Nuevas bases de la guerra
FUE HACIA FINALES DE SEPTIEMBRE cuando empezó a dibujarse la dinámica que marcaría el rumbo futuro del conflicto. Tras el despegar del lento proceso de militarización de las milicias a que hemos aludido en el capítulo séptimo el primer factor que contribuyó a establecer unas nuevas bases sobre las cuales se sostendría la guerra civil fue que la Unión Soviética apoyó con armas y asesores a la República, lejana y sola. Fue una condición necesaria aunque no suficiente. Los suministros exteriores no podían reemplazar el esfuerzo interior. Lo que sí podían lograr, en el mejor de los casos, era un equilibrio con los que iban recibiendo ininterrumpidamente los sublevados. A la ayuda exterior, centrada en México y en la Unión Soviética, había que añadir el esfuerzo de autoayuda, el fundamental.
En segundo lugar, Negrín estaba ya trabajando por aquellas fechas en la ardua tarea de introducir los lineamientos esenciales de la futura economía de guerra. Nada similar se había hecho antes en España. No es de extrañar que no lograra florecer sino tras un cierto período de experimentación que se inició en los dos ámbitos más urgentes y en los que los apremios eran mayores: cortar las tendencias cantonalistas que amenazaban disgregar la economía republicana y centralizar las tenencias de divisas y activos monetizables que se encontraban en manos del público. Se trataba de allegar recursos para un conflicto que al menos Negrín consideró que sería largo. Hubo, desde luego, decisiones más dramáticas relacionadas con las reservas metálicas pero a tales decisiones, por su importancia crítica y por la turbamulta de discusiones que han suscitado, debemos dedicar un tratamiento singular y pormenorizado en los capítulos siguientes.
TRAS LA LUZ VERDE DE STALIN.
En comparación con cualquier análisis de las razones que pudieran animar a Stalin, como con buena o mala fortuna hemos realizado en el anterior capítulo, es mucho más fácil reconstruir el proceso de puesta en práctica de la decisión. Éste, en efecto, hubo de reflejarse en órdenes, movimientos y actuaciones que han dejado huellas escritas y que Rybalkin (p. 29) ha sido el primer autor en desentrañar. Quedan huecos, sin duda, pero los contornos parecen claros. En ellos encajan las observaciones que hizo Yagoda, el temible jefe de la NKVD, ya a punto de ser cesado, al despedir a Orlov (p. 213): España sería el campo de batalla donde se pondrían a prueba los tanques, aviones y soldados soviéticos. «Demostraremos a los franceses y a los británicos lo útiles que podemos ser como aliados y a Hitler lo peligroso que puede resultar meterse con nosotros.»[1]
El visto bueno estalinista había llevado su tiempo, al menos en comparación con las decisiones tomadas en Berlín. Se sabe, y está perfectamente documentado, que el 26 de julio de 1936, tras la determinación rápida de Hitler de prestar apoyo a Franco, en Hamburgo y en la capital alemana se había puesto en marcha la eficiente máquina bélica para preparar los primeros envíos (Viñas, 2001, pp. 375s). Exactamente dos meses después, el 26 de septiembre, a las 15.45 de la tarde, el mariscal Vorochilov recibió una llamada telefónica desde Sochi. Stalin le sugirió que se considerara urgentemente la posibilidad de vender a los republicanos el siguiente material: entre 80 y 100 tanques T-26, desprovistos de cualquier señal que pudiese demostrar que habían sido fabricados en factorías soviéticas, amén de 50-60 bombarderos SB, a través de México, y equipados con ametralladoras de procedencia extranjera. Con los tanques debía ir el personal necesario para utilizarlos.
Rybalkin (p. 29) ha descubierto la anotación en la que el comisario para la Defensa dejó constancia de la llamada. A diferencia de lo que afirman Kowalsky, Schauff, Stone y Beevor, no fue Vorochilov quien telefoneó a Stalin. Fue al revés y esto tiene una significación, política, histórica e institucional relevante para comprender las realidades de la Unión Soviética en aquellos tiempos. Como ha señalado Rybalkin:
… todas las disposiciones […] relacionadas con la ayuda militar a España se tomaron en las reuniones del Politburó. No obstante, la última palabra sobre los volúmenes y plazos de entrega la tenía Stalin. En Sochi, por ejemplo, dirigió por teléfono todo el trabajo de organización de la operación «X». En aquella época, la dirección soviética reaccionaba operativamente a las peticiones del Gobierno republicano, como demuestran las grabaciones telefónicas que se conservan.
Habría que señalar que los tanques y aviones de que se trataba no eran material anticuado o vetusto. Eran elementos que constituían parte esencial de los arsenales soviéticos, aunque no de primera línea[2]. Ésta es una afirmación que puede contrastarse documentalmente. En el mismo mes de septiembre en el que se preparó la decisión de ayuda tuvieron lugar grandes maniobras del RKKA. A ellas fueron invitados como observadores militares británicos, franceses y checoslovacos. Hemos podido localizar los informes de los primeros, encabezados por el general A. P. Wavell, quien se haría famoso en la segunda guerra mundial.
Tales informes fueron objeto de extensos comentarios por los analistas británicos. Se trataba de la primera vez que observadores extranjeros habían contemplado en maniobras al Ejército Rojo, con su complemento de tanques, aviones y formaciones paracaidistas. Eran conscientes, claro está, de que se había invitado a extranjeros a las maniobras para impactarles, pero aun así la impresión que despertaron en Londres fue que sería peligroso subestimar la potencia militar soviética. Las operaciones con más de un millar de tanques, en particular, las analizó con ojo sumamente crítico una de las mayores autoridades de la época, un tal coronel Martel. Su conclusión fue que los rusos habían alcanzado un alto grado de eficacia técnica y que la fiabilidad de las máquinas era notable. Uno de los expertos militares del Foreign Office concluyó, por su parte, que el RKKA parecía haber logrado avances inmensos en comparación con el de 1920 y que era mucho más eficiente y estaba mejor armado que en los tiempos del zar. Con todos los recursos del Estado soviético detrás, era indudable que continuaría haciendo avances espectaculares en los años venideros.
Los tanques medios T-26 de seis toneladas estaban copiados de un modelo británico de Vickers. Los rusos los utilizaban para apoyo a la infantería pero también disponían de brigadas mecanizadas basadas en los mismos. El mejor tanque soviético era, con todo, el BT, desarrollado a partir del Christie norteamericano. Otro experto británico, el coronel Wigglesworth, analizó la actuación y efectivos de la aviación, que no constituía un arma separada. Los bombarderos medios SB, copiados de los Martin 139, constituían el tipo esencial de tal categoría. Su eficacia era alta, según recogió el Comité Imperial de Defensa[3].
En Moscú ya se habían puesto a punto los preparativos necesarios antes de que Stalin cursara las órdenes a Vorochilov. Al día siguiente, 27 de septiembre, el jefe adjunto del GRU, Nikonov, y Yolk, prepararon un informe dando cuenta de la evolución militar en España. Registraba los avances alcanzados por los sublevados, la baja moral republicana y una ligerísima mejora de la situación política en Madrid. En particular en el frente de Toledo, cuya caída se preveía, los efectivos gubernamentales, mal organizados, constituidos con prisas y mal entrenados, habían dado muestras de gran inestabilidad. La toma de Toledo, afirmaron, tendría una gran repercusión política y moral y privaría a los republicanos de la fábrica de cartuchos. Es inverosímil que este informe no lo estudiaran los pocos que iban a participar en la decisión formal de ayuda a la República. Por lo pronto, el NKO confirmó en esa misma fecha que se encontraban listos para el envío un centenar de tanques (de ellos la mitad de forma inmediata), 387 especialistas, 30 aviones sin ametralladoras y tripulación completa para 15 aviones[4], además de las tripulaciones y municionamiento correspondientes. Podían ir en barco a México (sic) y desembarcar en Cartagena[5].
La fecha precisa de la comunicación a Stalin desde el NKO en Moscú permite pensar que las numerosas noticias que pululaban por los medios internacionales, de forma abierta o confidencial, respecto a los desembarcos que ya habrían tenido lugar en España de ayuda soviética no respondían a los hechos. Una demostración indirecta se encuentra en el telegrama de la embajada belga en Madrid del 21 de septiembre, descifrado por los británicos, en el que daba cuenta de la petición que el Gobierno republicano había hecho para que Bruselas levantase el embargo sobre las armas destinadas a España y lo aplicara a las que se adquirían para los rebeldes. El representante belga pensaba que tal gestión estaba inspirada por los rusos ya que en los medios «extremistas» de la capital se hablaba abiertamente de la próxima intervención de la URSS (TNA: HW 12/207, BJ066413).
Abundaban más las informaciones, sin embargo, que se hacían eco del desembarco de armas soviéticas transportadas por algunos barcos que, en realidad, llevaban ayuda humanitaria o, simplemente, víveres. Así, por ejemplo, el 29 de septiembre desde Alicante alemanes e italianos señalaron que el Neva[6] estaba descargando probablemente un número desconocido de aviones soviéticos desmontados, que se trasladarían en camiones a Cartagena donde los montarían oficiales rusos allí estacionados (TNA: HW 12/208, BJ066492). En la misma fecha Roma comunicó a la embajada italiana en Londres que, «según fuentes fiables», un barco soviético había partido de Odesa el 18 de septiembre con material de guerra para España y que ésta no era la primera expedición porque ya hacia mitad de agosto se había registrado otra (ibid., BJ066529[7]). Nada de ello era correcto.
Los comienzos del giro de Stalin datan, exactamente, del 6 de septiembre. Pero, en cualquier caso, como señaló en su momento Le Journal de Moscou y analizaron los británicos, el muelle primario para ayudar a la República no radicaba en la Unión Soviética, sino en Francia y en el Reino Unido.
Una conocida carta de Kaganovich a Ordjonikidze, comisario para la Industria Pesada, del 30 de septiembre, al día siguiente de la autorización formal del Politburó y de la partida del primer cargamento soviético de armas, arroja alguna luz (Khlevniuk et al., doc. 132). El tema español, afirmó el confidente de Stalin, no iba demasiado bien.
Los «blancos» se acercan a Madrid […] Hemos ayudado de alguna manera y no sólo con víveres[8]. En estos momentos estamos pensando en algo más importante, tanques y aviones. Pero todo es técnicamente muy difícil y por su parte padecen de falta de orden y de organización. Nuestro partido es todavía bastante débil. Los anarquistas continúan siendo fieles a sí mismos. A pesar de toda la combatividad en la base, la organización y el mando sobre el terreno no son muy buenos […] De todas maneras, no cabe pensar que la defensa de Madrid sea algo tan desesperado como dan a pensar las comunicaciones cifradas que nos llegan del embajador[9] […] Si tuviéramos una frontera común con España nos hubiera sido fácil enviar ayuda[10].
Dicho lo que antecede no cabe olvidar otra línea de ayuda de la que se sabe todavía muy poco y que no está integrada en la decisión de Stalin que hemos analizado. Nos referimos a la que discurrió por el vaciado de arsenales soviéticos de armas viejas, cuando no vetustas, y que se enviaron a España a bordo de un carguero español, el Campeche. Éste partió de Feodosia en Crimea el 26 de septiembre (es decir, el mismo día en que Stalin dio la luz verde) y llegó a Cartagena el 4 de octubre (Howson, p. 383). En puridad, se trata del primer suministro de material bélico a la República por parte de la Unión Soviética[11].
El cargamento del Campeche se reproduce en los escritos de Largo Caballero (2007, p. 3458): unos 20 000 fusiles viejos, de procedencia extranjera (Mauser del 7,92, Manlincher de 8mm y Brescia de 11mm), 351 ametralladoras pesadas (St. Etienne y Vickers 7,7) y 200 ligeras (Lewis 7,7), seis obuses Vickers del 11,5 con 6000 proyectiles, 7,6 millones de cartuchos de ametralladora, 100 000 bombas y 10 millones de cartuchos de fusil. Según Howson sólo los obuses eran útiles. Lo demás era auténtica morralla.
La inminente llegada de los suministros preludiaba una modificación de las bases en que hasta entonces se había sustentado el esfuerzo bélico republicano. Pero la ayuda externa no era lo más importante, aun siendo imprescindible. También resultaba fundamental lo que hemos denominado autoayuda y es en este ámbito en el que el nuevo ministro de Hacienda no tardó en dar muestras de su gran capacidad de innovación.
LA CONTRIBUCIÓN ESENCIAL DE JUAN NEGRÍN.
Con el Gobierno de Largo Caballero se dio un giro a la conducción de lo que, dentro de la elementalidad todavía de las medidas, podría calificarse de «economía de guerra». Ello no se produjo a imperativo soviético, como algunos autores piensan con más malicia que conocimiento de causa[12].
El análisis del establecimiento de las bases económicas para la guerra no se presta a una prosa ligera. Es, sin embargo, muy importante porque también en él se reflejó el proceso de paulatina recuperación de la autoridad del Estado que tantas críticas levantaba entre los círculos anarquistas, poumistas y autonomistas. Es más, de no haber sentado tales bases es difícil pensar cómo la República hubiera podido sostener el esfuerzo de guerra durante algo más de dos años y medio. La contienda, en efecto, no sólo se dilucidó en los frentes sino también en la retaguardia y la batalla para disciplinar los recursos disponibles, aunque subordinada a confrontación política, ideológica y militar, que son sin duda mucho más excitantes para cualquier lector, nunca dejó de ser significativa[13].
La aparición de una «economía de guerra» fue el resultado normal de querer poner al servicio del esfuerzo bélico los recursos disponibles. Negrín lo reconoció paladinamente. En algunas reflexiones escritas mucho más tarde señaló:
Durante cerca de tres años se mantuvo la guerra española comenzada en julio de 1936 y, por lo que a la parte financiera atañe, hubiera podido proseguir sin dificultad. La circunstancia de que el enemigo estuviese en posesión de todo el armamento de la nación por haberse apropiado de él en los primeros momentos de la criminal sedición, obligó al Gobierno español, desde el mismo instante y durante un prolongado período, a movilizar sumas considerables de dinero para conseguir la adquisición, a cualquier precio, de armas, municiones y material móvil[14].
Obsérvese que en este apunte Negrín no identificaría a aquellas potencias, lo cual no es difícil de realizar. Todavía el recuerdo del Frente Popular de Léon Blum escabulléndose de los compromisos de 1935 debía de doler al expresidente. La referencia al precio es, por supuesto, esencial. La República estuvo dispuesta a pagar lo que le pidieron con tal de obtener armas. Con ellas, cabía sostener un pulso. Sin ellas, sólo se vislumbraba la derrota. Finalmente, no cabe pasar por alto la creencia inconmovible de Negrín, que en ello la compartía con muchos de sus coetáneos, que la debilidad de las democracias frente a los zarpazos de las potencias fascistas más que impedir había facilitado un conflicto general ulterior. Incluso el Gobierno más indomablemente entregado a la política de apaciguamiento, el de Chamberlain, terminó reconociendo en marzo de 1939 que no cabía continuar retrocediendo ante las ansias expansivas del Tercer Reich.
El proceso que llevó a una auténtica economía de guerra se inició de forma controlada en lo esencial por socialistas y miembros de los partidos puramente republicanos y en el que los soviéticos, en realidad, no entraron, tal vez porque no tenían expertos ya que, al fin y al cabo, en la URSS se había desarrollado un sistema económico y financiero alternativo al capitalista. Esto no significa que Negrín no absorbiera toda la información, incluso exótica, que pudiera obtener. Antes al contrario. El 6 de octubre, por ejemplo, se dirigió al agregado comercial soviético, Winzer, para solicitarle el envío, con la mayor premura, de los presupuestos generales de su país[15]. Simultáneamente se dirigió a Pascua en Moscú y al ministro (embajador) en Berna con un gesto de humildad:
La Administración pública y la economía nacional carecen en España, como sabe V. E., de las necesarias condiciones de flexibilidad, rapidez y eficacia que permitan acomodarlas a las nuevas realidades del país. Se impone, en consecuencia, una transformación radical. Para efectuar los estudios conducentes a este fin, dentro de las garantías que demanda la resolución satisfactoria de problemas tan trascendentales, se hace preciso conocer la organización de aquellos países que ofrecen en las actuales circunstancias un interés de referencia, con objeto de obtener la mayor copia de conocimientos técnicos y prácticas. Con tal objeto, le remito a V. E. el adjunto cuestionario, rogándole que con la máxima urgencia disponga reunir los datos pedidos a persona o dependencia competente de esa Legación (AJNP).
En definitiva, el nuevo ministro de Hacienda no estaba en disposición de ignorar otras realidades y deseaba aprender. De todas maneras, apresurémonos a indicar que el montaje de las bases financieras que sostuvieron el esfuerzo bélico se sitúa en una tradición honorable de disposiciones adoptadas por países occidentales en guerra, antes o después. Los expertos republicanos que le asesoraron no tenían otra experiencia que la que se derivaba de sus lecturas sobre los esfuerzos realizados durante el primer conflicto mundial y de su conocimiento de primera mano de los mecanismos que, en tiempos de la República en paz, habían regulado las relaciones económicas y financieras con el exterior[16]. No necesitaban de mentores extranjeros y, salvo que se demuestre lo contrario, los que pudieran aparecer por el Ministerio de Hacienda no debieron de hacer grandes aportaciones conceptuales a la causa. Resulta difícil pensar que Stajewsky, con quien Negrín entró en una buena relación a partir de su llegada a Madrid a finales de octubre, pudiera desplazar el asesoramiento de los altos funcionarios republicanos. Sólo en temas de reconversión industrial fue importante el asesoramiento soviético.
CONTRA EL TAIFISMO, EL CANTONALISMO Y LA ANARQUÍA.
Las primeras medidas respondieron a una necesidad evidente. Cabía dudar si resultaba razonable que Cataluña o el País Vasco quisieran poco menos que labrarse un papel autónomo en el ámbito de las relaciones económicas con el exterior. Era intolerable que la gestión de la frontera la llevaran a cabo los anarquistas. Resultaba difícilmente justificable no utilizar los recursos de quienes se habían levantado en armas o ayudasen a la rebelión. Era inaceptable que el Gobierno no reforzara los controles de exportación de divisas o que no centralizase los activos expresados en moneda extranjera. No era posible eludir la necesidad de captar los activos en divisas en manos del público. (Estas dos últimas líneas de actuación tuvieron su correlato en la zona franquista y, naturalmente, también en ella se adoptaron las disposiciones correspondientes.) Por último había que pensar si convenía, o no, practicar una política cambiaria «de prestigio».
Era, por el contrario, absolutamente urgente poner disciplina allí donde no abundaba. Largo Caballero y Prieto lo harían en sus ámbitos, más espectaculares, de la política militar. A Negrín le tocó empezar a moverse en el árido ámbito de las finanzas en el que, a juzgar por cierta literatura, suele cosechar más críticas que alabanzas. Debemos, pues, restablecer un cierto equilibrio. Ni la fisiología ni la medicina predisponían al nuevo ministro para empezar a montar la economía de guerra republicana. Tal vez le ayudara algo más su pasado papel en la comisión de Hacienda de las Cortes. En todo caso, el que tan rápidamente se impusiese en un terreno extraño dice mucho de su capacidad de aprendizaje, absorción y decisión[17].
Se rodeó, en primer lugar, de gente de confianza. De entre las filas socialistas escogió a Jerónimo Bugeda para que se hiciera cargo de la Subsecretaría, en sustitución de Méndez Aspe, quien la había dirigido con Enrique Ramos y que, como hemos visto, pasó al Tesoro. Negrín pidió a Bugeda que le hiciera propuestas sobre los altos cargos. José Aliseda asumió la Dirección General de Propiedades, Marino Saenz la dirección de las minas de Almadén y Arrayanes, Luis de la Peña la Dirección General de Rentas. José Prat, posteriormente famoso, se hizo cargo de lo Contencioso. Las Aduanas fueron a las manos de Andrés Saborit. Recuerda Bugeda que en el movimiento de personal subsiguiente, el nuevo ministro quiso evitar
que se publicara en la Gaceta […] el nombre de los funcionarios dados de baja, pues tales medidas se consideraban como prueba de falta de lealtad al Gobierno y podían provocar, como en muchos casos aconteció desgraciadamente, represalias de los grupos extremistas, no controlados todavía por el poder central. La medida que inteligentemente adoptó Don Juan fue la de eliminar de las listas a todas las personas que se encontraban en territorio de la República y limitar la publicidad de las bajas administrativas a quienes residían en el campo nacionalista, pues la desafección al Gobierno redundaría en su beneficio[18].
Se conservan trazas de tales gestiones para evitar males mayores. El subgobernador del Banco de España, José Suárez Figueroa, acudió al ministro para evitar represalias contra sus dos hijos, Alberto y Carlos. Bugeda recordaría que en una ocasión Negrín se las apañó para sacar de prisión a un importante banquero para que le acompañara a París a resolver un asunto urgente. Allí dejó a su libre albedrío regresar o no a la España republicana[19]. En alguna carta Negrín se lamentó de las ejecuciones irregulares en Madrid y también de que, para salvarse de las amenazas que sobre él pendían, uno de los más prometedores técnicos españoles, Manuel Arburúa, se pasara al bando rebelde[20].
De creer el testimonio de Bugeda, Negrín pensaba en una guerra prolongada. A finales de septiembre o principios de octubre, se entrevistaron con él unos representantes de la casa Douglas para abordar ciertas cuestiones financieras relacionadas con el suministro de unos aviones que estaban en vías de fabricación. Resultó que el último de la serie no estaría disponible hasta 1938. Bugeda pensó que los plazos eran demasiado largos pero el ministro no aceptó sus objeciones pues «creía firmemente que continuaríamos peleando no sólo en 1937 y 1938, sino también quizá en 1939». Esta actitud chocaba frontalmente con la desesperanza que diplomáticos extranjeros advertían en los altos escalones de la Administración.
La inicial tarea de Negrín en el Ministerio de Hacienda se resume brevemente:
Las orientaciones generales son conocidas desde hace tiempo. Un testigo, Álvarez del Vayo (1940, pp. 168ss), señaló que el secreto de la economía de guerra de la República se basó en tres factores: un control riguroso sobre la economía y la hacienda, el análisis de las repercusiones sobre el esfuerzo bélico y una discreción, por no decir opacidad, absoluta. El lema negrinista consistió siempre en asignar a la guerra los recursos escasos. Esto implicaba transacciones múltiples. Para mantener la resistencia, gracias a la desviación de los mismos al sector bélico de la economía, era imprescindible recuperar y fortalecer la autoridad del Estado. La alternativa era el caos.
El nuevo ministro no contempló con demasiada simpatía las actuaciones de la FAI, las de la CNT o las del POUM. Eran, en su opinión, coresponsables de la anarquía en que se había sumido la España republicana y sus huestes eran excesivamente permeables a todo tipo de infiltrados. Consideraba que traducían un extremismo demagógico y que daban demasiado pábulo a personajes más o menos iluminados que creían que todo era posible en el verano del 36. Muchas de las atrocidades del momento las ponía claramente en su debe. Contener los embates facciosos exigía otro tipo de enfoque[21].
La primera actividad llevó a Negrín a abordar las consecuencias del colapso del aparato del Estado, que favoreció el taifismo y la disgregación de la autoridad. En una nota conservada en su archivo parisino se recoge, por ejemplo, que la embajada solicitaba instrucciones del Ministerio de Hacienda sobre un pedido de «Bilbao» (es decir, del Gobierno vasco) que importaba treinta millones de pesetas. Una nota manuscrita de una tal Matilde decía:
Querido Negrín, por lo visto eso de los 30 millones de París es cosa de Bilbao. No sé nada, ya que toda la periferia española está en «cantón comercial independiente». Pero si piden por su cuenta… supongo que pensarán pagar por su cuenta.
Matilde[22] y Negrín se hubieran sentido bastante más preocupados de haber sabido lo que se cocía en ciertos sectores del PNV. El 20 de agosto, por ejemplo, Rafael Picavea, diputado por Guipúzcoa, y Francisco Bastarrechea Zaldívar, miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales, habían visitado la embajada británica en París, encargados de una misión supersecreta. El embajador estaba ausente y se vieron obligados a tratar con un consejero. Tras algunos dimes y diretes pronto se desprendió que lo que los visitantes deseaban era sondear si el Reino Unido podría, en principio, apoyar una eventual autonomización vasca, cuyos límites no quedaron definidos (¿secesión?). La entrevista se desarrolló con toda cautela por parte de los delegados del PNV que justificaron su gestión con argumentos relacionados con el hecho de que aunque el PNV había apoyado al Gobierno republicano, también miraba hacia el futuro. Ni el comunismo ni el bolchevismo les interesaban. Los vascos, dijo Picavea, que llevó la voz cantante porque podía expresarse en francés, eran una raza aparte, más inteligente que el resto de los españoles (sic) y no querían exponerse a ningún riesgo. La protección del Reino Unido podría amparar (no quedó muy claro) su porvenir. La respuesta fue, evidentemente, que los británicos no se entrometían en los asuntos internos de España y que la embajada no podía actuar como intermediaria entre el PNV y el Gobierno de Londres[23]. Si se hiciera un inventario de las veces que un partido político español ha dado muestras de provincianismo y ombliguismo ésta debería formar parte del mismo.
Negrín abordó con energía la restauración de la autoridad del Estado en materia económica. En noviembre de 1936 un decreto otorgó al ministro de Hacienda la facultad de conceder franquicias arancelarias, arrebatándoselas a los poderes de hecho; se creó una comisión interministerial para la revisión del arancel, con el fin de reducir los derechos sobre los artículos necesarios para el consumo o la economía de guerra; se reorganizó la Inspección General de Aduanas y, no en último término, se robusteció el Cuerpo de Carabineros que se convirtió en una de las fuerzas de choque de la República.
El ministro reforzó el papel central del Ministerio. Creó una comisión técnica y una secretaría general para estudiar los proyectos legislativos sobre la reforma de las disposiciones reguladoras de los ingresos y gastos públicos y, en general, de todo el régimen hacendístico. Un Consejo de Dirección sirvió de órgano de preparación de las decisiones y de asesoramiento. Su composición mejoró al añadirse a los altos cargos toda una serie de especialistas en distintas ramas de la economía, la banca y la acción social. La copiosa legislación hacendística y económica lleva indeleblemente la impronta de tal consejo, cuya documentación se ha volatilizado o al menos no se ha encontrado en el volumen y cuantía deseables.
Un decreto del 23 de septiembre de 1936, cuando el oro se reubicaba en los polvorines de Cartagena, permitió ver hacia dónde dirigía su artillería, nunca mejor dicho, el nuevo ministro. En esa fecha se creó la denominada Caja de Reparaciones.
Su objetivo era lograr que quienes hubieran desencadenado la guerra o hecho causa con ellos aportasen su contribución a la reparación de los estragos causados por la rebelión. La Caja proporcionaría los auxilios y otorgaría los créditos necesarios al efecto. Empezó sus actividades con una dotación inicial de 25 millones de pesetas, a través de un crédito concertado por el ministro de Hacienda y con la garantía del Estado. Los bienes de las personas incursas en responsabilidad responderían de las obligaciones. Su determinación corrió a cargo de un Tribunal popular que conocería de los delitos de rebelión. Este tribunal acordaría que la Caja se hiciera cargo de los activos y bienes en cuestión como garantía, a su vez, de los créditos concedidos por la misma. Como director fue nombrado el ya mencionado Amaro del Rosal, entonces socialista pero próximo al PCE, presidente de la Federación Nacional de Banca y del Sindicato de Banca de Madrid y vocal de la Comisión Ejecutiva de la UGT. Ya había participado en la operación del traslado del oro a Cartagena.
A finales de 1937 la Caja disponía de unos 200 kilogramos de oro y platino, de casi 25 700 de plata y de alhajas y objetos preciosos por importe próximo a los seis millones de pesetas, sin contar el metálico y los muy diversos valores que había podido localizar (Sánchez Recio, pp. 205s[24]). La mayor parte de lo recaudado no sirvió de masa compensatoria ni para allegar divisas y su destino final fue muy diferente del previsto (dio cuerpo, esencialmente, al lamentable episodio del Vita, lo que suscitó incontables rencillas con Indalecio Prieto, alma del mismo). El resto, auténticos despojos, se devolvió en la medida de lo posible a sus propietarios de origen gracias a la contabilidad existente.
Las cesiones de moneda extranjera se suspendieron y el COCM sólo entregaba las que autorizaba el Ministerio de Hacienda. Esto, en realidad, se remontaba a los primeros días del conflicto. Se conserva, por ejemplo el permiso otorgado el 20 de julio a favor de Manuel Blasco Garzón, cónsul de España en Buenos Aires, para que pudiera salir con 25 000 pesetas en efectivo o su equivalencia en moneda extranjera. Se reforzaron, pues, los controles y más adelante fue el Banco de España el encargado de situar fondos en el extranjero.
Las aportaciones inmediatas a la mejora de las bases hacendísticas de la economía de guerra se plasmaron en dos decretos reservados de octubre de 1936[25], paso intermedio en el desarrollo, a trompicones, del ordenamiento jurídico necesario para utilizar los medios financieros que requería el esfuerzo de guerra. Además, el Consejo de Ministros autorizó el 20 de octubre al de Hacienda una amplia capacidad de disposición de los recursos financieros generados. Decía así:
En uso de las facultades extraordinarias otorgadas al Gobierno por las Cortes y al objeto de atender a necesidades urgentes que deriven de la intervención en los cambios, el Consejo de Ministros acuerda, con carácter reservado, autorizar al de Hacienda para disponer de los fondos precisos con cargo a la cuenta corriente del Tesoro en concepto de «anticipaciones al Ministerio de Hacienda» (AJNP).
Obsérvese que, en consonancia con la ficción que se mantenía con respecto al Banco de España y a los préstamos en oro que el Gobierno solicitaba a la entidad, la autorización del consejo estaba redactada en los mismos términos de «intervención en los cambios». Ello no obstaba para que Negrín obtuviera prácticamente carta blanca a la hora de movilizar los recursos financieros necesarios. En este sentido, esta autorización reviste una importancia simplemente capital. El proceso de creación de una nueva legalidad fue lento y, en realidad, no concluyó sino hasta muy avanzada la contienda. Se construyó a remolque de los acontecimientos y no llegó a su conclusión hasta agosto de 1938, como se demuestra en el apéndice.
En el plano de la economía real, para encauzar las incautaciones de empresas, que tanto desasosiego produjeron en el exterior, se creó una comisión asesora, que se amplió más tarde al comercio y a la minería. No es objeto de este trabajo abordar la economía de guerra republicana, afectada durante mucho tiempo por el taifismo. Los problemas fueron considerables. Sirva un botón de muestra: el 6 de julio de 1937 la Subsecretaría de Armamento del Ministerio de Defensa Nacional dirigió un pedido de barras de cobre y chapa a la entidad Comercial de Cobre y Metales de Barcelona. La Comisión de Industrias de Guerra de la Generalitat negó su autorización para efectuar el suministro fundándose en el peregrino argumento (el conflicto acababa de empezar su segundo año) de que el material quería enviarse fuera de Cataluña (documentación conservada en AJNP).
Por decreto del 2 de diciembre de 1936 se sometió a permiso previo de exportación la salida de productos, con el fin de que fuese el Estado el que percibiera las divisas que se obtuvieran de esas ventas y aplicarlas a las compras y adquisiciones en los países suministradores. Se entregó a los exportadores el contravalor en pesetas. Todas las ventas al exterior en moneda nacional fueron prohibidas, ya que lo que interesaba era allegar divisas. Tales disposiciones generaron una fortísima oposición entre los exportadores incontrolados y entre los poderes fácticos o regionales que deseaban quedarse con el producto de la exportación local[26]. Más tarde, un decreto del 13 de agosto de 1937 sometió a una licencia previa endurecida la importación y exportación de mercancías. Fue el Banco Exterior de España el encargado de canalizar hacia las arcas del Estado las divisas generadas.
Con el fin de desarrollar la producción y exportación terminaron creándose más adelante grandes centrales como la de agrios, la de uva de mesa, la de frutos secos, la de pimentón, etc. que se dedicaron a mejorar técnicamente el comercio de sus respectivos productos. Merece la pena destacar que la actuación de Negrín y de su equipo se destinó a contrarrestar el arbitrismo[27] que había florecido desde el primer momento, sobre todo en las zonas controladas por los anarcosindicalistas, así como las operaciones de trueque o de compensación, al amparo de las cuales medraban numerosos traficantes, regulares e irregulares, que canalizaban productos escasos en beneficio propio o de sus agrupamientos, políticos o sindicales.
Se trataba de forzar la producción industrial y agrícola sustitutiva de importaciones, estimular las exportaciones no necesarias para el consumo interno, y expandir el intervencionismo y la centralización: los pilares básicos de todo esfuerzo de guerra, como se habían establecido en el primer conflicto mundial y se fortalecerían con precisión e intensidad extraordinarias en el segundo.
Desde el punto de vista de la captación de divisas para asignar al esfuerzo bélico el ministro empezó a jugar sus cartas con el decreto de 3 de octubre de 1936. No hubo en ello mucha dilación, si se considera que hacía menos de un mes que había tomado posesión de la cartera. No se trataba, desde luego, de una disposición demasiado innovadora. Los innovadores habían sido los sublevados en uniforme que desde fecha muy reciente habían introducido manu militari (nunca mejor dicho) una rápida devaluación de la peseta[28]. Negrín aspiraba, como ha señalado Eguidazu, a «concentrar en manos del Estado todo el oro y divisas en poder de los particulares, así como los activos susceptibles de liquidación en divisas». El decreto obligaba, en efecto, a la entrega o depósito del oro, de las divisas y de los valores extranjeros de toda clase. El público podía optar por recibir el pago a la cotización establecida por el COCM u obtener resguardos como garantía. Con objeto de que la medida tuviera eficacia era imprescindible prohibir la exportación del oro y divisas, a lo cual atendió otro decreto de la misma fecha.
En el archivo parisino de Negrín se encuentran indicios de los primeros resultados del decreto del 3 de octubre. Al 27 de dicho mes el oro entrado en el Banco de España (donativos, depósitos y ventas) ascendió a 5 280 300 pesetas oro, los valores extranjeros en poder de establecimientos bancarios puestos a disposición del Banco de España a 9 411 350 pesetas nominales y los valores extranjeros depositados en este Banco a 229 950. Las divisas extranjeras, por su parte ascendieron a un millón de pesetas aproximadamente[29].
La centralización en serio de tales activos se inició con el decreto de 4 de enero de 1937. Todos los bancos que tuvieran en su poder oro, divisas o valores quedaron obligados a entregarlos al de España, ya radicado en Valencia. Finalmente, un decreto de 22 de febrero de 1937 autorizó la retirada de las monedas de plata de la circulación con el fin de evitar su atesoramiento.
En aplicación de las disposiciones iniciales, y en particular del decreto de 3 de octubre de 1936, se recogieron cerca de 8,5 millones de pesetas oro en los últimos meses del año a los que cabría añadir casi un millón más por otras operaciones. Es difícil que por estos conceptos pudiera el Tesoro republicano entrar en posesión de más de 3,5 toneladas de oro fino. La mera mención de estas cifras, y las de la Caja citadas anteriormente, permite pensar que el peso de la financiación internacional de la guerra civil por parte republicana tuvo que descansar, como no podía ser de otra manera, sobre las reservas metálicas. A esta misma necesidad no se sustrajo tampoco el Gobierno de Burgos, que hubo de enajenar el producto de las campañas destinadas a obtener recursos en oro, plata y alhajas en su zona.
Ahora bien, una cosa eran las disposiciones legales y otra, muy diferente, su enforzamiento. Éste no fue fácil. Chocaba con el taifismo, con el deseo de autonomía de los poderes locales y regionales, con el colapso del aparato administrativo, con las pugnas ideológicas y, no en último término, con la incapacidad de imponerse del Gobierno central.
SE ABANDONA A SU SUERTE EL TIPO DE CAMBIO DE LA PESETA.
Hubo un tema transversal que ha dado origen a numerosos comentarios, la mayoría de las veces malintencionados o fundamentados, en mi modesta opinión, erróneamente. Es notorio que el signo monetario de la República se despeñó en los mercados internacionales en tanto que la peseta franquista siempre dio muestras de solidez. Se considera por lo general que esta divergencia fue la contrastación irrefutable de una gestión financiera republicana que no se duda en calificar de desastrosa. Este tipo de críticas se suscitó ya durante la guerra civil y sigue siendo aceptado en la actualidad sin demasiadas preocupaciones.
A mi modo de ver, tales críticas están desenfocadas. Podría afirmarse, con un tanto de superficialidad, que siempre hubo evidentes razones políticas que explicaron la reacción favorable a la peseta franquista. La marcha de la guerra, sin ir más lejos, y la creciente verosimilitud de una victoria de Franco. Son razones, sin embargo, que no tienen en cuenta suficientemente las condiciones técnico-monetarias en que se desarrolló la contienda.
En primer lugar, hay que subrayar que en un país netamente importador como España la situación bélica debía deteriorar aún más la balanza de pagos, a consecuencia del tirón de las compras al exterior (armas, municiones, pertrechos y elementos para la economía bélica y la civil). Una política cambiaria de prestigio, como la de la época de paz, hubiese tratado de mantener el tipo de cambio, al menos durante algún tiempo, utilizando divisas escasas para adquirir pesetas en los mercados extranjeros. Negrín, que afortunadamente no era economista y no compartía la ortodoxia del momento, ni lo intentó. Con gran sentido común subordinó la política monetaria a la compra de elementos bélicos y no bélicos que exigían las circunstancias y eso le llevó a despreocuparse de la caída de la peseta republicana.
Esta caída estaba, por lo demás, predeterminada. En marzo de 1936 se había prohibido a los bancos establecidos en España que admitiesen billetes españoles procedentes del extranjero, salvo si iban acompañados de una autorización de exportación que justificara su salida del territorio español. Tal autorización debía demostrar que su salida se había efectuado legalmente. Los billetes que careciesen de ésta «guía» se presumía que habían sido exportados ilegalmente y no gozaban de ninguna garantía. Fue en esta situación cuando estalló la guerra que, lógicamente, añadió presiones a la peseta.
A finales de septiembre de 1936, tras el realineamiento de las principales divisas y, en particular, del dólar, la libra esterlina y el franco francés, la Europa monetaria se había dividido en cuatro grandes grupos. En el primero se encontraban los países de la zona de la libra que habían devaluado antes del 26 de septiembre; en el segundo los países con monedas depreciadas legalmente o de hecho antes de tal fecha; en el tercero los países con monedas no devaluadas teóricamente pero más o menos bloqueadas y en el último los países con monedas devaluadas después del 26 de septiembre. España figuraba en el segundo y era el país cuya moneda más se había depreciado: en un 74,77 por 100 con relación al franco suizo de 0,29 gramos de oro fino que era la moneda de cuenta del BPI de Basilea. Los restantes compañeros eran Austria (-23,98), Yugoslavia (-25,25), Rumania (-27,94), Bélgica (-28,00) y Hungría (-36,49). Esto significa que la depreciación de la peseta republicana fue brutal y muy rápida y que se produjo antes de que se esfumara su respaldo en oro[30].
Lo que hubo detrás de tal depreciación se expone fácilmente: ya antes del golpe militar la cotización se vio influida por el carácter ilegal de las existencias de billetes que habían salido de España a consecuencia de la enorme evasión de capital tras las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular. Sobre un mercado anegado de pesetas «ilegales» que no encontrarían mucha demanda, se acumularon tras el estallido de la guerra los rumores relativos a la movilización de las reservas y la confianza —en disminución— que inspiraba el futuro de la República, dada su pérdida progresiva de territorio. Todo ello contribuyó a que, con el paso del tiempo, la moneda republicana «cotizada» exteriormente terminara siendo una peseta «ilegal» a todos los efectos porque no podía retornar ya que no estaba protegida por las disposiciones legales.
Añádase que la peseta carecía de convertibilidad, por lo que su mercado exterior era extraordinariamente estrecho y recortado. Pues bien, este mercado NO es un buen barómetro para medir la gestión financiera republicana. Negrín no tenía interés en sacrificar divisas para adquirir pesetas «ilegales» y la cotización de mercado tendería permanentemente a la baja. La guerra no podía perderse porque la Hacienda detrajese divisas a los pagos de armamentos, municiones, materias primas y productos de primera necesidad. Si se ganaba, los problemas del tipo de cambio pasarían a un segundo plano. Si se perdía, al menos no se habrían malgastado divisas en una causa abocada al fracaso. Negrín practicó una política de maximización de las ventajas propias y de minimización de los costes inherentes. No siempre le salió bien pero al menos lo intentó[31].
Frente a esta valoración fría, pero no inventada, muchos analistas y políticos de la época (también historiadores ulteriores) subrayaron la disparidad de cotizaciones. La baja incontenible de la peseta republicana se interpretó como una gran derrota, al igual que ciertos Gobiernos y publicistas considerarían más tarde las devaluaciones como auténticos dramas nacionales. Tuvo, sin duda, efectos sicológicos no despreciables pero Negrín consiguió sus propósitos. La guerra no se perdió por falta de recursos financieros[32], aunque la República no anduvo nunca sobrada de medios, obligada como estuvo a pagar al contado sus importaciones, bélicas y no bélicas.