Cambios en Madrid, movimiento en Sochi
EL GOLPE DE ESTADO se transformó en un dilatado conflicto a causa, entre otras, de las tendencias identificadas en el primer capítulo. Todas empezaron a exhibir sus potencialidades en septiembre de 1936 y lo hicieron simultáneamente. Las más novedosas fueron las vinculadas al encuadramiento exterior. Pero sólo dejaron sentir todos sus efectos deletéreos en conjunción con las internas. Estas últimas se resumen brevemente: en seis semanas de sangrienta pugna los sublevados se habían esparcido sobre una gran extensión del territorio. Habían reajustado a su favor el balance inicial de fuerzas gracias a la captura de una porción no desdeñable del equipamiento republicano y al control sobre una amplia gama adicional de recursos naturales y humanos. A finales de agosto disponían de una base sólida, estaban pletóricos de moral y habían visto fundirse las débiles resistencias ante sus arremetidas. Jugaba en la misma dirección el que en el lado del Gobierno de Madrid las fuerzas armadas no lograban rehacerse y que la revolución —con sus secuelas de profunda alteración de las condiciones económicas, políticas y sociales— se había disparado, disipando fuerzas y energías que hubieran debido encauzarse hacia el esfuerzo bélico.
UN GOBIERNO PARA LUCHAR CONTRA EL FASCISMO.
El Gobierno que, presidido por Francisco Largo Caballero, se constituyó el 4 de septiembre marcó un hito en la evolución política de la España republicana[1]. Al lado de Izquierda Republicana y de Unión Republicana, del PNV y de Esquerra Republicana de Catalunya, el nuevo gabinete se apoyaba en socialistas y comunistas. Daba cabida así a un amplio segmento de las fuerzas políticas y sociales más activas en la encogida España en que todavía ondeaba la enseña tricolor. Sólo faltaban los anarquistas, muchos de los cuales eran reacios a participar en las tareas y responsabilidades gubernamentales. Tardaron en hacerlo dos meses. Los prolegómenos de la participación comunista, la primera en un Gobierno español, los han documentado convincentemente Elorza y Bizcarrondo (pp. 307ss). Chocaba con las instrucciones que en su momento había visado Stalin y los comunistas se negaron en un principio[2]. La primera actuación estribó en enviar una delegación de alto nivel, compuesta por Maurice Thorez, André Marty y Jacques Duclos, dirigentes del PCF, para que se entrevistaran con Largo Caballero y los responsables de la CNT/FAI. Debían explicarles que era imposible adoptar medidas de corte socialista (y mucho menos comunista) y que, por el contrario, había que centrarse en conducir hasta su conclusión lógica la revolución democrática y aplastar la «contrarrevolución fascista». No podían llevarse a cabo inmediatamente medidas en España que pudieran ser un pretexto para la intervención extranjera o la capitulación del Gobierno francés.
Algo más tarde, la cuestión de la participación del PCE se discutió el 2 de septiembre al más alto nivel en el Kremlin entre Molotov, Kaganovich, Vorochilov y Ordjonikidze, quienes recabaron por teléfono la opinión, obviamente determinante, del propio Stalin. Por fin se decidió aceptar la incorporación de dos ministros, en el marco de un Gobierno de defensa nacional, que Giral continuaría presidiendo. Esto último es, en nuestra opinión, lo más significativo. Stalin deseaba que el Gobierno de Madrid siguiera dirigido por un auténtico republicano como era Giral, a pesar de que desde el punto de vista de las condiciones locales ello parecía harto inverosímil. En la reunión también se abordó la ayuda a España[3]. Aunque no conocemos la documentación que los dirigentes soviéticos tuvieran sobre la mesa, es improbable que en ella no figurase el tercer informe del GRU, que Uritsky había elevado a Vorochilov la víspera y que también se debía a Yolk.
Este informe reconocía que para el Gobierno la situación en los frentes continuaba siendo muy tensa. Los esfuerzos destinados a liquidar los puntos de apoyo de los sublevados en Zaragoza, Teruel, Córdoba, Granada y Oviedo no habían tenido éxito. Tampoco se confirmaba la toma de Segovia por los republicanos. En el frente occidental surgía una constelación peligrosa. Yagüe había iniciado la marcha hacia Toledo, donde aguantaba el Alcázar. Desde Cáceres se avanzaba sobre Madrid. El frente estaba ya a unos 120-140 kilómetros de la capital. En la zona minero-industrial de Río Tinto los focos de resistencia habían sido aplastados. La aviación sublevada reforzaba su actividad. Para el Gobierno la situación se complicaba porque no había sido todavía capaz de establecer la unidad de mando. No había planes operativos. En la práctica no funcionaba el EM. La escasez de cuadros se agudizaba. Faltaban pilotos y artilleros, fusiles, ametralladoras, piezas de artillería. En las milicias populares había un fusil por cada tres soldados. «Por lo tanto, el gran entusiasmo de las masas y su disposición para la lucha contra los fascistas no pueden utilizarse en medida suficiente[4]».
En el plano político la situación no era mejor. En la retaguardia se acumulaban las dificultades debido, sobre todo, a la irresponsable actitud de los anarquistas. Sólo una parte se empeñaba en la lucha armada. Al amparo de la realización inmediata de la «revolución social» expropiaban, ocupaban las fábricas, intentaban lograr la «socialización» de la industria y frustraban los intentos gubernamentales por introducir orden en la actuación de las fuerzas republicanas. En Barcelona y Valencia se habían apoderado de transportes de combustible destinados a Madrid. En Barcelona entregaban la producción de algunas fábricas de material de guerra a sus propias milicias. Tampoco los socialistas proporcionaban suficiente apoyo al Gobierno. En este tercer informe, Yolk rendía, no obstante, tributo a los «grandes esfuerzos del partido comunista». Gracias a ellos se lograba conservar una cierta atmósfera de unidad, mantener la autoridad mínimamente, reforzar el frente y la retaguardia. El tono era ditirámbico:
El PCE se ha convertido, a juicio de todos, en la fuerza decisiva del Frente Popular. El Gobierno se dirige al CC solicitando consejos relacionados con los asuntos más importantes. Los ministros tienen consejeros comunistas. La defensa del Guadarrama se hizo gracias a la iniciativa y planificación del CC. El partido ha conquistado entre las masas una reputación de republicano fiel y activo. El número de afiliados ha crecido hasta llegar a las 140 000 personas.
Todo esto era exagerado pero quizá explique lo mucho que pesó en la reunión del Politburó la conveniencia de permitir la participación comunista en el Gobierno en formación[5].
Mientras tanto, los rebeldes avanzaban rápidamente en su estructuración política, institucional y militar a pasos agigantados. Era lógico: se encaminaban hacia un régimen militar, alejado lo más posible de los molestos constreñimientos de la política democrática. Estaban en posesión de la verdad única y se sentían dispuestos a imponerla por la sangre y la purificación a quienes no se sometían a sus dictados desde el primer momento (e incluso a quienes lo hacían). De aquí que, y no por paradoja, todos los que defendieron el orden republicano terminaron acusados de prestar auxilio a la rebelión. Frente a esta unidad de propósitos, informes de observadores no comunistas coincidían con el GRU en que del lado gubernamental la idea de un régimen fuerte no había hecho demasiados progresos[6]. Chocaban dos visiones: las de los partidarios de hacer la revolución y la de quienes deseaban prestar primordial atención a la tarea no pequeña de sostener —y ganar— la guerra[7].
En consecuencia, la idea que animó a Largo Caballero fue forjar la unidad antifascista. Como ha señalado Aróstegui (2003), a través de «una alianza de clases». Era el momento de impulsar «una estrecha colaboración entre un obrerismo reformista y unas fuerzas burguesas para salvar la República, aplazando para después […] la definición de proyectos sociales a más plazo ante la necesidad de vencer a la sublevación». El propio Largo Caballero (2003, pp2559-2961) no ocultó la estrategia que perseguía. Pocos días después de encargarse de la presidencia del Gobierno y de la cartera de Guerra[8]., en una entrevista con Koltsov declaró taxativamente:
Nuestro Gobierno representa a todas las fuerzas del pueblo, unidas en defensa de la patria contra el fascismo y sus cómplices. Nosotros constituimos un grupo dirigente, coherente, con una sólida finalidad: aplastar el fascismo. Nuestra tarea primordial consiste en asegurar la unidad del poder y del mando de las fuerzas…
Y, quince días más tarde, en la última sesión de las Cortes que se celebraría en Madrid, afirmó:
Todos nosotros, con diferentes ideologías, al constituir el Gobierno, renunciamos, de momento, a cuanto pudiera significar principios ideológicos, de tendencia de toda clase, para unirnos en una sola aspiración, que es común a todo el Gobierno: la de vencer al fascismo, en lucha contra España.
El guiño a las potencias democráticas occidentales fue evidente: «Tenemos el convencimiento de que, al luchar España por su libertad, no lucha sólo por la libertad de España: lucha por la libertad de España y por la libertad de Europa».
Aparatos alemanes habían participado unos días antes en los primeros bombardeos de Madrid. Habían arrojado octavillas que anunciaban la destrucción de la capital como represalia por los ataques gubernamentales a ciudades indefensas y —según afirmaban— en los cuales se habían utilizado gases. No era cierto. Pero, según contó a un colega alemán un mecánico español al servicio de Lufthansa, que conocía bien los aviones Junkers y el ruido característico de sus motores, no había duda de que se trataba de tales aparatos, que la técnica del ataque no había sido española y que de los residuos de las bombas caídas se desprendía sin lugar a dudas que se trataba de explosivos germanos. Si el mecánico se lo había contado al compañero alemán, es difícil no pensar que también se lo habría contado a las autoridades[9]. No era, pues, una exageración que éstas pensasen que las potencias fascistas estaban agrediendo a la República en connivencia con los sublevados[10]. Ahora bien, tras las declaraciones de lucha contra el fascismo latía igualmente una experiencia histórica. Los partidos de izquierda habían sido triturados en Italia y Alemania. Se les había amedrentado a cañonazos en Austria. Ahora tocaba el turno a España. Cabía argumentar que la intervención en la Península no se producía al azar y que seguía un plan[11]. De aquí que, al combatir al fascismo, la República no luchase sólo por la libertad española sino también por la de otros países europeos amenazados[12]. Añádase a ello una pizca de propaganda y la necesidad de conectar con la interpretación que la izquierda no española propalaba en Europa. El problema estribaba en cómo trasladar táctica y operativamente tal diagnóstico en un entorno reacio.
Para lograrlo Largo Caballero siguió tres pistas, a veces contradictorias. La primera no estribó, como hubiera podido pensarse, en restañar sinceramente las profundas divisiones que habían cuarteado al PSOE desde antes de las elecciones del Frente Popular. En el mes de mayo precedente (una eternidad) la facción caballerista se había opuesto a que Prieto asumiera la presidencia del Gobierno, quizá el error político más importante cometido por un partido de izquierdas en los meses de paz. Es más, había evocado la necesidad de proceder a una revolución socialista cuando ni tenía los medios para hacerlo ni un designio coherente. Largo Caballero, como ha argumentado Graham (2005b, pp. 82s), consagró, al menos teóricamente, la preeminencia de algunos de los postulados de la izquierda del PSOE. La segunda pista consistió en adaptar la noción de revolución a las exigencias que imponía el conflicto. Por último, mantuvo a Giral en el Gabinete como ministro sin cartera, lo cual facilitó la transmisión de información entre uno y otro equipo.
LA CRUCIAL CARTERA DE ESTADO.
En el plano externo, por su parte, era necesario continuar denunciando la no intervención y subrayar insistentemente la ayuda fascista a los militares sublevados; era preciso convencer a las potencias democráticas que apoyasen a la República; era indispensable estimular la cooperación que prestaba México; era obligado proseguir los esfuerzos de adquisición de armamentos y era fundamental obtener una ayuda de la Unión Soviética algo más que simbólica.
Augusto Barcia no podía continuar. Su gestión no había sido demasiado eficaz y el presidente de la República parece que sentía por él un gran desdén. En sus apuntes de memoria, se refirió a la «actitud pusilánime y encogida» del ministro y a su «vanidad presuntuosa». La crítica, aunque críptica, fue siempre dura: «vaguedad de pensamiento», «expresión oratoria y vacua», «no sé si comprendía bien algo», «incapaz de hacer comprender claramente nada», «nunca he entendido ningún asunto explicado por él», «facilísimo hacerle decir lo que se quisiera. Hacerlo ya era otra cosa»(Azaña, 1990, pp. 203 y 205). El presidente dudaba incluso de su republicanismo[13].
Largo Caballero tenía, al parecer, su propio candidato: su mentor en temas internacionales y responsable de su deriva ideológica hacia posiciones de una ultraizquierda más retórica que real. Se llamaba Luis Araquistáin[14]. Si así fue, Azaña le puso el veto. El presidente de la República conocía mejor que muchos otros la importancia de lo que estaba en juego. La retracción francesa le había herido en lo más profundo. No tardaría en anotar que la única salida posible era una mediación. Tampoco es de extrañar que en fecha tan temprana Azaña se diera cuenta de que la República no podría ganar la guerra porque, simplemente, las circunstancias internacionales no lo permitían. En tal contexto que Araquistáin pasase al Ministerio de Estado debió de constituir para Azaña un trapo rojo. Añadamos que, en nuestra opinión, no andaba equivocado.
Según las notas escritas posteriormente por José María Aguirre, secretario político de Largo Caballero, cuando éste se dirigió el 4 de septiembre al Palacio Nacional a presentar a Azaña la lista de un Gobierno republicano-socialista-sindicalista, en ella figuraba Araquistáin como ministro de Estado. Aguirre era el único acompañante del futuro presidente del Gobierno. Se habían desplazado desde el Ministerio de la Guerra, en donde se llevaron a cabo las gestiones y consultas previas, y era él quien había mecanografiado la lista de ministros. La audiencia con Azaña duró casi hora y media. Largo Caballero emergió indignado. «¡No hay todavía Gobierno!», declaró secamente. Un periodista testigo, amigo de Aguirre, le preguntó: «¿Cuándo vuelve usted, señor presidente?». La respuesta fue críptica: «Si vuelvo, esta tarde. Si no, tal vez declinaré el encargo por simple comunicación telefónica».
En el coche, Aguirre preguntó lo que había pasado. Azaña, respondió Largo Caballero, había vetado a Araquistáin lo que le había llevado inmediatamente a declinar el encargo de formar gobierno. El presidente de la República, sin embargo, le había suplicado que consultase con el interesado y que fuese él quien decidiese. Largo Caballero se había resistido. Según consignaría Aguirre, afirmó que Álvarez del Vayo era un agente soviético y que los rusos habían hecho presión sobre Azaña, como la habían hecho sobre él, para que se le confiara la cartera. De lo contrario, no enviarían armas. Sin ellas la guerra estaba perdida. Araquistáin se inclinó y argumentó que como Álvarez del Vayo no era muy listo lo rodearían. Él iría de embajador a París. Había que hacer lo imposible por no sucumbir.
El trasfondo de esta historia sólo podemos iluminarlo parcialmente gracias a la documentación soviética. Rosenberg informó a Moscú que había intentado influir en la composición del nuevo Gobierno. Por qué lo hizo está por demostrar. Fue la primera vez que dejó entrever ante sus superiores su carencia de tacto político. El resultado, sin embargo, fue que se granjeó una reprimenda por parte de su protector, el comisario de Asuntos Exteriores. Es una de las sorpresas que guardan los archivos rusos. El 4 de septiembre, Litvinov envió un telegrama rotundo en el que decía que habían provocado gran descontento en Moscú las noticias que Rosenberg había transmitido acerca de sus intentos de influir en la composición del Gobierno. El comisario aprovechó la ocasión para ordenarle en los más tajantes términos que de ninguna manera se mezclase en los asuntos internos españoles y que se abstuviese de actuar en materia de combinaciones gubernamentales. Eran, subrayó, un asunto de los españoles mismos.
Sin duda, Rosenberg no estaba solo en sus intentos de «inspirar» la situación porque Litvinov también se refirió en términos similares a la información transmitida por el agregado militar en la que había indicado su aspiración a inmiscuirse en los asuntos castrenses y, en definitiva, a «mandar». Las instancias competentes ya se habían ocupado de hacer llegar a Gorev las oportunas órdenes para que evitase tal tentación[15].
En otro orden de cosas menor, Litvinov envió un suave reproche a Rosenberg que no está exento de interés. En Moscú habían llamado la atención el laconismo y la falta de claridad de los mensajes cifrados que remitía el embajador. Ello también había generado cierto descontento que estaba plenamente justificado. El propio comisario no había podido comprender del todo una críptica insinuación hecha por Rosenberg entre el envío a la URSS de un embajador español y la posible designación de Del Vayo[16]. Estas faltas de claridad eran inadmisibles cuando se necesitaba una contestación urgente.
Es evidente, pues, que Rosenberg parecía comportarse como un embajador novato, quizá aterrado por la responsabilidad que se le había venido encima en un puesto de alto riesgo (al fin y al cabo sus telegramas estarían en la mira de Litvinov y del propio Stalin). Por otro lado, cualesquiera que fuesen sus maniobras en Madrid, y las del propio Gorev, no contaban con el respaldo de Moscú, ni en el NKID ni en el NKO. Es más, al informar de sus manejos a las respectivas centrales en ambos casos se rechazaron sus sugerencias. Dicho lo que antecede cabe evocar dos hipótesis. La primera es que, en el calor de la mini-crisis política, Rosenberg o Gorev dejaran caer, como por azar, el tema del suministro de armas (fintas más extrañas forman parte del repertorio diplomático habitual). En contra de ello milita el que, a finales de agosto o principios de septiembre, Stalin no estaba todavía preparado para dar el paso al frente en materia de suministros y esto es documentable de forma independiente. La segunda hipótesis es que Aguirre, simplemente, se inventó la idea del «chantaje», retrotrayendo a septiembre de 1936 alegaciones que se harían en el futuro. Al fin y al cabo, en sus notas se deslizaron dos gazapos sorprendentes. Largo Caballero, según las mismas, leyó hacia las 4.30 de la tarde la lista del nuevo Gobierno: «Estado, Julio Álvarez del Vayo; Marina, Indalecio Prieto; Justicia, Federico García Oliver…». El ministro de Justicia fue, por el contrario, Mariano Ruiz Funes (de Izquierda Republicana). García Oliver, anarquista, que no se llamaba Federico sino Juan, no entró en el Gobierno, en circunstancias dramáticas muy diferentes, hasta un mes más tarde y ello a pesar de las objeciones de Azaña. No cabe, pues, atribuir a priori demasiada credibilidad a la nota de Aguirre quien señalaría en ella que «soy el único superviviente de aquel triste episodio de forcejeo y de chantaje» y que «tal y como lo recuerdo, lo confío a Ramón, el hijo único de Luis Araquistáin[17]».
JUAN NEGRÍN ENTRA EN ESCENA.
Gracias a los recuerdos de Vidarte (pp. 481-485) se conocen algunos detalles que no deben pasarse por alto. Álvarez del Vayo, que en parte por sus proclividades comunistas no suele gozar de buena reputación en la historiografía, transmitió a Prieto el deseo de Largo Caballero de que la Comisión Ejecutiva del PSOE participara en el futuro Gobierno con tres ministros[18]. Había una condición: uno de ellos debía ser el propio Prieto quien se encargaría de la cartera de Marina y Aire, crucial en la medida en que para entonces el papel del arma aérea en las hostilidades estaba fuera de toda duda[19]. Si Prieto, su rival en la determinación de la estrategia socialista, no aceptaba, Largo Caballero no asumiría la responsabilidad gubernamental. Prieto y la Ejecutiva se inclinaron. El así conminado sugirió los otros dos nombres: Juan Negrín, para la cartera de Hacienda, y Anastasio de Gracia, para la de Trabajo (aunque luego terminó recabando en la de Industria y Comercio).
Parece ser que la Comisión Ejecutiva sugirió que fuese el mismo Prieto quien ocupase la cartera de Guerra. Vidarte afirma que la idea provino de alguno de sus miembros y que el propio Prieto la rechazó argumentando que Largo Caballero quería tal cartera para sí. Ello no obstante, Ramón Lamoneda, secretario general del PSOE, en una circular fechada en agosto de 1939, recordó que había sido la Ejecutiva misma quien había propuesto el nombre de Prieto para una cartera de Defensa unificada y que Largo Caballero rehusó. Según Lamoneda:
Caballero alegó —quizá con razón— que Prieto no era hombre amado por las milicias y que su innegable y universal pesimismo era un estorbo. No es la primera vez que un hombre es propuesto y rechazado para un cargo sin que se hunda el mundo. Desde luego, esas dos veces no se hundió[20].
Tiene importancia destacar que nada hace pensar que Negrín estuviese a la caza y captura de un sillón ministerial. Antes al contrario. Había tenido una carrera política relativamente discreta, aunque atendiendo a sus responsabilidades de manera ejemplar[21]. Se había especializado en temas financieros y contaba con alguna experiencia en gestión administrativa[22].
A Negrín la preselección no le hizo muy feliz. Vidarte y Lamoneda hubieron de emplearse a fondo para que aceptara. Zugazagoitia (p. 164) añade también a Jerónimo Bugeda y a Manuel Cordero. Ambos testimonios coinciden en que Negrín se negó en un principio a aceptar. Bugeda, en notas no publicadas, lo confirma. Zugazagoitia pone en los labios de Negrín una reacción inicial agria: «La constitución de ese Gobierno es peor que si hubiese caído Getafe en poder de Franco. No conozco mayor disparate, considerado nacional e internacionalmente».
«¿Es que se busca resueltamente que se pierda la guerra? ¿Se trata de un desafío a Europa?»[23].
La Comisión Ejecutiva visitó al nuevo presidente del Gobierno y se puso a su disposición. Largo Caballero lamentó las divergencias pasadas («nuestro partido fue y ha sido siempre un hervidero de pasiones, porque está compuesto de hombres libres») y los días perdidos por Casares Quiroga y Giral. Al enemigo se le había dado tiempo para «organizarse y recibir una poderosa ayuda de Portugal, Italia y Alemania en hombres, en artillería, en aviación. Nosotros carecemos de todo y tenemos que enfrentarnos a ellos con sólo el heroísmo de nuestros hombres. Francia se niega a cumplir sus compromisos con nosotros y la no intervención nos ahoga». Quizá a Largo Caballero le hubiera interesado conocer que en Moscú, en aquellos momentos, la situación en España se consideraba crítica y que ya se había decidido enviar a un agente a París para ayudar al PCF en materia de adquisición y transporte de armas y aviones con destino a España (Banac, p. 28[24]).
Negrín, muy lejos de la animosidad que más tarde, durante los años amargos de las derrotas continuas durante la guerra civil le demostró Largo Caballero, consagró un recuerdo emocionado a su memoria:
Requirió la prolongación de la lucha un cambio. Tomó las riendas quien frente al país representaba un espíritu combativo inquebrantable; quien por su arraigo profundo en amplios sectores del proletariado, del que procedía, significaba aliento y seguridad en el triunfo[25]; quien inspiraba la confianza necesaria para posibilitar se concentraran bajo una dirección y un mando único, indispensables para el éxito, los esfuerzos desperdigados, incoherentes y a veces antagónicos; quien, en fin, podía vincular a una función de Gobierno todas las tendencias en lucha, políticas y sindicales […] A todos esos cometidos se dio satisfacción. Y a otros más (Álvarez, p. 154[26]).
Para el ministro de Hacienda el centro de atención en aquellos momentos no podía ser otro que Francia, por razones que se expondrán seguidamente. Es más, Francia se encontraba también en el punto de mira del nuevo presidente. Hacia el 7 de septiembre, Negrín encomendó a Vidarte una misión reservada. Estaba en ciernes la conclusión de un contrato de compra de armas de gran importancia. Vidarte era fiscal del Tribunal de Cuentas, amén de abogado, y por consiguiente la persona indicada para ver lo que había detrás. Por su parte Largo Caballero deseaba saber por qué en el mitin gigantesco del velódromo de invierno del 3 de septiembre en París[27], en el que las masas enfebrecidas habían rugido su apoyo a favor de la República y su deseo de que se le enviaran todos los pertrechos necesarios, no habían hablado los socialistas Fernando de los Ríos y Luis Jiménez de Asúa o distinguidos republicanos como Marcelino Domingo. Le había chocado que la voz del Frente Popular la hubiese llevado Dolores Ibárruri, con cuya intervención estaba por lo demás plenamente de acuerdo. Una de las frases de Pasionaria estaría destinada a dar la vuelta al mundo («El pueblo español prefiere morir de pie a vivir de rodillas»: GRE, I, p. 316).
Lo que afloraba a la superficie no era, en definitiva, lo más sustantivo de la realidad de la República y de sus vitales contactos con París. Por su parte el nuevo presidente del consejo quería saber lo que había pasado con un convoy de armas que la Generalitat había proporcionado al Gobierno para el frente de Irún. Este convoy había hecho el trayecto hacia el oeste a través de Francia y los franceses no habían permitido su descarga en la frontera (Vidarte, pp. 485-486[28]). La toma de Irún dio pie a un observador francés, Roger Franco, a escribir una amarga carta al ministro Auriol. En ella señalaba que había presenciado la toma de la ciudad el 4 de septiembre y había visto que los republicanos carecían de armamento y munición, a pesar de que en los medios socialistas franceses se afirmara que se habían enviado en grandes cantidades. No era verdad, subrayó (CHAN: 552 AP, 22). La caída de la ciudad tuvo una gran importancia estratégica, ya que cerró la frontera e hizo que la República perdiera el contacto con Francia.
Todavía bajo el impacto de esta derrota[29], Negrín se había encontrado nada más llegar a Hacienda con que los funcionarios le tenían preparado para la firma un convenio entre el Tesoro y el Banco de España por el cual se autorizaba una nueva venta de metal amarillo por importe de 50,44 millones de pesetas oro. Era un convenio importante porque durante el Gobierno Giral y bajo la responsabilidad de Enrique Ramos sólo se habían firmado dos. Negrín se enteró entonces de las interioridades de la operación en curso que no era excesivamente complicada. Ello le puso en contacto inmediato con las complejidades de la política interior francesa y con el papel que desempeñaba en la compra de oro el ministro de Finanzas.
Que entre ambos se trabaron contactos urgentes puede inferirse de los recuerdos de Vidarte. Éste se entrevistó en París con Blum, Auriol y Moch. Planteó la cuestión de la descarga de armas detenidas en la frontera. Se le dieron seguridades de que se resolvería, ya que únicamente quedaba pendiente un permiso aduanero y las aduanas dependían de Auriol. Al día siguiente, sin embargo, la situación había cambiado. El EM consideraba que se trataba de un tráfico de armas que violaba el compromiso de no intervención. Es más, como ya hemos indicado, el embajador británico se había entrevistado con Delbos y advertido de las consecuencias de una eventual autorización[30]: el Reino Unido se consideraría desligado de todo compromiso en el caso de que Francia consintiera tal violación[31]. Blum se inclinó, no sin derramar algunas lágrimas ante el crimen que «todos estamos cometiendo con España». Largo Caballero había previsto tal actitud. Al encargar la gestión a Vidarte le había dicho:
Que no le vengan a usted con cuentos. No pueden ampararse en el Comité de No Intervención porque todavía ni siquiera se ha reunido. Además, explíqueles a aquellos amigos la ayuda que les están facilitando a los rebeldes Portugal, Italia y Alemania. ¡Que sean hombres y cumplan los compromisos que tenían con la República! Ya sé que le dirán que ellos también están expuestos a una guerra civil. ¡Que aprendan de nosotros y tomen sus precauciones! Que se fajen los pantalones, como nosotros, y no sean «caguetas[32]».
Auriol también se inclinó. Pero uno de los encargos de Negrín sí pudo efectuarlo. El ministro de Hacienda deseaba adquirir un contingente de fusiles, depositado en la isla de Oleron, sobrantes de los que utilizaba el cuerpo de aduanas francés. Es un tipo de armamento que se destinó a fortalecer el cuerpo de Carabineros, que rápidamente se expandió. Auriol se las apañó para que se entregaran al Gobierno republicano[33]. Es evidente que tales gestiones necesitaban de contactos previos y el episodio muestra que entre los dos ministros los hubo desde el primer momento[34]. El problema es que, como en tantas otras ocasiones, la base documental republicana ha desaparecido y la francesa todavía no se ha utilizado plenamente.
STALIN CURSA INSTRUCCIONES.
Mientras tanto, Stalin continuaba trabajando en la costa del mar Negro. Fue el último verano que tomó vacaciones. En los nueve años siguientes ya no abandonó Moscú. Su estancia en Sochi en 1936 fue importante por diversas razones. Había liquidado a sus primeros compañeros de la vieja guardia bolchevique y se disponía a lanzar una oleada de terror sin precedentes en la ya de por sí ensangrentada historia soviética. Tenía en mente otros temas tanto o más importantes que los acontecimientos de la lejana España, que de todas formas seguía asiduamente, al igual que lo hacía Mussolini.
Es indudable que los informes de la nueva embajada en Madrid, cuyo tenor por desgracia sigue siendo desconocido y que representan una obvia línea de investigación futura, se le remitirían a Sochi. Lo que sí cabe documentar, aparte de los análisis sobre la evolución que preparaba el GRU, son dos cosas; la primera que el 3 de septiembre la Comintern reconoció claramente que la situación en España era crítica y que había que enviar a algún agente para que ayudase al PCF en la tarea de comprar y transportar armas y aviones para la República (Banac, p. 28). La aceleración es obvia, porque la evolución española volvió a abordarse al día siguiente. Con todo, más importante fue que ya el día 6, inmediatamente después de la formación del nuevo Gobierno republicano, Stalin decidió aumentar su apuesta. Lo hizo de manera cautelosa. No se trataba aún de dar la cara, pero ya se movía con mayor rapidez. Si el tema de la ayuda se había abordado en el Politburó el 2 de septiembre (recordemos que las veces anteriores lo había sido el 28 y el 31 de agosto) cuatro días más tarde las reflexiones de Stalin apuntaron inequívocamente hacia un apoyo activo a la República[35].
El 6 de septiembre, en efecto, telegrafió a Kaganovich el siguiente mensaje:
Estaría bien vender a México 50 bombarderos de gran velocidad y que México los revenda inmediatamente a España. También podríamos escoger a una veintena de nuestros mejores pilotos para que participen en combate y al tiempo puedan entrenar a sus colegas en el manejo de esos aparatos. Piensa sobre este asunto pero con rapidez. Igualmente podríamos vender de la misma forma 20 000 fusiles, un millar de ametralladoras y unos 20 millones de balas. Lo que necesitamos es conocer los calibres (R. W. Davies et al., p. 351[36]).
Éste es un documento de una importancia excepcional. Stalin identificó con gran precisión el material a suministrar aunque desconocía cuestiones elementales (como los calibres), sin duda porque la documentación de que disponía en Sochi no las ilustraba. Sabía que México estaba actuando de pantalla para la República (aunque todavía en sus comienzos), que ésta necesitaba urgentemente material de aviación moderno y que los pilotos españoles debían entrenarse en los aparatos que se vendieran. No cabe pasar por alto que el número de aviones que tenía en mente era, en aquellos momentos, elevado.
Dado que los servicios de inteligencia soviéticos seguían, como hacían los británicos, el ritmo de envíos italianos y alemanes y tenían una idea del volumen de sus suministros (si bien exagerada), que Stalin ordenase que se estudiara el envío de cincuenta bombarderos de tecnología avanzada abre la puerta a una especulación inevitable. ¿Optó por fijar un volumen de suministros inferior al que le había comunicado el GRU (salvo que éste fuese objeto de revisión ulterior)? ¿Deseó, caso de haber obtenido datos más fidedignos, que la República estuviera en condiciones de contrabalancear el número de aviones que hasta entonces habían recibido los sublevados? Ambas preguntas no son inocentes y constituyen una pista para ulteriores investigaciones.
En este contexto, el cuarto informe del GRU, debido de nuevo a Yolk, puso de relieve dos grandes contrastes. Por un lado, las fuerzas del general Franco intentaban abrirse paso hacia Madrid. La resistencia republicana se endurecía en ocasiones pero los fracasos continuaban. Irún había caído. San Sebastián estaba amenazado. Según datos incompletos, en el frente central el Gobierno contaba con efectivos de hasta 25 000 personas y en el frente catalán hasta 20 000, pero los sublevados mandados por Mola ascendían a 40 o 50 000 personas y desde África, a disposición de Franco, se habían desplazado hasta 15 000. Más importante es que los «fascistas» contaban con el 80 por 100 de los oficiales del viejo ejército. Su situación no era demasiado boyante por dos circunstancias: muchos efectivos tenían que quedarse en la retaguardia para evitar y reprimir eventuales levantamientos de la población y porque las movilizaciones encontraban una sorda oposición. Estaban bien armados pero carecían de suficientes recursos humanos.
En el lado gubernamental, por el contrario, la amenaza contra Madrid seguía siendo real. El Gobierno había tomado medidas para organizar tanto el frente como la retaguardia y el PSOE y el PCE exigían la creación de un auténtico ejército centralizado. En las masas populares el entusiasmo no cejaba y se reforzaba la decisión de acabar con los sublevados. Con todo, la falta de disciplina de los anarquistas, la carencia de mando único y la indisciplina de la tropa eran factores negativos que explicaban por qué no había podido doblegarse la resistencia del Alcázar. Los anarquistas, en particular, se habían negado a ir al frente. De este tipo de análisis se desprendía, aunque Yolk no lo dijera, que la coyuntura era apropiada para intervenir porque, de lo contrario, todo hacía pensar que el destino de la República quedaría sellado. Sin embargo, el Gobierno contaba con medios para mantener la defensa. Así, pues, no extrañará que las órdenes de Stalin se estudiaran con toda celeridad y, por lo que cabe inferir de documentos un tanto disgregados, se llevaran a la práctica inmediatamente. Constituyeron la primera de las cuatro fórmulas a las que se atuvo la intervención activa soviética. La segunda consistió en el suministro de armamento usado utilizando dos vías complementarias: las compras en ciertos países europeos y el vaciado de los arsenales soviéticos. La tercera se reflejó en la creación de las BI. La cuarta y última se plasmó en las ventas directas de material si no de guerra al menos que podían utilizarse de cara al combate. Todas se contemplaron más o menos en el mismo lapso de tiempo y las decisiones formales se tomaron con una separación máxima de ocho o diez días entre las dos primeras y, a su vez, entre las dos últimas. Esto es acorde con lo que se sabe acerca del modo de proceder de Stalin.
Fue en este período cuando un barco tripulado por 41 marineros comunistas y anarquistas atracó en Batúm, en la costa georgiana. En él iban el diputado comunista por Málaga Cayetano Bolívar y otras dos personas[37]. Esta misión está envuelta en el misterio y desentrañarlo representa un auténtico desafío que, sin duda, acometerán otros historiadores. Querían combustible y armas. El 12 de septiembre se entrevistaron en Moscú con Palmiro Togliatti (conocido también por su sobrenombre de «Ercoli»), en el secretariado de la Comintern, y le solicitaron entre 18 000 y 20 000 fusiles amén de 500 ametralladoras y pertrechos. Nada hace pensar que siguieran en ello instrucciones del Gobierno de Largo Caballero[38], que sí debía conocer una gestión oficial de mucho más alto nivel y a la cual aludiremos posteriormente.
De las órdenes de Stalin a Kaganovich una parte era de fácil cumplimiento, por ejemplo el envío de pilotos, y se ejecutó sin dilaciones. Se sabe desde hace mucho tiempo que en el mes de septiembre partieron para España al menos tres pilotos de caza, nueve pilotos y navegantes de bombarderos y dos ingenieros (Solidarité, pp. 534-535). Los recuerdos de otro piloto, G. Prokofiev, apuntan en la misma dirección[39]. Cuando en algún momento de aquel mes llegó a Alcalá de Henares, conoció a los tres primeros, que ya habían realizado dos o tres vuelos de combate, y a la mayor parte de los restantes, entre los cuales había un italiano y un húngaro (pp. 366-369). Todavía entonces los famosos Dewoitine franceses seguían, al parecer, sin estar armados, lo cual es congruente con la información que Hidalgo de Cisneros había ofrecido días antes al encargado de negocios británico.
Prokofiev fue destinado a una escuadrilla en la que había búlgaros, checos, polacos, serbios y rusos blancos emigrados, aunque su núcleo fundamental estaba compuesto por españoles. Es obvio, pues, que no llegó en la primera hornada y probablemente lo hizo hacia finales de septiembre. Ello no es de extrañar. De cumplirse al pie de la letra las instrucciones de Stalin, la selección de pilotos debía llevar algún tiempo. Pero no se trataba tan sólo de aviadores. Un joven oficial, Alexander Rodimtsev, teniente de ametralladoras, que había solicitado repetidamente que se le permitiera ir a España, recibió el 12 de septiembre la autorización por parte de Uritsky, organizador de la ayuda a la República. Con Rodimtsev viajó otro oficial y en el tren, camino de Barcelona, se le presentó quien sería su inmediato superior en España, K. A. Meretskov, posteriormente mariscal de la Unión Soviética (Rodimtsev, pp. 11s y 19s).
Según García Lacalle (pp. 134ss), quien conoció a muchos de entre ellos, los pilotos de caza soviéticos eran, «más que buenos, excepcionales. Los habían escogido y seleccionado de escuadrillas destinadas en muy distintas ciudades. Algunos tenían experiencia de combate por haber actuado contra la aviación japonesa». Más adelante, después de la caída de Talavera de la Reina, llegaron pilotos de bombardeo que se vieron impedidos de hacer ataques de efectos destructores porque los aviones republicanos existentes, los Breguet, no estaban preparados para tal tipo de acciones. En cualquier caso, todo hace pensar que, como no podía por menos de ocurrir, las órdenes de Stalin se ejecutaron a rajatabla.
En lo que se refiere a los aviones, con gran diferencia la parte más sustantiva de las mismas, no he encontrado hasta ahora prueba documental de que las órdenes se llevasen a cabo de manera inmediata. Pero existen dos indicios de que al menos se intentó. Si México no era una clave interna (como lo fue más tarde) posiblemente los expertos soviéticos consideraron que una venta directa a este país encerraba riesgos. Las fuerzas aéreas mexicanas eran pequeñas. Según afirmó el comandante José Melendreras, uno de los militares republicanos que más adelante fueron a Estados Unidos y a México para adquirir armas, contaban con 30 aviones de reconocimiento Corsair de una aceleración máxima de 150 km/h y con nueve aviones «adaptados» que podían llegar a ella. No tenían bombarderos que valieran la pena (informe reproducido en Olaya Morales, p. 495). En estas condiciones, una operación que implicase la venta por parte de la URSS a México y la reventa desde México a España de 50 bombarderos modernos de alta velocidad no podía pasar desapercibida. Ahora bien, sí podría ocultarse si la venta se hacía a la República desde México. Ello significaba que los aviones no podían proceder de Europa, donde la no intervención hacía estragos y hubiera impedido que un pedido tan gigantesco permaneciera en secreto. La única fuente posible no situada en Europa pero próxima a México era Estados Unidos.
Hay un primer indicio que no se ha reflejado hasta ahora en la literatura. Merece la pena traerlo a colación, aun a sabiendas de que contiene un elevado grado de especulación. El tema es lo suficientemente importante como para no silenciarlo. Como en otras ocasiones, aquí se ofrece como una posible pista que futuros investigadores podrán confirmar o rechazar. El 8 de septiembre el embajador Gordón Ordás informó haber recibido una oferta de la empresa Henry Green & Co. (165 Broadway, Nueva York[40]) por 50 aviones de bombardeo a un precio de 50 000 dólares cada uno, con bombas de 300 libras a 600 dólares y cargadas con un nuevo explosivo con fuerza equivalente a 600 libras de TNT. La oferta comprendía también 5000 ametralladoras Thomson a 200 dólares, 400 ametralladoras francesas Hotchkiss de 8 mm a 575 dólares, amén de granadas de mano y otras municiones. Era una oferta enorme que, según dijeron al embajador, cabía ampliar a otros tipos de armamento[41]. No he encontrado documentación que pruebe que respondía a los deseos de Stalin pero la coincidencia en el número de aviones y la cercanía de fechas son, cuando menos, sospechosas. Era bastante difícil, por no decir imposible, que 50 bombarderos pudieran venderse así como así en el mercado negro, o menos negro, sin intervención de los poderes públicos. A no ser, claro está, que se tratara de un intento de fraude.
Más tarde el informe Melendreras identificó una oferta (o quizá la misma, repetida) hecha por un gángster (sic) por 50 aviones de bombardero Martin Bomber, armados, además de numeroso material de guerra adicional. La oferta se hizo (o reiteró) en México. Ésta sí parece coincidir con la que menciona Gordón Ordás y que maquilló convenientemente[42]. La operación se estudió en Madrid y el 5 de octubre Álvarez del Vayo informó al embajador que sólo interesaban los aviones pero no la totalidad sino únicamente la mitad. También le pidió que no mencionase nombres porque en Madrid se tenía el temor de que la cifra republicana era insegura (BJ066518). Las razones por las cuales la operación no prosperó no están claras. Melendreras afirmó que los fondos no llegaron, a pesar de que el precio era razonable. Según él, las autoridades madrileñas achacaron en parte el retraso a los impedimentos que interponían los bancos. Esto, como veremos en su momento, respondía a una realidad. En el supuesto de que hubiese habido una conexión soviética tras esta operación, no hubiera sido difícil montarla en un momento u otro. La URSS disponía, por ejemplo, en Nueva York de una poderosa organización comercial, la famosa Amtorg, controlada por los servicios de inteligencia[43]. Inducir una primera oferta a través de una empresa norteamericana, dejando para más tarde ulteriores precisiones, no debería haber sido demasiado complicado.
Quedan, finalmente, los rifles, las ametralladoras y el municionamiento. Las instrucciones al respecto no presentaban dificultad alguna y sería sorprendente que su ejecución hubiese llevado demasiado tiempo. La vinculación a través de México podía establecerse con facilidad. Ya se ha indicado que el embajador en Francia, Adalberto Tejeda, tenía órdenes directas de Cárdenas de comprar armas para la República. Hacia el 15 de septiembre Gordón Ordás lo reconfirmó. Tanto el presidente como el ministro de Asuntos Exteriores mexicanos le dijeron que su red diplomática estaba al servicio de la República, siempre y cuando las autoridades de los países en que se hicieran las compras no pidieran confirmación de que se trataba de material destinado para México porque su intención era la de responder con toda sinceridad. Dos autores, Ojeda (p. 180) y Howson, han detallado algunas de las adquisiciones efectuadas y no cabe descartar que entre ellas figurase armamento cuya venta encubierta correspondiese a las instrucciones de Stalin. Naturalmente, como ese tipo de suministros podía camuflarse con mayor facilidad y se superpuso a las compras que desesperadamente realizaban por entonces los agentes republicanos en el extranjero, no hay por qué pensar que, de forma necesaria, se realizara sólo a través de los canales mexicanos.
Se sabe desde hace tiempo que la primera gestión activa se puso en práctica de manera camuflada. Estribó en operaciones encubiertas para proporcionar armamento y municiones. Sólo parcialmente cabe levantar las brumas que todavía la rodean. La dio a conocer, al terminar la guerra civil, uno de los grandes desertores soviéticos, Walter G. Krivitsky[44]. Según relata, el 14 de septiembre tuvo lugar una conferencia en la Lubyanka, sede de la temida NKVD. Presidida por el comisario del pueblo de Interior y jefe de la misma, Yagoda, en ella estuvieron presentes algunos personajes que han aflorado o aflorarán en esta obra: el general Uritsky[45] y Abram Slutsky, jefe del INO. Debían establecer los preparativos para enviar agentes a la España republicana. Si bien Krivitsky no participó, ya que seguía camuflado en La Haya, Slutsky le relató al parecer lo que ocurrió. Pues bien, la presentación que hace Krivitsky de esta reunión, tan destacada en la literatura[46], no es demasiado afortunada. Si se produjo, debió de ser consecuencia operativa de otra, mucho más importante, que tuvo lugar con amplios objetivos y de la cual verosímilmente no le llegaron noticias pues de lo contrario la hubiese subrayado y acentuado lo más posible[47].
Esta reunión, que sí está documentada, se celebró en el Kremlin y los participantes fueron de muchísimo mayor nivel. Estuvo presidida por Molotov, como cabeza del Sovnarkom, es decir, del Consejo de Comisarios. Con él estuvieron el vicepresidente, Andrei Andreevich Andreev, y Kaganovich, amén de Mijail Abramovich Moskvin, del Comité Ejecutivo de la Comintern. La composición muestra, pues, en el más elevado grado posible las dos ramas esenciales del poder soviético, el Politburó y el Gobierno, sin dejar de lado, aunque en un escalón más bajo, a la Comintern[48]. También participaron Yagoda, Slutsky y Uritsky por lo que no cabe descartar que las noticias que llegaron a Krivitsky fueran tal vez un tanto sesgadas. Quizá en vez de haber dos reuniones tuvo lugar una sola[49].
Krivitsky sitúa en torno a tal fecha la decisión de Stalin (sic) de encomendarle que pusiera en marcha un sistema para adquirir armas y municiones con destino a España[50]. En consecuencia, afirma, a partir del 21 fue creando toda una red de empresas de export-import en París, Londres, Copenhague, Ámsterdam, Zurich, Varsovia, Praga, Bruselas y otras ciudades europeas. Su cometido era localizar material de guerra disponible que pudiera enviarse a España burlando la no intervención. Krivitsky identifica como fuentes importantes empresas francesas, polacas, holandesas, checoslovacas (Skoda) e incluso alemanas. No todo el material adquirido, admitió, era de primera calidad pero al menos podía utilizarse. Empezó a llegar a la España republicana hacia mitad de octubre. Howson ha pasado por un fino cendal tales afirmaciones y llegado a la conclusión (pp. 292-297) de que muchas de las que versan sobre el suministro de armas «son completamente falsas». Es imposible saber, añade, si se trata de un engaño debido al desertor mismo o al «negro» que contribuyó a las memorias.
Por desgracia, todavía se ignora bastante acerca de cómo funcionó el específico mecanismo de contrabando al que se refirió Dimitrov en su diario (entrada correspondiente al 14 de septiembre). Hay dos alternativas que no se excluyen: pudo haber operado por alguna de las vías a través de las cuales los agentes soviéticos empezaron a adquirir armamento en países de la Europa Central y que, por caminos más o menos circunspectos, hicieron más tarde llegar a España. O pudo haber entrado en contacto con el denominado Servicio de Adquisiciones Especiales que tendría un papel protagonista. En los informes de éste se identifican varios miembros del PCF. Éste es el enfoque que posiblemente funcionase en primer lugar, siguiendo las ideas de Krestinsky. Se conocen, eso sí, sus resultados. El 13 de diciembre de 1936 Vorochilov escribió a Stalin informándole acerca del volumen de material enviado a España desde puertos soviéticos y extranjeros. En este último caso se trataba de armas y municiones adquiridas en Checoslovaquia, Francia y Suiza y pagadas con fondos propios por un total aproximado de dos millones de dólares. En este documento, al cual ha aludido Howson (p. 159), no se menciona México pero ello no significa que no hubiese aparecido como adquirente en los documentos de compra.
Según la relación de Vorochilov tales adquisiciones versaron sobre fusiles (algo más de 60 000), fusiles ametralladores (un millar), ametralladoras pesadas (casi 2400) y balas de fusil (59 millones), todo de segunda mano. Se trataba, lógicamente, de material que no era demasiado pesado. No había tanques ni aviones ni artillería, es decir, los medios necesarios para una guerra moderna y que Franco había ido recibiendo de las potencias fascistas. El comisario de Defensa indicó que en la facturación se tomaron los precios europeos promedio a los que se dedujo entre un 10 y un 20 por 100 para evitar cualquier reproche. En el caso del material de segunda mano se añadió un descuento complementario de entre el 40 y el 50 por 100. Todo fue reparado y se envió en buen estado[51]. Es, pues, verosímil que en dicho documento se computen no sólo las adquisiciones directas hechas por los soviéticos sino también los envíos procedentes del vaciado de sus arsenales. Esta última operación plantea una serie de problemas especiales y a ella nos referiremos en el correspondiente contexto.
NACEN LAS BRIGADAS INTERNACIONALES.
La tercera fórmula por la que discurrió el proceso de deslizamiento tuvo como escenario la Comintern. El tema español se había convertido en ella en objeto de discusiones sin cuento. El 13 de septiembre Dimitrov consignó la melancólica reflexión de que el PCE no había cumplido bien su papel. El trabajo que realizaba estaba muy desorganizado. Uno de sus más altos cargos, André Marty, iba por su cuenta. Thorez, secretario general del PCF, se quejaba de él. Probablemente informó de que el PSOE quería descarrilar al Frente Popular y transferir sobre los comunistas la responsabilidad de la ruptura. Esto era, sin duda, exagerado pero debió de ser un factor que se consideraría de una u otra manera en las decisiones que iban a tomarse. La melancolía, en efecto, no cortocircuitó la acción.
El paso siguiente ha quedado prendido de la mitología de la guerra civil bajo la bandera de la solidaridad de la izquierda internacional hacia la causa republicana. Había mucho de verdad en ello. Sin embargo, la creación de las BI, porque de eso se trataba, ha de verse, en mi opinión, como un escalón más en el proceso de maduración del apoyo activo soviético a la República. Como ya hemos indicado, un embrión de fórmula a tal efecto lo había abordado el Politburó en su reunión del 28 de agosto. En este momento no se llegó a ninguna conclusión definitiva. Se trata no obstante de un antecedente que no cabe olvidar pues es difícil que no lo tuviera en cuenta el grupo de trabajo creado en Moscú para estudiar cómo poner en práctica las órdenes de Stalin. En cualquier caso, no era un paso que partiese de cero. Desde los primeros momentos de la guerra se habían incorporado a las milicias numerosos voluntarios extranjeros antifascistas. El golpe militar coincidió con la preparación en Barcelona de la Olimpiada Popular, la respuesta desde la izquierda a los Juegos Olímpicos que aquel año se celebraban en Berlín y que instrumentalizó sin ningún pudor la propaganda nazi. Algunos de los atletas llegados del extranjero se quedaron en España. También lo hicieron muchos curiosos, como Gerhart Wohlrath, que se incorporaron a pequeños grupos. Otros, generalmente comunistas, como Karl Jung y Albert Schreiner, pero también de diferentes formaciones políticas antifascistas (Golda Fridemann), empezaron a atravesar los Pirineos para ofrecer sus servicios a la República. Ésta, a su vez, contrataba a pilotos y a personal de vuelo a peso de oro. Hans Beimler, miembro del Comité Central del clandestino KPD, se desplazó inmediatamente a Barcelona. Allí estaban representantes de la plana mayor de la izquierda, entre ellos Willy Brandt y Max Diamant (Thalman, p. 108), amén de numerosos periodistas de todo el mundo.
También retornaron muchos españoles en el extranjero y su ejemplo cundió. Nada de ello puede considerarse como un refuerzo significativo en el plano militar, aunque sí en el ámbito de la moral y de la propaganda. Por ejemplo, a finales de agosto la famosa centuria Thälmann, que desfiló marcialmente por la Rambla de Cataluña, no contaba más de 82 voluntarios (Jagow, p. 72). El malogrado Carlos Serrano (pp. 56-58) encontró datos de la policía francesa que muestran que entre el 19 de julio y el 10 de septiembre los voluntarios que pasaron la frontera por Cerbère ascendieron a unos 1200. La exigüidad de las cifras habla por sí misma. Se trataba de voluntarios y aunque testimoniaban el compromiso de ciertos españoles radicados en el exterior y de extranjeros de izquierda, lo que menos necesitaban las milicias eran hombres. Lo que necesitaban eran cuadros y mandos que fuesen respetados o que se hicieran respetar. Éstos no vinieron.
Según la reconstrucción hecha por Skoutelsky (pp. 50-54), en los últimos días de agosto llegó a Madrid un peso pesado, Luigi Longo, quien se entrevistó con la plana mayor del PCE para discutir las posibilidades de reforzar una centuria italiana ya existente. Poco más tarde hizo acto de presencia Randolfo Pacciardi, dirigente del Partido Republicano Italiano, con el proyecto de formar algún tipo de unidad entre sus compatriotas desperdigados en las milicias. Pacciardi logró visitar a Prieto, favorable a la idea, aunque Largo Caballero se mostró al parecer reservado. El dato a retener es que para entonces ya había grupos más o menos inconexos de voluntarios extranjeros, decididos a aportar su grano de arena a la resistencia republicana. Entre los italianos figuraban, sin embargo, espías fascistas (Canali, pp. 249 y 755) que, a mayor abundamiento, se habían infiltrado en la FAI y en el POUM. Se trataba de una evolución de la que el régimen mussoliniano se prometía, sin duda, pingües dividendos.
Sobre este trasfondo, y una vez que comenzara la puesta en práctica de las órdenes cursadas por Stalin, tuvieron lugar las reuniones del presidium y del Comité Ejecutivo de la Comintern entre el 16 y el 19 de septiembre (Elorza/Bizcarrondo, pp. 322-324; Schauff, pp. 126130). Fueron precedidas por otra del secretariado en la que se estudió la situación internacional en relación con España. En las reuniones formales se adoptaron decisiones de gran importancia operativa. Una de las principales ideas, que no dejó de tener profunda influencia sobre la actividad comunista en España durante la guerra civil, fue la necesidad de concentrar todas las fuerzas populares en la lucha contra los rebeldes. También lo había dicho ya Largo Caballero. Era una propuesta lógica y la exigencia de la hora. El problema radicaba en su traducción a la práctica. Uno de los preconizadores de tal línea, Thorez, lo expuso sucintamente: «Un seul but: battre l’ennemi fasciste. Rassembler les plus larges masses dans ce but[52]».
Entre otras medidas el presidium se pronunció a favor de estrechar la acción conjunta con el PCF, la SFIO, el PCE y el PSOE, sin olvidar la Internacional Obrera Socialista. Esto iba también en la dirección correcta. De este enfoque general se derivaron dos grandes orientaciones operativas. En primer lugar, la necesidad de articular una fuerte campaña de solidaridad con la República en torno a directrices tales como la denuncia de la política alemana, italiana y portuguesa. No se trataba de nada novedoso porque, como veremos posteriormente, ya lo había dicho el Gobierno republicano un par de días antes. En segundo lugar, y esto fue mucho más significativo, la conveniencia de empezar a reclutar voluntarios entre la clase obrera de todos los países que contasen con experiencia militar y organizar el envío a España de obreros y técnicos cualificados. Esto fue, ni más ni menos, el acta de nacimiento de las BI, sobre las cuales existe abundante literatura.
Es preciso tener cuidado con las fechas y con el análisis de los elementos esenciales de la dinámica que acompañó a este movimiento hacia la ayuda activa soviética. Es obvio que quedan problemas que aclarar documentalmente, que sólo una investigación más detenida de los archivos rusos podría permitir (la documentación sobre las BI se conserva en el RGASPI[53]). Pero ello no significa desconocer que los contornos están, en mi opinión, bastante bien definidos. Esto es lo que permite abordar críticamente uno de los principios casi inconmovibles de numerosas historias escritas por los policías, periodistas y soldados al servicio del bando rebelde. Dicho principio estribó en presentar, o al menos interpretar, el giro de los sublevados hacia Berlín y Roma como la respuesta inesquivable, motivada por un sólido afán de autopreservación, a la intervención de la larga mano de Moscú en los acontecimientos de España o a las decisiones al respecto que habrían tomado inmediatamente después del 18 de julio los malvados bolcheviques. El añorado Southworth (2002) sometió este mito a devastadora crítica y en él no entraremos. Sí cabe, no obstante, añadir una consideración complementaria.
Durante muchos años, dado que los archivos soviéticos permanecieron cerrados a cal y canto, las fuentes franquistas o pro-franquistas crearon un mecanismo de autoalimentación que se mantuvo durante largo tiempo. A él hubo de recurrir, por ejemplo, Castells (p. 56), autor de una obra que desde tiempo constituye, por su solvencia, un referente esencial para el estudio de la problemática de las Brigadas[54] y del que algún autor ha plagiado más o menos descaradamente. El análisis diacrónico y documental desarrollado hasta el momento muestra que ni las interpretaciones ni las referencias franquistas son correctas. Es más, que incluso antes de septiembre ya discutió el Politburó la posibilidad de formar algún tipo de fuerza internacional. Pero es que decidir arropar a través de los mecanismos de la Comintern la canalización y estimulación sistemáticas de voluntarios hacia España no equivalía automáticamente a un apoyo activo con fuerzas y armamentos regulares, como ocurría en el lado rebelde desde finales de julio. Quedaba todavía por franquear un último paso, que por cierto no llevó demasiado tiempo. Con la carga de tensiones y movimientos contrapuestos, que hemos tratado de ilustrar mínimamente, los dados habían empezado a rodar[55].
El cambio de orientación no lo percibieron los británicos en Moscú. No es de extrañar. Todavía no había salido fuera del proceso decisorio de un régimen obsesionado con la seguridad y que divisaba, en términos de su propia lógica interna, espías y saboteadores por todas partes. El 18 de septiembre la embajada del Reino Unido comentó que la actitud del Gobierno soviético no había variado fundamentalmente desde que lord Chilston hiciera sus agudos comentarios de finales de agosto[56]. Aumentaba, eso sí, la crítica a la no intervención, de la que se responsabilizaba fundamentalmente a Londres. Podríamos apostillar que quizá con ello los soviéticos quisieran evitar herir la susceptibilidad francesa en unos momentos en que Stalin y Litvinov cortejaban a las autoridades de París. Le Journal de Moscou, portavoz del NKID, se permitía incluso una suave crítica a la aceptación por parte soviética de la no intervención. La argumentación no carecía de cierto sentido:
Habría bastado con decir firmemente a Alemania que no tenía que entrometerse en los asuntos españoles y que no se atreviese a enviar una flota para sostener a los generales fascistas y Hitler habría bajado el pabellón inmediatamente. Afirmar que esto hubiese entrañado una amenaza de guerra no es muy convincente. No hay persona con sentido común y que conozca la relación de fuerzas entre los Estados europeos que pueda aceptar que Hitler se hubiese lanzado contra Francia a causa de España.
Los británicos estimaban que subía la animadversión contra la no intervención. Indicaban de nuevo una hipótesis que probablemente desempeñó un papel creciente: la idea de que la aceptación de tal política causaba una impresión muy negativa entre los comunistas extranjeros. De aquí que se reanudaran las colectas de dinero, víveres y otras manifestaciones de ayuda humanitaria (TNA: FO 371/20678, despacho del 18 de septiembre). El cambio subyacente no lo captaron.
INFORMES QUE PRECEDIERON LA DECISIÓN DE STALIN.
Por el momento no se conocen con certidumbre todas las informaciones que Stalin manejó para decidir la ayuda directa a la República. Hemos, no obstante, localizado cinco documentos que pueden arrojar alguna luz al respecto. El primero es del GRU. Está fechado el 15 de septiembre y como ya era habitual su autor fue Yolk. El segundo, también del GRU, se preparó cuatro días más tarde, sin duda un reflejo de la urgencia con que los dirigentes soviéticos necesitaban informaciones. Su autor fue el jefe del primer departamento, el comisario de cuerpo Steinbruk. El tercero, publicado en ruso, procedió de España y su autor fue el agente principal de la Comintern, Victorio Codovilla. Lleva fecha del 22 de septiembre. El cuarto fue del 25 de septiembre, pocos días antes de que el líder soviético se decidiera a ayudar a la República activamente. Su autor, Gorev, lo envió a Vorochilov. Finalmente, tenemos el quinto informe, del GRU, del 27 de septiembre. Coincidió con la luz verde de Stalin y lo abordaremos al estudiar ésta.
El primer informe subrayó desde el comienzo que la situación en los frentes no se desarrollaba de forma satisfactoria para los republicanos. San Sebastián había caído, una columna de socorro penetraba hacia Oviedo, había retrocesos en Aragón y Franco y Mola habían establecido conexión entre las fuerzas que comandaban. En el frente del Guadarrama los sublevados procedían a maniobras de flanqueo, que representaban un gran peligro para los gubernamentales quienes todavía carecían de una dirección única operativa. Estaban, por lo demás, lastrados por la dispersión, la autonomía y la débil interacción de sus efectivos. No habían podido ocupar Córdoba ni Granada y en Ronda se acumulaba la potencia enemiga. Si los rebeldes avanzaban de forma decisiva y en círculos concéntricos sobre Madrid, la capital correría peligro. El Gobierno había valorado correctamente la «alarmante situación creada» y organizaba la defensa de la región central. Habían llegado unos 5500 catalanes, aunque sin prisas para ir al frente. El despliegue se veía frenado por la falta de armamento y por la conducta desorganizada de los anarquistas. Mientras tanto, continuaba el suministro de armas y municiones de Alemania e Italia. Habían llegado más pilotos. El armamento alemán entraba desde Portugal (lo que era exacto). A Cádiz había llegado un barco de la misma nacionalidad (información también correcta). Sin embargo, no todo estaba perdido ya que a pesar de una serie de ventajas (mejor equipamiento técnico, cuadros de mando cualificados) los sublevados no parecían capaces de lograr éxitos decisivos. La razón se divisaba en el número insuficiente de soldados de confianza de que disponían y en la resistencia de las fuerzas republicanas. Los generales Franco y Mola se veían obligados a apoyarse principalmente en las milicias fascistas de voluntarios, en los destacamentos de la Legión y en las fuerzas marroquíes.
Yolk destacó, finalmente, que mientras tanto el PCE no prestaba la suficiente atención al trabajo político en la retaguardia de los sublevados. De su informe se desprendía que si bien la situación era lábil no era desesperada. Steinbruk, por su parte, señaló de entrada que la situación republicana continuaba empeorando. El avance concéntrico hacia Madrid había comenzado. Las columnas de Franco estaban apoyadas activamente por la aviación. Los refuerzos gubernamentales los componían tropas mal entrenadas e indisciplinadas. Los anarquistas se habían dado a la fuga y provocado la ruptura del frente. El Gobierno presentaba muestras de flaqueza. La defensa de la capital estaba en mantillas. Con todo, la moral de los sublevados no parecía muy elevada y se mantenía gracias a la serie de victorias. ¿Qué pasaría en el caso de que experimentasen derrotas?
El tercer informe combinaba todo, la evolución militar, social y política. Su autor, Codovilla, había participado en las cruciales reuniones de mitad de septiembre de la IC a las que ya hemos aludido. No es exagerado pensar que estaría al tanto de lo que se pensaba en los corredores del poder soviético. Su informe, de una longitud desmesurada, se remontó a los preparativos de la rebelión (con la connivencia de Hitler y Mussolini, abriendo una tradición a la que la historiografía comunista se atendría rigurosamente[57]). Al principio los gubernamentales habían pensado en que podrían combatir al enemigo por sus propios medios pero pronto se dieron cuenta de que no era así. Los sublevados empezaron a recibir armamento moderno y, sobre todo, aviones que habían establecido un puente sobre el Estrecho de Gibraltar. Ello les había permitido formar columnas rápidamente en Andalucía y Extremadura, regiones donde los republicanos eran débiles. Desde Portugal también habían recibido ayuda. La superioridad gubernamental en materia de aviación (lo cual era una valoración correcta) se había evaporado. Los aparatos italianos y alemanes eran más rápidos y eficaces que los que había en España y los pocos que la República había recibido[58]. El problema estribaba en recibir armas del exterior. La eventual producción propia, que era imprescindible, se desarrollaría en el futuro. Las necesidades urgentes no esperaban.
Codovilla pasó revista detalladamente a la situación política. No innovaba en lo más mínimo. Su análisis enfatizó el apoyo comunista al Frente Popular y a las reformas impulsadas por el Gobierno Giral. No fue parco en sus críticas a quienes las habían aguado. Araquistáin y los socialistas de izquierda aparecían como semi-trotskistas, con su tendencia a favorecer la revolución social, al igual que hacían los anarquistas, en detrimento de la resistencia contra el «fascismo», si bien diferenciaba entre las distintas corrientes que existían en el movimiento confederal. Un aspecto que conviene resaltar es el que se refería a las ejecuciones —sin precedentes, afirmó— que llevaban a cabo los cenetistas. Todo ello repercutía negativamente sobre la conducción de la guerra. Para esto lo que se requería era un ejército potente, bien organizado y unificado. Entre sus conclusiones realzó la sorpresa republicana ante el contexto exterior en que se había encuadrado el conflicto. La ingerencia de las potencias fascistas es algo que no se esperaba. Había sido súbita y amplia y permitido a los sublevados pasar inmediatamente a la ofensiva. En segundo lugar figuraba la retracción de Francia, algo contrario a sus intereses de seguridad («aunque no a los de Léon Blum»). Si la República hubiese contado desde el primer momento con armas y municiones, las derrotas no se habrían producido. De aquí deducía que «habría que actuar deprisa en términos de solidaridad internacional, no sólo en forma de discursos sino con algo mucho más concreto». Por ejemplo, impidiendo que los enemigos recibieran armamento del extranjero. Más significativa fue su afirmación de que «la lucha durará mucho tiempo». Codovilla era lo suficientemente perro viejo como para no solicitar de forma abierta la ayuda soviética que a buen seguro sabía estaba en preparación. Se limitó a señalar que «si la ayuda a los fascistas no continúa como hasta ahora, si el programa del Gobierno se realiza, si se establece la unidad de mando y de operaciones y si se transvasan las fuerzas de un frente a otro, el fascismo será destruido[59]».
En la delicada balanza de factores que intervinieron en la decisión de Stalin pudo también tener algún impacto el informe que Gorev envió a Vorochilov desde Madrid el día 25, probablemente a instancias del mando. Se trata de una mezcla de consideraciones políticas y militares (un tanto distorsionada por Radosh et al.)[60] y en las cuales el agregado militar expresó claramente que, al menos en lo que se refería a las primeras, se trataba de impresiones generales, «porque había muchas cosas poco claras para mí en estos temas». Aun así, Gorev, quien obviamente no era un demócrata ni tenía por qué serlo, se quejaba de las interferencias que generaba el multipartidismo (algo molesto para todas las élites de regímenes dictatoriales); preconizaba —en la línea políticamente correcta— la fusión del PSOE y del PCE y predecía, tras la victoria, la inevitabilidad de la confrontación con los anarquistas. Esta última afirmación (que algunos autores interpretan como prueba de los oscuros designios de Stalin sobre España) no resulta, en puridad, sorprendente. Desde una lógica de guerra la contribución que prestaban era reducida. No podía ser de otra manera, ya que sus líderes se oponían a la militarización de sus milicias y, por consiguiente, a perder cuotas de influencia donde creían que se dirimía la batalla: en las calles de las ciudades y pueblos así como en los campos de la España republicana, no necesariamente en contra de los sublevados.
En lo que se refería al componente comunista Gorev reconocía que el PCE no había tenido demasiado anclaje en las masas, pero que la situación estaba cambiando, que incluso viejos oficiales aprobaban el énfasis en potenciar las fuerzas militares y que muchos oficiales jóvenes se habían incorporado. Esto era correcto. Teniendo en cuenta «despistes» inevitables, en los que no nos detendremos, no cabe apreciar intenciones siniestras en este informe. Era más concreto y exacto en los aspectos militares. En ellos se recogía que los sublevados mantenían la iniciativa en casi todos los frentes y que las jóvenes unidades milicianas se batían en retirada al primer asalto[61]. Carecían de cuadros de mando, especialmente suboficiales, y de equipamiento, aunque su moral era elevada, superior a la del contrario. Gorev reiteró análisis como los hechos semanas atrás por su colega francés: los sublevados, a pesar de la superioridad de medios, de tener tropas excelentes (las coloniales y la Legión) y de contar con la mayoría del cuerpo de oficiales, no habían abordado tácticas elementales como por ejemplo concentrar su aviación para dar un golpe decisivo o concentrar sus tropas para destruir a las gubernamentales[62]. Gorev no creía, sin embargo, que estuviesen dirigidos por imbéciles.
En cuanto a las perspectivas era difícil afirmar nada seguro. El Gobierno tenía que resolver ante todo el problema del liderazgo político, planificar mejor las operaciones e inyectar grandes dosis de ideología entre los combatientes. Era necesario arbitrar nuevos mandos y, en general, crear un nuevo ejército. De todas maneras, el resultado de la lucha dependería del equipamiento de las fuerzas. En este ámbito se registraba un fuerte desequilibrio en comparación con los sublevados. En ello, y sin saberlo, Gorev coincidía con las apreciaciones del AIS en Londres. Con todo, había recursos. Lo que el Gobierno necesitaba era más organización y menos pánico. La pérdida de Toledo y eventualmente la de Madrid serían una catástrofe pero no equivalían a la derrota (afirmación un tanto discutible). Aun así, empezaba a difundirse un cierto sentimiento acerca de la inevitabilidad de esta última, en particular en los círculos gubernamentales, lo cual era cierto[63]. El mensaje final, con las salvedades de rigor, era que no todo estaba perdido[64].
Las relaciones completas que se trabaron en septiembre entre el Gobierno Largo Caballero y la Unión Soviética son todavía desconocidas. Han aflorado, eso sí, algunos documentos que permiten hacer pensar que debieron de ser más complejas de lo que suele creerse. Ello se refleja, por ejemplo, en los resultados de la última fórmula por la que atravesó la creciente imbricación soviética. En comparación con las anteriores es mucho menos espectacular pero también importante. Nos referimos al suministro de camiones, uno de los medios esenciales para el transporte en la subdesarrollada España de la época. Hubo varias operaciones en este ámbito sensible, pero la inicial se formalizó el 5 de octubre, lo cual hace pensar que debió de prepararse con cierta antelación, probablemente a finales de septiembre porque el 28 de este mismo mes la CAMPSA firmó un efecto para pagar un suministro de víveres al Ayuntamiento de Madrid (AJNP). Esta segunda operación versó sobre un pedido significativo: un millar de vehículos al precio de 1250 dólares cada uno, más 60 dólares por un juego de piezas de repuestos, entregables en puerto español y pagaderos en tres plazos de 70, 85 y 100 días[65].
La exposición anterior habrá mostrado que a lo largo de septiembre la actitud inicial que había dominado en el lejano país de los sóviets fue dando paso paulatinamente a una postura mucho más activa. Tras masivas manifestaciones de apoyo, y mientras la solidaridad de la izquierda internacional con la República se agitaba o la agitaban, Stalin inició una revisión de la línea. Creada ya una embajada en la capital española, se intensificó la reflexión sobre cómo ayudar a la República, aunque todavía de forma encubierta. Las referencias a México, la adquisición soterrada de armas y la decisión sobre las BI auguraban una nueva dinámica. Era una época en la que la conexión por radio entre los agentes de la Comintern en Madrid y el exterior estaba interrumpida. Se les había roto el aparato, carecían de operador, no tenían máquina de escribir y, sobre todo, el 24 de septiembre todavía no habían recibido directivas que consideraban esenciales, dada la gravedad de la situación política y militar. Coyunturalmente hablando, la acumulación de todos estos obstáculos no dejaba de ser significativa. La operación no funcionaba con esa precisión de reloj implacable que tanto gustaba a Bolloten. Sólo el 25 de septiembre se anunció la llegada de un correo con una nueva cifra. El radiotelegrafista, Francisco Hernando, no salió de Francia hasta el 30[66]. El 2 de octubre la desesperación de Codovilla llegaba a un máximo: «Apresuraos a enviar por todos los medios posibles aviones y técnicos. Si los recibimos inmediatamente la situación puede cambiar a nuestro favor. Ya hemos hablado a Largo al respecto y está dispuesto a hacer todo lo necesario».
Mientras Codovilla y demás compañeros se desesperaban, la recomposición de las fuerzas armadas republicanas comenzó a hacer progresos, si bien con lentitud. Resultaba evidente para muchos, que frente a tropas profesionales o conducidas por profesionales, la bravura miliciana en campo abierto no servía. De nuevo, un testigo de excepción, el teniente coronel Morel, informaría a sus superiores el 11 de septiembre que el Gobierno y los partidos del Frente Popular estaban haciendo grandes esfuerzos para contener la amenaza, cada vez más aguda. Sin embargo, todos esos esfuerzos resultaban un tanto ilusorios debido a dos factores: una crisis grave de armamento y una desorganización total en materia de abastecimiento. El número de fusiles, por ejemplo, era insuficiente. En los cuarteles la penuria de armas y municiones dificultaba la instrucción. El batallón «Joven Guardia» tenía 14 fusiles para 300 hombres. La mayor parte de los milicianos acudían al frente sin haber hecho jamás un disparo. También faltaban fusiles en la primera línea. En Talavera compañías enteras carecían de armas. Las piezas de artillería, que se habían transportado en camiones, fueron capturadas porque no podían desplazarse ni era posible defenderlas. No había intendencia. No se pagaba a los reclutas.
Se nos presenta, pues, un bastidor variopinto en el que se entrecruzarán los dos hilos en torno a los cuales irá trenzándose la argumentación de esta obra: el viraje exterior de la República y la obtención de recursos bélicos con los cuales sostener el esfuerzo de guerra. No sería un proceso cómodo porque a mitad de septiembre de 1936 quedó ya más o menos consolidada una dinámica de compromisos y de retracción por parte de las potencias democráticas occidentales que sólo apuntaba en una dirección: al abandono de los republicanos. El que éstos pudieran seguir combatiendo en tan solitarias circunstancias se debió esencialmente a la irrupción de un nuevo actor en el reñidero español y a la movilización de los recursos metálicos. Es lo que mostraremos en el capítulo a continuación.