presta mucha atención, entre los primeros, a los de grandes prohombres del socialismo español tales como Araquistáin, Largo Caballero y Prieto. Entre los segundos a Jesús Hernández y Alexander Orlov. También se rebaja sumamente la importancia de lo que todavía algunos consideran «sensacionales» revelaciones de Krivitsky. Sin embargo, en ningún caso desea el autor que sus comentarios se interpreten en términos personales. Éste no es un libro de buenos y malos. Es un libro de historia y, como tal, de análisis crítico y documentado. Soy de quienes creen que la historia o es rigurosa e implacable o, simplemente, no es historia. Dicho lo que antecede la trilogía que ahora comienza se sitúa, en general, en una perspectiva muy diferente de la defendida con tanto afán como escaso recurso a fuentes primarias por el difunto Burnett Bolloten, Bartolomé Bennassar, Stanley G. Payne y muchos de sus seguidores aunque sería tarea tediosa identificar todos los puntos en que discrepo de ellos. Baste con indicar que me sorprende, en particular, la deriva experimentada por este último («converso», le llama Mainer, p. 14) y la caución que ha prestado a personas que, con el mayor de los respetos, pertenecen al mundo no de los historiadores sino en el mejor de los casos de recontadores de viejas patrañas, franquistas o pro-franquistas, remozadas en un lenguaje que pasa por ágil. Nada de ello dice mucho a favor del otrora respetado profesionalismo del hispanista norteamericano[3].

Formo parte de quienes creen que las referencias a documentos procedentes de archivos no fácilmente consultables o de origen privado no sirven de mucho si no se hacen accesibles a otros investigadores o al público en general. No es infrecuente que desaprensivos citen mal sus fuentes, lo hagan sesgadamente, las falsifiquen o incluso que se las inventen. Con frecuencia ni siquiera señalan de dónde las toman. Éste es el caso de algunas obras recientes, hiperinfladas y de corte sensacionalista, sobre el lado oscuro de la presencia soviética en España. Como ya he hecho en el caso de una obra anterior, cuya base documental se ha depositado en los archivos de la Unión Europea que conserva el Instituto Universitario Europeo de Florencia, gran parte de la documentación que subyace a la trilogía que aquí se inicia se entregará a la Fundación Canaria Juan Negrín y a la Fundación Pablo Iglesias para que todos los interesados puedan consultarla. Tras ella hay un inmenso esfuerzo en tiempo y dinero, recursos por desgracia siempre escasos.

Pertenezco a una generación que solía ir a Francia, a Alemania, al Reino Unido y a Bélgica a proveerse de libros sobre el pasado reciente español que fueran más estimulantes que la abundante bazofia que pasaba por historia de la guerra civil en la España de Franco. Fue cuando trabé conocimiento con Herbert R. Southworth y sus seminales trabajos sobre el Mito de la Cruzada o Guernica. También con el profesor Manuel Tuñón de Lara. Con ambos viví la conmemoración del XL aniversario de la destrucción de la villa foral al comienzo de la transición. Participé en la presentación del Dr. Southworth en la Universidad de Barcelona, junto con el profesor Gabriel Jackson, cuando el proceso democratizador estaba consolidado. Southworth y Tuñón de Lara mostraron, en los años duros, cómo podía escribirse Historia, en medio de todas las dificultades. Este libro les recuerda. Asimismo se dedica a la memoria del Prof. Dr. Juan Negrín. Figura execrada si las hay, a la derecha y a la izquierda, por supuesto entre sus adversarios pero también entre sus propios compañeros de partido, demostró ejemplarmente y con gallardía cómo podía responderse a la injuria con el silencio, a la mentira con la entereza y a la calumnia con la dignidad. Negrín fue un gran político y un hombre de Estado. Si España fuese menos cainita, su figura hace tiempo que se hubiera recuperado. Fue lo más cercano que España nunca ha tenido a un Churchill o a un De Gaulle. Pero perdió.

El presente volumen aspira, con modestia, a hacer progresar las fronteras del conocimiento, aunque de forma milimétrica y con plena conciencia de que no podrá aclarar todas las incógnitas. Quedan numerosos documentos por localizar. Con el tiempo quizá lo sean. Todo lo que pueda descubrirse aparecerá algún día, salvo que se produzcan nuevas depredaciones o desapariciones de fuentes. Mientras tanto, la historiografía debe avanzar, y avanza, de forma provisional.