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Una desgracia nunca viene sola, pero…

LA RESPUESTA ASIMÉTRICA entre las potencias fascistas y las democracias occidentales que inició Francia fue, por desgracia para la República, intensificándose en el curso del tiempo. En la literatura hay agudas controversias acerca del grado preciso en que el inicial apoyo italo-germano contribuyó a la progresión de los sublevados. Está, sin embargo, fuera de toda duda que la ayuda se acentuó muy deprisa y que prestó una contribución esencial para el traslado a la Península de las tropas coloniales. Existen autores que afirman que, en un primer momento, ni Hitler ni Mussolini habían anticipado un apoyo duradero. Ciertamente, cuando echaron su cuarto a espadas a favor de Franco no sabían a ciencia cierta cuánto y en qué medida habrían de invertir en el auxilio de su protegido. Pero, en mi modesta opinión, este tipo de discusiones olvida lo fundamental: si los dictadores fascistas intervinieron en el conflicto español es porque pensaban obtener ventajas y beneficios estratégicos a largo plazo. En cuanto se puso de manifiesto que para lograrlos debían subir la apuesta ninguno dudó en hacerlo.

Ello impulsó desde el comienzo un flujo ininterrumpido de suministros a favor de Franco que los británicos, contables minuciosos, siguieron día a día en lo que se refería a los italianos. Tal flujo permitió consolidar la retaguardia rebelde y favorecer un avance rápido hacia el interior[1], sofocando cruelmente los desbaratados e ineficaces intentos de contención que iban oponiendo los elementos fieles a la República.

LA PRIMERÍSIMA BOFETADA BRITÁNICA.

En comparación con la desilusión que produjo en el Gobierno Giral la postura oficial parisina, podría pensarse que quizá hubiera que situar en un segundo plano la reacción de Londres. Nada más lejos de la realidad. Los británicos actuaron en el trasfondo y cabría argumentar que a la larga sus efectos fueron no menos y sí más demoledores. Conviene recordar, ante todo, que en el Reino Unido se había seguido con cierta atención la evolución española. Ya a finales de mayo, un emisario de los conspiradores, el marqués de Carvajal, había anunciado al Foreign Office lo que se preparaba. Este episodio, rescatado por Moradiellos (1996, pp. 34s) de la oscuridad de los archivos, no permite intuir todo lo que pudiera saberse en Londres acerca de lo que se cocía en España. Subsisten rumores, por ejemplo, de que alguno de los conservadores británicos que participaron en la preparación del vuelo del Dragon Rapide para trasladar a Franco de Canarias a Marruecos trabajaba para el MI6[2]. Es posible que el grado de conocimiento previo que hubiese en Londres sobre los preparativos del golpe no haya salido del todo a la luz por falta de los necesarios soportes documentales. Quede apuntada aquí tal posibilidad para que la investiguen otros historiadores.

Se saben, no obstante, algunas cosas. El piloto, Cecil Bebb, no había sido informado de la identidad de la persona que debía trasladar a Marruecos. Creía que se trataba de un jefe rifeño. Cuando en la mañana del 17 fue a presentarse al cónsul británico, un tal Mr. Head, éste le deseó mucha suerte en su misión. Por la tarde, un testigo presencial, Domingo Navarro, vio a Franco reunido con varias personas, entre ellas dicho cónsul, que estaba casado con la hija de un ministro de Marina, ya fallecido, el almirante Ferrándiz[3]. En qué medida Franco absorbió el furibundo clima que contra las reformas del Frente Popular reinaba en los medios británicos del archipiélago no se ha demostrado todavía pero es verosímil que tuviera alguna influencia. Por desgracia las comunicaciones entre Franco y el «director» de la conspiración, general Mola, han desaparecido y el trasfondo operativo de la conexión británica, a través de Bolín y que llevó al alquiler del Dragon Rapide, presenta brumas que no nos es posible aclarar.

Con independencia de los sentimientos de la colonia británica en Canarias, de lo que sí podemos estar seguros es de que la embajada en Madrid, dirigida por sir Henry Chilton, quien naturalmente se había hecho eco en diversas ocasiones de los rumores de golpe (Moradiellos, 1996, pp. 33 ss), no divisaba, en fecha tan avanzada como el 7 de julio, ningún peligro esencial a las propiedades británicas en España[4]. Ello no significa que no hubiese ciudadanos de tal nacionalidad que así lo presentasen[5]. Se han conservado informes, sumamente interesantes, del representante en Madrid de la Imperial Chemical Industries (ICI), un tal Gilligand, que destacaban la tensión en que se encontraba el Gobierno republicano, estimulado en un sentido por los extremistas a su izquierda y temeroso por otro de provocar una reacción entre sus más enconados enemigos. El 3 de julio Gilligand apuntó la posibilidad de formación de un nuevo Gobierno contraponiendo por un lado a la izquierda moderada y a la izquierda más extremista. Señalaba que Casares Quiroga y sus ministros se habían abstenido de entrar al toro y no habían atacado ninguno de los problemas serios de índole económica y social que pendían sobre el país. Como comentó Chilton, el golpe militar no era algo que se esperase con carácter general[6]. No me parece, sin embargo, que las relaciones del Frente Popular con Londres y Washington estuvieran, como afirma Little (p. 219), al borde de la ruptura.

Consumado el golpe, el Reino Unido se dispuso a seguir al minuto lo que ocurría en España. También lo hicieron otras potencias, singularmente Francia y la Unión Soviética. Lo que diferencia el caso británico de todos los demás (incluidos los países fascistas, que al principio mantuvieron sus relaciones diplomáticas con la República) es que Londres contaba con bazas no desdeñables de las que los demás carecían. En primer lugar, la capacidad de desciframiento sistemático de las comunicaciones italianas, norteamericanas, francesas y republicanas, algo que ni siquiera aparece en la obra más reciente hasta la fecha sobre el marco internacional de la guerra civil, debida a Stone. Pero es que, además, inmediatamente montó un servicio de inteligencia especial (el Air Intelligence Service) que escudriñó día a día la evolución en España y cuya existencia tampoco ha aparecido, hasta ahora, en la literatura sobre el conflicto español. A sus resultados se aludirá más tarde[7]. Muchas de sus interpretaciones eran sesgadas pero los datos, puros y duros, hablaban otro lenguaje.

Sobre este trasfondo conviene resaltar un episodio que no ha pasado desapercibido en la inmensa literatura sobre la guerra civil pero del que cabe extraer conclusiones novedosas y extremadamente importantes. Como es notorio, Londres hizo oídos sordos a la petición republicana, cursada el 21 de julio, para que los buques de la flota pudieran repostar de víveres y carburante en Tánger y Gibraltar. En lo que se refiere a la ciudad internacional, tal posibilidad había suscitado la víspera el rechazo duro y formal de Franco en conversación con el cónsul británico. El general rebelde llegó incluso a amenazar con bombardear Tánger si ello ocurría. En la reunión del Consejo de Ministros en Londres del 22 de julio se adoptó una decisión sobre cómo proceder. Hoy cabe atribuirle una importancia excepcional puesto que, como veremos, determinó una primera toma de posición soviética de cara al incipiente conflicto español.

La cuestión resultó premonitoria de las dificultades con que toparía la República. La Shell, por ejemplo, anticipando la actitud que poco más tarde adoptaría ante Méndez en París con el tetraetilo, declinó el suministro[8]. El cónsul general norteamericano en Tánger sugirió a otra compañía, la Vacuum Oil, que demorara una decisión (lo que no llegó a ocurrir, aunque sólo entregó pequeñas cantidades y ello por medio de un intermediario[9]). El Departamento de Estado consideró que una actividad sistemática de suministros de tal naturaleza violaría el estatuto internacional de Tánger pero, en cualquier caso, el Comité de Control que regía la ciudad la prohibió de inmediato (FRUS, pp. 444-445). Los británicos sabían, no obstante, que el cónsul De Rossi, en su calidad de presidente, había estirado todo lo posible la interpretación del estatuto bajo el pretexto de salvaguardar la neutralidad tangerina. De Rossi, por lo demás, sabía cómo halagar a sus superiores al transmitirles su impresión de que «el comunismo internacional» no se plegaría ante los intentos de Franco de poner orden en España (TNA: HW 12/206, BJ065697s).

Aparte de ello, lo que la decisión del Consejo de Ministros de S. M. significaba, en realidad, era que mientras los franceses renqueaban, a trancas y barrancas, con la definición de una línea de actuación que pudiese contentar a todos, salvo a los republicanos, Londres (DBFP, doc. 7) asumía a toda velocidad, a los pocos días de estallado el conflicto, una actitud de «neutralidad» que favorecía a los rebeldes. Según ha señalado Moradiellos (1996, p. 48) ello se debía a la doble creencia de que la República carecía de la capacidad suficiente para frenar los conatos revolucionarios y que en modo alguno convenía a los intereses británicos apoyar a un régimen cuya legalidad formal encubría un proceso político y social en el fondo aborrecible.

El Gobierno británico entorpeció, pues, las tareas de interceptación de la flota republicana, precisamente cuando la concentración de las unidades navales quizá hubiera podido obstaculizar en alguna medida el incipiente traslado por vía marítima de las tropas coloniales. La Armada, todo hay que decirlo, no había estado dentro de los planes de la conspiración, que habían desarrollado militares del Ejército de Tierra. Sin embargo, muchos de sus jefes y oficiales habrían deseado hacer causa común con los sublevados. La marinería se opuso resueltamente y se adueñó de los barcos. Aunque las pérdidas resultantes entre los mandos no habían alcanzado la dimensión que después adquirirían, la operatividad de los navíos se había resentido desde el primer momento. Con el cierre de las posibilidades de repostar en Tánger o en Gibraltar, sus labores no se vieron facilitadas.

Llovía sobre mojado. Si en este caso el problema era el repostado de la flota, en Francia ya había surgido otro con el suministro de gasolina de aviación[10]. Los republicanos habían enviado un barco, el Ciudad de Cádiz, escoltado por el guardacostas Tetuán, a Marsella para cargar 300 toneladas de combustible y 60 de benzol. Llegaron el 24 de julio. En el Quai d’Orsay se entregó en mano una nota verbal el 29, lo cual probablemente signifique que hubo, al menos, retrasos[11]. En estas condiciones, dado que París se había adentrado en la estrategia de aislar en lo posible los acontecimientos de España, no es de extrañar que el Gobierno británico sostuviera firmemente tal orientación[12]. La perspectiva de la defensa de los intereses de clase, envuelta en y arropada por el lenguaje de la Realpolitik, creó desde el primer momento una actitud resueltamente negativa para la República. El primer lord del Almirantazgo y exministro de Asuntos Exteriores, sir Samuel Hoare, no pudo ser más claro: había que seguir una línea de neutralidad estricta y no hacer nada que pudiera inducir a la Unión Soviética a prestar apoyo a los comunistas españoles. Es más, el Reino Unido debía abstenerse de cualquier acción que fortaleciese las tendencias comunistas en España, desde donde podrían propagarse a Portugal. Esto sí que constituiría un grave riesgo para el Imperio Británico[13]. Ni que decir tiene que la dictadura salazarista se había preocupado desde el primer momento de hacer llegar a Londres tal interpretación (DAPE, doc. 24) que, por otro lado, no era necesaria[14].

Los marinos de S. M., en la punta de lanza de la observación de lo que pasaba en España, no ocultaron sus simpatías para con los rebeldes. Se movían en un universo intelectual dominado por prejuicios y visiones apocalípticas que ya se habían exteriorizado en numerosos documentos antes del estallido del golpe militar. Uno de los más representativos se reproduce en el apéndice[15]. Ya en marzo o principios de abril los analistas de inteligencia de la Royal Navy (el «senior service» en las fuerzas armadas británicas y siempre de la más acrisolada actitud conservadora) dieron una nota de alarma. Nada menos que en marzo o principios de abril de 1936 se hacían eco de rumores que presagiaban una España en proa al desdeñamiento en una República soviética y de la preparación de un golpe militar, liderado por un distinguido general. Tras los sangrientos días de julio, debió de ser muy fácil extrapolar tales percepciones y autofelicitarse por la exactitud de las predicciones. ¡Los hechos les habían dado la razón! Para la pragmática mente británica, la confirmación de tales temores debió de azuzar las turbias premoniciones con que contemplaban el futuro. Por lo demás, existen numerosos testimonios personales de esta actitud[16].

También hay pruebas más contundentes en los primeros tiempos de la guerra. Así, por ejemplo, el 6 de agosto, el vicecónsul norteamericano en Vigo informó al Departamento de Estado que los oficiales y tripulación del navío de guerra británico Vega se identificaban públicamente con la causa rebelde (TNA: HW 12/206, BJ065778[17]). En consonancia con viejos prejuicios y resabios, la actitud de la Royal Navy no varió demasiado en el curso del tiempo.

No sólo eran los marinos. Siguiendo instrucciones de Ciano, cursadas a la embajada en cuanto Mussolini decidió apoyar a Franco, los diplomáticos italianos informaron continuamente a Roma de sus contactos con destacados miembros del Partido Conservador. El 29 de julio, por ejemplo, relataron las impresiones de uno de ellos, Leo Amery, para quien la «revolución española» había introducido crudamente en la política británica el problema de la defensa de Europa contra el comunismo. Todo el mundo, afirmó, estaba convencido en el Reino Unido de que los acontecimientos de España estaban organizados por Moscú (DDI, IV, docs. 633 y 641, y TNA: ibid., BJ065760).

UNA ACTITUD DESPECTIVA.

En este contexto preciso, la gestión de sir George Clerk ante los políticos franceses, a que hemos hecho referencia en el capítulo precedente, no cabe duda que representaba un sentir extendido entre ciertos sectores de la burocracia británica, con independencia de que hubiera sido autorizada o no explícitamente desde Londres. Podría no haber ocurrido pero los efectos sobre el seguidismo francés no dejaron de ser menos inhibitorios.

La traducción a la práctica de este tipo de percepciones experimentó adaptaciones tácticas pero no varió en lo sustancial. El embajador que representó a la República en Londres desde finales de septiembre de 1936, Pablo de Azcárate, procedente del secretariado de la SdN, tuvo que lidiar, según recoge en sus memorias (p. 24), con un Gobierno conservador en el que predominaban «los elementos más reaccionarios del partido y en el cual incluso sus elementos más liberales no se distinguían por una especial simpatía hacia nuestra república». La investigación ulterior ha confirmado estas impresiones. Un ejemplo sintomático de hasta dónde llegaba tal aversión se encuentra en las instrucciones que la compañía de armamento Vickers-Armstrong’s Ltd cursó a su filial en Placencia de las Armas, localidad que quedó en un principio en territorio republicano. La empresa española, S. A. de Placencia de las Armas, fue controlada inmediatamente por fuerzas adictas al Gobierno que se dedicaron a proseguir, sin solución de continuidad, los trabajos de fabricación en curso. Versaban en lo esencial sobre un millar de proyectiles de 12 cm y la terminación de un pedido de cañones de 40 mm. Poco después de la caída de San Sebastián, los republicanos desmantelaron las instalaciones y se llevaron a Sestao todo lo que pudieron. El general Cabanellas exigió al director, un tal A. de Calonje, que pusiera inmediatamente en producción la fábrica tan pronto como pudiera.

La compañía británica pidió explicaciones al Foreign Office. En el expediente afloraron dos rasgos de interés: el primero, y más significativo, es que Vickers-Armstrong’s había dado órdenes a su filial para que no suministrase armas a los «rojos». En segundo lugar, a la pregunta específica de si podría suministrar a los sublevados la respuesta, formal, fue que tampoco. Ahora bien, si como era de esperar las autoridades militares la forzaban, poco sería lo que el Foreign Office pudiera hacer al respecto[18]. Como es natural, una cosa era el nivel gubernamental y otro el de las empresas —y bancos— privados. En este segundo nivel los sublevados gozaron rápidamente de gran predicamento lo cual, a su vez, influyó sobre el primero. La City nunca apostó por la República.

También el Banco de Inglaterra, cuyo gobernador Montagu Norman mantenía un enfoque pro-germánico y anti-francés (George, p. 52), siguió los acontecimientos. En los archivos de la entidad se conservan algunos de los informes que llegaban. El primero, del 5 de agosto, se hacía eco de la falta de preparación de las improvisadas milicias que no podrían competir contra el ejército rebelde. La moral se había hundido y se constataban deserciones. Faltaba munición. Las ejecuciones de elementos fascistoides habían empezado. Que Madrid caería en poder de los rebeldes no ofrecía duda, aunque pudiese durar un par de meses.

No cabe, pues, afirmar que las teorías conspiratoriales y teleológicas que han animado gran parte de la literatura pro-franquista o simplemente conservadora carezcan de pedigrí. Su origen es coetáneo de los hechos mismos y, lógicamente, están enraizadas en las pasiones que desde fecha temprana despertó la contienda y en las anteojeras ideológicas con que se la contempló. En el Reino Unido las percepciones de grandes sectores de la Administración y de los aparatos de Estado permiten detectar una gran congruencia en el análisis. De aquí su retracción y de aquí el manto de soledad que pronto echaron sobre la República.

Un segundo análisis tempranero no daba demasiadas oportunidades a la derecha. La no intervención, entonces en ciernes, no alteraría la evolución española. Los comunistas habían financiado durante años muchas actividades en la Península y desde febrero su influencia había aumentado considerablemente. Italia y Alemania podrían oponerse a tal influencia pero era difícil que lograran vitalizar a una derecha española decadente. Las izquierdas no sólo eran numéricamente superiores a los rebeldes sino que tenían más fuerza y determinación. Eran quienes siempre se habían visto oprimidos por unos pocos y entonces, armados hasta su último hijo y con la mente puesta en la victoria, estarían dispuestos a luchar hasta el fin antes que someterse al yugo derechista una vez más. Pero las derechas combatirían desesperadamente y España sería un escenario de pugna permanente durante muchos, muchos años. En esta percepción, el autor no andaba demasiado equivocado. No por nada el golpe militar se lanzó contra las reformas del Frente Popular.

Otro funcionario del Banco de Inglaterra, en un informe del 20 de agosto, se basó en impresiones recogidas por un familiar suyo, llegado unos días antes de Valencia, para pintar un nuevo cuadro de predominancia miliciana y sindical sobre la autoridad del Gobierno. La situación, por el contrario, en Cádiz era muy diferente. En las calles reinaba orden e incluso una banda de música amenizaba el paseo. Se oían, eso sí, disparos todas las noches. En la cárcel se ejecutaba a los partidarios del Gobierno. Pero no eran muchos. Más atención merecían las historias sobre las atrocidades de los comunistas (sic). El agente de Lloyd’s conocía el caso de un hombre al que le habían sacado los ojos. A los niños pequeños de derechistas muy significados se les había colgado cabeza abajo de los balcones. Los moros, a su vez, cometían barbaridades para excitar a los republicanos y así continuaba funcionando el círculo vicioso. Pero la moral era alta en ambos bandos y ambos estaban dispuestos a luchar hasta el amargo final. Una nota exógena la daba un barco alemán que había descargado dos aviones e inmensas cantidades de municiones para los sublevados.

El autor de este último informe dejó constancia, no obstante, de que había algo de trágico en la situación y que los dos bandos tenían su justificación. El ejército porque estaba harto del vacío de autoridad bajo el Gobierno de Casares Quiroga y la izquierda porque divisaba en el golpe militar el intento de reintroducir en España todos los abusos sociales que habían mantenido al país a un siglo de distancia con respecto al resto de los países europeos occidentales[19]. Frente a ese temor al «comunismo» (concepto elástico en el que se subsumía a toda la izquierda, la revolucionaria y la no revolucionaria) y a los desmanes cometidos en territorio republicano, desde fecha temprana se puso de manifiesto que no variaría demasiado la política de apaciguamiento hacia los cada vez más inquietantes zarpazos del Tercer Reich.

El Gobierno Giral no tuvo demasiada suerte en Londres. Su embajador, Julio López Oliván, cuyas comunicaciones interceptaban los británicos, acababa de presentar credenciales y no tardó en sumarse a los rebeldes[20]. Siguió, no obstante, en su puesto desde el cual saboteó peticiones de ayuda e informó a los agentes de los sublevados en Londres de las gestiones que se le encomendaron desde Madrid[21]. Aunque esto de por sí ya encerraba un grave peligro, López Oliván hizo mucho más daño a la República[22].

LA TRAICIÓN DE UN EMBAJADOR.

El 24 de julio, a la semana de estallar la sublevación López Oliván visitó en plan de amigo, según se cuidó en subrayar, a sir Anthony Eden y le ofreció un análisis de prospectiva. Según él, había tres posibilidades: que triunfaran los rebeldes, que ganara el Frente Popular o que lo hicieran los comunistas (sic). Esta última era, en su opinión, la más probable (DBFP, doc. 17). Hay diagnósticos que matan y éste debió de contribuir, en la medida que Eden concediera crédito a los escenarios diseñados por el embajador, a reforzar más aún las preconcepciones que corrían a raudales por los pasillos del Foreign Office y que afloraban en los análisis que le preparaban sus subordinados o que le transmitían el AIS y los servicios de inteligencia naval. López Oliván fue incluso más allá. Siguiendo instrucciones de Barcia (TNA: HW 12/216, BJ065770), planteó a Eden cuál sería la reacción oficial británica en el caso de que se cursara alguna petición de compra de aviones de tipo civil. La respuesta fue que se trataba de mercancías sobre cuya exportación las autoridades no ejercían control alguno. De aquí el embajador pasó al tema de la exportación de armas y municiones. El ministro, muy diplomáticamente, señaló que ésta exigía la obtención de una licencia previa. Se tramitaba a través de los mecanismos burocráticos correspondientes.

Eden informó poco después de la entrevista a sus colegas en el consejo, en el que algunas voces se alzaron para indicar que la producción británica debía destinarse al rearme propio. Formalmente se le autorizó a seguir los procedimientos administrativos normales en el caso de que recibiera alguna petición oficial española. El ministro dejó constancia manuscrita de su esperanza de que si ésta se materializaba se encontrasen los medios apropiados para evitar la exportación (DBFP, doc. 30[23]).

El embajador en Londres perjudicó mucho más a la causa republicana que su colega de París, un aspecto que no suele destacarse en la literatura. Mientras Cárdenas dimitió casi inmediatamente de su puesto, el representante en Londres continuó su doble labor. Por ello, cuando telegrafió el contenido de la entrevista, en Madrid no sospecharon nada y se dieron cuenta de la posibilidad de poder comprar en Inglaterra aviones de pasajeros. Acto seguido se envió al comandante Carlos Pastor Krauel, quien llegó a la capital británica el 4 de agosto. Era un momento en que al mercado concurrían también los agentes de los rebeldes, dirigidos por el ingeniero Juan de la Cierva, de vuelta de su misión en Roma. Unos y otros adquirieron aparatos civiles más o menos destartalados. Para el militar republicano debió de ser una misión complicada, porque muchas de sus instrucciones, así como sus informes, fueron descifrados por los británicos. Éstos conocieron, por ejemplo, las primeras impresiones de López Oliván de que sería muy difícil comprar aviones militares (TNA: HW 12/216, BJ065789). También se enteraron de que México podía surgir como pantalla para ocultar la adquisición de armas con destino a España. Un tal Jacques Marcovici, rumano, se había aproximado a varias empresas para comprar armamento con destino al país azteca. Londres captó el telegrama de Albornoz en el que le identificaba como agente republicano (BJ065927[24]).

La misión de Pastor Krauel tuvo algún éxito, si bien las compras comprometidas no se correspondieron con las entregas efectivas porque hubo accidentes y dificultades administrativas de diverso tipo. En último término, el 19 de agosto las autoridades británicas se quitaron la careta y prohibieron la exportación pura y simple de aviones civiles a España. Con todo, llegaron a Barcelona catorce aparatos y a Burgos diez (Howson, pp. 101s, 133-139[25]). La medida equivalió, como ya había ocurrido con el caso francés, a una declaración unilateral de no intervención. Ni en el Reino Unido ni en Francia se esperó, en consecuencia, a que se formalizara la reacción de todos los países a los que ya se habían cursado invitaciones con el fin de que se adhirieran. Los británicos siguieron atentamente los progresos de las compras republicanas: el 16 de agosto habían salido para Barcelona tres aparatos Dragon Standard (BJ065930). El 24 Pastor pensaba todavía que tal vez sería posible adquirir algunos más, aunque a un precio elevadísimo, pero que resultaría muy difícil sacarlos del Reino Unido. Para estas fechas en Madrid se sospechaba, sin duda, que no había mucho que hacer en Londres y se le ordenó que se trasladara a París (BJ06618[26]). Para entonces el Ministerio del Aire había ya indicado públicamente que se retiraría la licencia a cualquier piloto que hiciera declaraciones falsas sobre el destino de vuelos al extranjero o que suministrase aviones, directa o indirectamente, a España burlando la prohibición (TNA: FO 371/20535). No se trataba de un juego.

En la Administración británica es improbable que surgieran muchas dudas acerca de la rectitud de la orientación adoptada. La embajada en Madrid había informado de que el Gobierno carecía de autoridad en la capital y que la ley y el orden brillaban por su ausencia. Los diplomáticos de S. M. in situ se hacían eco de estimaciones (muy abultadas): desde el comienzo de la sublevación habrían sido asesinadas en Madrid unas 7000 personas (cifra exagerada) y para la aristocracia, la derecha y el centro se había instaurado un régimen de terror. Los anarquistas, comunistas y socialistas de izquierda controlaban la situación (DBFP, doc. 100[27]).

El primer ministro, Stanley Baldwin, consideraba que en España se estaba poniendo en marcha un régimen comunista. Había dicho a Eden, confesó a uno de sus asesores, que en modo alguno debía alinear al Reino Unido con la Unión Soviética si la actitud que tomaba Francia ante el conflicto español era intervencionista (Little, pp. 226s). Si hay un ejemplo de hasta qué punto los prejuicios políticos e ideológicos pueden distorsionar al más alto nivel el análisis de lo que ocurre en otro país, éste es, sin duda, el caso británico con respecto a la República, aunque para el analista el peso de los intereses estratégicos y económicos no deba pasar a segundo término. Los primeros fueron subrayados en el informe de la Junta de Jefes de Estado Mayor. El riesgo estribaba en que en España pudiera implantarse un régimen fascista o comunista con escasas simpatías hacia el Reino Unido. De aquí se derivaba como corolario que no había que apoyar en modo alguno esta segunda posibilidad. En cuanto a la alternativa fascista, había que dar poco pie a Italia a intervenir en España.

El informe contenía un error de perspectiva extraordinariamente profundo[28].

Pablo de Azcárate, que no tardaría en ser nombrado embajador en Londres, hizo un esfuerzo supremo. Aprovechando sus contactos con la misión británica ante la SdN en Ginebra, trató de explicar lo que estaba en juego en España. Su análisis, hasta ahora desconocido, permite iluminar las percepciones del Gobierno republicano. La primera fue, sin duda alguna, la amargura y el desencanto que la actitud anglofrancesa había provocado, no ya por el lanzamiento de la idea de no intervención sino también por la premura en aplicarla cuanto antes. La segunda, y quizá más importante, era de perplejidad ante la posibilidad de que los Gobiernos de Londres y París pudieran creer en la patraña que lo que estaba sucediendo en España era una confrontación entre comunismo y anticomunismo. Si los países democráticos ayudaban a la República ésta podría neutralizar la rebelión y así fortalecerían el núcleo duro de republicanos de pro y de socialistas moderados en torno al cual podría establecerse la futura estructura política y social de España. Al tiempo, reforzarían sus posiciones en ella. De Azcárate no creía que los sublevados pudieran ganar. Su triunfo constituiría un fracaso político lamentable. Sólo los factores internacionales podrían llevarles a la victoria. Este análisis fue premonitorio.

La carta, que se elevó a conocimiento de Eden el 20 de agosto, despertó comentarios contrapuestos. Para algunos, el diplomático español ignoraba las razones profundas del comportamiento británico. Para otros, un apoyo anglo-francés a la República podría excitar aún más a las potencias fascistas y, con ello, desencadenar un conflicto. Era el temor al worst-case scenario erigido como clave de la única acción política posible. Uno de los diplomáticos que lidiaba con la situación, acertó en la diana: las masas populares estaban sólidamente opuestas a los rebeldes y el triunfo de éstos sólo era pensable con un fuerte apoyo extranjero (TNA: FO 371/20536). Tenía toda la razón pero el esfuerzo de Pablo de Azcárate no condujo a nada. Los prejuicios y temores estaban profundamente arraigados en el corazón mismo de la alta burocracia británica.

GESTIONES EN EL PREE Y EN EL POTOMAC.

Las aciagas noticias de Londres y París tuvieron que exasperar los ánimos de los dirigentes madrileños. Por muy intensa que fuera la exaltación revolucionaria y republicana, en los corredores del poder siempre hubo gente que conocía bien las consecuencias de las decisiones exteriores. Su efecto sólo apuntaba en una dirección: la del estrangulamiento del equipamiento material de los desmoronados batallones. No es de extrañar que se pensara en gestiones algo más exóticas. La primera de ella, aunque también fue denegada, debió causar con todo menos sorpresa que la que proporcionaron las actuaciones francesas y británicas. Se dirigió, créase o no, a la Alemania nazi. El 1 de agosto por la mañana Barcia convocó al representante de la Federación de la Industria Aeronáutica alemana en Madrid Hans Sturm. El Gobierno republicano deseaba adquirir con la máxima urgencia aviones de caza y de bombardero no demasiado pesados. También necesitaba bombas de aviación de 50 y 100 kilogramos. El pago se realizaría en las condiciones que eligiesen los proveedores sin excluir la posibilidad de hacerlo en oro. Barcia rogó a Sturm que no utilizase sus medios de comunicación sino los de la embajada. Ésta, por supuesto, no informó de lo que antecede a la Federación sino a la Wilhelmstrasse.

Sólo en apariencia había algo de extraordinario en esta petición. Las relaciones de suministro de material bélico entre Alemania y España eran antiguas y se habían mantenido tanto en los años de la Monarquía como de la República. Los representantes de la industria bélica germana en Madrid gozaban de gran consideración y siempre habían tenido un acceso fácil a los medios gubernamentales, con independencia de los vaivenes políticos. Durante la etapa de Gil Robles en el Ministerio de la Guerra se habían activado muchos de estos contactos, que en parte echaban raíces en los años veinte, con el fin de examinar la posibilidad de rearmar al Ejército y la Aviación con material alemán. Por diversos motivos en los que no hay por qué entrar aquí tales propósitos no llegaron a buen puerto. No era totalmente ilógico, aunque sí sorprendente, que la República quisiera probar suerte con Alemania.

En Madrid, como en toda Europa, corrían rumores de que Hitler ya había decidido ayudar a los sublevados. Los republicanos tenían noticias fidedignas y disponían de datos fragmentarios al respecto (al menos según revelan sus comunicaciones de la época que descifraban los británicos). Habían pedido explicaciones días antes tanto a la embajada como a la Wilhelmstrasse. Podrían pensar, no obstante, que el Tercer Reich lo hacía por motivos económicos. Si era así, quien controlaba las divisas y las reservas metálicas era el Gobierno. ¿Por qué no intentarlo? Nada se perdía y quizá el comportamiento ante una petición formal permitiría esclarecer las intenciones alemanas.

Los círculos berlineses se hicieron los sordos. Tres días más tarde el Gobierno republicano exigió a Sturm una respuesta. No valían las excusas. También, todo hay que decirlo, los rumores de la intervención alemana se habían consolidado. La animosidad contra los nazis crecía. En la embajada se temía incluso que los republicanos se incautaran de algunos aparatos de la Lufthansa (como habían hecho los rebeldes en Canarias). Para zafarse de la presión, Sturm propuso enviar a Berlín a algunos delegados que pudieran negociar con las autoridades[29]. El 6 de agosto partió acompañado del teniente coronel Luis Riaño Herrero, quien ya había actuado como asesor para adquirir material en París[30].

Al día siguiente, Sturm se personó en la Wilhelmstrasse donde se le puso al corriente de la situación. Se le aconsejó que entretuviese a Riaño todo lo que pudiera. En la tarde del 7 de agosto, en una reunión en la que participó el almirante Canaris, se decidió no aceptar la propuesta. Acompañado de Sturm, Riaño hizo vanas visitas en repetidas ocasiones. Una y otra vez se le dieron largas hasta que por fin decidió regresar a Madrid el 18 de agosto. La intervención nazi a favor de los sublevados se desarrollaba ya con toda intensidad y las relaciones se tensionaban entre el Tercer Reich y la República.

La aventura berlinesa de Riaño tiene particular interés porque muestra, indirectamente, la conmoción que poco a poco iba esparciéndose en los círculos gubernamentales. De manera inesperada, en el exterior todo el mundo les iba cerrando las puertas. El regreso del teniente coronel se produjo pocos días tras la prohibición británica de exportar aviones a España aunque fuesen de pasajeros[31]. ¿Qué salidas quedaban?

Ciertamente, no la de Estados Unidos cuyas puertas no se abrieron de par en par. El entonces secretario de Estado Cordell Hull seguía muy de cerca lo que pasaba en la Península. Estaba preocupado por lo que pudiera ocurrir a los ciudadanos e inversores norteamericanos y había protestado enérgicamente ante el Gobierno Giral por la expropiación de varias empresas estadounidenses. Algunos de sus altos funcionarios pensaban que en España se daba una repetición de la revolución bolchevique de 1917. No era ésta una perspectiva alentadora ya que reforzaba la creencia de que en el extremo occidental de Europa surgía un nuevo experimento para-soviético. La reacción inmediata en Washington, aparte de protestar, consistió en esperar y ver, pero no existía mucho interés oficial en ayudar a la República.

A principios de agosto en el Departamento de Estado se era consciente de que si el Gobierno de Madrid no recibía armamento de los países europeos, lo normal sería que se tornara hacia Estados Unidos, uno de sus suministradores históricos. Ello planteaba la posibilidad de que los norteamericanos pudiesen ayudar a un Gobierno comunista (sic) o para-comunista que, si ganaba la contienda, estimularía la expansión del bacilo por el continente (Little, pp. 232-235). Así, cuando el 10 de agosto un representante de la Glenn L. Martin Company telefoneó al Departamento de Estado para saber cuál sería la actitud de las autoridades ante el suministro a la República de ocho aviones de bombardeo, la respuesta fue gélida.

Se trataba de aviones cuya fabricación había sido contratada por el Gobierno el 1 de febrero de 1936, pero cuya venta no se había consumado porque por razones no aclaradas los españoles se habían negado a hacer un pago en Nueva York. Aquella misma mañana, sin embargo, la compañía había recibido un telegrama en el que Madrid aceptaba dicho pago y solicitaba la entrega inmediata de los aparatos. Esto no sería posible, sin embargo, hasta noviembre.

El Departamento de Estado respondió confirmando que, si bien carecía de poderes legales para impedir la transacción, el Gobierno seguía una política de no intervención en los asuntos internos de terceros países. Había una serie de disposiciones legales sobre la neutralidad que no eran de aplicación al caso español porque se orientaban sólo a los conflictos entre Estados. Ello no obstante, el suministro de armas a España no se correspondía con los deseos oficiales (FRUS, pp. 474-476). De todas maneras estaba abierta una ventana de oportunidad que los agentes republicanos empezaron a explorar inmediatamente. El 13 de agosto, por ejemplo, el cónsul general en Nueva York informó que un tal Cornudella le había dicho que podría hacerse con una veintena de aviones usados de los años 1934 y 1935 a 10 000 dólares por unidad en muelle (TNA: HW 12/206, BJ065881).

La postura oficial norteamericana era sólida, como se le dijo al encargado de negocios francés. Incluso la idea de participar en la no intervención, que por entonces se ponía en marcha estaba totalmente descartada (DDF, III, doc. 127). No se trataba sólo de un problema de política exterior, sino también de política interna. La opinión pública atravesaba por un período de introversión y la Administración, dividida entre quienes apoyaban ideológicamente a la República y quienes la combatían, no tenía interés en invertir en el tema el menor adarme de capital político, empezando por el propio presidente y ello con independencia de sus credenciales de centro-izquierda.

Los demócratas necesitaban el voto católico para las elecciones presidenciales de noviembre pero, como ha puesto de relieve Rey García (pp. 42-48), no fue éste el único factor. Lo que hubo fue una multiplicidad de causas que se reforzaron las unas a las otras. Entre ellas figuraban la alineación con el Reino Unido y Francia y el escaso deseo del presidente de revocar el embargo moral. Antes al contrario, Roosevelt lo acentuó en cuanto pudo, en enero de 1937, transformándolo en legal. Los diplomáticos españoles en Washington eran conscientes de las complejidades de la situación y ya el 12 de agosto el embajador Luis Calderón solicitó que no se inmiscuyera directamente a la embajada en tales actividades porque la opinión pública y la prensa exigían al Gobierno que mantuviera una posición de neutralidad. Era mejor utilizar intermediarios o agentes especializados (TNA: HW 12/206, BJ065996). Calderón sabía, porque se lo habían dicho anteriormente en el Departamento de Estado, que Estados Unidos no tenía la intención de ayudar ni a la República ni a Franco. Poco después, dimitió de su puesto. Con todo, en los meses del otoño de 1936, antes de que entrara en vigor el embargo legal, hubo posibilidades de adquirir material y varias comisiones de compras se desplazaron para obtener todo lo que pudieran lo más rápidamente posible. De hecho, el canal norteamericano, hasta que se cerró, constituyó una de las pocas puertas entreabiertas a la República.

UNA PETICIÓN CON POSIBILIDADES.

Descartadas como fuentes Francia, Gran Bretaña y Alemania y con la no intervención despuntando en el horizonte, el Gobierno de Madrid tenía ante sí un negro panorama. No quedaban, en efecto, muchas alternativas pero, aparte de Estados Unidos, sí había alguna. Como ya hemos indicado, De los Ríos y Jiménez de Asúa, siguiendo la sugerencia de Delbos, plantearon la posibilidad de que el país azteca adquiriese en Francia, como si fueran para él, armas y municiones que se enviarían a la España republicana. El 1 de agosto se extendió a compras que pudieran efectuarse en Bélgica y en el Reino Unido. La segunda no prosperó pero ello fue debido a la oposición británica (Ojeda, pp. 141-142).

El día 11 el embajador en México, Félix Gordón Ordás[32], telegrafió a Barcia. Consideraba probable obtener material de guerra y pedía autorización para realizar las oportunas gestiones. A la vez deseaba información sobre la índole del material que se necesitase. Dos días más tarde recibió respuesta: veinte aviones de bombardeo (que se habían solicitado a Francia) y otros tantos de caza. Se precisaban antes de un mes. El mismo día Gordón Ordás obtuvo una idea más exacta de lo que podrían aportar los mexicanos tras visitar al presidente Cárdenas, al ministro de Negocios Extranjeros, general Eduardo Hay, y al director de la Aviación Militar. Ayudarían en la medida de sus posibilidades: podrían enviar fusiles y gran cantidad de proyectiles. No había, sin embargo, aviones de los tipos solicitados. Sí disponían de motores de avión de transporte adaptables a ciertos aparatos de bombardeo y de otros de caza. Podían hacer gestiones para adquirir los aviones. Los cazas costarían en torno a los 24 000 dólares y los bombarderos pesados unos 40 000. Lo que posiblemente no sospecharon Gordón Ordás ni los mexicanos era que las vigilantes antenas de Londres descifrarían de forma inmediata las comunicaciones en las que el embajador daba cuenta de sus gestiones. Este telegrama crucial fue uno de los primeros (TNA: HW 12/206, BJ065929). Desde entonces el Reino Unido estuvo al tanto del amplio abanico de actividades que desplegaría el representante republicano en México. Que yo sepa, no es ésta una cuestión que se haya examinado hasta ahora en la literatura.

La reacción mexicana era la que el Gobierno republicano hubiese esperado de Francia o, eventualmente, del Reino Unido. Ahora bien, mientras las gestiones en París se enredaban en los complicados rodajes de la política interior y exterior francesa, los mexicanos no dudaron. Con el respaldo presidencial, es decir, el más elevado, se vaciaron los arsenales de todos los fusiles y municiones almacenados en cuanto se les informó de los deseos españoles. El Gobierno de Madrid solicitó el 17 de agosto el envío urgente de fusiles y cartuchos, que repetidamente había pedido a Francia sin el menor resultado. Al día siguiente, Cárdenas comunicó a Gordón Ordás que había cursado órdenes al ministro de la Guerra para se pusieran a disposición española veinte mil fusiles y veinte millones de balas. Inmediatamente, Cárdenas dio un paso adicional. El 20, anotó que había autorizado al embajador en París, coronel Adalberto Tejeda, para que, a petición española, comprase por cuenta de la República todo el armamento que pudiese[33]. Como hemos visto Tejeda ya se había movido en tal sentido. Las instrucciones debieron de versar sobre volúmenes mucho más significativos. La adquisición de material en Gran Bretaña[34] y en Estados Unidos por parte de México topó, sin embargo, con dificultades.

Cárdenas no ocultó las razones de su apoyo. En sus Apuntes señaló que «México proporciona elementos de guerra a un gobierno institucional, con el que mantiene relaciones» y que concitaba «la simpatía del gobierno y sectores revolucionarios de México». Su conclusión era que «la responsabilidad interior y exterior está a salvo». Es más, proclamó su apoyo a los cuatro vientos. El 1 de septiembre de 1936, en su tradicional informe a las dos cámaras, reunidas en sesión solemne, sobre las labores del Ejecutivo realizadas en el año precedente, indicó sucintamente que se habían puesto a disposición del Gobierno republicano 20 000 fusiles de 7 mm y veinte millones de balas de fabricación nacional. Le contestó en nombre de los dos cuerpos legislativos el presidente del Congreso, Luis Enrique Erro, quien afirmó que «vender pertrechos de guerra y prestar ayuda moral —e incluso material— a un gobierno amigo, legítimamente constituido, está perfectamente ajustado a las normas de ética que presiden la vida de relación internacional. Obrar de otro modo equivaldría a conceder implícita beligerancia a una insurrección militar[35]».

Esta forma de contemplar las cosas no había calado, evidentemente, en el Quai d’Orsay. Las acciones mexicanas debieron de caer como bálsamo en las heridas que la rebelión había abierto entre los dirigentes republicanos. El contraste no podía ser mayor con el comportamiento francés o británico, por mucho que éste obedeciera a razones propias no trasplantables al caso mexicano. La actuación de Gordón Ordás, embajador político, también destaca al compararla con la de muchos otros diplomáticos españoles. En puestos claves como París sus deserciones se produjeron después de interponer todos los obstáculos posibles a las desesperadas gestiones del Gobierno y de sus enviados. En otros, como Londres, la traición se hizo de forma más sutil. Hubo quien rápidamente afirmó su fidelidad a la República y quienes lo hicieron respecto a los sublevados.

LOS PRIMEROS SOS HACIA MOSCÚ.

Éste es el momento en el que hay que mencionar los humildísimos orígenes de la gestión que a la larga resultó la más importante para el esfuerzo de guerra y que rompió la soledad de la República: el viraje hacia la Unión Soviética. Como gestión, a primera vista podría pensarse que fue una más de las realizadas por el Gobierno Giral cuando inició sus contactos para adquirir armamento y material en el exterior. Se trató de la dirigida, el 25 de julio de 1936, al embajador de la Unión Soviética en París, al tiempo que De los Ríos abordaba al embajador mexicano. La documentación republicana a la que he tenido acceso no permite aclarar si se planteó en conexión con las medidas restrictivas que en esa misma fecha adoptaría el Consejo de Ministros francés o si se tomó de forma preventiva. En ningún caso hay que atribuirle la siniestra condición (la prematura gravitación republicana hacia la esfera soviética) que Radosh y sus colaboradores (pp. 20s) perciben en ella. Es más, hay que reprochar a estos autores que la presenten como un descubrimiento fundamental cuando lo cierto es que el telegrama de Giral había sido ya utilizado diez años antes por lo menos por un estudioso ruso en su tesis doctoral (Schauff, p. 205).

El telegrama al embajador soviético en París no era muy específico ni precisaba las necesidades. Simplemente indicaba que la República se veía obligada a aprovisionar a sus fuerzas armadas con armamento moderno. Señalaba, eso sí, que los rebeldes habían iniciado una guerra civil y que ya estaban obteniendo armas y municiones en grandes cantidades desde el exterior. Esto no era todavía exacto y tal vez se tratase de un intento de estimular una respuesta positiva. El Gobierno necesitaba armamento y municiones de todo tipo de categorías y en cantidades significativas[36]. Ahora bien, esta gestión podría no haberse producido siguiendo la misma lógica que la que tiñó las gestiones con París, Londres, Berlín, Washington o México, sino haber respondido a una lógica particular y de la más elevada importancia. Podría, en efecto, haber sido la reacción a una decisión soviética. En fecha tan temprana como el 22 de julio el tema español se discutió por primera vez en las alturas del Politburó. Fue el mismo día en el que CAMPSA solicitó urgentemente gasolina a Francia. Tal discusión no pudo ser un tema baladí. Para entonces los miembros del Politburó eran la autoridad central en materia de política exterior, defensa e interior y en él las opiniones de Stalin eran absolutamente básicas. El Sovnarkom ocupaba una posición subordinada y Litvinov, por ejemplo, no formaba parte del primero (Watson, pp. 135, 138-139).

Informalmente[37] se acordó ordenar al Comisariado del Pueblo para el Comercio Exterior (NKVT) que enviara combustible a España a un precio reducido, en las cantidades necesarias y en buenas condiciones[38]. Esta decisión, cuya significación al menos política no puede sobreestimarse lo suficiente, se tomó al día siguiente de que el Gobierno republicano se hubiese dirigido a Londres planteando la posibilidad de abastecimiento de la flota y un día antes de que el Consejo de Ministros británico la desestimara. La pregunta esencial que suscita es cómo podía conocerse en prácticamente tiempo real, la necesidad acuciante que los republicanos sentían de tal producto. Por otro lado, no es necesario ser un militar o diplomático experimentado (basta con ser un modesto funcionario o saber mínimamente cómo funciona la Administración) para reconocer que una decisión a tan elevado nivel tuvo que implicar por necesidad algún tiempo de preparación. Es improbable que Giral llamase por teléfono a Molotov. Para solicitar armas se había servido del medio más modesto que era un telegrama al embajador soviético en París.

Pues bien, en el Politburó se tomaron cartas en el asunto de manera no ya urgente sino urgentísima. Apenas si medió tiempo entre la petición española a Londres y la reacción, ¿inesperada?, de los soviéticos. Todo se hizo a una velocidad tal que recuerda la decisión casi instantánea de Hitler. Mientras no se demuestre documentalmente el proceso de preparación sólo cabe plantear interrogantes. ¿Existía algún agente de los servicios de inteligencia soviéticos en el entorno próximo al Gobierno republicano? ¿Había llegado directamente al Kremlin, y cómo, conocimiento de la petición española? Esta alternativa no puede descartarse porque, al fin y al cabo, «alguien» tuvo que decidir solicitar combustible a Francia. Ahora bien, cabe especular algo más: ¿Se trataría por ventura de una información que procedía de Londres? ¿Serían los agentes soviéticos en el propio Foreign Office quienes filtraron la solicitud, antes de que el Consejo de Ministros británico se pronunciara[39]? Dejemos constancia de todos estos interrogantes a manera de pistas que otros autores podrán seguir en el futuro[40]. Lo único que parece claro es que tal envío, si se produjo, debió de ser a bordo de un barco soviético porque por aquellas fechas no había petroleros españoles en aguas soviéticas o en las cercanías. Aludiremos a esta cuestión más adelante.

Teóricamente la decisión entre los miembros del Politburó podría ser consecuencia del seguimiento de los acontecimientos de España. La Comintern, como veremos más adelante, los seguía al minuto. Se ignora hasta qué punto lo hacía el Sovnarkom. El último documento soviético que hemos localizado con reflexiones sobre la situación política española data del 14 de junio, un mes antes. ¿Hubo otros? En tal fecha un tal Tz. Kin preparó un informe, extremadamente interesante, que envió, entre otros, a Litvinov y Krestinsky así como al Departamento de Prensa e Información del NKID. Dado que hasta ahora los únicos informes que se conocen son los emanados de los agentes de la Comintern en Madrid es reconfortante comprobar que, como es lógico, España no era totalmente ignorada dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores, con independencia de que todavía no hubiera establecidas embajadas recíprocas. Sin embargo, el informe de Kin permite pensar que estudiar la evolución española no era una ocupación diaria de los diplomáticos soviéticos. Kin dio un repaso a la misma desde las elecciones del Frente Popular en lo que parece haber sido una especie de balance un tanto analítico y, por fortuna, sin estar lastrado por la pesada jerga ideológica del momento. Sus rasgos dominantes fueron la constatación de un crecimiento de la inquietud popular en las ciudades y en el campo (denominada «lucha revolucionaria») y un aumento de la reacción fascista (este calificativo es del original y lo entrecomillaremos en este breve resumen), que había sido derrotada electoralmente pero no destruida.

Kin subrayó que inmediatamente después de las elecciones la agitación campesina se había encrespado y adoptado formas agudas. Se había manifestado en la expropiación fáctica de ciertas propiedades en zonas de latifundios con el resultado que en pocos meses más de 60 000 campesinos habían entrado en posesión de tierras, tantos como en los años de la «revolución» (es decir, del bienio republicanosocialista). El Gobierno se había visto obligado a legalizar tales acciones al tiempo que la lucha de clases adquiría tonos más violentos. En ocasiones se había derramado sangre. Las fuerzas de orden público habían actuado contra el campesinado. En otras, la Guardia Civil (sic: gendarmería) y los «fascistas» habían cometido asesinatos. Sabemos por las confidencias que Goicoechea hacía a los italianos en aquellos momentos que tales afirmaciones tenían un componente de verdad.

La conflictividad social aumentaba y el Gobierno había tenido, en parte, que contemporizar con las peticiones populares. Había habido una amnistía. Se había obligado a las empresas a reaceptar en sus puestos de trabajo a trabajadores despedidos por motivos políticos durante el bienio negro (añadamos nosotros que ésta era una de las decisiones que más habían soliviantado a la colonia británica, al menos en Canarias). Se había aumentado el salario medio en el sector metalúrgico. Se había actuado contra la Falange. El Gobierno también había hecho concesiones a la derecha. Entre las más importantes figuraba una muy precisa: los generales Franco y Goded (que, según afirmó Kin, habían intentado organizar un golpe de Estado tras las elecciones) no habían sido detenidos sino que se les había enviado a las provincias. En otras ocasiones, los republicanos votaron contra el PSOE y el PCE en las Cortes, donde la recalentada atmósfera reflejaba la situación relativa entre derechas e izquierdas.

En estas condiciones, los ataques contra elementos significados de estas últimas y contra las masas obreras permitían pensar que se acentuaban las contradicciones sociales y la inestabilidad política. La reacción («el fascismo», tal y como se expresaba Kin) se mantenía indemne y se había refugiado en las fuerzas armadas y en las instituciones del Estado, sobre todo en la magistratura, donde las depuraciones habían sido muy limitadas. Era imposible afirmar que el Gobierno republicano actuaba enérgicamente contra él por el mero hecho de proceder contra los falangistas cuando apenas si hacía nada para contener la violencia de la reacción, agazapada en el aparato del Estado.

Kin llamó la atención sobre las disensiones en el PSOE entre los centristas y la izquierda socialista. Se habían agudizado en temas tales como la participación o no en el Gobierno, la creación de un frente único proletario y la actitud ante los partidos burgueses. Estaba en juego, en último término, la definición del carácter y objetivos del Frente Popular. En tales condiciones era difícil predecir lo que pudiera ocurrir. La amenaza fascista era seria. La Iglesia, los terratenientes y el capitalismo financiero estaban bien atrincherados y dispuestos a lanzarse a la lucha política con el fin de romper la fuerza del movimiento obrero. Kin señalaba, con claridad, que «hay posibilidades de un nuevo golpe de Estado fascista y, en particular, de un golpe militarfascista». Es la primera vez que hemos encontrado una afirmación de tal porte en un documento soviético interno.

Entre los problemas con los que el Gobierno había de lidiar figuraba en primer término la cuestión campesina. La reforma agraria continuaba pero no resolvería los problemas por sí sola. El «fascismo» haría todo lo posible para no perder posiciones en el campo y utilizaría sus métodos habituales de demagogia social, con el fin de obtener apoyos aprovechándose del atraso general del campesinado español. Las organizaciones «fascistas» habían preservado todos sus cuadros y la posibilidad de actuar en materia de agitación y propaganda.

Kin señalaba que a pesar del crecimiento del PCE (60 000 miembros) y del incremento de su papel político, y a pesar del giro hacia la izquierda y de la aproximación entre el PCE y la izquierda socialista, la unidad organizativa y política de la clase obrera no se había producido. La influencia del Frente Popular en el campo era insuficiente. La «revolución» agraria se producía de manera caótica y espontánea, sin dirección por parte del mismo. El PCE insistía en la confiscación de propiedades pero, bajo ciertos supuestos, cabía pensar que los partidos republicanos hicieran causa común con la derecha para bloquearla.

La pequeña burguesía, en particular, que se había desplazado hacia la izquierda, probablemente dudaría a la hora de maniobrar entre socialistas y anarquistas. No cabía excluir que «traicionara» (sic) al movimiento obrero y que hiciera todo lo posible para sabotear la creación de un frente proletario único. Con todo, Kin divisaba posibilidades al respecto. Existían importantes contradicciones entre los diferentes grupos capitalistas y, por otra parte, era constatable el gran éxito del PCE, situado a la izquierda de las masas socialdemócratas. Era preciso insistir, señaló, de forma consistente en la marcha necesaria hacia un frente único antifascista.

La conclusión fue relativamente optimista. España constituía uno de los eslabones más débiles del sistema capitalista en Europa y el éxito de tal estrategia abriría nuevas posibilidades para coordinar el movimiento obrero, los campesinos y las «nacionalidades» reprimidas bajo la dirección única del proletariado (AVP RF: fondo 010, inventario 11, legajo 53, expediente 71, páginas 13-16).

Ahora bien, de todo este análisis no se desprendía automáticamente una intervención activa del lado soviético. La situación no evolucionaba mal y, probablemente, la reacción en Moscú consistió en dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Los agentes de la Comintern, cuyos informes han estudiado Elorza/Bizcarrondo, se cuidarían de todo lo necesario.

Lo que el informe de Kin muestra es, pues, un cierto interés, no mucho más, en las alturas del NKID por lo que ocurría en España. También lo había en otros Ministerios de Asuntos Exteriores occidentales pero ni siquiera en la Wilhelmstrasse o en la Gestapo, que había enviado camuflado a uno de sus agentes a la embajada en Madrid, ello hacía previsible la acción que surgiría tras el golpe militar.

Es verosímil que cuando se adoptó la decisión de suministro de combustible el 22 de julio los soviéticos la comunicasen al Gobierno de Madrid. Si la dieron a conocer rápidamente, lo cual no es absurdo, la petición de Giral al embajador ruso en París cobraría una tonalidad diferente. Sería entonces Madrid la que hubiese reaccionado al haber visto entreabrirse, quizá, una posibilidad en Moscú. Lo que sí se sabe (Martínez Molinos, 1987-1988, pp. 67-68) es que, de cara al suministro de combustible soviético, el dirigente socialista Toribio Echevarría[41] recibió hacia mediados de agosto instrucciones urgentes por radio de presentarse en París para tratar con la Soyuzneftexport —la compañía exportadora de petróleo— la cuestión de los abastecimientos a la República[42]. Es un tema al que regresaremos posteriormente.

Con todo, ni siquiera cabe pensar que la medida implicaba una intervención inmediata en los acontecimientos de España. Hubiera sido sorprendente, a pesar de que Stalin cuando quería decidir lo hacía con gran rapidez tras valorar todos los factores y detalles[43]. Que las implicaciones eran limitadas, se puso de relieve pocos días más tarde. La inicial petición a través de la embajada soviética en París no quedó aislada, en efecto. Antes al contrario. El Gobierno de Madrid insistió en sus gestiones, aunque esto es algo de lo que tampoco hasta ahora se haya tomado noticia en Occidente. Fernando de los Ríos, a quien nadie en su sano juicio podría caracterizar como socialista pro-soviético, apremió al embajador de la URSS en París para que Moscú suministrara con toda urgencia material de guerra de cualquier forma que les pareciese conveniente, incluso desde Francia. Si bien esta última referencia es un tanto críptica, De los Ríos se mostró dispuesto a ir a Moscú y firmar en la capital soviética los acuerdos oportunos[44]. Innecesario es señalar que nada de ello podría haberse hecho sin el visto bueno o la impulsión de Madrid. Por desgracia las comunicaciones entre la embajada republicana en París y el Ministerio de Estado al respecto no se han localizado[45]. De los Ríos no hizo jamás, que yo sepa, la menor alusión a aquella idea, sin duda políticamente incorrecta para su imagen ulterior como embajador en Washington y, a fortiori, tras la guerra civil.

Tenemos, pues, que desde fecha muy temprana, bien de forma autónoma o como reacción a una medida que en Madrid debió de considerarse prometedora, el Gobierno acudió a los soviéticos en demanda de material de guerra. Nada permite pensar que este episodio, poco iluminado, se separe de la lógica que seguía la República al multiplicar sus peticiones, a diestro y siniestro, con el fin de obtener material de guerra. Las últimas gestiones de De los Ríos debieron de acontecer en los últimos días de julio o primeros de agosto porque el 6 de este mes el famoso periodista Mijail Koltsov, de Pravda, recién llegado a París camino de Barcelona, se vio asaltado por el hijo de Giral. Éste le comunicó que la República necesitaba mandos, pilotos y bombas de aviación[46]. Podemos comprobar independientemente la verosimilitud de esta información pues por el informe de Ovalle del 24 de agosto se sabe que en los primeros días de tal mes el hijo de Giral se encontraba, en efecto, mezclado con múltiples gestiones para adquirir material[47]. Innecesario es señalar que estas démarches estaban desprovistas de connotaciones ideológicas. De lo que se trataba era, exactamente, de comprar armamento, como se había intentado en otros países.

Poco más tarde, uno de los agentes de la NKVD incrustado en la embajada de París escribió a sus superiores que los republicanos parecían dispuestos a aceptar cualesquiera condiciones con tal de recibir ayuda lo antes posible[48]. Aún pasaría algún tiempo antes de que Stalin se decidiera. Como veremos en el capítulo quinto el comisario adjunto de Asuntos Exteriores, Nikolai Krestinsky, le había escrito el 9 de agosto informándole de cuál sería la mejor forma de reaccionar a las peticiones republicanas.

LA INICIAL RESPUESTA SOVIÉTICA.

La postura de Moscú evolucionó de forma muy diferente a la descrita en los casos anteriores, aunque el fantasma de la inmediata intervención comunista en los asuntos españoles había moldeado siempre las valoraciones y posicionamientos de la derecha levantisca. Franco estaba obsesionado con él desde fecha temprana[49]. Sin embargo, observadores como el embajador francés Herbette no habían atribuido significación particular a la agitación comunista, aunque éste, que había representado a Francia en Moscú durante cerca de siete años, terminó siendo un anticomunista y un pro-franquista furibundo. Desde el comienzo de su misión en Madrid en 1931, había apuntado más bien a los peligros que para la República podrían derivarse de los anarquistas, algo en lo que también abundaría su colega norteamericano Claude G. Bowers.

El Gobierno republicano había tardado mucho tiempo en establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética hasta el punto que España era uno de los pocos países que más se retrasaron en reconocer al Estado soviético. En ello se diferenciaba de distinguidos exponentes del capitalismo occidental que ya lo habían hecho, olvidada su propia intervención armada en la guerra civil rusa. Entre los que más habían resistido se distinguía por derecho propio Estados Unidos que por fin las estableció en noviembre de 1933, no sin vencer ciertas dificultades, conceptuales, políticas y, no en último término, burocráticas (De Santis, pp. 27-29; Glantz, p. 19s).

La ausencia de relaciones diplomáticas es significativa porque el Gobierno español, tanto durante la dictadura primorriverista como en el «bienio negro», no era más fervientemente anticomunista que los de Francia o el Reino Unido, que sí las tenían desde años, aunque su establecimiento en el caso del primero se produjo tras una larga pugna interna en la que se distinguió, luchando a su favor, el entonces periodista Jean Herbette. Para una amplia gama de la derecha española, que en ello mantenía muchos de los prejuicios y visión de las relaciones internacionales de la época monárquica, al establecimiento de relaciones con la URSS se le otorgaba una significación especial. La derecha pensaba que con una embajada en Madrid, el trabajo disolvente de los comunistas se vería grandemente facilitado. Es una interpretación que aflorará incluso en los comienzos de la transición democrática cuando en 1977 se reabrieron embajadas tras el largo paréntesis del franquismo. No debe extrañar, pues, que al menos al nivel diplomático los soviéticos hicieran alguna que otra gestión. Kowalsky (pp. 14s) recuerda a este respecto sugerencias de Krestinsky y del propio Litvinov, autorizado por Stalin. No llegaron a mucho porque en el primer bienio la conjunción republicano-socialista tenía temas más importantes en los que invertir capital y prestigio políticos y no merecía la pena gastar pólvora en salvas.

Según las investigaciones de Martínez Molinos una de las armas de que se sirvieron los soviéticos para tratar de inducir un cambio en la actitud española fue la política petrolífera. Tras la denuncia del contrato de suministro en noviembre de 1934, el Gobierno de Madrid intentó reanudar las relaciones con la URSS en este ámbito sensible en el marco de un acuerdo comercial que contemplara la compensación con exportaciones de productos españoles. Fue un fracaso total. Los soviéticos exigieron previamente a cualquier negociación el intercambio de embajadores. Por otro lado, las posibilidades disminuyeron.

Había, naturalmente, intelectuales españoles más o menos izquierdistas proclives al establecimiento pero en ello coincidían con otros que no lo eran. Entre estos últimos figuraban, por ejemplo, Gregorio Marañón y Jacinto Benavente. De hecho, no fue hasta julio de 1933 cuando el entonces ministro de Estado, Fernando de los Ríos, apoyado por Indalecio Prieto logró despejar las últimas dificultades. Se intercambiaron cartas que reflejaban el reconocimiento mutuo pero no llegaron a abrirse embajadas. Por parte soviética, el embajador designado fue el antiguo comisario del pueblo para la Instrucción Pública y personalidad muy conocida en el extranjero, Anatol V. Lunacharski. En noviembre Litvinov le informó en París sobre su futura misión pero falleció en diciembre antes de trasladarse a España. Por parte española, se había pensado enviar a Moscú al periodista socialista de izquierdas, y a la sazón embajador en México, Julio Álvarez del Vayo, pero la caída del Gobierno Azaña no lo permitió. Bajo el Gobierno Lerroux los españoles plantearon una serie de dificultades que dilataron aún más el intercambio de embajadores.

Fue el delegado permanente español ante la Sociedad de Naciones, Salvador de Madariaga, uno de los actores que más influyeron, en su caso mediante gestiones ante los países latinoamericanos, para que la Unión Soviética fuese admitida en septiembre de 1934, mientras que los británicos se empeñaban a fondo en el mismo sentido con los países de la Commonwealth. La URSS ingresó por fin tras un áspero debate en el cual sobresalieron por su feroz oposición el representante suizo, Giuseppe Motta, y el portugués (Dullin, 2001, pp. 226s). Posteriormente, se produjeron algunos intentos adicionales, también a través de Madariaga. No dieron resultado.

El intercambio de embajadas ha de verse desde la perspectiva de las dos partes. Las asociaciones de amigos de la URSS (había muchas) lo reclamaban pero el Gobierno republicano tenía otras cosas en que pensar. Esto no significa que se hubiera olvidado del mundo exterior[50]. Desde el punto de vista soviético se era consciente del valor simbólico de regularizar la situación, que naturalmente tenía que crear alguna molestia en el NKID. Pero, aparte de ello, no da la impresión que España hubiese despertado demasiado interés entre los rectores de la política exterior y de seguridad soviética. Autores que han hecho calas en su formulación, como Haslam, Kowalsky y Schauff, no parecen haber encontrado pruebas documentales que permitan inferir que España se acercase, ni siquiera remotamente, a los intereses centrales en torno a los cuales definían las mismas. El informe Kin que ya hemos mencionado tampoco permite inferirlo. La ausencia de embajadas significaba que, en la hipótesis de que actuaran en España agentes de inteligencia soviéticos, como lo hacían los alemanes, franceses, italianos y británicos, no gozarían de protección diplomática de ningún tipo[51].

La situación era diferente vista desde el ángulo de la Comintern, que sí contaba con agentes en Madrid desde hacía años. Aunque los diferentes pivotes en que se sustentaba la proyección internacional de influencia soviética estaban subordinados a Stalin, no siempre coincidían sus intereses inmediatos ni tampoco lo hacían sus tácticas. Las zancadillas y los encontronazos estaban a la orden del día. Los diplomáticos soviéticos trabajaban en una atmósfera enrarecida en la que la orientación de Litvinov se veía entorpecida desde los sectores fundamentalistas del PCUS o de la Comintern. No se ha encontrado todavía constancia documental de que Stalin hubiese prestado un interés particular hacia España antes del golpe[52].

Elorza y Bizcarrondo han estudiado documentalmente la política de la Comintern de cara a la evolución española antes del golpe militar así como la interacción del PCE con otros partidos de la izquierda. De su análisis cabe desprender varias notas: el seguimiento regular y sistemático que se hacía en la central de Moscú de las mil y una facetas en que se reflejaba la actuación de un partido con escasa capacidad de influencia sobre su entorno, aunque sí podía generar efectos de arrastre; la manipulación de su actuación en un contexto social y político que o no se entendía en la capital soviética o se contemplaba con anteojeras muy estrechas; el entrecruzamiento de posiciones ideológicas diversas, de lo que se desprendían consideraciones muy diferentes para la acción. Ambos autores, como Kowalsky y tantos otros, señalan la importancia que para una mejor comprensión de la ulterior política soviética tuvieron las decisiones de la Comintern que abrieron la estrategia de Frentes Populares.

La IC tenía tras de sí una complicada historia de giros estratégicos y adaptaciones tácticas, de pendolazos hacia la derecha o a la izquierda que diseñaban un puzle no siempre fácil de interpretar. En un libro no demasiado logrado, Payne ha tomado sobre sí la ímproba tarea de mostrar a los españoles la verdad de lo que, en la guerra civil, se les vendría encima. Afirma a tal efecto:

En diciembre de 1921 [la IC] había adoptado la estrategia revolucionaria del «frente unido desde abajo», lo que se traducía en el objetivo de formar «frentes unidos» comunistas directamente con trabajadores que pudieran pertenecer a otros sindicatos o partidos, saltándose completamente las estructuras organizativas no comunistas […] La política soviética en el extranjero se hizo menos activa durante 1924, año en el que Stalin introdujo la doctrina del «socialismo en un solo país» […]. La primera tarea de los comunistas en el extranjero consistía ahora en defender a la Unión Soviética; al lado de ello, el objetivo de fomentar la revolución en el extranjero, aunque seguiría vigente, pasaba a un segundo plano. En las relaciones con los partidos obreros de otros países, el Comintern introdujo en 1924 la táctica del «frente unido desde arriba», abriendo el camino a las fusiones negociadas, antes que a los intentos subversivos de tomar el poder desde abajo (2003, pp. 14 y 16).

En realidad hay otra lectura posible. En 1921 la táctica adoptada fue la del «frente único por arriba», consistente en buscar el acuerdo con la dirección de la socialdemocracia para realizar la unidad de acción. Fue el momento de los intentos de atraer a los partidos socialistas a la recién creada organización mediante la adopción de las famosas 21 condiciones, de los intentos de extender la revolución a Hungría y a Baviera. Fue a partir de 1923, tras el relativo fracaso de las escisiones «terceristas» y el aplastamiento de las tentativas revolucionarias en Alemania por los gobiernos en que participaban los socialdemócratas, cuando se consolidó una línea de oposición a cualquier forma de colaboración con éstos que se materializó en el V Congreso (1924). La estrategia pasó a ser la del «frente único por abajo» (lo contrario de lo que afirma Payne), es decir, la unidad de acción bajo la dirección comunista con las bases socialistas sin contar con los dirigentes de éstos, a los que se pretendía desenmascarar como «socialtraidores». En 1925 se produjo un nuevo giro hacia el «frente único por arriba», debido a la alianza circunstancial de Stalin con Bujarin en contra de la «oposición de izquierda» liderada por Zinovev y Trotsky. Terminaría con la caída de estos últimos y el triunfo de las tesis del «socialismo en un solo país». Por último, un nuevo viraje ultraizquierdista fue adoptado por el VI Congreso (1928), a la vez que se eliminaba a Bujarin en el contexto de un supuesto peligro de guerra contra la URSS, se procedía contra el trotskismo y se iniciaba la colectivización forzosa. Fue a partir de este momento cuando se acuñó el término «socialfascismo» y se propugnó la consigna del «frente único por la base». Ésta era la línea que, según Stalin, correspondía a lo que denominó el «tercer período» del capitalismo (después de su implantación a lo largo del siglo XIX y de su fase monopolista-imperialista) y que se caracterizaría por la lucha de «clase contra clase[53]».

En el VII Congreso de la IC, que tuvo lugar en los meses de julio y agosto de 1935, se dio un giro dramático en el plano conceptual[54]. Estuvo basado en la constatación de que los comunistas se veían enfrentados a peligros contra los cuales no podían hacer frente con éxito si confiaban exclusivamente en sus propias fuerzas. Necesitaban aliados y debían buscarlos allí donde pudieran encontrarlos. Se trataba de englobar a sectores muy varios que incluyesen no sólo a los obreros y campesinos sino a la pequeña burguesía, a los intelectuales, a los pacifistas y a los antifascistas de toda laya. En definitiva, se iniciaba la estrategia que abrió las compuertas a la formación de «Frentes Populares» (con gran éxito en Francia, España y Chile). En tal estrategia se reflejó la solución dada a un doble problema: cómo navegar en un entorno caracterizado por la emergencia de amenazas no desdeñables y cómo abordar las consecuencias operativas de la naturaleza ambivalente de la acción exterior de la URSS. En su origen un Estado revolucionario de nuevo cuño, debía sobrevivir en un entorno internacional no revolucionario, sobre el cual pendían la amenaza nazi y la frialdad de las potencias democráticas. Obligada a transigir con la relación de fuerzas en el exterior, la Unión Soviética extraía consuelo y apoyo de los movimientos favorables a la futura y postergada revolución. El primer deber de éstos estribaba en sostener a todos los Gobiernos que aplicasen un programa de lucha contra el fascismo y contra la guerra y, al hacerlo, apoyar los esfuerzos de la propia Unión Soviética. A la par, se subrayaba la necesidad de movilizar todas las iniciativas para asegurar el éxito de la revolución proletaria mundial, según declaró retóricamente Dimitrov[55]. Pero, como señala Haslam (pp. 58s),

el descontento con la nueva orientación fue apagado. El movimiento comunista internacional pasó de una rigidez sectaria total a la completa improvisación. Viejos dogmas y principios considerados otrora sagrados fueron machacados como si fuesen iconos arcaicos representativos de tiempos superados ampliamente y barridos del suelo del congreso en una atmósfera de desesperación inducida por la dominante amenaza que emergía de la Alemania nazi. El movimiento comunista internacional debía movilizarse en su totalidad de cara a una guerra en alianza con antiguos y futuros enemigos.

Aunque la ambivalencia subsistía, algo consustancial con la política exterior soviética, no parece inadecuado afirmar que el VII Congreso fue una de las consecuencias de un viraje previo de gran calado propinado a la primera. La IC iba a la zaga no en la vanguardia. Tal viraje se remonta a diciembre de 1933, cuando el Politburó empezó a jugar seriamente la carta de la seguridad colectiva. La crisis en Austria, con el fallido intento subversivo hitleriano, y las ventajas que poco a poco fue mostrando la política internacionalista de Litvinov, terminaron reflejándose en la IC y en la suavización de su actitud hostil hacia los partidos socialistas. La llegada de Dimitrov, aureolado por su triunfo ante el tribunal de Leipzig que le exoneró de la acusación de haber estado involucrado en el incendio del Reichstag, precipitó el cambio. Su plasmación en los países que lo experimentaron estuvo más bien anclada en razones endógenas[56] que en la dirección moscovita, pero el hecho es que la estrategia de la Comintern se alineó en tal coyuntura con la del NKID: ambas apuntaban en la misma dirección e identificaban el mismo peligro, un fascismo ascendente que amenazaba los intereses de seguridad de la Unión Soviética (Haslam, pp. 29, 52-54, 59).

Si bien todavía no se han documentado adecuadamente las reflexiones inmediatas sobre el golpe militar que se hicieran en el seno del Politburó o del Sovnarkom de cara al golpe, al menos sí se conocen en grandes líneas las de la Comintern, que Elorza y Bizcarrondo han desvelado. Se trata de una aportación muy importante pero que por sí sola no permite reconstruir toda la historia. Es relevante destacar que, en el marco de sus operaciones de captación y descifrado de comunicaciones diplomáticas y de inteligencia, los servicios británicos habían prestado una atención especial a la Comintern, cuyos mensajes interceptaban. Hoy se encuentran disponibles en los archivos nacionales londinenses. Esto significa que, de todos los países cuyos Gobiernos definieron los parámetros dentro de los cuales se lidió en el plano internacional con las consecuencias del golpe militar, fue el Reino Unido el que estaba en posesión de las mejores cartas pues a las comunicaciones de la Comintern añadía el conocimiento de las francesas, norteamericanas, italianas y republicanas.

Aquí no podremos realizar un análisis de tales interceptaciones (conservadas en TNA: HW 17/26). Su lectura, al menos de las que se refieren a la primavera de 1936, permite inferir que ya en fecha temprana se pensaba en Moscú en la posibilidad de golpes de Estado reaccionarios (mensaje del 26 de febrero) o de una revuelta anarquista (mensaje del 9 de abril[57]). No estaba en el orden del día la creación de un poder soviético. Lo que contaba por el momento era el fortalecimiento del Frente Popular y el establecimiento de un régimen democrático que permitiese poner un valladar al fascismo y a la contrarrevolución. Los choques con las fuerzas del orden público debían evitarse (mensaje del 2 de junio) porque resultaban contraproducentes, comprometían al Gobierno y favorecían a los elementos contrarrevolucionarios que, con sus provocaciones, trataban de impedir la puesta en práctica del programa del Frente Popular. Había que organizar a las mujeres y evitar herir por todos los medios sus sentimientos religiosos (15 de junio). Nada de esto hubiese permitido inferir a los analistas británicos que la Comintern estaba preparando un golpe comunista en España.

Una cosa son las intenciones. Otra las capacidades. Las veleidades revolucionarias o al menos de acción extraparlamentaria de algunos sectores de la Comintern, que las hubo, chocaron en cualquier caso con el susto que en Moscú deparó la agravación de la situación internacional tras la remilitarización de Renania y que puso una vez más sobre el tapete la conveniencia de subordinar la acción de los Frentes Populares en Francia y en España a las exigencias de la política de seguridad colectiva. Las comunicaciones de la Comintern recogieron fielmente dicho impacto (Elorza/Bizcarrondo, pp. 269 y 280s). A medida que la situación española se crispaba, el tono de las instrucciones de Moscú experimentó cambios. Así, por ejemplo, en un crucial mensaje del 17 de julio de 1936, la línea se puso más en sintonía con la evolución, se hizo más radical. Además de ordenar que el PCE mantuviese firmes las filas del Frente Popular se le pidió que adoptara todas las medidas que pudiesen contrarrestar la ascensión del fascismo. Entre ellas figuraban la detención de diputados conservadores, la confiscación de las propiedades de la aristocracia en liga con los conspiradores y el fortalecimiento de las milicias. Ahora bien, es obvio que en aquellos momentos ni el PCE ni sus escasos diputados, carentes además de poder sindical, determinaban la estrategia ni la táctica del Gobierno republicano. En realidad, la Comintern centraba su atención en un golpe anarquista, detrás del cual se encontraría oculta la mano de los auténticos conspiradores fascistas (sic). Nada de ello parecía preludiar la revolución para-soviética que poco después espejearon los diplomáticos y burócratas en el Reino Unido[58].

La sublevación militar pura y dura puso a la Comintern frente a una nueva situación. La perplejidad moscovita se dejó traslucir en toda su intensidad cuando el 19 preguntaron acerca de la significación del nuevo Gobierno Giral, cuál era la situación en el ejército y si los partidos del Frente Popular actuaban solidariamente contra el golpe. Elorza y Bizcarrondo (pp. 294-297) han analizado el tráfico de aquellos días. En los mensajes de la capital española el tono era más bien tranquilizador. La rebelión, calificada inevitablemente de fascista, se venía abajo ante los embates de las fuerzas populares, en particular de las milicias. Pero Victorio Codovilla, responsable de tan miríficas valoraciones, pronto se vio obligado a atemperar su entusiasmo.

Uno de los aspectos que hasta ahora no se han considerado en la literatura es la convergencia que se manifestó, a los pocos días de estallada la guerra, entre el Politburó y la Comintern, aunque las acciones concretas que se adoptaran por uno y otra discurrieran por cauces diferentes. Si el 22 de julio, como hemos visto, se acordó suministrar petróleo a la República, en la reunión del día siguiente, cuando el tema español se suscitó en el secretariado de la IC, nada menos que Dimitrov sentó la interpretación canónica a que se atendría la Comintern durante largo tiempo. La revuelta en España había creado una situación compleja. Pero esta situación no debía aprovecharse para avanzar por el camino de la dictadura del proletariado ni, mucho menos, para crear soviets. Hacer algo así sería un error fatal. (Entre paréntesis, esta afirmación, lógica pero innecesaria, podría indicar que en la IC existían corrientes que apuntasen precisamente en tal dirección.)Por el contrario, lo que había que hacer era situarse bajo la bandera de la defensa de la República, no abandonar en aquel momento las posiciones mantenidas por el régimen democrático, precisamente cuando las masas obreras disponían de armas. Había que aconsejarles que hicieran causa común con la pequeña burguesía, con los campesinos, con los intelectuales a fin de fortalecer la república democrática venciendo a los elementos fascistas y contrarrevolucionarios. Cuando esto se lograra, ya se vería. Entonces habría que avanzar resolviendo las cuestiones concretas que en tal momento se planteasen.

Dimitrov, con un ojo puesto en la situación internacional, advirtió en contra de las exacciones revolucionarias, precisamente las que en aquellos momentos ya distinguían la utopía anarquista en la práctica. Si la revolución se excedía, por ejemplo, confiscando empresas e industrias, la pequeña burguesía, los intelectuales y los campesinos darían la espalda a los comunistas, que no disponían de fuerzas suficientes para sostener la lucha.

Por último planteó el dilema operativo: ¿cómo actuar de cara al combate? ¿Desarrollando el sistema de milicias? ¿O creando un ejército nuevo en torno a los oficiales que habían permanecidos fieles a la República? Las implicaciones eran muy diferentes. Dimitrov se pronunció a favor de la segunda. Con razón, diremos nosotros. De cara a una parte del ejército en rebeldía, las masas desorganizadas no podrían oponer demasiada resistencia. Un Ejército popular, sí. Obsérvese que esto se afirmaba a la semana escasa de haberse producido el golpe[59].

En consecuencia, al día siguiente de la reunión del secretariado de la IC, las instrucciones remitidas a Codovilla y al PCE contuvieron una orientación totalmente explícita a la que aludiremos en el capítulo quinto.

En los días finales de julio, cuando presumiblemente se estuviera digiriendo en Moscú la primera gestión de Giral a través de la embajada soviética en París, los informes ya describían un panorama complejo. Si a ello se añade la posible información privilegiada procedente de un agente que actuaba en el gabinete de Pierre Cot, se comprende la cautela de que entonces hizo gala la dirección soviética. Como veremos más adelante, a la luz de algunos documentos del servicio de inteligencia militar (GRU) y del análisis de las decisiones fundamentales del Politburó, sólo cuando a principios de agosto ya se veía que España se deslizaba por una pendiente lubrificada por la intervención fascista a favor de los sublevados empezó a producirse un giro muy cauteloso en la postura del Kremlin[60].

Con independencia de los resultados que los analistas británicos obtuvieran del examen del tráfico de la Comintern, ciertos sectores de la inteligencia militar del Reino Unido hicieron sus diagnósticos, que presumiblemente enviaron a los decidores fundamentales. Entre ellos no faltaría Eden como titular del Foreign Office. La importancia de estos informes no puede sobreestimarse lo suficiente. Combinan informaciones abiertas, las recibidas por los canales diplomáticos y, no en último término, las procedentes de fuentes veladas. En su conjunto ofrecen una visión generalmente fría y desapasionada de lo que estaba en juego en España. No han inspirado todavía, que yo sepa, la literatura y ni siquiera los cita la obra, por lo demás excelente, de Stone.

El Air Intelligence Service (AIS), en su primera reflexión sobre los acontecimientos en España, demostró que creía en la patraña de un golpe preventivo:

El temor del partido militar a que los anarquistas y los comunistas fuesen a ganar rápidamente control del Gobierno de España, así como intereses fascistas, monárquicos y clericales, figuran entre los factores más importantes que condujeron a la revolución que estalló el 17 de julio de 1936.

En qué medida este diagnóstico reflejaba preconcepciones muy arraigadas es difícil de determinar. La imagen que el AIS difundía de lo que estaba ocurriendo tras el golpe militar debió de favorecerlas:

Antes de la revolución, el Frente Popular ya daba signos de deterioro muy serios y el control del Gobierno sobre las fuerzas del orden público se debilitaba muy rápidamente. Este proceso de desintegración se ve acelerado ahora por la guerra civil. Da la impresión de que soviets locales como el proclamado en Barcelona se implantarán en otras ciudades. La FAI ha asumido un papel importante en la desintegración de la administración, que se intensifica a causa de la decisión del Gobierno de armar al pueblo. En comparación, los rebeldes, integrados por los militares, los monárquicos y el partido clerical, están bastante unidos.

La utilización acrítica de conceptos con acendrada carga emotiva en el plano ideológico (¡soviets en Barcelona!), hizo pasar a segundo plano la forzada por no decir forzadísima amalgama de anarquistas y comunistas en una misma facción. Éste era un error que podía explicarse en los casos de propagandistas, como el del general de Castelnau, y en los comentarios de prensa de la época. Era menos disculpable en el de analistas de inteligencia profesionales. Su mensaje central era que la República estaba en vías de desintegración mientras que los sublevados se presentaban unidos. Como veremos, en Moscú se hacía más o menos hacia el mismo tiempo una lectura diametralmente opuesta. Tanto británicos como soviéticos organizaron su percepción de la misma realidad a través de lentes etnocéntricas. No obstante, cabría señalar que mientras los rusos estaban lejos y su contacto con España había sido superficial, muy diferente era el caso de los británicos. En principio, conocían mejor España pero permitieron que sus prejuicios se superpusieran a un análisis frío de la realidad. No sería la primera, ni fue la última, vez en que un servicio de inteligencia diera una interpretación profundamente desenfocada de una realidad extranjera.

Otra cosa era, claro está, el análisis de los hechos. En la medida en que éstos eran determinables y, sobre todo, cuantificables la ayuda italiana a Franco se exponía correctamente en sus rasgos fundamentales y se mencionaba el empleo de, al menos, 14 bombarderos pesados y 10 cazas. En el caso de Alemania se destacaba la utilización de 10 y 6 aparatos respectivamente. Para Francia, antes de la aplicación de la política de no intervención, el AIS identificó 22 cazas y 6 bombarderos pesados. Lo importante es destacar que el AIS no había recibido informes confirmados acerca del suministro de armas y municiones por parte soviética. Era una trivialidad: no las había. Los analistas británicos no retrocedieron ante el riesgo de estimar las líneas esenciales del balance de fuerzas. Los rusos harían lo mismo y casi al mismo tiempo. Según el AIS, la mayor parte del Ejército, la mayoría de los oficiales de Aviación y la mitad de la Guardia Civil estaban con los sublevados. Del lado republicano habría quedado un número más elevado de aviones, aunque en su mayor parte obsoletos. Así, de los 72 bombarderos y 33 cazas identificados sólo 6 y 22, respectivamente, eran modernos. Los sublevados contaban con 34 bombarderos modernos (de 73) y 16 cazas de esta calidad (de 34). Por último, los republicanos carecían de bombas a principios de agosto[61]. Es difícil saber hasta qué punto estas valoraciones influyeron en el proceso de toma de decisiones del Gobierno británico. Una cosa es segura: no favorecieron en modo alguno una revisión de la política que ya se estaba aplicando hacia la República.

Como conclusión de esta reconstrucción del contexto en el cual el Gobierno de Madrid diseñó una serie de actuaciones en el plano exterior para apuntalar los esfuerzos contra la rebelión, cabe subrayar una vez más la asimetría de la respuesta por parte de las potencias democráticas y de la URSS, por un lado, y de las potencias fascistas por otro. En el plano político, diplomático y de suministros se había iniciado una dinámica en la que estas últimas tomaron claramente carrerilla. Las primeras se inhibieron por diversas razones, entre las cuales el temor a auxiliar un conato para-soviético en España no fue el menor. Francia, que tenía un análisis más diferenciado, no pudo y no quiso separarse de su aliado central, el Reino Unido. El único que no sintió la menor duda fue México pero ni por su lejanía, ni por su capacidad bélica o industrial podía constituir un canal adecuado por el que transitara un flujo de suministros que reforzase la capacidad de resistencia de unas fuerzas armadas profundamente desorganizadas. Ello hizo que la atención republicana se concentrara, desde el primer momento, en la obtención de armamento por canales subrepticios, detalladamente estudiados por Howson, así como en la habilitación de los medios necesarios para pagar tales adquisiciones.

Y en cuanto a la Unión Soviética, ¿qué? Se han destacado y analizado brevemente toda una serie de movimientos de piezas de ajedrez potencialmente importantes. La decisión sobre el carburante no es desdeñable. Pero las gestiones efectuadas desde el lado republicano, fuesen o no respuesta a la misma, hay que enmarcarlas en el cuadro de búsqueda desesperada de ayudas exteriores, en la que tantas puertas se cerraron a la República. Las espadas estaban en alto y lo que sí está claro es que Stalin, a diferencia de Hitler y Mussolini no dio, en principio, un paso al frente[62]. Ello no obstante, el Gobierno de Madrid contaba con cartas que rápidamente puso en juego. Es lo que abordamos en el siguiente capítulo.