Franco y Stalin dan un paso al frente
CON INDEPENDENCIA de las medidas que hemos indicado en el anterior capítulo, a finales de septiembre de 1936 algunos de los dirigentes republicanos más expuestos a las realidades internacionales tuvieron la impresión muy vívida de que las cosas iban mal. Significativo en este aspecto es un telegrama, descifrado por los británicos, que envió el consulado norteamericano en Ginebra al Departamento de Estado el día 29. El cónsul se hizo en él eco de una confidencia que le había transmitido uno de los ministros, que no identificó, asistente a la reunión de la Asamblea General de la SdN y que era amigo de Álvarez de Vayo. Éste le habría dicho que la guerra estaba perdida y que la captura de Madrid era sólo cuestión de días. Poco antes, el 19, el mismo cónsul había informado que, al parecer, los rebeldes estaban preparándose para la eventualidad de tener que enviar una delegación, al frente de la cual iría Quiñones de León. Esto hubiese colocado a la SdN en una posición difícil (TNA: HW 12/208, BJ066582).
Otro indicio: el 21 el ministro Giner de los Ríos, titular de la cartera de Comunicaciones, pero que se había hecho cargo de la de Estado cuando Álvarez de Vayo viajó a Ginebra, manifestó en tonos pesimistas al encargado de negocios alemán que cuando regresara de Alicante, a donde la embajada iba a trasladarse, no encontraría sino piedras y cadáveres en Madrid, «porque estaremos enterrados bajo los escombros de la ciudad» (ADAP, doc. 85). El propio presidente de la República (Azaña, 1990, p. 209) creía que la «victoria es una ilusión» y que lo que se imponía era tratar con Franco, a través de una mediación y luego mediante un plebiscito. Ahora bien, algunos políticos con quienes abordó la cuestión le replicaron: ¿quién se lo decía a la gente? Azaña pensaba melancólicamente que se trataba del único camino[1]. Su análisis de la desesperada situación de la República era correcto. Su salida, no. Es poco pensable que Franco se hubiese avenido a una mediación incluso en el caso de que le hubiesen ido mal las cosas. Pero es que le iban, por el contrario, de viento en popa. Contaba con la ayuda de las potencias fascistas en tanto que la República se veía aislada. ¿Para qué negociar? Morel, por su parte, reconoció que sólo los socialistas de izquierdas y los comunistas eran partidarios de la resistencia a toda costa y que los moderados y los republicanos estrictu senso se habían quedado en Madrid por temor a que pareciera que huían (telegrama de 28 de septiembre[2]).
La preocupación de los republicanos se habría puesto al rojo vivo caso de haber podido descifrar las comunicaciones italianas. Por ellas hubieran podido colegir que sus más negros temores estaban bien fundados. En este capítulo examinaremos dos aspectos centrales de la dinámica política y militar de la guerra civil: el descarnado espaldarazo dado por Franco a los planteamientos de sus aliados italianos y la decisión de Stalin de abrir la espita para que se pusieran en práctica los planes que ya se habían preparado en Moscú.
FRANCO SE PRESENTA COMO JEFE DEL GOBIERNO.
En el mes de septiembre de 1936 fueron apilándose rápidamente sobre la mesa de los decidores londinenses las pruebas de la dinámica a que obedecía la ingerencia de Mussolini en España, tanto en el plano militar[3] como político. Los telegramas interceptados dieron cuenta con gran detalle de los envíos, con frecuencia en respuesta a peticiones específicas de Franco. Los analistas del Gobierno de S. M. pudieron basarse en datos precisos sobre expediciones y puertos de destino (Vigo y Lisboa), material (aviones, bombas, munición, etc.), incidentes acaecidos a los suministros, detención por parte republicana de al menos un aviador, contraprestaciones económicas de los rebeldes (exportaciones de mineral de cobre). No es de extrañar que en Londres se considerara que los sublevados tenían la superioridad aérea y que ello se reflejaba en la frecuencia con que tomaban la iniciativa, en tanto que los gubernamentales utilizaban sus aviones con fines esencialmente defensivos.
El desciframiento reveló también las consideraciones políticas que iban formulándose en Roma y las reacciones de los sublevados. Así, por ejemplo, el 14 de septiembre el Ministerio telegrafió a De Rossi para que recordara a Franco que no debía olvidarse de los aspectos sociales de su movimiento y que era preciso que hiciese un esfuerzo para ganarse el corazón de los españoles. Había que distanciarse todo lo posible de un «pronunciamiento» militar clásico y dar la impresión a otros países de que la «revolución nacional» era cosa de todo el pueblo y que se desarrollaba en beneficio de todos[4]. En definitiva, De Rossi debía entrevistarse con Franco. Era una misión delicada. De no llevarse a cabo con tacto el general podría pensar que desde Roma se le trazaba, o quería trazársele, una determinada línea de conducta. Cuando, meses más tarde, Rosenberg se permitió dar ciertos consejos a Largo Caballero, el presidente del Gobierno le respondió fríamente.
De lo que en su fuero interno Franco pudiera pensar ante las incitaciones italianas no sabemos demasiado. Pero sí conocemos su comportamiento. De Rossi habló con él durante una hora el 20 de septiembre. Lo hizo en el más estricto secreto, en Sevilla, a bordo del cazatorpedero que le había trasladado a la Península y al que Franco acudió so pretexto de una visita de cortesía. Los detalles los había arreglado unos días antes[5]. Nadie estuvo al corriente de ello y en la reunión únicamente participó Queipo de Llano. De Rossi expuso las ideas italianas. Franco, ¡qué casualidad!, respondió que coincidían exactamente con las suyas. Es importante subrayar esta circunstancia. Imaginemos los alaridos de los profesionales del anticomunismo y del anti-republicanismo si se encontraran declaraciones de tal tenor por parte de Largo Caballero, de Prieto, de Álvarez del Vayo o, ¡horror de los horrores!, de Negrín ante un emisario de Stalin. De seguro que serían aducidas como prueba irrevocable e incontrovertible de que los socialistas pretendían uncir la República al yugo del Kremlin.
Tan interesante o más es que, en segundo lugar, Franco aprovechó la ocasión para proyectarse como la suprema encarnación de la autoridad entre los sublevados. Si la entrevista tuvo lugar el 20, como los británicos intuyeron al identificar los movimientos del barco que transportó a De Rossi, se adelantó un día. Fue el 21 en efecto cuando la JDN discutió, y aprobó en principio, su nombramiento como «Generalísimo», aunque todos los participantes se comprometieron a mantener la decisión en secreto (Fernández Santander, p. 90). Pero el rebelde general no dejó pasar la ocasión de autoerigirse como un miniDuce ante su interlocutor italiano y señaló que ya en la última reunión que había tenido con «sus ministros» (sic) tal era precisamente el programa que les había dado a conocer[6]. Éstas son, no hay que enfatizarlo demasiado, declaraciones sorprendentes. No había Gobierno (no lo era la JDN), el futuro —o reciente— nombramiento había sido acogido con cierta frialdad y, naturalmente, tampoco había ministros. Las reticencias y cautelas de Franco en incorporarse a la conspiración (y que ocultaron los primeros «historiadores» —soldados, periodistas y policías— del régimen victorioso) formaban parte de un pasado remoto[7]. Para De Rossi el que Queipo, quien tenía una relación difícil con Franco (Preston, 2002, p. 199), no dijese palabra debió de ser confirmación adicional de que Mussolini había encontrado el aliado perfecto.
Franco aprovechó la ocasión para agradecer otra vez al Gobierno italiano y al Duce «la amplia ayuda moral y material otorgada a su país, que intentaba ligar con el nuestro, manteniendo el orden y una paz romana en el Mediterráneo contra cualquier invasión del bolchevismo». De Rossi preguntó sobre cómo iban las hostilidades. Franco respondió que se desarrollaban según estaba planeado. Se evitaban las maniobras tácticas apresuradas y se apuntaba hacia el ataque contra Madrid. Pensaba tomar la capital hacia finales de octubre, cuando la preparación de las tropas estuviese completa. No albergaba la intención de hacerlo después porque no estaban equipadas para resistir el invierno. Añadió:
Tenía información de que los soviéticos estaban preparando en el mar Negro una gran cantidad de envíos militares que llegarían a los puertos españoles del Mediterráneo hacia mitad de octubre y que abundantes suministros habían llegado recientemente de México.
Esta afirmación es extremadamente significativa. Adelantemos que los hechos ulteriores la corroboraron. Ahora bien, todavía a mitad de septiembre los soviéticos no estaban moviendo nada en el mar Negro, a no ser que se tratara de transportes de combustible. Franco podía jugar de farol o revelar información confidencial que hubiese obtenido por fuentes que, por desgracia, ignoro. Desde luego, no parecía estar excesivamente preocupado, según se desprende de su peculiar argumentación:
Para prevenir que ello ocurra […] confiaba mucho en poder utilizar el crucero Canarias tan pronto como fuera posible. […] Completaría pronto su dotación de armamento. Le pregunté si su tripulación estaría en condiciones de utilizar armas modernas. Me aseguró que no tenía la menor duda[8].
Era ser un tanto optimista. Por muy eficaz que fuese el Canarias es difícil que, por sí solo, hubiese podido interrumpir los eventuales suministros soviéticos. También en esto Franco hubo de depender de la ayuda generosa que le proporcionaron las potencias fascistas y, en particular, Italia. No lo ocultó en ningún momento. Sabía por el representante de los sublevados en Roma, almirante Magaz, que los italianos habían estado debatiendo acerca de la posibilidad de que sus submarinos cooperasen con la aviación en España para atacar y dejar fuera de combate a los barcos de guerra republicanos. Éstos molestaban las comunicaciones con Marruecos y aseguraban la lealtad de los puertos y ciudades de la costa al Gobierno de Madrid. Así, pues, Franco quedaría muy agradecido a Italia si tal ayuda pudiera realizarse tan pronto como fuese posible. Aquí se encuentra uno de los gérmenes de la idea que lanzó a los submarinos italianos, meses más tarde, contra los buques soviéticos y de otras nacionalidades que transportaban pertrechos y víveres para la República.
En resumen, a mitad de septiembre Franco se lanzaba a una escalada hacia la cúpula. Estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario. Incluso hasta reducir la presión sobre Madrid, a pesar de lo que consideraba inminente ayuda soviética a la República. El desvío hacia Toledo, que más adelante impuso, ha de interpretarse esencialmente no en clave militar, sino política. De Rossi se permitió sugerir, dado que tales planes eran ya objeto de consideración, si no sería mejor ponerlos en práctica enseguida, «con el fin de decidir rápidamente una lucha que, por razones de política internacional, pero sobre todo por la salvación de la propia España, no debería prolongarse demasiado». Esta frase reflejaba sin duda el deseo italiano de liquidar la intervención antes de que surgieran complicaciones. Para el cónsul la utilización de una gran fuerza no conllevaba muchos riesgos pues las unidades navales republicanas eran escasas y se encontraban muy desorganizadas tras la rebelión de sus tripulaciones.
Por el lado alemán, el teniente coronel de Estado Mayor Walter Warlimont (no general, como afirma De la Cierva, 2003, p. 482), quien se haría famoso durante la segunda guerra mundial, estaba ya acreditado ante Franco, aunque todavía de manera informal. Berlín no había tardado mucho en enviar a la zona rebelde personal militar de la más absoluta confianza y ello porque la intervención crecía casi automáticamente. Los aviones de caza disponibles recibieron repuestos y quedaron como nuevos. Hacia finales de septiembre llegaron diez aparatos más con media docena adicional de reserva. La escuadrilla nazi actuaba en todos los frentes. Franco recibió también artillería antiaérea pesada, técnicos en comunicaciones, especialistas de la Marina y los primeros contingentes del Ejército de Tierra. Se trataba de un grupo blindado con 41 tanques en dos compañías, una de transporte, piezas de artillería y 120 soldados. Al frente de los tanquistas figuraba el teniente coronel Wilhelm von Thoma. Las unidades de infantería estaban mandadas por el coronel de EM, y posterior agregado militar, barón Hans von Funck, que había sido ayudante del jefe del Ejército de Tierra, general Werner von Fritsch. Cerca de medio millar de soldados alemanes actuaban en la España rebelde. No eran muchos pero sí altamente cualificados (Merkes, pp. 67-69). Teniendo en cuenta los efectivos italianos cabría pensar que para entonces Franco disponía de, por lo menos, un millar de soldados de las potencias fascistas amén de un stock de armamento que crecía rápidamente. Al ya acumulado a finales de agosto, y que hemos indicado en el anterior capítulo, habría que añadir el chorro de septiembre. Se había configurado un proceso que sólo apuntaba en una dirección: hacia arriba.
Obsérvese que todo esto había ocurrido antes de que Stalin terminara de deshojar su propia margarita. Ello traducía la diferente dinámica de las intervenciones extranjeras: dados el dinamismo y la agresividad de las potencias descontentas con el estatu quo en las relaciones intraeuropeas, el conflicto español deparaba la posibilidad de obtener ganancias geopolíticas y geoestratégicas de cierta importancia. El caso no estaba tan claro desde el punto de vista de los intereses de seguridad soviéticos y no es de extrañar que, a la par que empezaban a hacerse algunos preparativos, Stalin procediera cautelosamente. El Gobierno republicano, por su parte, no podía hacer demasiado salvo invocar la necesidad de una ayuda política y de suministros que no encontraba ni en el Reino Unido ni en Francia (aunque algunos destellos sí había en esta última) y azuzar, en lo posible, para que la Unión Soviética saliera de su compás de espera.
Nada de esto corresponde a una reconstrucción abstracta a posteriori. Ya en la época abundaban las pruebas de la retracción franco-británica, de la cautela soviética y de la agresividad fascista. Los analistas militares británicos, por ejemplo, tenían muy claro que los italianos sólo iban a defender la no intervención de boquilla. Ni se adherían a sus principios ni lo harían tampoco en el futuro inmediato. En cuanto al balance de fuerzas, el informe número 3 del AIS indicó a mitad de septiembre que los republicanos disponían de unos 85 aparatos, de los cuales únicamente 13 bombarderos y 24 cazas eran de nivel moderno. En el caso de los sublevados las cifras ascendían a unos 107, 39 y 32, respectivamente. Por el lado gubernamental, la carencia de pilotos se hacía sentir agudamente. García Lacalle (pp. 23 y 124s) combina ambos elementos: con escasez de buenos pilotos, la superioridad de los Fiat 3-32, Heinkel 51 y Junkers 52 sobre los mal armados y con frecuencia viejos aviones republicanos iba haciéndose cada vez más evidente. Los británicos se fijaban en lo que hacían otros países. En el caso de Francia, no tenían evidencia alguna de que rompiera la no intervención. No se habían identificado pilotos o mecánicos franceses. De la Unión Soviética no se decía, por supuesto, una palabra. A finales de septiembre, el AIS recogía una elevación del nivel de eficacia en la gestión republicana de los asuntos militares y, significativamente, señalaba: «Esto presagia a su vez una resistencia mucho más enconada a las embestidas de los rebeldes que lo que generalmente se cree». La defensa de Madrid, afirmaron, dependería en gran medida de los flujos de suministro de material de guerra moderno. Si se recibía, la capacidad de aguante aumentaría considerablemente. Era una anticipación analítica que encontraría adecuada plasmación pocas semanas más tarde.
Los expertos del Reino Unido no dudaban en explicar en gran medida el rápido avance de los sublevados por la superioridad aérea de que disfrutaban. En el otro bando, una visita al frente del agregado militar norteamericano le había permitido comprobar un alto grado de «confusión, indisciplina y desmoralización» como consecuencia de los fuertes bombardeos a que se habían visto sometidas las fuerzas. En las operaciones transcurridas los sublevados habían hecho uso abundante de los aparatos que les suministraban las potencias fascistas. A modo de ilustración se ofrecía el siguiente estadillo:
REFLEXIONES EN MOSCÚ Y SOCHI.
En septiembre de 1936 fue poco a poco levantándose un clamor de entusiasmo. Si bien Franco había dado su paso al frente, la República dejó de estar sola. Según Castells (pp. 58s) parece ser que Rosenberg, tras el cambio de Gobierno en Madrid, sugirió la formación y envío a España de una fuerza bien organizada, con mandos adiestrados por la Comintern y provista de armas eficaces. De ser cierto, hubiera respondido a un análisis de la situación sobre el terreno pero que enganchaba con las reflexiones que ya en Moscú se habían iniciado a finales de agosto. Que tal informe, si existió, tuviera algún peso en las decisiones del 16 y 19 de septiembre de la IC, es verosímil. Enriquecería los preparativos que su Comité Ejecutivo ya había lanzado.
Lo importante, en nuestra opinión, es que el Gobierno republicano no tardó en tener constancia de que, con el apoyo de la URSS, estaba en preparación una ayuda internacional efectiva. Castells menciona un viaje del secretario general del PCF, Maurice Thorez, a España donde sostendría entrevistas con líderes políticos y militares republicanos y con los miembros de la embajada soviética. Otros documentos, utilizados por Serrano (p. 61), muestran que en el mes de septiembre André Marty estuvo también en Madrid. Evidencia documental exhumada por Skoutelsky (pp. 53s) indica que este último, apoyado por ciertos expertos (entre ellos Vital Gayman[9]), había puesto en marcha un plan en Moscú que comunicó a José Díaz, secretario general del PCE, y a Antonio Mije, enlace con el Ministerio de la Guerra. Lo que nos interesa es subrayar que hacia finales de septiembre, por uno u otro conducto, los líderes republicanos debieron de saber oficialmente acerca de la ayuda que estaba en vías de preparación. Conviene destacar este extremo porque, como veremos posteriormente, no supieron de antemano si y cuándo iban a arribar soldados y material soviéticos. Otra cosa es que, según ha revelado Serrano (p. 56), las llegadas de voluntarios a España fuesen muy limitadas. Entre el 11 de septiembre y el 10 de octubre, un período clave, atravesaron la frontera por Cerbère sólo unos 180.
Otro signo alentador lo dieron, por aquella época, los envíos de víveres, vestimenta y otra ayuda humanitaria. El primer barco que llegó a España (Alicante) fue el Neva el 25 de septiembre (ADAP, doc. 89[10]), seguido por el Kuban. No hay por qué dudar que los datos que el consejero de la embajada soviética en Londres, Samuel B. Kagan, dio al CNI en la reunión del 9 de octubre no correspondieran a la realidad[11], aunque los informantes de los diplomáticos alemanes, por ejemplo, se hicieran eco de que la carga disimulaba armamento[12]. En definitiva, en los últimos días de septiembre todo hace pensar que la República sabía que podía esperar ayuda de la Unión Soviética[13]. Incluso es posible que ya hubiera planteado la adquisición de camiones y sus juegos de repuesto. Pero nada se le había dicho, que sepamos, de suministros de material bélico. Es, pues, conveniente regresar a la escena moscovita y analizar cómo evolucionaba el proceso de deslizamiento tras la decisión de constituir las BI, porque Stalin no tardaría en dar su luz verde a la ayuda que había ido planeándose.
Es un tema objeto de tratamientos muy dispares. Para los historiadores comunistas, o de simpatías comunistas, el origen y desarrollo del apoyo directo soviético no plantea dificultades conceptuales. Siguiendo una tradición que se remonta a los tiempos de la guerra misma, les parece una manifestación de solidaridad inesquivable en la lucha contra el fascismo. Al lado opuesto hay otra literatura, nutrida de corrientes ideológicas más diversas pero que ofrece una interpretación absolutamente contraria. También echa, en parte, sus raíces en los tiempos de la guerra civil. Para anarquistas, trotskistas y poumistas (todos muy activos en la difusión de sus tesis en escritos y, sobre todo, vía internet), Stalin deseaba ahogar en sangre las posibilidades de emancipación auténtica del proletariado español, anulando la embriagante revolución que, impetuosa, se abría camino. Para los conservadores y la derecha, el dictador soviético aspiraba a crear en España un anticipo de lo que serían las democracias populares de la Europa central y oriental. En los tiempos de la guerra fría y de la confrontación ideológica y política entre los dos bloques ésta fue una fórmula que tuvo pleno éxito y que sigue encontrando sostenedores muy firmes. Entre ellos figuran en lugar destacado, y por derecho propio, Bolloten, Payne y, sobre todo, Radosh y sus colaboradores.
La demostración por encima de toda duda de estas segundas tesis es más difícil. Una argumentación relativamente reciente es de origen ruso y procede nada menos que de un general y de un coronel de lo que fue el Ejército Rojo. Ambos afirmaron, en los años de júbilo en Occidente posteriores al colapso de la Unión Soviética, que «a juzgar por los numerosos documentos que hemos examinado, Stalin empezó a ver en el Gobierno español una especie de rama del Gobierno soviético obediente a los dictados de Moscú. Por ejemplo, a finales de 1937, cuando en una reunión del Politburó se debatió la situación española se aprobó una amplia directiva para dar a los españoles. Entre otras cosas abarcaba la necesidad de expulsar del ejército a los traidores y saboteadores, tomar medidas para movilizar la industria de cara a la producción con fines militares y limpiar la retaguardia de agentes y espías fascistas», amén de otras medidas relacionadas con la agricultura, la propaganda, etc. etc. (Sarin y Dvoretsky, p. 4[14]).
Por la reconstrucción efectuada en capítulos anteriores habrá podido colegirse que la dinámica que condujo a la ayuda soviética siguió un proceso de aceleración paulatina. Esto se sabe desde hace tiempo. Quizá no se acentúe como se debiera que fue muy diferente, en este aspecto crucial, de la alemana o de la italiana, rápidas, inmediatas, oportunistas e imaginativas. Subsisten, eso sí, grandes discrepancias entre los historiadores en cuanto a las razones del lento proceso decisorio soviético. Para quien esto escribe es claro que la dinámica se puso en marcha en fecha muy temprana, muchísimo antes de lo que ha solido indicarse en la literatura, aunque de forma diferente a los mitos amamantados durante el franquismo. Tal dinámica fue generando poco a poco mayor velocidad pero Stalin siempre mantuvo la posibilidad de retraerse, de corregirse, de pararse. Nada de esto se produjo. ¿Por qué?
Creemos que no deben subestimarse dos fenómenos esenciales y en cuyo sustrato es preciso detenerse con algún detenimiento. En primer lugar, la comprobación ad nauseam de que las potencias fascistas habían continuado en España con su política agresiva. Si bien las opiniones en Moscú podían divergir en cuanto a la etiología es verosímil que el abanico no fuera muy amplio, porque al fin y al cabo casi todos los decidores estaban de acuerdo en que el fascismo, al menos en su vertiente germana, representaba una amenaza para la seguridad de la Unión Soviética. El problema era cómo lidiar con su agresividad en términos operativos y, sobre todo, qué hacer en el caso de España. En segundo lugar, la guerra civil provocó una gran efervescencia en la opinión mundial de izquierdas. Una parte de ella obedecía, ciertamente, a las campañas desarrolladas por los propios partidos comunistas. Otra no. La combinación de ambos fenómenos afectaba, sin embargo, de manera crucial a dos dimensiones esenciales de la política soviética: los esfuerzos por robustecer el sistema de seguridad colectiva (es decir, esencialmente de contención del Tercer Reich) en las mejores condiciones posibles para la URSS y la autoconcepción de ésta como líder de la izquierda internacional. Eran dos dimensiones en las que existían enfoques contrapuestos[15].
Litvinov y el NKID abogaron por no interferir en España. Aspiraban a impulsar una dinámica que, tras el pacto franco-soviético de 1935, condujera a Francia y, por ende, al Reino Unido a establecer un valladar contra los designios expansionistas que atribuían, con razón, a Hitler. Tal actitud está hoy, por fortuna, perfectamente documentada. En una carta a Maisky, embajador en Londres y representante en el CNI, del 25 de junio de 1937 (y a la que éste, prudentemente, no alude en sus memorias, como no lo hace en general con las instrucciones que recibía), Litvinov no ocultó que la decisión de intervenir le parecía desafortunada.
Si hubiéramos permanecido al margen de la guerra civil el resultado cierto de esta postura hubiese sido un reforzamiento de nuestros vínculos con Gran Bretaña y Francia. Se hubiera dado un paso hacia adelante a favor de una combinación anglo-franco-soviética que hubiera sido de considerable importancia para consolidar las fuerzas amantes de la paz en la coyuntura de un período pre-bélico (Dullin, 2004, p. 130).
Esto es dudoso. Litvinov, anglófilo convencido, casado con una inglesa, con gran experiencia del Reino Unido, no tenía suficientemente en cuenta la animadversión profunda que reinaba en los círculos gobernantes británicos en contra de un rapprochement hacia la Unión Soviética. La actitud del comisario y del NKID reflejaba, en buena medida, una postura defensiva que interpretaba correctamente la hostilidad que Hitler albergaba hacia la Unión Soviética. De hecho, Krestinsky se la había comunicado con claridad al embajador soviético en Berlín (Pons, p. 45).
Al comisario de Asuntos Exteriores le bailaban ante los ojos dos ideas. Dado que los pactos con Francia (y Checoslovaquia) eran, al fin y a la postre, inadecuados porque carecían de un componente militar, la primera estribaba en inducir un acuerdo de esta índole con el Frente Popular francés (Dullin, 2001, p. 152). La segunda apuntaba hacia un «gran bloque defensivo» formado por la Unión Soviética, Francia, Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia y Turquía que pudiese inducir a Hitler a retroceder. Era posible, pensaba, que generase cierto respeto en el Reino Unido y en Italia, incluso aun cuando no lo firmaran. Era verosímil que Polonia se adhiriese. Sólo Hungría se alinearía con Alemania. Tal coalición era tanto más urgente cuanto que los pasos que Hitler estaba dando tendían, a su vez, a aislar a la Unión Soviética (Pons, p. 46). Ciertamente era lo que ocurría con Italia[16]. La idea, sin embargo, fue desestimada por el Politburó. En este contexto se produjo la decisión de Stalin de ayudar a la lejana República española.
En cuidado lenguaje, Litvinov había espejeado esta posibilidad en el telegrama a Rosenberg de 4 de septiembre, un documento fundamental[17], y en el que también le reconvino por su ingerencia en la política interna española. Según el comisario la ayuda al Gobierno español se había discutido en innumerables ocasiones tras la marcha del embajador y se había llegado a la conclusión de que no era posible enviar nada. Era preciso que los españoles comprendieran que, debido a la lejanía, la carencia soviética de fusiles y cartuchos de los calibres que se necesitaban en España y los riesgos de que los sublevados interceptaran los transportes, las posibilidades eran muy limitadas.
Se trataba de consideraciones pragmáticas que terminaron dejándose de lado. Litvinov utilizó una argumentación que desde el primer momento se había abierto camino en el NKID. Según ella una eventual ayuda soviética podría servir de pretexto a Alemania e Italia para organizar una intervención abierta y enviar suministros a los sublevados, alcanzando unas dimensiones que Moscú no tendría posibilidades de igualar. Las potencias fascistas podían enviar armamento bajo protección. La Unión Soviética, no. Estaban más cerca y en comparación con la ayuda que pudiera proporcionarse al Gobierno, los sublevados recibirían mucho más. Era inevitable que ello empeorase la situación de las tropas gubernamentales.
Tenía toda la razón y ello permite intuir que, al menos en este aspecto, sus apuntes no andaban desencaminados. El comisario desgranó su argumento subrayando que en Moscú se entendía perfectamente que los sublevados ya recibían ayuda de sus amigos del extranjero, aunque tenía que realizarse de manera subrepticia por lo que su amplitud, indudablemente, no era grande. Consciente de las discusiones en Moscú, Litvinov añadió, no obstante, que si se demostrara fehacientemente que a pesar de las declaraciones de no intervención las potencias fascistas seguían prestando ayuda a los sublevados cabría modificar la posición y ejercer influencia sobre el Gobierno francés. Éste era, en efecto, el que tenía más posibilidades de ayudar a la República que todos los demás países europeos juntos[18]. En esto el jefe del NKID era premonitorio.
Litvinov señaló que las noticias de prensa sobre los suministros a los sublevados no equivalían a una prueba formal. La detección de cualquier tipo de aviones de marca alemana o italiana, o incluso de pilotos, tampoco podía servir como prueba de una violación de la no intervención ya que los culpables siempre podrían afirmar que los aviones o los pilotos habían sido enviados antes de que entrara en efecto. Era en el CNI donde cabía exponer todo tipo de quejas relacionadas, basadas en evidencia indiscutible y testimonios imparciales. De ello da la impresión que Litvinov confiaba en él, por lo menos al principio.
No extraña por ello que los apuntes del comisario indiquen que el Politburó había discutido extensamente la actitud a tomar. Más adelante contienen valoraciones que, por desgracia, todavía no he visto documentadas. Según tal fuente, Stalin se inclinaba hacia una política de completa neutralidad. Molotov se oponía y Vorochilov le apoyaba. De ser ello cierto, significaría, ni más ni menos, que en un principio no hubo una línea unívoca, que Stalin dejó que revoletearan bastantes ideas (aunque no tardasen en aflorar las que preconizaban una acción de apoyo directo) y que es difícil que no surgieran las consecuencias verosímiles sobre el acercamiento soviético a Francia, la posición de ésta, su debilitamiento estratégico caso de que triunfase la sublevación apoyada por las potencias fascistas y la aspiración a robustecer (aunque en términos propicios al Kremlin) la política de seguridad colectiva. Ahora bien, después de la primera reunión del CNI las posturas cambiaron. Entonces Molotov solicitó que se enviara ayuda a Largo Caballero en la primera ocasión, aunque en Moscú no se tenía mucha confianza en él. ¿Qué había pasado? Lo que había pasado es que Stalin, desde Sochi, había empezado a dar comienzo a su propio giro, que Molotov se plegaba rápidamente y que las solemnes declaraciones de no intervención se revelaban como un auténtico fracaso.
ESTRATEGIA E IDEOLOGÍA EN LA DECISIÓN ESTALINIANA.
En las reflexiones que Stalin fue madurando en Sochi hubieron de pesar consideraciones geoestratégicas y geopolíticas[19] que algunos autores, como por ejemplo Smyth, acentúan muy particularmente. Si España se hundía en manos del fascismo, ello representaría un peligro para Francia y Francia constituía el primer eslabón de la cadena que debía cercar las ansias expansionistas del Tercer Reich[20]. Ni que decir tiene que en tal supuesto Hitler se vería inducido a llevar a cabo una política más agresiva[21]. Ésta, tarde o temprano, se dirigiría en contra de la URSS. Como se observa por el análisis de la política soviética efectuado por la embajada británica en Moscú, y que reproducimos en el apéndice documental, la relación de la URSS con Francia es algo que, al interpretar la postura soviética, parecía esencial a los diplomáticos del Reino Unido al situarse en el punto de vista del Kremlin. Si Francia se veía en peligro, la estrategia de seguridad soviética que en 1936 pivotaba sobre Francia se vería amenazada. Era un escenario que cabía contener: el tenor de los informes que verosímilmente estuvieron sobre la mesa de trabajo de Stalin en Sochi coincidían en numerosos aspectos. Dos de ellos eran esenciales: en primer lugar, que la República no tenía necesariamente perdida la partida; en segundo lugar, que una eventual victoria era sólo posible si se reequilibraban los sustanciales apoyos materiales que prestaban a los sublevados las potencias fascistas.
Ahora bien, si el elemento político-estratégico dominó la decisión de Stalin ello no significa que no hubiese otros[22]. El dictador soviético tenía preocupaciones adicionales muy básicas en los meses de agosto y septiembre de 1936. Había lanzado un combate sin cuartel contra el desviacionismo trotskista. Su implicación personal, directa, inmediata y continuada en la dinámica que condujo a la ejecución de Kamenev, Zinoviev[23] y restantes coacusados, punta del iceberg de la bautizada «facción zinovievista-trotskista», está documentada con toda minuciosidad. Es algo que no se les escapaba a los funcionarios de la Comintern. En el informe de Chubin de 7 de agosto, que ya hemos mencionado, una gran parte se dedicó al movimiento trotskista y a su relación con los acontecimientos de España. El autor destacó como factor relevante el que los trotskistas en Francia se hubiesen apresurado a señalar que ya ellos habían previsto la evolución que seguiría la situación española. La rebelión, en particular, había sido preparada por los errores y equivocaciones del Frente Popular y no sería la República burguesa la que salvara a España sino la revolución proletaria. En esta perspectiva, parece que la impresión que de ello se desprendía era que España constituía un campo abonado para el éxito de las tesis y predicciones trotskistas. No es algo que en Moscú pudiera contemplarse con serenidad. ¿Qué hacer? Chubin sugería tres alternativas: ignorar a un movimiento cuya influencia era muy reducida pero esto no resultaba conveniente porque los trotskistas aprovecharían todas las ocasiones posibles para esparcir sus provocaciones; hacer frente a sus puntos de vista contrarrevolucionarios en Francia y España sin conectar tal acción con la Unión Soviética. Tampoco esto parecía correcto teniendo en cuenta la penetración del trotskismo en las filas anarquistas, como se demostraba en Barcelona. Finalmente, había que considerar las posiciones trotskistas en ambos países desde el punto de vista de su relación con el Gobierno soviético y los intentos por derrumbarlo, lo cual equivalía a querer derrotar a la Unión Soviética en su lucha contra el imperialismo. Era, afirmó, la única vía adecuada para la acción.
No cabe, pues, descartar la perspectiva ideológica como reflejo de un análisis que no carecía de elementos paranoicos. En Sochi, cuando el 6 de septiembre Stalin inició el giro de su política hacia España, dio a conocer sus propias impresiones a Kaganovich sobre la forma en que Pravda hubiera debido tratar y explicar el juicio contra la facción «zinovievista-trotskista» y que no hizo. Los ejecutados albergaban, según él, las más aviesas intenciones y eran reos del mayor pecado posible en la jerarquía de la repugnancia soviética: «la derrota del socialismo en la URSS y la restauración del capitalismo». La pugna contra,
Stalin, Vorochilov, Molotov […] y otros es una lucha contra los sóviets, contra la colectivización, contra la industrialización […] Porque Stalin y los demás dirigentes no son individuos aislados sino la personificación de todas las victorias del socialismo en la URSS, la personificación de la colectivización, de la industrialización y del florecimiento de la cultura, es decir, la personificación de los esfuerzos de trabajadores, campesinos y de la intelligentsia trabajadora en pos de la derrota del capitalismo y del triunfo del socialismo (R. W. Davies et al., pp. 349s).
Al nivel del jefe supremo no cabe menospreciar este tipo de afirmaciones y autores que han estudiado al Stalin de aquella época, tal es el caso de Chinsky, se han cuidado mucho de no hacerlo. Son afirmaciones que permiten, subraya (p. 122), aquilatar el peso de la ideología en la práctica política estaliniana. Es evidente que Stalin quería que su primera gran purga política se percibiera desde el punto de vista que, con gran precisión, desarrollaba ante Kaganovich. Lo había echado de menos en Pravda y lo lamentaba. Se había perdido, afirmó, una gran oportunidad. Tampoco se trataba de meras elucubraciones teóricas. El 11 de septiembre Stalin aceptó la sugerencia de expulsión del comisario del pueblo adjunto para la Industria Pesada, a pesar de que éste había participado con otros «sospechosos» pocas semanas antes en una campaña de prensa denunciando a zinovievistas y trotskistas y solicitando la ejecución de los acusados. En la reunión del presidium de la Comintern del 16 una de las cuestiones más importantes había estribado en identificar las lecciones que cabía extraer del juicio de cara a los partidos comunistas y al movimiento obrero internacional (Banac, p. 33). No menos significativo es que poco más tarde, el 25 de septiembre, Stalin ordenase la remoción de Yagoda de su puesto de comisario del pueblo para los Asuntos de Interior y que lo sustituyera un hombre incluso más terrible, Nikolai I. Yezhov, quien rápidamente se convirtió en su mano derecha para el lanzamiento de una campaña masiva de purgas y de terror. En rápida escalada, el 29 de septiembre, el mismo día en que el Politburó aprobó formalmente el envío de suministros militares a España, Stalin firmó el decreto sobre «los elementos contrarrevolucionarios trotskistas y zinovievistas», que apuntaba pura y simplemente a la destrucción total de los mismos (Khlevniuk, 1995, p. 159).
La discusión ideológica discurría en la misma línea. En los debates del presidium de la Comintern pocos días antes, Palmiro Togliatti (uno de los hombres importantes de Stalin en España en el futuro) se había basado en el diagnóstico de Dimitrov de que la lucha contra el trotskismo era un componente integral del antifascismo. Togliatti, para su eterna vergüenza, fue más allá: según ha recordado Pons, el trotskismo no podía considerarse como una corriente dentro del movimiento obrero. Se había convertido, ni más ni menos, en la vanguardia de la contrarrevolución y no cabía combatirlo centrándose en grupos aislados. Era preciso purgar de manera drástica a los agentes de los enemigos de clase incrustados dentro del movimiento proletario.
Éste era, pues, el ambiente que flotaba en el Politburó, en el Sovnarkom y en la Comintern en el mes de septiembre de 1936. En una palabra, no es absurdo suponer que probablemente Stalin no deseara que, «desde la izquierda», pudieran reprochársele componendas con los agresores fascistas. En puridad, ningún aspecto significativo de la política comunista o de la política soviética de la época es entendible sin referencia a la acción contra el trotskismo. Añádase la noción, surgida en los primeros días de la guerra civil, de que la Unión Soviética no podía perder su liderazgo entre las masas antifascistas e izquierdistas. Para Claudín, que escribió muchos años más tarde, no era dable a la URSS eludir su deber de solidaridad activa con el pueblo español en armas a menos de perder su prestigio a los ojos del proletariado mundial.
Así, pues, se combinaban riesgos de variada naturaleza: estratégicos, políticos, ideológicos. Para los dirigentes moscovitas, en particular el pequeño grupo del que Stalin se había rodeado[24], la ideología no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Contaba y mucho. Y la decisión de Stalin de intervenir en España se produjo en un contexto de gran exacerbación ideológica. No es razonable pensar que esta segunda vertiente no tuviera efectos sobre la geoestratégica y geopolítica[25]. Es sobradamente conocido que Stalin analizaba todos los acontecimientos, incluso los más nimios, desde una óptica política. Avanzando, pues, en el análisis podría afirmarse que la extensión a España del combate y aniquilación de los «traidores trotskistas», o de los izquierdistas desviacionistas (esencialmente anarquistas), estaba pre-programada ya que era un correlato de la intervención. De aquí que un cuasi-exterminador de la NKVD, Orlov, se desplazase a España junto con un pequeño equipo mucho antes de que llegaran los contingentes soviéticos que debían ser protegidos de la contaminación de las malvadas ideas trotskistas[26].
En definitiva, la intervención en España, en septiembre de 1936, cumplía objetivamente, como gustaba de afirmarse en la jerga soviética, varias funciones de cierta trascendencia. No se trata de establecer un catálogo ni mucho menos de ordenarlas por su nivel de importancia. Esto último es posible hacerlo, con cierto grado de confianza, en el caso de Hitler y de Mussolini, pero no tanto en el de Stalin, faltos como estamos de fuentes directas sobre sus reflexiones en Sochi:
En este sentido cabría aducir que precisamente en las semanas siguientes a la decisión de Stalin se multiplicaron las detenciones como si las autoridades, señaló el agregado militar francés, quisieran persuadir a la opinión pública de que los detenidos estaban en connivencia con organizaciones extranjeras, hostiles al Estado soviético. Altos cargos militares, aunque no tan conocidos como los que caerían víctimas de las purgas en los años siguientes, figuraban entre ellos, amén de numerosos comunistas extranjeros, particularmente alemanes[28].
Abundan los autores para quienes las vacilaciones de Stalin se explican por la necesidad de combinar dos tensiones contrapuestas: ayudar por un lado a la República sin alienarse por ello el cortejeo de las potencias democráticas ni antagonizar demasiado por otro al Tercer Reich[29]. Ahora bien, al filo del desencadenamiento de la gran oleada de terror, no había ninguna otra medida que cumpliera de forma simultánea toda una serie de funciones en las que se mezclaban, inextricablemente, consideraciones estratégicas, de política exterior y de ideología, en la única «versión» permisible a la que ya tendía el sistema estalinista. A ellas se añadirían rápidamente otras, en parte ligadas a la lucha sin cuartel que Stalin emprendía contra todos los desviacionismos, a su «izquierda» y a su «derecha», o relacionadas con las experiencias bélicas que pudieran hacerse en los lejanos campos de España combatiendo al temido agresor nazi[30]. Éste es un escenario algo más complejo que el que consiste en hipertrofiar la noción de que lo que Stalin persiguió desde el primer momento era establecer una base que apoyara la constitución en España de un remedo de república popular avant la lettre[31]. La política soviética hacia la guerra civil evolucionó en el tiempo, como también lo hizo la política nazi. Sólo la italiana se enlodó en el avispero español sin encontrar ni nuevas motivaciones ni nuevas alternativas.