Acciones de emergencia contra una sublevación
EL GOBIERNO QUE EL 19 de julio de 1936 asumió la responsabilidad de hacer frente a la sublevación estuvo presidido por el profesor José Giral, catedrático de la Facultad de Farmacia de la Universidad Central. Adoptó cuatro medidas de emergencia esenciales. Todas ellas pusieron en marcha el mecanismo por el cual la República empezó a sentar las bases para hacer frente a las consecuencias inmediatas de la sublevación. Las dos primeras se centraron en la vertiente interna. Las dos últimas se proyectaron hacia el exterior. Su consideración en conjunto permite encuadrar la «gran estrategia» del Gobierno Giral, que no suele tener buen cartel en la historiografía[1]. Todas están interrelacionadas. Desestructuradas las fuerzas armadas, había que recrearlas. No era un asunto fácil. Implicaba integrar en ellas a una amplia gama de milicias o de elementos civiles que proliferaron súbitamente, como setas tras las lluvias de otoño. Hubo, por otra parte, una grave carencia de capacidad para aprovechar los recursos materiales disponibles. No eran tan escasos como suele afirmarse. Pero tampoco eran demasiado modernos y, para colmo, muchos de ellos pronto cayeron en manos de los sublevados. Quizá el problema más angustioso estribó en qué hacer cuando la evidencia del combate puso de manifiesto que inmediatamente del lado de los rebeldes operaban soldados, aviadores y material extranjeros.
La impresión que ello causó fue terrible. En la desorganizada Administración no tardó en cundir la sospecha, sustituida rápidamente por la certidumbre, de que la República era víctima de una agresión desde el exterior impulsada por las potencias fascistas. Añádase la profunda desconfianza hacia los militares profesionales, de entre cuyas filas había surgido la sedición, y se tendrán los componentes esenciales para una receta de desastre.
MEDIDAS INTERNAS.
El mismo 19 de julio se disolvieron, de entrada, los regimientos sublevados. El Gobierno licenció a sus tropas y ordenó armar a las milicias políticas y sindicales, hacia las cuales había empezado a afluir ya algún material. En puro análisis abstracto, y con la ventaja que da conocer el pasado, hay razones que permiten argumentar que tales decisiones estuvieron desenfocadas. En aquellos momentos, por ejemplo, la rebelión no se había extendido a todas las unidades. «Armar al pueblo» representaba, por así decir, cruzar un Rubicón. Según se especula, una de las razones por las cuales Casares Quiroga y tras él Azaña, desde la presidencia de la República, parecen haber cerrado los ojos a los rumores de conspiración es porque divisaban en las fuerzas armadas un aparato disuasor contra alegrías revolucionarias, entonces muy a la orden del día si bien con escasa capacidad de realización práctica. Cruz (p. 235) ha argumentado persuasivamente que dos de las razones que militaban detrás de tal reticencia eran el temor a alentar la incorporación al golpe de militares indecisos o neutrales y, desde luego, el que con ello trasladaban el poder político no al pueblo en armas sino a los sindicatos y partidos obreros.
La distribución de armamento actualizó tres posibilidades esenciales. Teóricamente, la de lanzarse a la defensa de la República. Pero también, no hay que olvidarlo, la de ajustar cuentas a los enemigos de clase. Por último la de impulsar, por la fuerza, la revolución tanto tiempo ensoñada. Ahora bien, en la dinámica del momento hubiese sido muy difícil, por no decir imposible, no tomar tal medida. El golpe reveló, en toda su crudeza, que el estamento militar estaba dividido y que parte del mismo se levantaba, pujante, contra el régimen. Al rememorar aquellos días, seis años más tarde, uno de los protagonistas de esta obra, el que fue ministro de Hacienda y más tarde presidente del Gobierno y responsable último de la política de defensa, el catedrático y político canario Juan Negrín, apuntaría:
Discútase en su día cuanto sea acerca de errores y aciertos del Gobierno en el poder cuando estalló la revolución, y haya al enjuiciar las naturales divergencias humanas. En lo que no habrá duda es sobre que sin la audaz decisión de entregar las armas a las masas, la República no hubiera sobrevivido al primer día del levantamiento, y que gracias a ella se echaron por tierra los cálculos del enemigo que contaba, para su éxito, con hallar una nación inerme (Álvarez, p. 153[2]).
Estas masas (ya fueran republicanas, autonomistas, socialistas, anarquistas o comunistas) se sintieron traicionadas por los militares sublevados, a los que rápidamente se motejó de «fascistas» (en realidad no eran muchos los imbuidos de tan novedosa ideología), e incluso por un Gobierno que no había sabido estar a la altura de las circunstancias. Con independencia de la filiación concreta desde la cual se le contemplara, en el golpe se divisó un intento desesperado de eliminar las reformas económicas y sociales que el Frente Popular había empezado a desarrollar hasta entonces, recuperando en parte la dinámica del primer bienio. En ciertos sectores, embriagados por la propia retórica, se percibió además la anhelada posibilidad de liquidar de una vez por todas las inhibiciones que habían impedido la ansiada reestructuración social. Este aspecto desempeñó un papel nada desdeñable en las filas anarquistas[3]. Las dos medidas redujeron considerablemente la capacidad de las fuerzas armadas leales para respaldar el poder del Estado, estimularon la desconfianza popular en los militares profesionales y dieron rápido aliento a la creencia, ingenua, de que el pueblo en armas se bastaría para atajar la rebelión[4].
A la par abrieron las compuertas a un proceso de rápido desmoronamiento del aparato estatal. Como ha señalado Aróstegui (2003a, p. 97) «fue la contrarrevolución la que, paradójicamente, desencadenó el proyecto revolucionario real en la España de 1936[5]». No lo había habido, al menos con capacidad de realización práctica, antes del golpe de Estado. Fue después de éste cuando emergieron poderes paralelos que usurparon con mayor o menor intensidad las funciones gubernamentales y cuyo efecto conjunto fue netamente perjudicial para el esfuerzo bélico. Los meses de agosto y septiembre de 1936 guardan un extraño paralelismo, que ya advirtieron algunos observadores extranjeros, con los meses críticos del comienzo de lo que se denominó el Terror en la revolución francesa. Muchos milicianos de variado pelaje que ansiaban el descoyuntamiento del orden social existente, y con él la consecución de la utopía, se encontraron de pronto con operaciones militares que no eran un dechado de modernidad bélica pero para las cuales no estaban en modo alguno preparados, ni técnica ni sicológicamente[6].
El caos y la autonomización dejaron una pesada impronta en la evolución política, económica y militar de la zona republicana. El Gobierno se esforzó mal que bien por mantener su autoridad. Guardó el contacto permanente con un entorno del que se esperaba ayuda y conservó cierta capacidad de disposición sobre lo que quedaba del Ejército. Contaba, en un principio, con más recursos que los rebeldes pero la verdad es que no pudo o, más probablemente, que no supo ponerlos en acción. Un protagonista fiable como fue Andrés García Lacalle (p. 23) recuerda, por ejemplo, que la mayoría gubernamental en pilotos y aviones se desperdició estúpidamente en el primer mes de operaciones. La recomposición de la autoridad del Estado y la creación de unas nuevas fuerzas armadas hubieron de realizarse en medio del fragor de los combates y de la discordia política, cuando ya se habían perdido bazas fundamentales.
LA APELACIÓN A FRANCIA.
En la perspectiva en que se sitúa este libro no cabe minusvalorar la significación de la primera medida que el Gobierno Giral adoptó de cara al exterior. Su plasmación y recovecos se han estudiado exhaustivamente, aunque en general sin el contrapunto de la documentación española[7]. El Gobierno no tenía, literalmente, otra opción que la de dirigirse al exterior, y en primer lugar a Francia, en demanda de apoyo.
La petición republicana, conviene precisarlo, no implicaba una demanda de intervención. Se trataba de algo más elemental. Simplemente el que un país amigo permitiera el aprovisionamiento en armas y material, ya fuese procedente de sus arsenales, ya de sus industrias privadas. España contaba con una larga experiencia en este campo. Se derivaba del hecho bien conocido, pero de implicaciones escasamente analizadas, de que el Estado español no había estado nunca en condiciones de dotar por sí a sus fuerzas armadas de los medios necesarios para un combate moderno. Francia, el Reino Unido, Alemania y Estados Unidos eran suministradores tradicionales, como no se les ocultaba a los sublevados y, en primer lugar, a los propios Sanjurjo, Mola y Franco, que habían estado mezclados en operaciones de suministro y en el curso de las cuales habían anudado contactos que al menos los dos primeros activaron con toda urgencia.
No debe, en consecuencia, extrañar que se cursaran peticiones a los antiguos suministradores. En primer lugar, al Gobierno francés. En segundo término, a las autoridades británicas. En un tercer momento, y por paradójico que ello pueda parecer, a la Alemania nazi. También a la Unión Soviética. Este último caso fue el auténticamente novedoso. Por último, a Estados Unidos. No había muchos otros países a los que apelar. Portugal estaba controlado por una dictadura de derechas con la que los dirigentes republicanos habían tenido problemas[8]. Como la embajada británica en Lisboa recordó el 18 de agosto, las fuerzas armadas portuguesas eran más subdesarrolladas que las españolas. Los dirigentes madrileños no pensaron, obviamente, en Italia, centro ideológico del fascismo.
Las apelaciones se hicieron escalonadamente, por diversos conductos. El eco fue diferente según los casos. La dirigida al Gobierno francés estaba inserta en la lógica de la situación y hoy no debería dar origen a ninguna sorpresa, como con frecuencia se trasluce en la literatura anti-republicana. Para la República, Francia era uno de sus más firmes valedores, tanto ideológica como políticamente. La desigualdad tradicional en las relaciones bilaterales no quitaba un adarme a la importancia que Madrid atribuía al país vecino. Es más, los contactos se habían estrechado tras el triunfo de los respectivos Frentes Populares. La política exterior del francés, que asumió la responsabilidad gubernamental a principios de junio, la habían expuesto el presidente del consejo, el socialista Léon Blum, e Yvon Delbos, al frente del Quai d’Orsay, en el Senado y en la Cámara de Diputados respectivamente unas semanas antes del golpe, el 23 de junio. En tal exposición había habido una referencia explícita a las relaciones con España, algo que resultaba bastante inhabitual.
También resulta significativo que en el plano multilateral, poco más tarde, ante la SdN Barcia hiciese gala de una postura próxima a la francesa. Ambos países no tuvieron inconveniente en votar, el 4 de julio, a favor del levantamiento de sanciones contra la Italia fascista por su intervención en Abisinia. Se trataba de un paso muy importante en las circunstancias de la época[9]. Podría chirriar en el plano de los principios (era, en efecto, indiscutible que los italianos se habían comportado como potencia agresora) pero mostraba un paralelismo de actitudes que parecía augurar la irrupción de una nueva fase de entendimiento en las relaciones bilaterales hispano-francesas (Denéchère, 1999, pp. 299s, y 2003, p. 260). Acudir a Blum era, pues, una medida obvia. Además, con independencia de la conexión política e ideológica entre los Gobiernos español y francés, un cruce de cartas confidenciales realizado con ocasión de la firma del acuerdo de comercio de diciembre de 1935 preveía el suministro de material bélico francés a España. Este compromiso no había llegado a tramitarse en las Cortes republicanas y, por consiguiente, desde el punto de vista español tenía un valor jurídico endeble. Se había alcanzado en el marco de una política española de renovación del equipamiento material que, sin duda con vistas a parar una eventual algarada revolucionaria desde la izquierda, habían impulsado los gabinetes centroderechistas.
Un informe de diplomáticos españoles favorables a los sublevados, y al cual aludiremos seguidamente, resaltó que en la negociación de aquella carta los franceses habían indicado que no se trataba de una cláusula de orden comercial sino de carácter político-militar. Al parecer su idea era que el Gobierno español no habría de limitarse a «la compra pura y simple de material sino a la adquisición de patentes de aviación y de artillería para establecer fábricas en España que, en caso de guerra, pudieran abastecer al Ejército francés, por encontrarse toda la industria militar francesa en las regiones del norte, este y sureste, o sea bajo la inmediata amenaza de los grandes centros aero-militares alemanes e italianos».
La petición no se hizo sobre la base de tal compromiso. Ello no obstante, uno de los dirigentes republicanos que inmediatamente entraron en liza en París, Luis Jiménez de Asúa, vicepresidente socialista de las Cortes, afirmó que había armas contratadas de la época en que Gil Robles había sido ministro de la Guerra. Cuando el nuevo Gobierno Giral descubrió días más tarde dicha conexión previa debió de sentir que su gestión estaba, si cabe, más justificada. Entroncaba con unas relaciones trabadas cuando ninguno de los dos Frentes Populares había llegado al poder[10]. Hoy se hablaría de la plasmación de una «política de Estado». A mayor abundamiento, pocas semanas antes de la sublevación, los franceses habían presionado para que Madrid adquiriese material, según habían acordado los respectivos gabinetes precedentes. El episodio tiene interés porque si bien la legalidad española de tal compromiso era frágil, desde el punto de vista francés, y como ha señalado Témime (p. 464), lo que ponía en juego era, nada más y nada menos, que la credibilidad de los compromisos internacionales asumidos por Francia.
La gestión de Giral no llegó a cuajar. Tras algunas semanas de controversia, el Gobierno parisino prohibió a los republicanos que accedieran a los canales de su industria bélica y, a mayor abundamiento, a sus arsenales. Esta retracción ha solido explicarse por motivos tanto de política interna como exterior y los autores se han dividido en cuanto al peso relativo que deban merecer unos y otros. Hace más de cincuenta años que Warner subrayó la crucial importancia de los primeros frente a los segundos. Tradicionalmente se ha indicado que Blum lideraba un gabinete y un país divididos y que, mucho más atento a las reformas que impulsaría el Frente Popular que a la acción exterior de Francia, no se atrevió a profundizar en las fracturas de la sociedad francesa aun cuando ello terminase conduciendo al descrédito del Gobierno y a la debilitación del propio Estado (Témime, p. 463).
Efectivamente, en un clima de creciente polarización entre la izquierda y la derecha, la faceta externa ganó en importancia rápidamente. Como es notorio, la inicial disposición de Blum fue atender la petición de Madrid, que su director de gabinete André Blumel recibió en un telegrama en claro en la noche del 18 de julio. Era muy modesta. El 21, Blum reunió a varios ministros y les dio a conocer sus propósitos. Asistieron Édouard Daladier, vicepresidente y ministro de Defensa[11], Yvon Delbos y Pierre Cot, ministro del Aire. Según Lefranc (p. 185) se mostraron favorables, en particular el último (algo que no tardaron en saber, por ejemplo, los norteamericanos: FRUS, p. 148). Thiébaut recuerda que Blum prosiguió rápidamente sus encuentros bilaterales y poco a poco fue adquiriendo contornos precisos un plan de acción[12]. Sin embargo, sus propósitos no pudieron materializarse. En primer lugar, el embajador, ya en vísperas de traslado, Juan Francisco de Cárdenas, su ministro consejero y sucesor efímero como encargado de negocios, Cristóbal del Castillo, y el agregado militar, Antonio Barroso, interpusieron obstáculos, filtraron las peticiones y contribuyeron a generar un escándalo mediático que aprovecharon con rara intensidad los adversarios del Frente Popular para atacar con furia creciente al Gobierno Blum. En opinión de Jiménez de Asúa, se cometió un grave error político al involucrar a la embajada en este tipo de peticiones. Cárdenas estaba a punto de partir, no hizo la gestión a gusto y dio pie a la defección de sus colaboradores, enterados de lo que se cocía[13].
Fernando de los Ríos, diputado socialista y exministro, que también lo había sido de Estado, se desplazó desde Ginebra para apoyar las peticiones como agente oficioso. Visitó sucesivamente a Daladier, Cot y al secretario general de la Presidencia, Jules Moch. De los Ríos telefoneó a Del Castillo tras cada visita y le comunicó que había recibido del Gobierno francés la aceptación para enviar de forma inmediata el modesto volumen de material solicitado. Esto indica que todavía no habían surgido obstáculos infranqueables. No podían surgir porque, según comentó a Jiménez de Asúa, Daladier «se puso incondicionalmente a nuestra disposición e hizo saber que el Gobierno francés haría cuanto fuera necesario para la entrega de armamento, pasara lo que pasara». Esta rotunda afirmación está en absoluta contradicción con la imagen que de Daladier se conserva, con escasas excepciones, en la literatura. En dicha situación, tratando de paralizar o de retrasar la operación, Del Castillo alegó no estar autorizado formalmente para establecer ningún compromiso de pago ni para firmar contratos en la forma exigida por el lado francés. Sería preciso esperar a que Madrid le enviase la autorización, que solicitó el 23 por la noche. Al día siguiente la recibió así como el anuncio de constitución de un depósito de 6 millones de francos en la Banque de Paris et des Pays-Bas. Era el 50 por 100 del importe del material.
La situación se ennegreció rápidamente. Del Castillo distorsionó los hechos y argumentó que lo que el Gobierno madrileño solicitaba equivalía a una petición de intervención extranjera y que habría de provocar actitudes recíprocas en otras potencias. Así, pues, se negó a firmar contratos o a formalizar pagos e inmediatamente dimitió.
Se hizo cargo de la embajada de manera interina el cónsul general Antonio Cruz Marín, quien oficializó el pedido de 20 aviones Potez, con su material de a bordo y sus pilotos, según se había convenido con el Ministerio del Aire (DDF, III, doc. 24). Es interesante destacar que, según el informe pro-franquista mencionado, se debió a la insistencia de los Ministerios de Defensa Nacional y del Aire el que se redactaran unos contratos que quedaron pendientes de firma[14]. La actuación de Cruz Marín, por su lado, la confirma indirectamente el informe del comandante Juan Aboal, que se reproduce en el apéndice documental. Por esta fuente, se observa la buena predisposición inicial de las autoridades aeronáuticas y militares francesas. La urgencia con que se necesitaba el material aéreo indujo al Gobierno de Madrid a inclinarse por tales aviones, de preferencia a los que se habían espejeado a los emisarios republicanos.
EL GOBIERNO FRANCÉS SE DIVIDE.
En esta coyuntura un tanto delicada la exposición pública del asunto por la prensa parisina complicó las cosas en un tiempo récord. Periódicos de derechas y de extrema derecha como Le Jour, Le Figaro, L’ Echo de Paris y L’ Action Française hicieron, literalmente, su agosto.
Las disensiones pronto se abrieron camino en el seno de la coalición gobernante. Personalidades de primera línea como Albert Lebrun, presidente de la República, Édouard Herriot, presidente de la Cámara, Jules Jeanneney, del Senado, y Camille Chautemps, ministro de Estado, añadieron leña al fuego. Este último se cuidó en subrayar que nadie entendería en Francia que el Gobierno pudiera arriesgarse a incurrir en complicaciones exteriores cuando no lo había hecho, meses antes, con motivo de la remilitarización de Renania.
Chautemps conocía el campo y sabía cómo dirigir el tiro. Para entonces la política exterior y de seguridad francesa se desenvolvía al amparo y a remolque de la británica. Encarar a solas la posibilidad de un riesgo externo, sin el crucial apoyo de Londres, era algo que ponía los pelos de punta a muchos políticos y diplomáticos franceses. Jeanneney advirtió que el Reino Unido no seguiría. Herriot profundizó en esta vertiente. No es, pues, de extrañar que, según señala Soutou (2005a, p. 789), la actitud de Blum se explique también por su deseo de no erosionar la solidaridad francesa con los británicos[15]. Y éstos habían mostrado desde fecha temprana algo más que una reticencia gélida. No sometieron a Blum explícitamente a una presión insuperable en un viaje a Londres del 23 y 24 de julio y al que a última hora se incorporó, pero no dejaron de advertirle que un apoyo francés a la República era algo que no verían con buenos ojos. Es obvio que el Gobierno conservador emitió un mensaje contundente.
Los dirigentes británicos contaban en París con fuertes aliados, tanto de contexto como de acción. En cuanto a los primeros hay que señalar que el establishment francés era bien consciente de que la III República no disponía de los medios necesarios para hacer frente sola a la amenaza alemana. Era imprescindible, cuando menos, la potencia británica. La debilidad militar se tradujo en debilidad política a lo largo del período en el que París se meció en los brazos de la «nodriza inglesa». Disminuir esta dependencia hubiera podido pasar por el reforzamiento de los lazos con la URSS, pero los militares franceses en general eran reticentes, esencialmente por motivos ideológicos, aunque siempre revestidos de consideraciones técnicas. De Gaulle era ya entonces uno de quienes criticaban tal actitud. El establishment político, desconcertado por la ausencia de un acercamiento anglo-soviético, no osó imponerse al EM (Doise/Vaïsse, pp. 368s). En cuanto a los aliados de acción, Thiébaut es uno de los autores que ha puesto de relieve que el deseo de desestimar la petición de Madrid respondía a un sentimiento profundo y ampliamente extendido en las altas esferas del aparato burocrático del Quai d’Orsay. Alexis Léger, secretario general (posterior premio Nobel de literatura bajo el seudónimo de Saint-John Perse), fue uno de los grands commis de l’ État que lo articularon, lo defendieron y lo impusieron. Rodeado de hombres que él mismo había ascendido a puestos claves, sus advertencias cayeron en terreno muy abonado.
El «sabotaje» burocrático a las modestas peticiones de Madrid debió de contribuir a acentuar el efecto generado por el distanciamiento británico. Ello debilitó los intentos de atenderlas que pudieran sentir otros sectores del gabinete y del aparato administrativo franceses. Resulta significativo que en la noche del 24 de julio Blum recibiese a De los Ríos en su domicilio y en presencia de Auriol, Cot, Daladier y Delbos le dijera que mantenía sus promesas. Sólo Delbos exhibió reticencias. Cot habló más tarde en su casa con el diputado español y le anunció que era imposible convencer al ministro de Asuntos Exteriores de la licitud de que aviadores franceses llevasen los aviones a España.
Más importante fue que en la reunión del 25 el Consejo de Ministros se situó en una línea peculiar. Francia no daría seguimiento oficial a las peticiones españolas pero tampoco se impediría que la industria comerciase con el Gobierno republicano. Para entonces el Ministerio de Asuntos Exteriores ya había hecho saber que no cabía efectuar «ningún suministro de armas a una potencia extranjera sin consultar al Quai d’Orsay. A los servicios competentes no les ha llegado ninguna solicitud de tal índole». Se trataba, posiblemente, de un primer intento de disuasión tanto hacia adentro, de cara a otros sectores de la Administración, como hacia fuera, es decir, hacia la sociedad y hacia la industria[16]. La postura del Quai era que los suministros efectuados por el Gobierno supondrían una intervención en los asuntos internos de otro Estado. Se trataba, obvio es decirlo, de una opinión harto discutible. A ello añadían que si la Alemania nazi o la Italia fascista reconocían a los sublevados la gravedad de la situación resultaría evidente (DDF, III, doc. 30).
En algún momento Delbos hizo saber a De los Ríos y a Jiménez de Asúa que cesarían todas las dificultades si identificaban a un tercer país que hiciera las compras como si fuera para sí mismo. Esto es desconocido en la literatura. También lo es que los dos líderes socialistas consiguieron en tan tempranas fechas que México se prestara a jugar de intermediario (incluso los soviéticos pensaron en México, como veremos más adelante). Ello implica, por lo menos, un cruce de telegramas o, más verosímilmente, de conversaciones telefónicas de las que por desgracia no ha quedado rastro. Jiménez de Asúa relató que el embajador mexicano, autorizado por el presidente general Lázaro Cárdenas, se presentó a Daladier y planteó un pedido de armamento muy abundante. Quizá fuese un error. A los franceses les pareció excesivo y surgieron nuevos obstáculos. Eran de naturaleza burocrática, pero no desdeñables. El Frente Popular encontró dificultades con los funcionarios que le servían en el crítico Ministerio de la Guerra, al igual que también las tuvo en el Quai d’Orsay. Incluso la petición mexicana se perdió en los laberintos de la Rue Saint Dominique y fue necesaria reproducirla. Todo ello hizo perder tiempo, algo de lo que la República no andaba demasiado sobrada. El informe de Ovalle, quien venía de Estocolmo, señaló la urgencia como sigue:
Llegada a París el lunes 3 de agosto a las 5.30. A las 7.30 primer contacto con Don F. de los R., exponiéndole el objeto de mi viaje. Me dice vaya a ver a Corpus Bargas, Hotel de París, 8 Bd. de la Madeleine, que es el que está encargado de estos asuntos. El martes día 4 a las 11 de la mañana primera entrevista con Corpus Barga, nueva explicación del objeto de mi viaje; después de intercambiar impresiones me dice le vaya a ver a la embajada a las 8 de la noche. Mi primer asombro nace al ver con la frialdad que perdían el tiempo, sabiendo yo que lo que nos hacía falta y nos sigue haciendo es ganar ese tiempo para enviar cuanto antes el material necesario a la tropa y milicias.
De los Ríos no debió de ver con buenos ojos esta aparición pero pronto se arreglaron. Ovalle constató
un vaivén interminable de gente de todas clases en la embajada, algunos de los cuales yo conozco bastante bien y que son lo que se llama en Francia «débrouillards» pero que no poseen un céntimo de mercancía y si no se tiene costumbre de ellos se pierde un tiempo precioso o se hacen pedidos que después no pueden librar, o si lo libran ni es conforme al pedido, o si lo es a precios mucho más caros que el curso.
Es la misma impresión que tuvo el comandante Aboal:
Llovían las ofertas más disparatadas, tanto de material militar como aéreo. Acudían personas de todas las categorías sociales, verdaderos mercaderes de negocios turbios que aprovechan las angustias de los países en guerra para organizar su explotación de un modo metódico y eficaz.
¡Qué diferencia con respecto a lo que ocurría en otras capitales en las que un general desconocido encontraba el apoyo no del equivalente de los débrouillards sino el de las más altas jerarquías de las potencias fascistas, de sus EM y de sus arsenales!
BERLÍN Y ROMA ACTÚAN.
Todavía debía transcurrir un cierto tiempo antes de que la retracción inicial francesa estableciera un dogal de soledad en torno a la República. Lo que importa destacar aquí es que, en el mismo momento en que Francia empezaba a adentrarse por tal camino, el 25 de julio de 1936, fecha crítica en la historia del conflicto español, Hitler se dispuso a hollar precisamente el opuesto. El dictador alemán pensó mucho más estratégicamente y actuó con mucha mayor rapidez que su propio dispositivo diplomático y militar, también muy cauteloso. Su decisión dejó en mantillas los titubeos franceses y la desorganización inicial republicana.
Para Hitler, ayudar a la rebelión permitiría transformar la situación en el Mediterráneo occidental. Un régimen proclive a Francia podría verse sustituido por otro de tendencia contraria[17]. Inmediatamente se preparó la «Operación Fuego Mágico» y se enviaron por vía aérea veinte aviones Junkers para el transporte de tropas. El 31 de julio partió para España por barco la primera expedición, compuesta de 86 soldados profesionales cuidadosamente seleccionados y más de cien toneladas de material de guerra. Les acompañaban seis aviones de caza Heinkel 51 y veinte baterías antiaéreas. El 6 de agosto llegaron a Cádiz, después de que un navío republicano avistara el barco que los transportaba. Por lo demás, hacía ya quince días casi que el avión de Lufthansa en el que los mensajeros de Franco habían hecho el viaje de regreso de Berlín, reforzado por los aparatos que llegaron de Alemania, se dedicaba a transportar tropas coloniales de Marruecos a la Península. Para no aburrirse, también de vez en cuando había empezado a participar en alguna que otra acción bélica, aunque fueran españoles quienes lo pilotaran. De todas maneras, no se crea que el cuidado en no intervenir activamente durase mucho. La primera acción de guerra estrictamente alemana tuvo lugar poco antes del 15 de agosto de 1936 (Merkes, pp. 59-60). Si esto no era ir deprisa…
En fecha reciente un historiador italiano, Mauro Canali (pp. 245254), ha reseñado hasta qué punto el espionaje de Mussolini había echado raíces en España. En Barcelona se había distinguido, bajo la cobertura de un modesto vicecónsul, el teniente coronel Emilio Faldella, agente del SIM. El gran jefe de la red de espionaje italiana era Santorre Vezzari, quien promovió su expansión tras la proclamación de la República. Como han indicado Heiberg y Ros, este Vezzari empleaba, entre otros muchos agentes, a un tal Ernesto Carpi, que representaría a toda una amplia gama de intereses políticos españoles en Roma (¡apañándose para trabajar a la vez con tres servicios de inteligencia diferentes!), tras haber estado involucrado en las tramas monárquicas para derribar a la República. Cuando, en febrero de 1942, solicitó que le recibiera Mussolini, señaló que la mala suerte y las circunstancias habían marginalizado en el verano de 1936 las conexiones monárquicas preestablecidas y favorecido los contactos entre militares[18].
No extrañará, pues, que los servicios fascistas conociesen la inminencia del golpe militar. Antonio Goicoechea, monárquico alfonsino, profundamente reaccionario y posterior gobernador del Banco de España (una de las mejores sinecuras de la época), se lo había anunciado en fecha tan avanzada como el 14 de junio. Este prohombre se hizo entonces eco de la situación «anárquica» que predominaba en España e indicó que la única salida era un golpe de fuerza o la insurrección violenta. Goicoechea no ocultó que los «grupos de acción directa» (entiéndase, los pistoleros, generalmente falangistas) surgidos en el seno de los partidos «nacionales» actuaban contra la «revolución» por medio de atentados[19]. Recordó que existía «una vasta organización de carácter patriótico y nacionalista que ha sido formada, orientada políticamente en sentido antidemocrático y costeada por nosotros durante estos últimos años[20]». Para el golpe de Estado necesitaban fondos con los cuales cubrir la retirada económica de aquellos valerosos mílites que iban a participar en la sublevación. Goicoechea invocaba la necesidad de apoyo internacional, es decir, italiano (Saz, pp. 168-170). Se trataba, evidentemente, de uno de los muchos conspiradores, henchidos de amor patrio, que no sintieron el menor pudor en recurrir al apoyo exterior mucho antes de que los militares, no menos patriotas, dieran su golpe.
Incluso unos días antes, el 6 de junio, Giuseppe Luccardi, agregado militar en Tánger y hombre del SIM, había ya indicado que el movimiento «militar y falangista» parecía inminente y que estaba «en estrecho contacto con los líderes» del mismo (Heiberg, p. 51). Es evidente, pues, que con independencia de que la situación política española se deteriorase o no (y su deterioro fue exagerado convenientemente por los portavoces de la derecha), una parte de los políticos derechistas se encontraba en contacto con un sector no despreciable del Ejército, y en particular con los mandos de las fuerzas coloniales.
Los italianos supieron también, antes que nadie, que el golpe estaba a punto de estallar. El 16 de julio uno de los militares implicados se lo anunció al cónsul general en Tánger, Pier Filippo De Rossi del Lion Nero, quien rápidamente transmitió la información a Roma (DDI, IV, doc. 541). Los servicios de inteligencia británicos descifraron su mensaje (TNA: HW 12/205, BJ065629[21]). En él ya aparecía Franco como jefe del pronunciamiento, que iba a iniciar la Legión Extranjera en Tetuán[22]. Pocos días más tarde, el 20 de julio, Franco preguntó, a través de Luccardi, si el Gobierno italiano estaba dispuesto a suministrar aviones para el transporte de tropas. También Luccardi caracterizó a Franco como jefe del pronunciamiento, a pesar de que el taimado general se había subido al carro sólo unas semanas antes. En aquella misma fecha, Alfonso XIII por su parte escribió directamente a Mussolini:
Le supongo enterado de la enorme importancia del movimiento español. Faltan elementos modernos de aviación y con objeto de adquirirlos van a Roma Juan de la Cierva (inventor del autogiro) y Luis Bolín, personas de mi entera confianza. El marqués de Viana, portador de la presente, le explicará todos los detalles y la ayuda que espero nos prestará. Aprovecho esta ocasión para de nuevo felicitarle por sus nuevos éxitos que consolidan su labor formidable y gloriosa. Agradeciéndole lo que seguramente hará, quedo su afmo. amigo y admirador que le abraza (DDI, IV, doc. 577, en español en el original).
Esta gestión, que suele mencionarse de pasada en la literatura[23], no dejó de tener importancia, tanto por el peso de su autor como porque permite intuir que el exsoberano no era ajeno a la trama conspiratorial. Fue uno de los factores adicionales que debieron de entrar en la ecuación que rápidamente se planteaba en Roma. ¿Ayudar? ¿No ayudar? No era una decisión fácil y Franco se apresuró a subrayar ante Luccardi que su intención era establecer un gobierno republicano de tipo fascista, «adaptado al pueblo español». Seguidamente insistió a De Rossi que los aviones no tenían por qué ser muy modernos. Lo que importaba era que pudieran transportar las tropas coloniales y los voluntarios marroquíes que se enrolaban en gran número. (Ibid., docs. 584 y 592).
El movimiento militar parecía muy patriótico[24] pero Franco emitía señales de que estaba dispuesto a obtener ayuda del extranjero a cualquier precio. El 23 de julio una fuente segura informó a Luccardi que el general rebelde se había lamentado de que no se hubiera aceptado inmediatamente su solicitud y caracterizado tal carencia de «miopía política». Si el movimiento triunfaba gracias a la ayuda italiana, ello permitiría que en su futura política exterior la influencia de Roma prevaleciera con respecto a la de Berlín (ibid., doc. 596[25]). Con ello Franco iniciaba un juego de estímulo entre las dos potencias fascistas que continuó durante la guerra. Insistió, además, en que la sublevación se había convertido en una lucha entre las fuerzas del orden y el bolchevismo, apelando claramente al sentimiento anticomunista de Mussolini. Aquí tenemos una primera manifestación de uno de los componentes esenciales del mito fundacional por excelencia de la larga dictadura franquista: hubo que anticiparse a un golpe preparado por la larga mano de Moscú.
Se traen a colación estos detalles para dar una idea del grado de frustración que debía de sentir en aquellos momentos el rebelde general, no muy distinta de la que experimentaban por la misma época los dirigentes republicanos. La diferencia es que finalmente Mussolini adoptó la decisión de suministro[26]. Lo hizo a sabiendas de que Francia se abstenía de ayudar al Gobierno republicano, de que no había habido exportación de material francés, de que se habían introducido restricciones a las empresas francesas y de que Franco había enviado mensajeros a Berlín (Heiberg, pp. 61ss). Conocía igualmente que, a diferencia de lo que postularía tanto tiempo la historiografía franquista, tampoco la Unión Soviética estaba encantada con lo que ocurría en España (Preston, 1999, pp. 119 y 243[27]).
A este punto volveremos posteriormente, no en vano es crucial para la argumentación que se desarrolla en esta obra, pero ya aquí debemos refutar interpretaciones del tipo de que Mussolini se adelantó, con su decisión, a la creación en España de un «Estado soviético», según afirman Rovighi y Stefani (I, p. 78). Estos autores leen mal incluso en su propio idioma. El 23 de julio, por ejemplo, el encargado de negocios italiano en Moscú había insinuado que, para el Kremlin, sacrificar a España era un pequeño precio que podía pagarse con el fin de no perjudicar las relaciones con Francia y el Reino Unido. Como ha indicado Heiberg (p. 64), «está ampliamente documentado que Mussolini leyó el informe», antes de decantarse por la ayuda a Franco.
Retendremos, pues, que no debió de serle muy difícil vencer sus reticencias iniciales, lógicas ante la confusión creada y la importancia del paso de que se trataba. Amén de un barco cargado de municiones y material bélico, la ayuda incluyó inicialmente doce aparatos Savoia-Marchetti 81. Franco se enteró al anochecer del 28 de julio de que, por fin, Italia había hecho caso de sus peticiones (DDI, doc. 638). Tuvo que ser un gran día para él porque escasas horas antes había regresado la misión enviada a Berlín e informado de que Hitler había dado un paso al frente (Viñas, 2001, p. 416). No es exagerado pensar que el ya autoproclamado líder de la insurrección (quien ni siquiera había sido considerado para que formase parte de la naciente Junta de Defensa Nacional) respiraría tranquilo. En el corto lapso de diez días se había asegurado la ayuda de las dos potencias fascistas. Un general escasamente conocido fuera de España había logrado el reconocimiento de su lucha sin cuartel contra los muchos males de la Patria pero, y sobre todo, contra el comunismo, leit-motiv de lo que pronto fue santificado como «Cruzada».
Ello no significa desconocer que Franco jugó fuerte desde el primer momento y no tardó en declarar confiadamente a uno de los primeros periodistas extranjeros en entrevistarlo, Jay Allen, del Chicago Daily Tribune, que «avanzaría sobre Madrid y tomaría la capital a cualquier precio. Salvaré a España de los comunistas y la pacificaré». Allen no se equivocó al señalar en su crónica que Franco echaba un órdago despiadado en su camino hacia la dictadura y que contaba para ello con la fuente inagotable de las tropas moras. Con rara presciencia, el periodista consiguió que el hombre «que había hundido a España en la más espantosa guerra civil de su historia» reconociera que no retrocedería ante nada, aunque tuviera que fusilar a la mitad del país. Franco aprovechó a su vez la ocasión para recordar a los lectores de Allen que los intereses del Reino Unido, Italia y Francia estaban en juego. Ninguno de estos países podía consentir que España se hiciera comunista[28]. No había peligro de ello pero siempre venía bien echar leña al fuego de las tensiones internacionales.
Franco indicó que el golpe militar no había tenido nada que ver con el asesinato de Calvo Sotelo. Estaba en marcha y si se hubiera retrasado un par de meses el Ejército y la Armada, por no hablar de la economía española, se hubieran colapsado[29]. El nexo que Franco hizo con el trágico destino del «protomártir» por antonomasia se obviaría después en la interpretación ortodoxa de la «Cruzada».
Cuando los italianos dieron su propio paso al frente, hubo algún que otro sobresalto. Para escándalo de muchos, sólo nueve de los aviones llegaron a manos de Franco el 31 de julio. Dos tuvieron que hacer un aterrizaje forzoso en el Marruecos francés y otro se perdió. Pelillos a la mar. La intromisión mussoliniana empezó inmediatamente a coordinarse con la de Hitler (una primera reunión del almirante Wilhelm Canaris y del general Mario Roatta, jefes de los servicios de inteligencia militar de ambos países, tuvo ya lugar en Roma el 4 de agosto). Paradójicamente indujo a una mayor retracción en Francia en donde todos quienes preconizaban la abstención pusieron el grito en el cielo para no inmiscuirse en los asuntos españoles.
NACE LA NO INTERVENCIÓN BAJO EL SIGNO BRITÁNICO.
En París, con el gabinete profundamente dividido, tuvo lugar una nueva reunión del Consejo de Ministros el 1 de agosto. Los favorables a la República (entre ellos los socialistas Auriol y Salengro y los radicales Cot y Zay) se apoyaron en la ayuda italiana para reclamar el envío de material de guerra al Gobierno de Madrid. Los opuestos lanzaron por el contrario la idea de una retracción internacional con respecto al conflicto español. Como señaló Moch (p. 131), la escisión no discurrió esencialmente por líneas ideológicas o de partido. Al final de la tarde el comunicado oficial (DDF, III, doc. 59) demostró que la balanza se había inclinado del lado que rechazaba el apoyo a Madrid.
Un aspecto significativo que debe subrayarse es que en esta reunión del Consejo de Ministros parece ser que el vicepresidente Daladier se opuso a quienes favorecían los suministros de armamento. Según ha señalado Palayret (p. 352), quizá el Estado Mayor (EM) le había convencido de que no era oportuno acudir a los arsenales oficiales ni compartir con los republicanos españoles los productos que salían de las fábricas. Como veremos más adelante, en el EM había gente con conexiones con los sublevados. Es también posible que el cambio de Daladier se debiera a otras causas que expondremos a continuación. En cualquier caso quedaba entreabierta una puerta para, eventualmente, revisar la postura. Por un lado se era consciente de que no sería fácil continuar negando a un Gobierno legítimo la posibilidad de que adquiriese armas en Francia si se le acosaba desde el exterior (aunque esto es, precisamente, lo que sucedió). Por otro, si se conseguía evitar que se hicieran suministros a los dos bandos quizá pudiera evitarse un aumento de la tensión externa a la vez que se facilitaría la tarea del Gobierno español, que en principio contaba con mayores recursos que los sublevados. Este cálculo no salió porque estaba basado sobre una premisa falsa: que las potencias que ya habían empezado a ayudar a los sublevados se pararían. Lo menos que cabe decir es que los políticos y diplomáticos franceses no hacían un uso adecuado de la información de que disponían.
Los asesores jurídicos del Ministerio de Estado republicano evocaron, tiempo después, los tres principios que Delbos precisó ese mismo día, 1 de agosto, en la Cámara de Diputados: i)El Gobierno español era un Gobierno legítimo, de hecho y de derecho, y amigo de Francia; ii)Ésta, sin embargo, no intervendría en el conflicto español, a pesar de que le era valiosa la amistad de España, teniendo en cuenta la frontera común y la posición geográfica española; iii)El Gobierno francés había interrumpido el comercio de armas con España.
Lo que había ocurrido en las bambalinas no se sabe con exactitud. Pero algunas informaciones muy preocupantes se filtraron a los republicanos, cuya documentación utilizamos en este punto, separándonos conscientemente del tenor habitual que se sigue en la literatura, ya que para describirlo haremos uso del informe de Jiménez de Asúa. El 3 de agosto por la noche, el ministro de Finanzas, Vincent Auriol, le llamó. Se citaron en la embajada, a donde el ministro se desplazó en taxi, con el fin de mantener secreta la entrevista. Auriol contó a su interlocutor lo que había sucedido. Cuando Blum quiso obligar a Delbos a que diese el último de los permisos que faltaba para que México pudiera obtener las armas encargadas, el responsable del Quai d’Orsay se echó atrás. Le pareció ridículo entregar material a un país tercero cuando todo el mundo iba a saber que se destinaba a España. Auriol, Blum y Daladier conversaron entre sí y acordaron que era mejor tratar directamente con el Gobierno español. A Delbos, que ya se había marchado, se le localizó por teléfono y dio su consentimiento. Jiménez de Asúa abordó con Auriol los detalles operativos. Convinieron en que al día siguiente presentarían las peticiones a Daladier. Las cantidades las dejarían en blanco para que éste aceptara lo que ya estuviese dispuesto, sin perjuicio de que se hicieran sucesivos pedidos.
En consecuencia, el 4 de agosto (DDF, III, doc. 77) el nuevo embajador, Álvaro de Albornoz, solicitó, de acuerdo con Daladier, el envío de dos millares de fusiles y dos millones de balas y 10 000 bombas de aviación. Según Jiménez de Asúa el pedido comprendía, además, 50 ametralladoras con las municiones correspondientes y ocho cañones del 75 con sus obuses respectivos. Las bombas se dividían, a partes iguales de 5000, entre las de 10 y de 20 kilos. No era gran cosa[30] pero sí lo que se encontraba en el Parque de Artillería de Burdeos y listo para embarcar. Se trataba de un primer encargo, «ya que el segundo había de ser un poco más tarde y tal vez de material más abundante».
Las gestiones subsiguientes las detalló Jiménez de Asúa: se envió un emisario de toda confianza a Burdeos, se entrevistó al día siguiente con el coronel jefe responsable de las cesiones de material de guerra al extranjero, éste acudió a la embajada por la tarde y recibió un cheque de trece millones y pico de francos firmado por Cruz Marín, se convino en que la orden de entrega se daría telegráficamente… Y tuvieron que esperar. El último permiso, el del Quai d’Orsay, no llegaba. El 6 de agosto Jiménez de Asúa fue a ver a Blum a su domicilio particular:
Me recibió —informaría el vicepresidente de las Cortes— en un estado de desesperación tan grande que las lágrimas se le desbordaban de sus ojos. Me comunicó que no había dormido en toda la noche y que la situación política era gravísima. Con absoluta reserva me confió que el embajador inglés había ido a ver a Delbos y que le había rogado que no se entregara por Francia material alguno y se plantease oficialmente a las potencias la no intervención, porque, de no hacerlo así el peligro de guerra era inminente y que en caso de conflicto internacional, Inglaterra no podría participar en la defensa de Francia[31]. A la tarde siguiente hubo un Consejo de Ministros [en realidad, un consejo de gabinete]. Esto era el día 7. Me anunció Blum que después de entregado el cheque por nosotros y de comprometido el Gobierno no había otra solución que dimitir. Confieso que esto me produjo una inquietud enorme. Marché a ver a Auriol que aún estaba en situación más desesperada que Blum y que creía que el solo camino digno era dimitir pues de ninguna manera se nos podía entregar material después de la gestión de Inglaterra y que no entregarlo cuando habían recibido el cheque era quedar desairado el Gobierno de Francia[32].
A tenor, pues, de esta información que se dio a Jiménez de Asúa, el origen de la no intervención ha de enfocarse bajo una luz muy diferente a lo que se ha hecho habitualmente. La gestión de sir George Clerk no está documentada a prueba de bomba, pero es evidente que su intervención en el sentido apuntado debió de cambiar dramáticamente el signo de la balanza. Delbos y Daladier se situaron detrás de una sugerencia que no podían sino considerar como la démarche más o menos oficial de su principal aliado. Dando una de cal y otra de arena[33], en un clima de intensa conflictividad y de algarada mediáticas, el titular del Quai d’Orsay ordenó a los embajadores en Roma y Londres (DDF, doc. 56) que sondeasen si los Gobiernos respectivos estarían dispuestos a adoptar, de acuerdo con el francés, reglas comunes de no intervención. Deberían indicar que, mientras tanto, ya que los rebeldes habían recibido armas del extranjero, París «consideraría difícil oponerse por principio a las peticiones de un Gobierno normal y reconocido oficialmente y que, a tal efecto, debía reservarse» su libertad de acción[34]. La consulta se hizo extensiva a Berlín. Un rápido viaje del vicealmirante Darlan a Londres, para subrayar el riesgo de implantación italiana en las Baleares, le hizo percibir que sus homólogos británicos consideraban que Franco («buen patriota español») sabría defenderse (Berdah, p. 204).
Londres evidentemente se adhirió a la idea francesa. ¡Cómo no iba a hacerlo! En todo caso sabía perfectamente, por los telegramas italianos que iba descifrando en cascada, el grado de intensidad que adquiría la intervención de Mussolini en España. También conocía las declaraciones de Franco a De Rossi de que había tomado la dirección del movimiento no por razones partidistas sino para «combatir el comunismo en su país y darle un Gobierno estable». A los políticos conservadores británicos tampoco les sonaría mal la argumentación del general rebelde que no luchaba sólo por el futuro de su patria sino por la paz de los pueblos (sic), amenazados por el comunismo (TNA: HW 12/205, BJ065680[35]). Era el tipo de enfoque que arrasaba en Francia en la derecha y en la franja fascista. El coronel François de la Rocque, fundador de los Croix de Feu, clamó que si Franco perdía sería una derrota espantosa para la civilización occidental (Soucy, p. 117).
Los representantes gubernamentales en París se reunieron tras las malas noticias que Blum había proporcionado a Jiménez de Asúa. Éste, De los Ríos y De Albornoz creyeron que
una dimisión del Gabinete francés en aquella hora sería para nosotros desastrosa y acordamos proponer a Blum la retirada del cheque de un modo voluntario para evitar la dimisión del Gabinete. Blum no estaba y pedí [Jiménez de Asúa] hablar con Auriol, al que le hice saber la decisión adoptada.
En Europa, mientras tanto, Bruselas tomó carrerilla. El 3 de agosto el ministro de Exteriores belga, el socialista Paul-Henri Spaak, se preparó a someter a la aprobación de su Gobierno una disposición por la que, en adelante, la exportación de armas y de material de guerra quedaría supeditada al otorgamiento previo de una licencia. Se denegaría en los casos en que los envíos se dirigieran a España. Con ello se mantendría una neutralidad absoluta (DDF, III, doc. 68). No se trataba de una medida banal, pues Bélgica contaba con una industria de material bélico y de una capacidad de exportación no desdeñables[36].
Poco más tarde, y esto es importante, la Unión Soviética manifestó, el 6 de agosto, su voluntad de adherirse al proyecto. La víspera el comisario adjunto de Asuntos Extranjeros, Nikolai Krestinsky, defendió la medida ante Stalin argumentando que «no podemos dar una respuesta negativa o dilatoria porque sería utilizada por los alemanes e italianos para justificar su ayuda posterior»(Narinski, p. 80). La URSS se manifestó a favor con tal de que Portugal también lo hiciera y que cesase de forma inmediata la ayuda concedida por ciertos Gobiernos a los sublevados (DDF, III, doc. 89). Roma tampoco se demoró demasiado en ofrecer una respuesta un tanto positiva, aunque solicitó precisiones adicionales retardatarias. Ni Mussolini ni Ciano tenían, claro está, la menor intención de acatar cualquier cortapisa contra la ayuda que ya hacían llegar regularmente a Franco. Del mismo modo se recibió una contestación pre-afirmativa de Portugal, si bien con la salvedad de que no podría adoptarse una decisión hasta que el Gobierno soviético no se hubiera adherido formalmente a la línea preconizada por Francia.
El 7 de agosto se reunió el consejillo, el ya mencionado consejo de gabinete, para tratar del tema. No participó en el mismo el presidente Lebrun, la primera vez que algo similar ocurría en la historia de la III República. Ni siquiera durante la Gran Guerra se había vivido tal circunstancia. Es, pues, evidente que ya se batían récords. Según informaron a Jiménez de Asúa
se produjeron tales incidentes que Auriol hubo de decir a Delbos palabras durísimas y a las nueve de la noche el Gabinete estaba dimitido. Blum propuso entonces como fórmula que se hiciese la invitación de «no intervención» a las potencias. Tesis aceptada por todos, no sin que Auriol se resistiera y así acordaron ir al Consejo de Ministros que había de celebrarse al día siguiente[37].
El 8 de agosto en la reunión formal volvió a advertirse que los socialistas estaban divididos, incluso en el caso de aquéllos que regentaban carteras muy próximas. Auriol siguió apoyando la necesidad de acudir en ayuda del Gobierno de Madrid. Por el contrario, Charles Spinasse, ministro de Economía Nacional, se opuso. Como quiera que fuese, y éste fue el toque formal de salida que abrió el largo proceso de soledad de la República, el Gobierno francés declaró que había decidido suspender las exportaciones de armas con destino a España. En esta ocasión se prohibía incluso la venta de aviones civiles o que pudieran ser suministrados por la industria (DDF, III, doc. 111). Con ello se cerraba una de las vías que identificó Aboal al resumir sucintamente la situación:
Se perdieron las esperanzas de conseguir material aéreo militar solicitado con urgencia de Madrid. Estábamos acorralados. No hubo más recurso que acudir al material civil que por sus características y performances podía realizar un papel eficaz en el cuadro de las operaciones aéreas.
Álvaro de Albornoz, radical y exministro, encontró dos días más tarde la formulación exacta para dar a conocer el resquemor republicano:
La suspensión de la exportación de armas al Gobierno español, en el preciso momento en que tiene necesidad especial de ellas para restablecer la normalidad jurídica en su propio territorio, lejos de estar conforme con el principio de no intervención, constituye una intervención muy efectiva en los asuntos interiores de España. En efecto, esa medida podría tener como resultado el hacer durar las circunstancias anormales actuales más tiempo del que si mi Gobierno, debido a esta medida, no estuviera privado de los medios de acción que habría podido normalmente procurarse en Francia… (DDF, III, doc. 120[38]).
El Gobierno de Madrid rechazó por principio y en términos teóricos y doctrinales la no intervención pero hubo de aceptarla, de mala gana, como un medio de prevenir complicaciones de carácter general. Recordó la conveniencia de que se pusiera en vigor rápidamente para evitar la injusticia que representaba así como la necesidad de establecer garantías para su estricta aplicación, porque de otra manera constituiría una fuente de dificultades. Es lo que ocurrió. La respuesta oficial francesa el 19 de agosto[39] partió de una premisa no menos falsa: el acuerdo no podría causar detrimento al Gobierno republicano. Por lo demás, aceptaba la tesis española de que el valor de la declaración dependería esencialmente de la forma cómo se la pusiera en vigor y de la eficacia de las garantías que asegurasen su aplicación estricta[40]. Era una bofetada en toda regla que debió aumentar el resquemor y la sorpresa de los políticos y dirigentes madrileños que la leyeran. Los recuerdos de Barcia, entre otros, así lo atestiguan.
Menos formalmente, pero también con énfasis, De los Ríos y Jiménez de Asúa hablaron con Blum y Auriol. Les dijeron que era un auténtico disparate ya que no se trataba de dos beligerantes sino de un Gobierno regular y de «unos generales rebeldes», pero
a salvo estas reservas, nosotros veríamos con menos disgusto la aludida propuesta si se hacía eficaz mediante un control inmediato que no permitiera a Alemania e Italia el envío de material a los rebeldes. Todavía quisimos forzar al Gobierno francés a que mientras este control no se pactara, debería entregarnos material y encontramos una enorme resistencia en Blum que alegaba por su parte que siendo Francia la autora de la proposición tenía que empezar a cumplirla.
Empezaba una comedia con resultados trágicos para los republicanos.
LA RETRACCIÓN FRANCESA EN LA PRÁCTICA.
La reconstrucción de ciertos aspectos esenciales del proceso decisorio francés, que hemos puesto en una comparación mínima con las rápidas actuaciones de las potencias fascistas, permite observar que desde el primer momento el contexto internacional de la guerra civil se caracterizó por una notable asimetría. El país más próximo a España y con el que la República mantenía las más estrechas relaciones se inhibió desde fecha muy temprana. Esto determinó toda la evolución posterior y reflejó las presiones del Reino Unido, las preocupaciones ante un eventual desbordamiento del conflicto e incluso el temor a una posible generalización del mismo en la que Francia pudiera encontrarse sola. Tal temor era exagerado, aunque lo esgrimiera profusamente la derecha, aprovechando el profundo sentimiento pacifista de amplios sectores de la sociedad francesa para los cuales la sangría de la Gran Guerra estaba todavía muy presente. El pacifismo atenazaba, sobre todo, a la izquierda pero, como han dicho Doise/Vaïsse (p. 387), también enmascaraba lo que estaba realmente en juego.
La línea resultante fue la retracción. Se trata de una línea que hizo sudar sangre a ministros y políticos que sentían que dejaban en la estacada a la República y que podía incluso poner en peligro la situación estratégica de Francia. En este sentido no deja de ser interesante recordar que, según comunicó el director del gabinete de Blum al encargado de negocios norteamericano el 20 de agosto, había oficiales de la Marina y de la Aviación que deseaban el triunfo del Gobierno de Madrid, a pesar de sus escasas simpatías ideológicas hacia el mismo. Lo que les preocupaba era el posible impacto de una victoria de los sublevados sobre la posición estratégica francesa (FRUS, pp. 502-503). Silenció que había muchos otros que no se inquietaban en absoluto ante un triunfo de los insurrectos.
Los militares que se preocupaban no estaban solos. Sus temores se compartían en el propio seno del Gobierno. El 12 de agosto, por ejemplo, Auriol escribió una notable carta a Blum que merece ser rescatada en su casi totalidad de la oscuridad de los archivos[41]. Auriol no pensaba que fuese preciso intervenir en España. Pero a los rebeldes les ayudaban otros países que seguían una línea política a largo plazo dirigida contra la democracia, la paz y la propia Francia. Frente a ello, el gabinete se negaba a prestar apoyo a un gobierno amigo, legítimo, reconocido internacionalmente y con el cual Francia estaba ligada por acuerdos formales de suministro de armamentos. Auriol sabía por sus servicios de Aduanas que los rebeldes recibían ayudas exteriores. La única forma de pararlas era a través de un control estricto de las costas y fronteras españolas. Si había que ser neutral, todos tendrían que serlo y la organización de esa neutralidad debería hacerse rápidamente. Como tantos otros, el ministro de Finanzas pensaba que una España fascistizada y militarizada podía ser un riesgo para Francia. De forma implícita cabía extraer la conclusión de que no lo sería si en ella se mantenía un sistema democrático.
El ministro de Finanzas desdeñaba los temores de que un apoyo francés al Gobierno republicano pudiera desencadenar un conflicto general. No contemplaba la situación desde un punto de vista sentimental ni desde el de su amistad reconocida hacia la España republicana. Se colocaba inequívocamente en la perspectiva de la defensa de Francia y de sus valores. No veía cómo pudiera estallar una guerra europea a causa del apoyo que las potencias fascistas hacían llegar a Franco. De encresparse la situación internacional, lo normal es que fuesen Gran Bretaña o Estados Unidos quienes sugirieran una mediación. Y quizá la primera hubiese asumido su liderazgo. En cualquier caso, hubiera sido mejor que lo hubiese hecho ella y no Francia. Implícitamente Auriol argumentaba que París hacía el trabajo sucio que, normalmente, le hubiese correspondido a Londres. Tenía razón. El contexto internacional que rodeó desde el primer momento al golpe militar español hubiese sido muy diferente si el Reino Unido, y no Francia, hubiera tenido que dar el paso al frente en vez de escudarse en la timidez y la división de un Gobierno como el francés incapaz de pensar en términos nacionales. Palabras duras, sin duda, que reflejan una situación que no se le escapaba a alguno de los diplomáticos franceses destinados en la capital británica:
La no intervención preconizada en París fue, sobre todo, la inacción de Francia. Una vez más una toma de postura puramente negativa que correspondía a la abulia de nuestros dirigentes pero que constituía también la única forma de no hacer estallar abiertamente la profunda división de nuestro pueblo (Du Réau, p. 195).
Finalmente, tras una serie de consideraciones sobre la utilización por parte de Franco de súbditos marroquíes en una guerra civil estrictamente española, el ministro de Finanzas informó al presidente del consejo que él no asistiría impasible a lo que se presentaba como un engaño (un jeu de dupes). Le embargaba no sólo una gran tristeza sino también los más vivos temores. Es inevitable no concluir que, para Auriol, el Gobierno francés se había precipitado al anunciar de forma tan rápida su inhibición en cuanto se refería a ayudar a la República y que mejor hubiera sido que hubiese aguardado a que las demás potencias dieran a conocer su juego.
Entre el 25 de julio y los primeros días de agosto de 1936 cristalizaron, en consecuencia, dos movimientos contradictorios: por un lado la asimetría en las respuestas oficiales de las potencias más directamente interesadas en lo que pasaba en España, con Francia, el Reino Unido y otros países en clara retracción frente a la acometida nazi-fascista; por otro, el desencanto que la actitud oficial contra el libre envío de armas a la República generó en ciertos sectores del cuerpo político y administrativo francés. La forma de cuadrar el círculo por parte francesa estribó, en un primer momento, en autorizar de tapadillo el envío de ciertos suministros[42] y, en un segundo tiempo, cerrar un ojo ante algunas de las manifestaciones de apoyo que no caían de inmediato bajo el dogal de la no intervención naciente. Esta dualidad de actitudes se mantuvo a lo largo de todo el conflicto y no constituyó nunca una base de confianza para centrar sobre ella la vertiente exterior del esfuerzo de guerra republicano[43]. Ello es así, porque la retracción, inesperada, sentó como un tiro a los dirigentes de Madrid[44]. Es impensable que este sentimiento, reflejado en corteses notas diplomáticas y después con un tono mucho más amargo en numerosos testimonios y memorias[45], no se creara ya en aquellos días en que España entera se despeñaba en un verano sangriento. Es más, en mi opinión este desencanto se vio potenciado de manera inmediata. En primer lugar porque la República, como se indicará más adelante, ya estaba vendiendo oro a Francia. En segundo lugar, porque los suministros franceses que poco a poco fueron afluyendo se revelaron prácticamente inservibles, al menos en un primer momento.
La atención de los historiadores que han desmenuzado la génesis de la política de aislamiento con respecto al conflicto español ha solido centrarse en las mil y una maniobras diplomáticas en que se enmarcó. Por otro lado, autores de proclividades franquistas se han lanzado a ejercicios de contabilidad más o menos alambicados para demostrar que si los alemanes e italianos suministraban a Franco, también los franceses aprovisionaban a la República. Siempre aspiraron a identificar las aportaciones francesas que, a su entender, mantuvieron un cierto equilibrio de cara al robustecimiento de los niveles de fuerza en presencia. Estos ejercicios hay que tomarlos con un grano de sal, si no con dos. No tienen el mismo efecto las armas modernas que las anticuadas y no es irrelevante que los destinatarios las supieran integrar eficazmente en las operaciones o no. Los aspectos cualitativos no pueden olvidarse en ningún momento.
Las fuerzas armadas de la República se habían visto sustituidas por una amalgama de milicias entusiastas pero ni disciplinadas ni entrenadas. Un historiador de escasas simpatías republicanas no ha podido por menos de señalar las diferencias abismales en uno y otro bando en el terreno de la organización militar y del esfuerzo de guerra[46]. En qué medida estas calamidades podían compensarlas el reclutamiento apresurado de mercenarios, más o menos bien pagados, y las muy mediatizadas actuaciones de la «Escuadrilla España», que con André Malraux ocupó durante semanas los primeros titulares de la prensa internacional, es algo discutible. Se debe a Howson el mérito de haber desentrañado lo mucho que había de ficción detrás de los envíos franceses del arma entonces más preciada para favorecer la contención de los sublevados: la aviación. Su detallado análisis de los suministros exteriores ha dejado obsoletos muchos de los que hasta entonces habían hecho autoridad. El primer aparato, un caza Dewoitine 372, partió para Barcelona el 7 de agosto por la tarde. El 8 se concentró el grueso de la expedición: doce cazas más (tres de los cuales se averiaron al aterrizar) y seis bombarderos Potez 54[47]. Tales datos los confirma el informe del comandante Aboal. A mayor abundamiento, ninguno iba preparado para acciones bélicas. Es más, en contra de lo que podría suponerse, ni siquiera tenían armamento[48]. García Lacalle (p. 22) menciona, adicionalmente, la ausencia de todo sistema para instalar y sincronizar las ametralladoras. Subsanar tales carencias llevó tiempo. Eso sí, se habían pagado a precio de oro[49].
Para mayor desgracia los Potez necesitaban gasolina tetraetilada. Cuando llegaron a Madrid (el primero lo hizo el 10 de agosto) resultó que no había ni este producto ni tetraetilo de plomo con el cual preparar el carburante imprescindible. Los Junkers que recibió Franco tenían el mismo problema pero la gasolina en cuestión se envió rápidamente de Alemania. Muchos de los flamantes aviones franceses, que según la mitología franquista tipificaban el «inmenso» apoyo a la República, o al menos el máximo que los franceses pudieron hacer antes de que cayera la cortina de hierro de la no intervención, tuvieron que quedarse en tierra durante algún tiempo mientras se arbitraba una solución. Alguien dio pronto con ella. Se encargó a un catedrático de Medicina, Rafael Méndez, discípulo de Negrín y muy próximo al mismo, y a otro de Química, Antonio Madinaveitia, que fueran a París para obtener el carburante preciso.
Los enviados tuvieron un pequeño percance con los anarquistas que controlaban la frontera catalana ya que no reconocían los pasaportes diplomáticos emitidos por el Gobierno central. No es de extrañar que no los reconocieran puesto que, simplemente, querían abolir al que los emitía. Superado el incidente, cuando llegaron a París se encontraron con que la compañía Shell se negaba a vender. Para colmo, tampoco quiso hacerlo Air France, algo más sorprendente. El problema fue ascendiendo de importancia hasta llegar a la mesa del propio Blum, a quien Méndez y Medinaveitia fueron a ver acompañados de Jiménez de Asúa. Sólo el presidente del consejo, tras telefonear a Cot, pudo desbloquear una situación que de no haber sido dramática hubiese resultado grotesca[50].
Tal anécdota permite extraer tres conclusiones: la primera es que el Gobierno madrileño echaba mano de quien pudiera, con tal que fuese de la suficiente confianza; la segunda es que no debe exagerarse la importancia de los envíos de aviones ya que su empleo, al ir desarmados, carecer de la posibilidad de recibir fácilmente armamento y no disponer del combustible necesario, resultaba más complicado que lo que suele afirmarse en la literatura; la tercera es que en las semanas iniciales de la guerra el tan cacareado apoyo francés ha de ponerse bajo lupa. Howson no duda en considerar que el retraso y la pobreza de los suministros asestaron un golpe mortal a la República. En cualquier caso, Blum estuvo constantemente informado de los pormenores de las salidas de los aviones, según señaló su jefe de gabinete (Lefranc, p. 463). Una expedición de armas por barco, que levantó mucho humo mediático, hubo de abortarse. Es inverosímil que ello redujera el mal humor republicano ante el comportamiento francés, aunque por razones políticas y de imagen no se reflejara con toda la intensidad que sintieran[51].
Jiménez de Asúa se refirió a los esfuerzos para contener los efectos de la peculiar lógica de Léon Blum en los términos siguientes:
A pesar de ello, logramos que los aviones salieran y entre los requisados, caza y bombardeo que enviamos llegaron por entonces a 41. Hasta aquel instante, contábamos y hemos seguido contando hasta hace muy poco con la ayuda decidida de Pierre Cot y, más aún, de Édouard Serre, el jefe del material de Air France, para el que no tendremos los españoles gratitud bastante en toda nuestra vida. Las gestiones políticas no se interrumpieron a pesar de todo. Durante todo el mes de agosto la Aduana francesa ha permitido que pasara material español desde la frontera catalana y hemos impedido mediante gestiones con el Ministerio del Interior que aviones y barcos destinados a los rebeldes llegaran a su destino. Los Fokker que salieron de Inglaterra fueron detenidos por la policía francesa a causa de nuestras gestiones y un barco ha sido descargado en la costa francesa impidiéndose que el material que llevaba continuase su ruta a Portugal.
La labor de ablandamiento de las autoridades francesas debió de ser extenuante. Jiménez de Asúa la evocó como sigue:
Muchos días han sido catorce las visitas y gestiones al Ministerio de Hacienda, a la Presidencia del Consejo, al Ministerio de la Guerra y al Ministerio de Gobernación. Si han podido pasar camiones con armas y vituallas desde Barcelona a la frontera de Hendaya fue debido a que en el Ministerio de Hacienda pude tender una red perfecta con los aduaneros mediante el precioso concurso del compañero Cusin, uno de los agregados al gabinete de Auriol. Si ahora va a tener cartuchos Bilbao se debe también a estas gestiones penosísimas y lentas que personalmente he llevado yo con este último Ministerio.
Obsérvese que todo ello ocurría en las semanas finales de agosto o primeras de septiembre. Es decir, cuando la no intervención todavía no se había solidificado. Hay un mundo de diferencia entre la atmósfera que encontraban los republicanos en París y la que reinaba en Roma o en Berlín a favor de Franco.
El punto central que se desprende del análisis contenido en este capítulo es que a medida que transcurrían las primeras semanas tras el golpe no sólo se consolidó la asimetría inicial de las respuestas procedentes del exterior sino que sus efectos fueron haciéndose más evidentes en el balance de fuerzas, con una desproporción creciente que ilustra el propio Howson (p. 88). Frente a los 29 bombarderos, 6 cazas y otros 35 en camino, amén de un pequeño contingente de soldados profesionales y expertos, varias baterías antiaéreas y los servicios logísticos correspondientes que acudieron a reforzar los efectivos profesionales a las órdenes del general Franco, aportando técnica y un sentido de la organización, en el lado republicano se constata un desbarajuste considerable en los suministros franceses, tardíos, costosos, al principio no demasiado eficaces y cuyo flujo secaría rápidamente la aplicación de la no intervención. Si a ello se añaden los errores de apreciación táctica se tienen muchos de los ingredientes necesarios para explicar las derrotas iniciales. En algo más de dos meses y medio los sublevados anularon a la aviación gubernamental y se lanzaron a una rápida campaña de conquista en un torbellino de sangre y de fuego[52].
Los esfuerzos de Cot se centraron en aplicar la decisión del 8 de agosto en sentido restrictivo, es decir, de cara al material de guerra propiamente dicho[53]. Autorizó, en consecuencia, ventas de aviones de transporte, deportivos o de entrenamiento, que podían transformarse seguidamente. Más tarde, también de características algo más adecuadas, a través de terceros países (Jansen, p. 312). En qué medida ello constituyera una aportación sólida en combate es discutible. Para entonces el incipiente conflicto español había desgarrado a Francia dado que, como ha señalado Laborie, se había integrado a las propias luchas internas francesas. Que en tal atmósfera la República pudiera contar con el apoyo del país vecino como una base sobre la cual sustentar el esfuerzo de guerra se escapa a mi imaginación. En la Francia del mes de agosto de 1936 ya despunta uno de los temas que no desaparecerán de la literatura pro-franquista, conservadora y anti-republicana: la violencia y las mutaciones políticas se interpretarán como la prueba evidente de un complot bolchevique y la puesta en práctica de sus métodos expeditivos. Como ha escrito Laborie;
La dureza de los enfrentamientos asociada a las imágenes del «terror rojo», la importancia creciente de la ayuda de la URSS en la organización y encuadramiento de las Brigadas Internacionales hacen creíble, sobre todo entre quienes ya están convencidos de ello, la idea de un movimiento revolucionario internacional dirigido desde Moscú según un plan preconcebido de insurrección y en el cual España constituye la primera fase (p. 94).
Para finalizar digamos, simplemente, que los sublevados sabían perfectamente que contaban con buenas cartas. En la fecha tan temprana del 4 de agosto, la Asesoría de Estado de la JDN reconoció que Francia parecía observar una cierta neutralidad por temor a que las potencias fascistas pudieran adoptar una actitud de apoyo. Significativamente, afirmaba que las fuerzas armadas estaban divididas, como lo demostraba «el ofrecimiento confidencial del Estado Mayor de boicotear toda orden que pudiera sernos contraria[54]» (Durango, introducción). Con todo, el lector podría preguntarse, ¿acaso no tenía la República otras alternativas?, ¿jugó todas sus bazas a la ayuda francesa? A este tema se dedica el capítulo siguiente.