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Días de fuego y conclusiones

EN OCTUBRE Y NOVIEMBRE entraron simultáneamente en acción casi todos los factores considerados hasta el momento. Las armas soviéticas elevaron la moral de los defensores de Madrid y contribuyeron a parar la que parecía imparable acometida de las fuerzas franquistas. Primero fueron los tanques, pero sobre todo los aviones que, según la propaganda, protegieron el cielo de la capital con sus alas de acero. El Gobierno se trasladó a Valencia y, por segunda vez, Indalecio Prieto pegó la espantada.

Antes de que el 23 de octubre de 1936 diese comienzo la carga del oro en Cartagena, se trabajaba a marchas forzadas para montar a toda prisa los aviones recién llegados y aprestarlos para el combate. En Archena, por otro lado, empezaban a ponerse de manifiesto las dificultades de comunicación entre rusos y españoles. Nadie hablaba el idioma del otro. ¿Cómo enseñar a toda velocidad el manejo de los nuevos tanques? No había tiempo que perder porque la situación seguía ennegreciéndose en contra de la República.

Hay unanimidad en esta valoración. En aquella fecha, el enlace militar alemán con el general Franco, el ya mencionado teniente coronel Warlimont, resumió sus impresiones en el informe que elevó a sus mandos: evidente superioridad propia; dominio completo del aire; las tropas «rojas» en retirada abandonaban la lucha y no se disponían a realizar ninguna maniobra táctica; desorganización y desmoralización generales y, no en último término, las columnas marroquíes no daban respiro. Planeaba, eso sí, la sombra de la amenaza soviética. Había numerosos rumores que no se consideraban del todo inverosímiles (¡un desembarco de 20 000 soldados entre Alicante y Cartagena!). Pero lo que era segura era la información de la Kriegsmarine: la llegada de 50 tanques y de aviadores soviéticos.

Warlimont no sabía que una parte de esos rumores la propalaban los franquistas a petición italiana. Roma había cursado, en efecto, instrucciones a nuestro viejo amigo De Rossi para que dijera a Franco que era preciso multiplicar las denuncias de ayuda soviética y publicitar las declaraciones de cualesquiera extranjeros que combatiesen en el bando gubernamental. A veces los resultados debieron de sorprender a los propios italianos. Es quizá lo que explica que, en relación con la noticia del desembarco, Roma ordenara al destructor Da Verrazano que investigase urgentemente (TNA: HW 12/208, BJ66633 y 66727 respectivamente).

TANQUES SOVIÉTICOS EN ACCIÓN.

De cara a la inminente ayuda soviética el teniente coronel Warlimont, perro viejo, llegaba a una conclusión que, en sus grandes líneas, coincidía con la de los observadores británicos y norteamericanos.

En el supuesto de que en la mayor parte de los casos se trate de suministros de material de guerra, mi opinión es que en la actual situación no servirán de mucho al ejército rojo tal y como hoy se encuentra. A lo más, prolongarán la resistencia. Incluso en el caso de que se enviara material de alta calidad con personal ruso, creo que en el combate terrestre los adversarios apenas si podrían conseguir algo más que éxitos locales. En el aire, sin embargo, la situación sí que se modificaría a fondo, al menos momentáneamente[1]

Como para subrayar esta valoración, el 26 de octubre los Junkers 52, pilotados por alemanes y españoles, empezaron a bombardear Barajas. Era la primera incursión aérea que se llevaba a cabo cerca de la capital desde la que tuvo lugar a finales de agosto[2]. Prácticamente encontraron un cielo libre. En Londres, Anthony Eden, en conversación con el embajador francés, indicó que si Madrid caía la concesión de los derechos de beligerancia a los sublevados sería casi inevitable. Sólo el acuerdo de no intervención lo había impedido hasta la fecha (DBFP, doc. 327).

Eden decía la verdad. En la reunión del Consejo de Ministros del 21 de octubre había sugerido que si Franco capturaba Madrid convendría reconocerle el derecho de beligerancia. Esto implicaba, por ejemplo, la aceptación del bloqueo de las costas y de las capturas en alta mar, valga el caso, de barcos soviéticos o británicos con armas para la República. Poco después, se preparó una declaración en la que Londres anunciaría su deseo de entrar en relaciones de facto con el general Franco. La versión final señalaba que había seguido con gran atención la evolución española desde que

el Gobierno en el poder se vio confrontado con una rebelión militar extremadamente seria. Tal revuelta no se ha suprimido. Las fuerzas insurgentes ocupan hoy efectivamente grandes zonas del territorio, incluidas muchas provincias en el norte, oeste y sudoeste del país así como la zona española de Marruecos y las posesiones de ultramar. (También han logrado ocupar Madrid[3])…

Los republicanos se hubieran sentido profundamente desalentados, caso de haber conocido estas reflexiones. El mismo día en que se reunió el Consejo de Ministros en Londres, Álvarez del Vayo, en su calidad de comisario general de Guerra, habló al teniente coronel Morel sobre el interés que Francia y el Reino Unido deberían sentir en que los franquistas fueran derrotados, habida cuenta de los temores sobre la influencia alemana e italiana en España si, por el contrario, vencían[4]. Nada ilustra mejor que esta contraposición radical en el mismo día la soledad en que se debatía la República. En la alta Administración se creía, no obstante, que existía la posibilidad de dar un giro a la situación. El 27 de octubre el encargado de negocios británico se entrevistó con Álvarez del Vayo. Le encontró eufórico. La moral de las tropas empezaba a subir y las medidas adoptadas comenzaban a dar frutos. Ogilvie-Forbes informó a Londres pero añadió que él consideraba inminente la caída de Madrid[5].

Al día siguiente, el presidente del Gobierno se dirigió tanto a la población madrileña como al ejército del Centro. Con gran hipérbole, en modo alguno justificada por el volumen disponible de material soviético, anunció la ofensiva:

Las bandas fascistas, en su larga marcha sobre Madrid, han desparramado energías, han agotado sus fuerzas. Llegó, por tanto, la hora de asestarles el golpe de muerte. Mientras los traidores se desangraban y perdían su eficacia combatiente, nuestras filas han ganado en cohesión y número. Su poder de ataque se ha multiplicado. EN ESTE MOMENTO TENEMOS YA EN NUESTRAS MANOS UN FORMIDABLE ARMAMENTO MECANIZADO; TENEMOS TANQUES Y UNA AVIACIÓN PODEROSA.

Sin duda lo que Largo Caballero ansiaba era elevar la moral de resistencia. La primera acción en la que intervino material soviético en la tarde del 27 de octubre no había sido precisamente un éxito. Se trató, ha señalado Zaloga, de dos incursiones de dos pequeños grupos bajo las órdenes de un ruso, komrot Novak, (con siete tanques y seis BA-3 blindados) y de un comandante español apellidado Villacansas.

Que la arenga se difundió por razones psicológicas se fundamenta en que es prácticamente imposible, incluso setenta años más tarde, no sentir el alivio que rezumaba la llamada final.

Mañana, 29 de octubre, al amanecer, nuestra artillería y nuestros trenes blindados abrirán fuego contra el enemigo. Enseguida aparecerá nuestra aviación lanzando bombas […] y desencadenando el fuego de sus ametralladoras. En el momento del ataque aéreo nuestros tanques van a lanzarse sobre el enemigo por el lado más vulnerable, sembrando el pánico en sus filas. Ésta será la hora en que todos los combatientes, tan pronto reciban las órdenes de sus jefes, deberán lanzarse impetuosamente contra el enemigo atacado, hasta aniquilarlo […] AHORA, QUE TENEMOS TANQUES Y AVIONES, ¡ADELANTE!, ¡CAMARADAS DEL FRENTE, HIJOS HEROICOS DEL PUEBLO TRABAJADOR! ¡LA VICTORIA ES NUESTRA![6]

Aquella misma noche el encargado de negocios norteamericano se entrevistó a su vez con Álvarez del Vayo. También le encontró optimista y esperanzado. El ministro creía que la situación iba a cambiar a favor del Gobierno en los próximos días. El diplomático constató que, en cualquier caso, en los últimos días había mejorado la moral tanto en los círculos oficiales como en la población. Las razones parecían ser la llegada de refuerzos y material, la esperanza de suministros soviéticos y la idea de que los franquistas no tenían suficientes hombres para lanzar con éxito el asalto. Sobre el material soviético, bélico y no bélico, la embajada enviaba partes diarios y las fuentes que consultaba, y que le parecían fiables, indicaban con claridad que ya se había recibido armamento moderno. No estaba claro, en conclusión, que la caída de Madrid fuera a ser inmediata (FRUS, pp. 543s[7]). Era un día en el que también habían intervenido los bombarderos SB, que desde el principio habían estado en la mira de la atención de Stalin. Según Jesús Salas (pp. 196s) la primera acción en que participaron fue el bombardeo de los aeródromos de Sevilla, Granada y Cáceres. En sucesivas jornadas atacaron otras bases franquistas (Howson, p. 194[8]).

Fue el 29 de octubre cuando se registró la primera acción de cierta envergadura en que intervinieron los T-26, al mando del kombat Paul Arman. No lograron una victoria rotunda y las pérdidas fueron considerables pero para todo el mundo quedó de manifiesto que el armamento soviético había hecho acto de aparición. Los analistas británicos lo comentaron sobriamente:

El Gobierno está utilizando tanques modernos que se afirma son de origen ruso y esto ha subido la moral de los defensores, al menos por el momento. No ha habido muchos progresos por parte de los rebeldes desde la semana pasada y no hay duda alguna de que las fuerzas gubernamentales están ofreciendo una resistencia más intensa que la que se esperaba (TNA: HW 22/1, informe n.º 9 del AIS).

Warlimont, por su parte, ofreció una interpretación no exenta de interés:

El contraataque con carros de combate el día 29 tuvo lugar de manera totalmente inesperada […] El coronel Yagüe, en cuyo sector se produjo, describió los acontecimientos como el mayor combate hasta ahora de la guerra. Hay también pruebas de que le precedió una arenga de Largo Caballero y que la totalidad de la operación roja se encuentra bajo la dirección de un general ruso. Las tropas marroquíes han mostrado una notable resistencia ante los carros que, en parte, han desbordado las posiciones. Uno fue liquidado de un impacto directo de una pieza de 7,5 cm; otro tuvo una avería de cadenas y la dotación fue hecha prisionera. A un tercero, que se había parado momentáneamente, los blancos le rociaron de gasolina y le prendieron fuego.

De esta valoración a Berlín (contenida en un informe del 30 de octubre) destacan tres aspectos: el primero, y más importante, es la caracterización como el «mayor combate» que hasta entonces había tenido lugar en el curso del conflicto. Respondía a una realidad. El Ejército de África se había acostumbrado a lidiar con campesinos, milicias desorganizadas y unidades de moral deficiente. Aunque los marroquíes resistieron, el mando quedó desagradablemente sorprendido. A éste mando franquista, o en su caso a Warlimont, no se les ocurrió otra cosa que imputar la acción ofensiva republicana a la dirección de un general soviético. Evidentemente a sus enemigos habituales no les tenían en demasiada consideración. Por último, con los tripulantes de un tanque hechos prisioneros, los franquistas y sus aliados contaron con pruebas de que soldados soviéticos habían hecho acto de aparición en España.

Kowalsky (pp. 309-312) ha pasado por un fino cendal las informaciones existentes sobre el apoyo soviético vía tanques y blindados. En el primer mes de combate de los 87 vehículos que participaron 16 fueron destruidos y 36 resultaron dañados, es decir, casi el 60 por 100 del contingente. Es uno de los ejemplos que permiten apoyar la tesis de tal autor de que la intervención soviética estuvo a priori mal planificada y que era deficiente en aspectos fundamentales.

APARECEN LOS NUEVOS AVIONES.

La modificación sustancial que no constataba Warlimont se produjo algo más tarde. Para ello eran necesarios no sólo tanques sino, sobre todo, aviones. Esto nos obliga a hacer una pequeñísima incursión en ciertos aspectos de la guerra en el aire, tal y como se veía en aquellos momentos. Ello es posible gracias a testimonios de combatientes no soviéticos que habían aportado su esfuerzo a la reconstrucción de la aviación republicana (la «Gloriosa»). El primero está contenido en dos informes (fechados el 8 de octubre y el 21 de noviembre) del capitán aviador francés Jean Dary, que había combatido en España desde casi el inicio de las hostilidades, al ministro Cot. El segundo procede de un aviador británico, el exteniente de la RAF V. P. Doherty, quien dio cuenta de sus experiencias al Ministerio del Aire londinense el 28 de octubre. Se trataba de un oficial católico y anticomunista pero que servía a la República. Habló muy bien del espíritu que reinaba en la aviación y en el ejército con excepción de los anarquistas, que «eran indisciplinados y poco fiables». Igualmente, y por lo que vale, insistamos en que tampoco ésta es una valoración soviética.

Dary comunicó a Cot que la aviación franquista estaba compuesta en gran medida por aviadores italianos y alemanes. Los primeros integraban principalmente la caza. Eran profesionales y llegaban con todo su equipo y los servicios correspondientes. Los alemanes solían concentrarse en los bombarderos y utilizaban radiotelegrafistas y ayudantes españoles. En general, los primeros estaban bien entrenados y eran buenos maniobreros pero tenían tendencia a rehusar los combates aislados. Dary, sin embargo, concentró su exposición en los puntos fuertes y débiles de la aviación republicana que, antes de recibir material moderno, disponía esencialmente de Breguet 19 y Nieuport 62, muy anticuados. Entre los más avanzados figuraba el bombardero Potez 54, útil cuando se le empleaba de forma racional pero vulnerable a la caza adversaria. Era mejor el Bloch[9]. La palma, dentro de lo que cabe, se la llevaba el Dewoitine 362, manejable pero con escasa capacidad de fuego, que se veía disminuida por la mala calidad del municionamiento español[10]. Necesitaba pilotos muy experimentados. El último tipo era el Loire, de resultados similares pero que cabía confiar a un mayor número de pilotos.

El capitán francés fue extraordinariamente crítico con la actuación del mando aéreo (como lo fue también García Lacalle): no ofrecía un seguimiento adecuado, mantenía malos contactos entre los diferentes servicios, era con frecuencia incompetente en varios de sus escalones y, no en último término, daba muestras de mala voluntad[11]. Dary ofreció al ministro varios ejemplos al respecto. Asimismo criticó la manía republicana de fundir a los pilotos franceses con los españoles cuando en el ejército franquista, por el contrario, italianos y alemanes gozaban de autonomía.

Tras una visita a París, Dary abordó el período siguiente en su segundo informe. En él se hizo eco, ante todo, de que la guerra aérea había evolucionado con una gran rapidez. Los franquistas disponían de formaciones importantes de aviones que habían prácticamente aniquilado a la aviación republicana (como testimoniaría también el propio García Lacalle). En aquellos momentos la caza disponía tan sólo de media docena de aviones (tres Dewoitine 372, dos Loire y un Fury-Hispano[12]). El mando la había forzado a desempeñar misiones de protección de los bombarderos, lo cual era contrario a las necesidades tácticas. Los resultados no fueron los esperados[13]. En el lapso de unos días se había reducido a tres aparatos y hubo de abandonar el aeródromo de Getafe[14] para trasladarse a Alcalá de Henares. Pocos días más tarde dichos aparatos cayeron en combate entre el 20 y el 30 de octubre. Desde entonces la aviación franquista voló con plena impunidad sobre Madrid y paralizó casi totalmente la reacción republicana[15].

Fue en este momento, dramático, cuando aparecieron los primeros aparatos soviéticos. Llamó la atención a Dary el que se tratase de material que podía montarse muy rápidamente. En el caso de los aviones de caza, no se necesitaban más de 36 horas entre su desembalaje y la primera prueba de vuelo. En el de los bombarderos, este lapso aumentaba a unas 40 horas. Dicho material permitía también una construcción en serie, bastante simple. Se habían hecho grandes esfuerzos para economizar tiempo. La crítica más importante es que no disponían de depósitos de gasolina blindados y desprendibles. El mando soviético era muy profesional, estaba bien informado de las tácticas de la guerra aérea moderna e imponía una disciplina absoluta. Los pilotos por su parte eran jóvenes y de gran calidad[16].

Los I-15 («chatos») surgieron en el cielo de Madrid el 4 de noviembre (ABC, del 5). Habían llegado en el Karl Lepin y si los bombarderos se montaron deprisa estos cazas debieron de batir todo un récord[17]. Los I-16 («moscas») sobrevolaron la capital desde el 9 de noviembre, un día después de la llegada de la XI Brigada Internacional. Los aparatos soviéticos rápidamente demostraron su superioridad. En su primera salida de combate, el 5, (ABC del 6) derribaron cinco adversarios de la docena que sobrevolaba Madrid sin la menor preocupación[18]. En el lapso de dos semanas barrieron ampliamente a la aviación franquista[19], aunque no del todo, dada la abundancia de medios con que ésta contaba. Desde mitad de noviembre los Junkers prefirieron bombardear de noche. A finales de mes, según los datos recopilados por Kowalsky (p. 292), había casi 300 pilotos soviéticos al lado de la República. Se trataba de un contingente apreciable pero muy inferior al órdago que Hitler había ya decidido.

Fue un período en el que se perfilaba claramente la solidaridad de la izquierda internacional. Procedentes de Marsella en el barco Ciudad de Barcelona el 12 de octubre habían llegado a Alicante los primeros voluntarios que nutrieron las BI. Su número varía según las fuentes (500, 800) pero un testimonio británico no publicado lo estimó en cerca de un millar. Luigi Longo, dirigente comunista italiano en el exilio, se encargó de recibirlos. En cualquier caso, había transcurrido casi un mes desde la decisión de crearlas. Hitler y Mussolini habían sido muchísimo más rápidos. Una adormecida capital manchega, Albacete, completamente impreparada, quedó designada como base. Según el testimonio británico, la desorganización era increíble. Los voluntarios no estaban entrenados y apenas había servicios sanitarios. Algunos ingleses estaban bastante desilusionados[20]. Simultáneamente otro grupo de cerca de setecientos hombres llegó en tren procedente de Figueras. Las BI se autopresentaban como la avanzadilla de los voluntarios por la libertad pero su armamento, recuerda Castells (p. 96), no podía ser más ineficaz:

Se disponía de fusiles mexicanos, polacos, belgas, rusos, de armas pesadas y automáticas rusas o checas, de mucho material de desecho de los parques militares de naciones «amigas». También de algún material de guerra adquirido por el Comité d’Aide au Peuple Espagnol, bajo la supervisión de Jean Jerome. Parte de todo este material se pagaba a precio alzado y se encontraba en pésimas condiciones: muchos de los cascos franceses habían llegados oxidados y sin la protección de badana del interior; los tanques ligeros Renault M. 1917 F eran incapaces de recorrer cien metros sin averiarse.

Aun así, en aquella época las BI fueron de las unidades mejor pertrechadas del ejército republicano. ¡Cómo estarían las otras[21]! Hacia el 28 de octubre se habían reunido en Albacete unos cuatro mil voluntarios. Poco más tarde, la que ya se denominaba XI Brigada quedó bajo el mando del «general» Kleber. Fue la primera que participó en la batalla de Madrid, con un equipamiento de fortuna (Skoutelsky, p. 63).

La afirmación de estos dos autores sobre un armamento que no era gran cosa sirve para contrastar el modo de proceder de Radosh y sus colaboradores, que dicen haber consultado los telegramas de la Comintern interceptados por los británicos, en la medida en que están disponibles en Estados Unidos. En su recopilación no figura, por ejemplo, el del 3 de noviembre. Puede ser una omisión por razón de indisponibilidad ya que si no podría interpretarse como un ejemplo de posible distorsión. Se trata de un telegrama interesante porque en él se manifiesta que lo que era la XI Brigada carecía de armas automáticas y de artillería, que un tercio de sus componentes no había hecho el servicio militar, que el cuadro de jefes y oficiales era muy poco numeroso y que se había solicitado al PCF que sólo enviaran voluntarios con formación militar y también algunos oficiales «mexicanos[22]» porque no había sido posible encuadrar debidamente a medio millar de españoles regresados del extranjero. Evidentemente, no se trataba del equivalente del Quinto de Caballería. Al día siguiente se dieron unas primeras estadísticas sobre la situación del armamento. No eran gloriosas. (TNA: HW 12/27).

El Gobierno, ampliado a los anarquistas[23], en contra de la opinión de Azaña, decidió marcharse a Valencia el 6 de noviembre[24], la moral fue levantándose progresivamente y, claro está, Madrid no cayó. El PCE se empleó a fondo e invirtió sus energías bajo el lema:

Todos los esfuerzos deben converger en un mismo objetivo: Salvar Madrid. Hombres, armas, víveres, todo cuanto sea preciso, por Madrid y para Madrid, que es España, que es la República, que es la revolución. Salvemos Madrid y salvaremos a España, salvaremos a la República, salvaremos la democracia, salvaremos nuestra libertad (GRE, III, p. 150).

De tal inversión el PCE extrajo un inmenso capital político[25]. No en vano la proclama del Comité Central terminaba con la siguiente invocación: «¡Comunistas: adelante, hacia el triunfo! ¡A darlo todo, a sacrificar todo en defensa de Madrid!». En buena medida en el plano propagandístico se trató de la batalla comunista por excelencia.

Todos estos rasgos configuran un cuadro muy complejo, en el que no queremos detenernos, pero no pueden hacer olvidar que, si bien tardíamente, la República había por fin obtenido una victoria, su primera victoria desde el golpe de Estado. Es más, ya no estaba completamente sola. Pero, por desgracia para ella, ni las democracias cambiaron de actitud para ayudarla ni Franco dejó de estar acompañado.

En relación con la remodelación gubernamental, Zugazagoitia (p. 188) recoge que Largo Caballero pensó en fundir los Ministerios de la Guerra y de Marina y Aire en uno solo (se haría en mayo de 1937 ya bajo la presidencia de Negrín) y ofrecérselo a Prieto. Era una sabia decisión y, de haber sido aceptada, la República se hubiera ahorrado muchos sinsabores. También se los hubiese ahorrado el propio presidente, quien, a decir de Carrillo (p. 189), se encontraba completamente derrumbado. Sin embargo, Prieto se negó a asumir la responsabilidad. Ante Zugazagoitia adujo que si Madrid se perdía la culpa sería de él y si se salvaba el éxito correspondería a los anarquistas.

De ser cierta esta pequeña anécdota, y quien esto escribe no duda de la credibilidad de Zugazagoitia, cabe elevarla al nivel de categoría. Prieto cometió un error de análisis evidente y mostró, en mi opinión, que al llegar la hora de la verdad no tenía madera de auténtico líder, al menos no en la medida en que otros lo demostraron[26]. Su retracción a aceptar la presidencia del Gobierno en la primavera de 1936 puede comprenderse por su fidelidad al partido y su deseo de no romperlo. Su rechazo a asumir las riendas operativas de la guerra, explicable ante la negrura de la situación, es menos justificable. Al final, no fueron los anarquistas quienes salieron con honor de la batalla de Madrid sino el PCE y las figuras ensalzadas por la propaganda comunista. También, por supuesto, el general Miaja y su eficaz jefe de Estado Mayor, Vicente Rojo, sobre los cuales descargó lo más granado de la defensa.

La resistencia madrileña tuvo efectos muy diversos. Permitió a la República continuar la guerra, apoyada en los refuerzos soviéticos. Esto, según se mire, es susceptible de múltiples interpretaciones, positivas y negativas. Pero se produjo. Evitó, en cualquier caso, un súbito colapso de su reconocimiento internacional. El 31 de octubre, por ejemplo, el Quai d’Orsay había cursado instrucciones al encargado de negocios en Madrid. Debía abandonar la capital y dejar la representación diplomática en manos de un cónsul que sólo se ocuparía, una vez que se tomara la ciudad, de temas estrictamente consulares. Los franceses y los españoles refugiados en la embajada saldrían de ella y se les trasladaría al Liceo Francés. En caso de que el cónsul tuviera que abandonar Madrid destruiría la cifra y toda la documentación confidencial que no pudiese repatriarse por vía segura.

A los británicos los franceses les explicaron que era muy difícil reconocer a Franco y mantener relaciones con la República. Vansittart vio en ello una claudicación del Gobierno francés ante su Parlamento. En el FO se estimaba que reconocer a Franco sería, quizá, la forma de evitar que se volcase más del lado de las potencias fascistas con consecuencias geopolíticas y geoestratégicas perfectamente previsibles. Según escribió Vansittart, los franceses representaban un caso de «miopía política difícil de entender y más aún de perdonar[27]».

Quizá ignorante de lo que se había discutido, el embajador republicano en Londres informó al Foreign Office el mismo día sobre cómo veía la situación y las perspectivas. La continuada resistencia madrileña demostraba que la opinión pública estaba detrás del Gobierno republicano. Constituía, sin embargo, una píldora muy amarga que el Reino Unido no hubiese ayudado a una democracia en peligro. Recibió la respuesta clásica: con razón o sin ella, en el Reino Unido se pensaba que la lucha no podía sino terminar en una dictadura de la derecha o de la izquierda, alternativas que no gustaban en modo alguno a los británicos. De Azcárate reconoció que el Gobierno republicano se había escorado mucho hacia este último lado pero que, en caso de ganar, la democracia se mantendría en España. Si ganaba Franco cabría despedirse de la misma. Tal premonición era absolutamente correcta y los hechos, testarudos, le dieron la razón. Los «hollow men» ni le escucharon.

El embajador explicó, de nuevo, que el que la Unión Soviética apoyara a la República se debía esencialmente a la retracción franco-británica. Madrid se había dirigido desde el primer momento a París y a Londres en busca de apoyo. Cuando no lo obtuvo, no había tenido otro remedio que tornarse hacia Moscú, la última carta[28]. En los primeros días de la guerra no era la Unión Soviética la que había intervenido sino los alemanes y los italianos. De Azcárate rebatió afirmaciones como las hechas en la Cámara de los Comunes por Churchill en sentido contrario y dijo que no eran correctas. Se ofreció a demostrarlo. No se le hizo el menor caso.

En el Foreign Office salieron a relucir las actividades de la Comintern en la España de antes de la guerra (TNA: FO 371/20547), a pesar de que la interceptación de sus comunicaciones no demostraba precisamente que en Moscú se estuviera pensando en la marcha hacia una revolución comunista. No era necesario tampoco hacer demasiadas exégesis. En el plano político e ideológico, para Londres el juego estaba ya decidido. Ese mismo día el Consejo de Ministros debatió de nuevo la línea a seguir en el supuesto de que Franco tomara Madrid. El titular de la cartera del Aire subrayó que sería deseable obtener las mayores ventajas que se derivasen de un pronto reconocimiento de Franco. Entre ellas figuraba el establecimiento de un aeródromo en Gibraltar[29]

MICROGESTIÓN EN LAS BI.

Mientras tanto el comandante de la XI Brigada, general Kleber, (cuyo nombre verdadero era Manfred Stern[30]), estaba en vías de convertirse en un nuevo héroe popular y no tardó en verse festejado poco menos que como si hubiese sido el salvador de Madrid, lo cual era totalmente exagerado[31]. El tratamiento que Bolloten da a su caso constituye un ejemplo sintomático de los méritos, y deméritos, de su obra. Entre los primeros figura la cuidadosa compulsa de diversas fuentes para extraer conclusiones que, de manera sistemática, no abandonan nunca su norte obsesivo de probar que el objetivo de Moscú estribaba en establecer un régimen comunista en España. Entre los segundos, que toda esa compulsa siempre la hizo en un gran vacío de documentación de archivo[32]. Bolloten no hubiera podido acudir a la soviética, entonces cerrada, pero hoy sí puede utilizarse para arrojar cierta luz sobre las interioridades de la utilización de las BI.

Manfred Stern había nacido en lo que hoy es Ucrania y actuado como asesor militar en China (donde había coincidido con Berzin) enviado por la Comintern. También había realizado alguna que otra misión de inteligencia en Estados Unidos. Llegó a España para aconsejar al Comité Central del PCE en temas militares, en particular en relación con el Quinto Regimiento. Desde aquí fue enviado al Ministerio de la Guerra[33]. José Díaz, secretario general, y Jesús Hernández convencieron a Largo Caballero, no sin dificultades, que a los asesores que acudiesen al Ministerio habría que darles un rango elevado con el fin de que tuvieran suficiente autoridad sobre su entorno militar. El primer sorprendido fue Stern, quien de pronto se vio convertido en general.

No es demasiado conocido, sin embargo, que para entonces ya tenía detrás a la NKVD que le consideraba sospechoso. Desde fecha muy temprana chocó con el subsecretario, general Asensio Torrado. Fue Stern el primero en exponer sus sospechas a Rosenberg y a Gorev sobre el comportamiento de aquél, apoyado todo hay que decirlo por la cúpula del PCE. Los soviéticos, en un principio, apoyaron a Asensio, lo que originó un fuerte desencuentro con Rosenberg. Stern, sin embargo, continuó alimentando las sospechas contra el general español y no tardando mucho los comunistas se cebaron contra Asensio, a quien llegaron a considerar un saboteador o, lo que es peor, un agente del enemigo. Estas dos valoraciones eran inexactas y Largo Caballero siempre apoyó a su subsecretario, aunque tuvo que incurrir en un elevado coste político. El biógrafo de Stern se limita a afirmar que probablemente Asensio no era el hombre indicado para el puesto que ocupaba, dadas las peculiaridades que ya iba tomando, por parte republicana, la guerra civil.

Las opiniones de Stern sobre la necesidad imperiosa de trasladar a Madrid lo antes posible a una parte de las BI tampoco tuvieron al principio demasiado eco entre los diplomáticos soviéticos y sus asesores militares. Todos pensaban que era mejor constituir una potente fuerza armada que lanzar al combate, incluso aún después de haber perdido la capital[34]. Según sus declaraciones posteriores, la extraordinaria publicidad que rodeó a Kleber debió mucho a las indiscreciones de su comisario político, un tal Mario Nicoletti, seudónimo de Giuseppe de Vittorio. Más importancia tuvieron sus diferencias con el propio Marty. En Moscú las alabanzas a Stern no sentaron bien. El 13 de diciembre la Comintern respondió con un análisis que, en mi opinión, desmiente algunos de los mitos tejidos sobre las BI en aquellos momentos.

El pueblo español, su ejército y su Gobierno han conseguido, con el apoyo de la Brigada internacional, detener la ofensiva del enemigo sobre Madrid. La tarea de la BI es ayudar al pueblo español, no sustituir a la República [falta un grupo no descifrado] jefes y dirigentes militares españoles.

A pesar de que los británicos no lograron desentrañar la totalidad del mensaje, se observa por lo que antecede la misión que la Comintern otorgaba a las Brigadas. Que se produjeran roces entre los mandos extranjeros y los españoles resultó inevitable, dada la aparición súbita de tales contingentes, su heterogeneidad y las dificultades de comunicación y de adaptación. En cualquier caso, los internacionales experimentaron gran desgaste. En los primeros días de diciembre Marty visitó a las dos primeras Brigadas y telegrafió sus impresiones a Moscú. Estaban muy debilitadas. La mitad de los comandantes se encontraba en estado grave. Había sido necesario añadir a cada una dos batallones españoles. Les hacían falta fusiles. Ochocientos hombres habían sido enviados a reforzar la base (Albacete) pero sin armas. Fue algo más tarde cuando Marty empezó a hacerse eco de sus primeras divergencias con Stern, cuya eficacia militar, afirmó, era inferior a su reputación. Rojo (1967, pp. 253ss) ya había informado al respecto, días antes, a Miaja. Para entonces se discutían algunas órdenes y también la dedicación del soviético. No sabía maniobrar bajo el fuego. Ello se añadió a otras críticas y al cabo de algún tiempo Berzin abrió la puerta a su traslado a Málaga[35].

El caso de Stern[36], que no deseamos tratar con mayor detalle, es significativo por dos motivos. Por un lado muestra con singular claridad cómo llegaban a conocimiento de los responsables de la Comintern las incidencias importantes. Por otro, ejemplifica la capacidad de Moscú de orientar en un sentido u otro la actuación de sus hombres sobre el terreno. Esta posibilidad de ejercer influencia se veía facilitada porque muchos de los altos cargos de las BI eran ciudadanos soviéticos o estaban ampliamente sovietizados.

Hay un extenso debate en la literatura sobre la función exacta de las BI a lo largo de la guerra civil. A un lado se encuentran quienes les atribuyen (exageradamente) un papel autónomo en la conducción de las hostilidades, de acuerdo con los planteamientos que emanasen de Moscú. Al otro, quienes subrayan su lealtad a la causa republicana, teniendo en cuenta que estaban compuestas de voluntarios. Según Stern, Marty había dicho en alguna ocasión que las BI tenían el mismo papel en el Ejército Popular que la Legión en el Ejército de Franco. Ni siquiera como símil es una comparación correcta. La Legión estaba constituida por soldados mercenarios. En las BI sólo una parte de sus miembros tenía formación militar. La Legión era una unidad sumamente profesionalizada. Las BI jamás llegaron a tal nivel. Lo que sí hicieron es estar, con frecuencia, en lo más duro de las peleas. Negrín, por su parte, el hombre que por razones de política internacional, cuando estaban ya ampliamente españolizadas, decidió permitir la repatriación en el otoño de 1938 a los voluntarios extranjeros jamás olvidó el sacrificio que muchos de ellos hicieron por la República y por la libertad[37], por utilizar el grito de avance del que se hizo eco Malraux en la que fue su gran novela, L’ Espoir.

La misión soviética tuvo un papel de asesoramiento, tamizado por decisiones españolas. Rojo (1967, p. 214) siempre fue rotundo respecto a su total responsabilidad de las órdenes y de su cumplimiento. Nunca negó, sin embargo, el apoyo que prestó en particular Gorev, de quien dejó un excelente retrato[38], y al cual se le autorizó el 9 de noviembre a que circulase por la zona de guerra, con arreglo a las necesidades del servicio[39]. Esto podría indicar que sus movimientos hasta entonces no habían hecho imprescindible tal posibilidad.

La ayuda militar soviética en serio a la República fue concretándose en noviembre/diciembre de 1936[40]. Además de los envíos de armas y de las BI el 8 de este último mes, por ejemplo, ya se habían realizado los preparativos para acoger las primeras promociones de soldados republicanos que acudirían a la URSS para seguir cursos acelerados de formación. El primer centro estaba pensado para 60 comisarios de infantería y 200 pilotos. Adicionalmente, existía la idea de dotar de una formación militar adicional a emigrantes de diversas nacionalidades, exsoldados, de lealtad comprobada y que se encontraban en territorio soviético. Se habían pergeñado planes para organizar cursos de seis semanas a fin de preparar ametralladores y comandantes de infantería con una capacidad de absorción de un centenar de personas y de tres meses para artilleros y para tanquistas, zapadores y personal de transmisiones. Es de suponer que tales ideas se llevaran a la práctica[41]. En este episodio es interesante la estrecha interacción entre, por un lado, el RKKA y la Comintern (Manuilsky), lo que evidencia que esta última era manejada como una rama más del poder soviético.

CONCLUSIONES: A LA BÚSQUEDA DE AMIGOS EN UN ENTORNO HOSTIL.

La presente obra se ha situado bajo el dictum del maestro Pierre Vilar: nunca se reflexionará lo suficiente sobre las relaciones, claras y oscuras, evidentes y sutiles, entre la guerra de España y su contexto europeo. Gracias a una documentación novedosa, extraída de los archivos más relevantes, es decir, los republicanos, los franceses, los británicos y los rusos, hemos tratado de profundizar en el conocimiento de algunas de esas relaciones. Hemos seguido una metodología consistente en gran medida en analizar el pasado como algo que, para los decidores de la época, era el futuro, incognoscible y preñado de incertidumbres. Se trata, naturalmente, de un artilugio: su futuro es para nosotros un pasado que ya aparece remoto. Los años treinta del siglo XX tienen muy poco que ver con la Europa de nuestros días.

El panorama que resulta del análisis efectuado es, por un lado, más complejo y más abigarrado de lo que a primera vista parece. Por otro, es de una simplicidad extrema: sin la interacción con el exterior el cruento golpe militar del 18 de julio de 1936 no hubiera podido convertirse en una contienda en toda regla que duró casi tanto como la mitad del segundo conflicto mundial.

Una guerra, civil o no civil, se dirime en último término en los campos de batalla. Pero los factores que influyen sobre la configuración (militar, política, económica, social, intelectual) y eficiencia de las fuerzas entre las que se traba son extraordinariamente variopintos. La República partió con desventaja respecto a casi todos ellos. Sólo tuvo una posición dominante neta en lo económico (gracias a las reservas de oro del Banco de España) y en lo intelectual (merced a la atracción que el conflicto despertó en todo el mundo). El primero fue compensado por los créditos de las potencias del Eje. El segundo se vio contrarrestado por el fervor de la Iglesia Católica, dentro y fuera de España, y por la atracción que despertaba el fascismo. Con todo, hubo un factor que, a la postre, le fue letal. Se trató de la interacción entre la evolución sobre el terreno y los elementos estructurantes que emanaron del exterior. Esta interacción moldeó el curso de la contienda y fue más acusada, si cabe, en su período inicial, que hemos abordado en este libro. Fue en él cuando en otras circunstancias la República hubiese podido, quizá, contener a los sublevados. No lo logró. Cuando, más tarde, gracias a la incipiente ayuda soviética el balance se inclinó ligeramente hacia los republicanos, Franco era ya indesalojable. El Tercer Reich y la Italia mussoliniana habían salvado al futuro Caudillo.

A diferencia de un enfoque utilizado generalmente por autores pro-franquistas, esta obra ha contrastado que la guerra civil no es pensable desde el primer momento sin una referencia permanente al contexto europeo. Franco lo captó al apelar inmediatamente, en situación desesperada, a la ayuda de las potencias fascistas y en sus esfuerzos —en ocasiones patéticos, a veces un tanto ridículos— por estimular el continuado apoyo italiano. No lo hizo con Hitler, quizá porque el Tercer Reich le caía, en aquellos momentos, un tanto lejano y se sentía más cómodo con el vecino latino. Sus reiteradas afirmaciones de que estaba dispuesto a hacer el juego de la política de fuerza de Mussolini moldearon sus conversaciones con De Rossi y llegaron a un punto culminante en su secreta entrevista de Sevilla en septiembre de 1936. Sus peroratas en contra del peligro inminente de bolchevización fueron en la misma dirección. Como es notorio, la Iglesia Católica terminó bendiciendo una «cruzada». Franco la planteó como tal, en contra del comunismo ateo y destructor, desde los albores mismos de la sublevación. Sus declaraciones a Jay Allen fueron lo suficientemente demostrativas. Tocó una cuerda hipersensible para ciertas potencias que hubieran podido, quizá, contribuir a que los acontecimientos futuros se desarrollaran de otra forma. Al frente de ellas, figuró sin la menor duda el Reino Unido.

El análisis de los factores más relevantes del mundo exterior para definir y moldear la capacidad de resistencia y ataque de republicanos y franquistas también habrá puesto de manifiesto cuál fue el problema esencial de los primeros: encontrar amigos con cuya ayuda pudieran hacer frente a un golpe de Estado en toda regla que, con contundencia y precisión, se diseñó para paralizar los mecanismos de Gobierno e intimidar a las masas. Por la sangre y el fuego, el golpe, semifracasado, creó hechos irreversibles. La narrativa ha mostrado los efectos fulminantes de tales factores. En primer lugar, deslegitimaron funcionalmente al Gobierno de la República. La no intervención le colocó en situación casi desesperada. Un Gobierno reconocido por la comunidad internacional se vio privado de ejercer, en la práctica, su derecho de legítima defensa. Esto afectó de manera muy negativa a su capacidad para influir en la evolución interna. Quienes hubieran podido ser sus amigos se echaron pronto para atrás. Sus adversarios, en el Eje naciente y en Londres, no sintieron los menores escrúpulos y se rieron de la no intervención, algo sobradamente conocido. Menos notorio es que en la capital británica también se supo desde el primer momento lo mucho que los italianos se reían, cómo ayudaban a Franco y con qué dificultades se enfrentaban los republicanos. A veces se ha presentado la postura británica como de neutralidad malévola. El análisis de los documentos interceptados por los servicios de inteligencia (los «blue jackets») junto con el de las estimaciones militares del AIS (un grupo de analistas cuya mera existencia no he visto hasta el momento reflejada en la literatura) muestra, por el contrario, que tal caracterización es profundamente equívoca. En mi opinión, dan fundamento a la tesis de que tal vez fuese más adecuado, y más en línea con las realidades de la época, hablar de «hostilidad encubierta».

Las gestiones republicanas, que estuvieron siempre teñidas de sorpresa y estupor, toparon en Whitehall con un muro de desprecio, término que no suele aflorar en los centenares de estudios que han diseccionado la política británica de la época. Es muy loable, y ciertamente relevante en el plano histórico, analizar el comportamiento de la oposición laborista y comunista, incluso de sectores del Partido Conservador, o la evolución de la opinión pública liberal y de izquierdas frente a la política del Gobierno. Nada de ello es óbice para que la atención deba concentrarse prioritariamente en las tesis y miedos que reinaban en el círculo mágico de quienes tenían peso a la hora de formular la acción gubernamental. El temor irracional a un posible triunfo comunista en la Península obliteró la capacidad de análisis de una Administración que todavía regía un imperio. Casi nadie se paró a considerar que tal hipótesis era todo menos plausible. No es fácil documentar con precisión el impacto de temores y prejuicios sobre la capacidad para comprender la realidad, presupuesto inexcusable para actuar convenientemente sobre ella. Por lo demás, y como no hay (casi) nada nuevo bajo el sol, esta opacidad para comprender realidades exteriores es algo que salpica continuamente la historia de las relaciones internacionales. Desde un imperio como el persa en guerra contra las polis griegas hasta la invasión de Irak, desatada por la Administración del presidente George W. Bush.

Si la contribución positiva británica brilló por su ausencia, la ayuda francesa —tan cacareada en la literatura— tampoco fue muy activa. Hubo un primer momento de apoyo pero no llegó a consolidarse. Se tradujo en el suministro de material bélico en escasas cantidades y que, para colmo, no estaba en condiciones de prestar fácilmente una aportación efectiva al combate. El episodio de la gasolina tetraetilada fue sólo un botón de muestra. La saga de las adquisiciones de aviones, que hemos ilustrado merced al informe del comandante Aboal, otro. Menos mal que algunos autores franceses, a la cabeza de entre ellos Duroselle, no han ahorrado epítetos para caracterizar como se merece una política que nunca supo mirar por fuera de las faldas de la niñera inglesa (metáfora que he tomado prestada a uno de los testigos de la época). En unos momentos en que se reivindica con fuerza la figura, tan merecedora de elogios en el plano interno, de Léon Blum, este libro presenta no el lado oscuro sino oscurísimo de su gestión. No en vano ésta mereció el más infinito desprecio de uno de los embajadores republicanos que vio de cerca sus efectos y que hoy está ya olvidado: Ossorio y Gallardo. La adquisición de una parte de las reservas de oro del Banco de España (que no venía mal a las finanzas francesas), el medio cierre de un ojo para permitir que, de contrabando, ciertos materiales pasaran a España, el reclutamiento de voluntarios para las BI y la tolerancia de una operación subordinada en París para comprar «de extranjis» pertrechos de guerra (aunque nunca los necesarios para un conflicto moderno) fueron las grandes contribuciones de la III República a la salvación temporal de su homóloga española. Hay demasiadas leyendas sobre tal tipo de ayuda que aguarda una monografía con más amplia base documental. Con todo, en el segundo volumen de esta trilogía utilizaremos fuentes francesas todavía desconocidas para avanzar en esa vía.

En su búsqueda desesperada de apoyos externos, el Gobierno republicano sólo encontró dos: el primero fue México, que no dudó un minuto en situarse a su lado. No es de extrañar que incluso en las querellas del exilio y en la amargura de la derrota la ayuda mexicana se mantuviera siempre como un fanal llameante entre los huidos, exiliados o transterrados. El ejemplo mexicano es lo que la República hubiera podido esperar de algunos de sus vecinos geográficos y, en particular, de Francia. En julio/agosto de 1936 se puso de manifiesto que un comportamiento internacional correcto, un apoyo sin mácula a la Sociedad de Naciones, una postura centrada en excelentes relaciones con Francia y el Reino Unido, con Alemania y Estados Unidos, salpicadas únicamente por querellas derivadas de la defensa de intereses comerciales en condiciones de crisis económica internacional, no servían absolutamente para nada. La República, al parecer, cometió un pecado capital: se atrevió a realizar reformas internas que afectaban, o podían afectar, a los intereses económicos de potencias mantenedoras a ultranza del estatu quo (el Reino Unido, Estados Unidos). Si hay una lección que cabe extraer de la amarga experiencia de la España de los años treinta es que en el marco de la confrontación ideológica no convenía sacar los zapatos del tiesto. La República emitía señales de alteración y ocupaba un escalón lo suficientemente bajo en el elenco internacional como para poder rechazarla más o menos airadamente.

Costó trabajo a los dirigentes madrileños asumir la retracción de las potencias democráticas y los bofetones que de ella se derivaron. Pero, dada su contundencia, hubieron de buscar otros amigos. La República sólo encontró un segundo: la Unión Soviética. Gran parte del texto que precede se ha articulado en torno al proceso gracias al cual los intereses republicanos y los intereses soviéticos terminaron por converger, siquiera en el plano operativo. Fue el gran viraje de la guerra por parte de la República. Hemos mostrado cómo, en contra de las afirmaciones que dominan la literatura, por lo menos la occidental, las iniciales reacciones, aunque limitadas, de la Unión Soviética fueron casi contemporáneas del golpe militar. Hemos analizado pormenorizadamente el despliegue de los movimientos, ocultos y no ocultos, que preludiaron el paso al frente que terminó dando Stalin. Para ello nos hemos basado en documentos internos soviéticos de la época, algunos conocidos en la literatura pero nunca utilizados en conexión con la guerra civil; otros desconocidos o sólo parcialmente conocidos hasta el momento. Particular importancia hemos prestado a los informes del GRU y a cierta correspondencia emanada del NKID. No cabe duda que, de haber podido hacer una investigación más pausada y más profunda, habríamos alumbrado muchos otros pormenores que todavía están amparados por la oscuridad de los archivos. Hemos identificado actuaciones soviéticas algo más sofisticadas, y más importantes en el plano histórico y político, que las afirmaciones de Krivitsky y expuesto éstas como lo que son: una tabla salvavidas a la que se agarran, para «probar» las malévolas intenciones soviéticas, los autores que militan en un anticomunismo y anti-republicanismo primarios. Si bien quedan aún zonas de sombra, no existe hasta ahora en la literatura un relato tan detallado de las perplejidades, temores y avanzadillas soviéticos que fueron produciéndose en el resbaladizo terreno que condujo a la decisión de ayuda efectiva, exactamente con dos meses de retraso en comparación con la de Hitler. Si, como cree el autor, la Historia es un tejer y destejer continuos, la identificación precisa de las estaciones más importantes de tal proceso debe constituir un paso hacia delante para poder tejer una interpretación más acorde con la evidencia documental y un destejer de la basada en leyendas, cuentos y chismorreos.

Cuando Stalin dio su luz verde, evitó el colapso republicano. Justo igual que Hitler y Mussolini habían evitado el colapso del golpe. Stalin puso en acción medios no desdeñables. Si pudo hacer más, como han insinuado varios autores, es un tema a investigar. No faltaron voces en los círculos dirigentes soviéticos que subrayaron la posibilidad de que las potencias del Eje no se echaran atrás e intensificaran, como así ocurrió, su ayuda a Franco. El telegrama de Litvinov a Rosenberg del 4 de septiembre es, en este sentido, de una importancia capital. En él puede leerse una premonición de las dificultades que lastrarían los futuros esfuerzos soviéticos, dificultades que marcaron indeleblemente la internacionalización del conflicto y ahormaron el juego político y militar que pronto se trabó entre las gesticulantes potencias del Eje y una Unión Soviética que trataba de salir de su aislamiento.

Hemos establecido un elenco de los motivos que cabe inferir del comportamiento cauteloso de Stalin. Fueron más complejos que los que impulsaron las decisiones de los dictadores fascistas. En ellos se combinaron inextricablemente razones de Realpolitik y planteamientos ideológicos. Las primeras estaban ligadas al reforzamiento de la política de seguridad colectiva cuyo vértice era, para la Unión Soviética, la relación con una Francia insegura, amenazada y dividida. También con la necesidad de no dejarse acoquinar por las potencias del Eje. Los segundos entroncaron con la lucha a muerte que había desatado contra el trotskismo, considerado como un problema de seguridad interna y como factor de deslegitimación del régimen soviético.

Este libro ha llevado hasta el límite que permite la base documental disponible, en ausencia de la soviética, la explicación del envío del oro a Moscú. Por primera vez en la literatura se ha argumentado que la operación se hizo bajo la responsabilidad del ministro de Hacienda Juan Negrín con los requisitos legales y políticos a que podía acudir la República en aquellos momentos convulsos. Se ha argumentado, con documentos al apoyo, que las tesis que no terminan de perecer y que propugnan otros destinos alternativos no responden a las realidades del año 1936. Nunca conviene leer la historia hacia delante. Menos conveniente aún es proyectar los conocimientos del presente hacia atrás en un ejercicio de ucronía. En particular hemos prestado cierta atención al desmontaje de tesis que postulan que la República hubiera hecho mejor poniendo el oro del banco de España a salvo de la «trapacería» soviética bien en Londres, en París o en Nueva York. En nuestra opinión hubiera sido un error profundo que hubiese precipitado su derrota.

Se ha avanzado en relación al conocimiento destilado en investigaciones previas del autor y situado la movilización del «nervio de la guerra» en las coordenadas políticas, militares e internacionales de la época. Ha estado lejos de nuestra intención hacer un análisis técnico, que poco podría aportar a lo ya realizado hace treinta años, aunque con escaso éxito a juzgar por lo que se lee en la literatura de signo profranquista. Las ventas iniciales se realizaron al amparo del único supuesto contemplado por la LOB, la intervención en el mercado de cambios, y se destinaron al Banco de Francia (algo que el franquismo veló cuidadosamente). El traslado fuera de Madrid tuvo lugar bajo la cobertura de un decreto reservado, sancionado quince días más tarde por las Cortes a la primera ocasión que éstas tuvieron. El envío a Moscú se amparó en un acuerdo político explícito del Consejo de Ministros. Poco a poco, fue desarrollándose una legislación de excepción, también reservada, que convalidó retrospectivamente las disposiciones efectuadas. En esta obra se reproduce en su totalidad, salvo error u omisión. Es de esperar, aunque no seguro, que de ella tomen mínima nota aquellos autores que siguen persistiendo en los mitos franquistas. Quizá los republicanos hubieran podido hacerlo mejor pero, al menos, lo hicieron. Si bien subsisten lagunas, el lector de buena fe habrá comprobado que el tratamiento que ofrece este libro deja muy atrás los rumores y fantasías vehiculados por Krivitsky y Orlov, los puestos en marcha desde los comienzos del exilio y las abundantes especulaciones que todavía proliferan en una literatura ideologizada y en la que Bennassar, Bolloten, Payne y Radosh ocupan, entre los más recientes historiadores extranjeros, lugares de honor. También, todo hay que decirlo, colma un vacío que no han llenado la literatura francesa o la soviética ni tampoco la historiografía rusa posterior. No en último término, en esta obra se argumenta que, con sus sugerencias de septiembre y octubre de 1936, Juan Negrín, tan vilipendiado por sus detractores y tan ennegrecido como ha quedado su nombre en la literatura, salvó el honor y la existencia de la República. Que ésta fuese efímera se debió a causas fuera de su control y que iremos desmenuzando en los futuros volúmenes de esta trilogía.

Hemos hecho hincapié en las consecuencias del hundimiento del aparato de Estado para llevar a cabo una política eficaz de adquisiciones en el exterior y para definir los mecanismos necesarios de cara al montaje de la economía de guerra. Es un enfoque que pretendemos continuar. Lejos de la propaganda y del manido juego de autoexculpaciones, hemos acudido a documentos de la época para demostrar que los dirigentes republicanos conocían los problemas. No hay historia sin una buena base documental, la mejor posible. Por ella se advierte que no fue tarea fácil arbitrar soluciones. Negrín, como ministro de Hacienda, se lanzó a la brecha. No le faltaban ni imaginación ni decisión. Al principio se basó en los antecedentes (incluso es verosímil que el traslado del grueso de las reservas fuera de España lo hubiese contemplado el Gobierno anterior al de Largo Caballero) pero no dudó en innovar ni en tomar riesgos. Los más importantes, los que han contribuido a emborronar su nombre, los tomó arropado por sus compañeros de gabinete. Es de lamentar que pocos de entre ellos asumieran públicamente sus responsabilidades. Largo Caballero y Prieto echaron balones fuera. Hernández se calló. No es cierto que la historia sólo la escriben los vencedores. En ocasiones, la aportación de los vencidos no es menos desdeñable. Sobre todo si ésta, desdibujando pistas, resulta atractiva para los mitos que amamantaron quienes se alzaron con la victoria. En este sentido Prieto arriesgó conscientemente su responsabilidad política e histórica. Su odio a Negrín y las exigencias de manipulación política del exilio le cegaron.

Hemos subrayado el deterioro de la imagen externa de la República, derivado de una propaganda casi coetánea con el golpe militar. La derecha mezcló imágenes que siguen perviviendo en un sector de la historiografía: terror indiscriminado, implantación comunista y debelación de la civilización cristiana. Todo ello consolidó la idea de una República atípica, proclive a las barbaridades de la revolución. En comparación, los sublevados se encontraron, de cara a la palestra internacional, en una situación casi idílica. Las potencias fascistas les dieron su apoyo desde el primer momento, continuaron con él y superaron la ayuda soviética. Ofrecieron sus buenos servicios políticos y diplomáticos y, con su vocerío antibolchevique, ahogaron las escasas voces en Whitehall, como la de Collier, que divisaban en ellas el peligro inminente. Y, claro está, las brutalidades rebeldes, no de la base sino ordenadas desde la cúspide, permanecieron semiocultas al ojo escrutador de los agentes de S. M., que las toleraron en cualquier caso porque los «rojos» eran mucho peores.

Por último, hemos destacado un error de enfoque republicano. La creencia en que, tarde o temprano, las potencias democráticas terminarían reconociendo que sus intereses de seguridad convergían con la deseabilidad del mantenimiento de una España no enfeudada a las potencias fascistas. La única ocasión en que, quizá, hubiera sido posible adoptar una postura activa que hubiese, tal vez, podido surtir efectos contrarios a un apaciguamiento en ciernes de los dictadores se presentó a mitad de septiembre de 1936, pocos días después de tomar posesión el Gobierno de Largo Caballero. La intuición de sus componentes les llevó a aprobar unos proyectos de notas de tono conminatorio («ultimátums» los denominó Azaña) a los Gobiernos fascistas. Es puramente especulativo detenerse en cuáles hubieran podido ser sus posibles efectos. No se enviaron y se sustituyeron por otras mucho más aguadas. En retrospecto cabe pensar si Azaña, la encarnación de la República, no cometió entonces un error estratégico, imposible de compensar. Fue una coyuntura en la que el Gobierno de Madrid podía actuar con relativa autonomía. La retracción de las potencias democráticas no estaba todavía plenamente consolidada. La ayuda a Franco por parte de las potencias de un Eje en formación, tampoco. Azaña optó por la prudencia diplomática pero ello no llevó a la República a ninguna parte.

Más específicamente, el análisis desarrollado en la presente obra ha permitido contrastar una decena de tesis:

  1. 1. El inicio de lo que hemos denominado la soledad de la República coincidió prácticamente con el estallido del golpe militar. A un momento de apoyo liderado por un sector del Frente Popular francés se opuso tal número de resistencias, internas y externas, que su plasmación práctica fue escasísima. Las reflexiones y experiencias de los enviados y agentes republicanos (hemos explotado los informes hasta ahora desconocidos de Jiménez de Asúa) revelan que la cúpula gubernamental en Madrid pronto supo que detrás de la incipiente retracción francesa aleteaban no sólo las polémicas políticas e ideológicas internas de la III República sino el peso abrumador de la reticencia británica. Ésta es una noción que hasta ahora no ha terminado de penetrar en la literatura.
  2. 2. El Gobierno republicano quedó yugulado estratégica y tácticamente por la no intervención. Los inmensos esfuerzos desplegados para contornearla absorbieron un gran volumen de energía y de capital político, sin contar los recursos humanos, materiales y financieros que se asignaron a la tarea. Esta operación se llevó a cabo en condiciones de un colapso casi total del aparato administrativo. Su papel fue suplido, con más celo que eficacia, por una turbamulta de iniciativas locales, regionales y partidarias. Se montó una operación en París que no servía para proporcionar el tipo de material bélico moderno sin el cual era imposible ganar una guerra. Algo de éste pudo adquirirse en Estados Unidos pero la Administración rooseveltiana no tardó en echarse atrás. También temblaba ante la idea del peligro comunista. En pocos meses pasó de una situación de embargo «moral» a otra de embargo legal. La gran democracia norteamericana, a la que no se alude demasiado en este libro, dio con ello el primero de sus golpes letales a la democracia española, por muy imperfecta que ésta fuese. Ya en la guerra civil manifestó la tendencia a preferir, aunque fuese como mal menor, dictaduras de derechas.
  3. 3. Desde el primer momento la República se vio cortocircuitada por los factores internos. La formación del Ejército Popular, si bien se inició con rapidez, resultó demasiada lenta frente a la urgencia de las necesidades. La envolée revolucionaria contribuyó, no obstante, a la salvación de la situación durante algunos meses. Incluso los análisis de diplomáticos conservadores como el embajador chileno, Núñez Morgado, apuntan en tal dirección. Pero la fragmentación política duró demasiado tiempo y tuvo efectos turbadores. El agregado militar francés, Morel, diseccionó los motivos estructurales que mantenían una discordancia excesivamente acentuada. En particular, los anarquistas se revelaron disfuncionales de cara al esfuerzo de guerra. Es algo en lo que coincidieron los observadores exteriores no prejuzgados. De cara a una máquina militar profesionalizada, liderada por las unidades del Ejército de África y las tropas coloniales, legionarias y marroquíes, hubiese sido necesaria otra reacción. Ni en los meses iniciales de guerra ni en los posteriores la República resolvió el problema fundamental de cómo conducirla (los sublevados lo abordaron manu militari, nunca mejor dicho, en ocho semanas y auparon a Franco a la jefatura de un Estado campamental cuya definición política quedó para más adelante). Era obvio, para todos ellos, que lo primero era vencer en los campos de batalla. Los republicanos continuaron enzarzados en cómo cohonestar guerra y revolución. La primera fue un desastre (mal que pesara —pese— a anarquistas, para-trotskistas y otros disidentes comunistas) y la segunda la perdieron. Hubo muchos grupos políticos en el bando republicano que no hicieron demasiado para proteger a la República. Los efectos de una literatura memorialística y autoexculpatoria han dominado largo tiempo la obra de numerosos autores que, aunque no hayan sido pro-franquistas, tampoco dejaron de moverse en la línea políticamente correcta y que cabría caracterizar como un «nunca se es suficientemente anticomunista».
  4. 4. Sin caer en las añagazas de la historia virtual, los análisis efectuados apuntan a que la dinámica interna y externa al conflicto había creado una situación en la cual, en septiembre de 1936, la República había perdido prácticamente la jugada. Azaña lo reconoció. La retracción francesa, que nunca hubiera esperado, la contempló como lo que era: un mazazo mortal, quizá comprensible —aunque no disculpable— dadas las coordenadas en que se movía el Frente Popular francés pero no por ello menos letal. Con todo, no había alternativas a la continuación del combate. No cabía plantear la mediación o la rendición a unas masas enfervorizadas que se sentían dueñas de sus destinos y que tenían la impresión, correcta, de que los militares sublevados, los falangistas y la derecha más reaccionaria arrumbarían las reformas que España necesitaba y que los desposeídos exigían.
  5. 5. La República, con todo, no careció de activos. Además de hombres y de entusiasmo, disponía de recursos. Prieto puso el énfasis públicamente en los materiales, que no eran desdeñables. Las reservas de oro del Banco de España garantizaban que si la guerra se perdía no lo sería por falta de medios financieros. Para ello era condición necesaria, no suficiente, la movilización rápida y sin problemas de un tesoro previamente esterilizado con fines de desarrollo económico por el dogmatismo doctrinal de la época. La que se llevó a cabo desde los primeros días del conflicto constituyó, no obstante, una operación frágil. La experiencia de ciertos actos de sabotaje por parte de algunos bancos occidentales demostró que, además de vender, era necesario transferir el contravalor en divisas por medios seguros y, en general, protegidos de la curiosidad de Gobiernos, bancos, periodistas y agentes de inteligencia adversarios. Negrín fue quien apechó con el establecimiento de las bases operativas imprescindibles para domesticar las finanzas al esfuerzo de guerra.
  6. 6. También contó la República con la solidaridad inmediata de la izquierda en el exterior. Pero el Gobierno conservador de Londres engañó a la opinión pública británica. Todas las manifestaciones comunistas y, en parte, socialistas en Francia no sirvieron de mucho. En Estados Unidos su efecto fue incluso más reducido. Sólo cabe especular cómo se hubiera reflejado en términos operativos dicha solidaridad de no haber mediado la enérgica intervención soviética, tanto para movilizar y mantener encandilado al peuple de gauche como para poner en pie la punta de lanza que constituyeron las Brigadas Internacionales. Su creación fue decidida, hay que recordarlo, mes y medio después de que se constatara la intervención de las potencias fascistas al lado de Franco y el establecimiento del dogal de la no intervención, que Francia y el Reino Unido habían introducido sin dilación alguna. Los mitos que defiende todavía algún caracterizado autor pro-franquista para retrotraer el momento fundacional de las Brigadas a una época de reacción soviética inmediata son eso, mitos.
  7. 7. El viraje republicano hacia la Unión Soviética, una de las cuestiones más debatidas de la guerra y que sigue tiñendo una parte significativa de la literatura hasta prácticamente nuestros días, no obedeció a motivos ideológicos. Sus inicios se encuentran en la llamada, tous azimuts, que el Gobierno de Madrid dirigió a los potenciales suministradores, incluido el Tercer Reich. La respuesta de Moscú fue inmediata, pero sólo en el terreno de los suministros de petróleo, que se documentan en este libro en espera de las detalladas investigaciones de Guillem Martínez Molinos. Las opciones fueron ampliándose rápidamente, a medida que se constaba la retracción de las potencias democráticas, con la relevante y nunca suficientemente enaltecida excepción de México. A principios de septiembre de 1936 la Unión Soviética constituía la única tabla posible de salvamento. El PCE, lógicamente, así lo entendía. Los más sensatos entre los republicanos también. La alternativa la identificó Ossorio y Gallardo: perecer.
  8. 8. Una guerra es una guerra, es una guerra, es una guerra. Nunca se subrayará suficientemente esta vacuidad. Ahora bien, frente a las abundantes interpretaciones que ponen el acento en los factores internos, parece imposible reducir la importancia de los externos como condicionantes no sólo en tanto que marco general sino en su interacción continua con las coyunturas cambiantes en los campos de batalla. De forma inmediata se suscitó una asimetría estructural a favor de los sublevados que poco a poco fue estrechando el margen de maniobra republicano, en el interior y en el exterior. Franco no chocó con ninguno de los impedimentos bajo los cuales hubo de evolucionar la República. Sus protectores, Hitler y Mussolini, jamás le dejaron colgado. Este apoyo no fue gratuito. Desde el primer momento Franco dejó entrever que estaba dispuesto a encauzar el futuro de España por cauces gratos a las potencias del Eje. No se trataba de ruses de guerre. Los hechos, tozudos, se encargaron de demostrar lo contrario. Las conversaciones, que conocían los británicos, entre Franco y el cónsul De Rossi revelan hasta adónde estaba dispuesto a llegar. En el período que cubre esta obra no hemos encontrado base documental alguna que refleje ofertas similares hacia la Unión Soviética por parte de los dirigentes republicanos. La asimetría que también se produjo en los autoofrecimientos es algo que suelen pasar por alto los autores pro-franquistas o simplemente anti-republicanos. ¡Qué hubiese hecho Bolloten, por ejemplo, de haber hallado documentos en los que Largo Caballero o, sobre todo, su bête noire, Negrín, se hubieran expresado como lo hizo el victorioso general!
  9. 9. Ello no obstante, es obvio que también la Unión Soviética ayudó para apoyar sus propios intereses. Al principio coincidían con los de una República fuerte y enclavada en el campo de las democracias occidentales. Hemos determinado la coyuntura en que Stalin dio su propio paso al frente a través de los informes, totalmente desconocidos hasta nuestros días, del servicio de inteligencia militar (GRU). De ellos se desprende, con claridad meridiana, la labilidad española, la dispersión de esfuerzos, el colapso de la resistencia, la proliferación de focos y factores de heroísmo, la expansión del PCE y, sobre todo, el peso decisivo de las potencias del Eje en su incesante ayuda a Franco. Sin los envíos de armas modernas, equivalentes o superiores a los efectuados por el Eje, y la intervención de los primeros contingentes de las BI es difícil que el Gobierno de Madrid hubiera podido aguantar las exigencias que le imponía el combate. Fue inevitable, y el embajador Pablo de Azcárate ya previno de ello desde un primer momento al Foreign Office, que el prestigio del PCE aumentase rápidamente. Éste era, en efecto, la emanación política en suelo español del único país que podía salvar a la República, porque para entonces era evidente que la conexión con Francia no daba para mucho y que el Reino Unido jugaba a ganar tiempo, conocieran o no los dirigentes republicanos el tenor de las valoraciones, frías pero cortoplacistas, que hacían los grandes mandarines de Whitehall. Reprochar luego a la República que se dejara mecer en el regazo comunista, como hicieron en público y en privado muchos políticos y diplomáticos británicos, no carece de hipocresía. El PCE se convirtió, por su lado, en un partido de aluvión que desde el primer momento predicó la defensa de los valores republicanos y, a la vez, una resistencia numantina. Ahora bien, este progreso tuvo efectos contradictorios. Reforzó la capacidad de hacer frente al nuevo Estado campamental y alternativo a la República. Por otro lado confirmó a las élites conservadoras británicas en su creencia de que en España despuntaba un nuevo experimento para-comunista. Su retracción no hizo sino acentuarse. Con todo, es improbable que el Reino Unido se hubiera comportado de forma diferente, aun en el caso que no se hubiera producido tal ascenso del PCE.
  10. 10. Finalmente, reiteremos que el tema objeto de esta obra se ha visto oscurecido demasiado tiempo por una espesa mitología, nutrida de las afirmaciones de demasiados personajes y personajillos que o no sabían de lo que escribían o que prefirieron exponer, para su mayor gloria personal o crematística, su interpretación de la historia. En la literatura testimonial, imprescindible por lo demás, abundan las construcciones interesadas. Es de esperar que el análisis llevado a cabo reduzca a su justo término las patrañas de Amba y Orlov, las «explicaciones» de Krivitsky y los balones fuera de Largo Caballero, Prieto, Araquistáin y Martínez Amutio, entre muchos otros. O la no menos sesgada ideológicamente de Bolloten y de sus seguidores.

El autor es consciente de que este libro se detiene en un momento crucial. Ha debido sacrificar la extensión a favor de la intensidad, pero es la intensidad y el paso por un fino cendal de múltiples testimonios y documentos lo que permite derribar mitos y sustituir malas argumentaciones por otras más fundamentadas. En cualquier caso termina este trabajo en el convencimiento de que, en contra de lo que suele afirmarse, conocer o desentrañar el pasado no impide cometer los mismos o similares errores en el futuro. Un verso de Richard Heller permite ilustrar esta afirmación más bellamente que con sus propias palabras:

The Minister has all his notes in place.

No line of truth has etched his handsome face.

The House is sparse; they’ve heard it all before.

His expert lies massage away the war.

While […] artillery take aim,

Decide which new civilians they should maim,

He fills the Chamber high with empty talk,

And here’s another child will never walk.

The opposition make synthetic rant;

He answers with the Foreign Office cant.

Some random shrapnel takes a boy’s right eye:

The other one is all he needs to cry.

«Next business», and the Minister displays

A lapdog urge to hear officials’ praise.

A woman fetching water stops a shell.

He smiles: «That all went over rather well».

En el original lo que se ha sustituido por puntos suspensivos es el adjetivo «serbia». Heller escribió su poema como muestra de su indignación ante el nuevo episodio de «apaciguamiento» en el que se despeñaron las potencias democráticas occidentales con el trato que durante demasiado tiempo otorgaron a Milosevic y a sus sicarios. Pero el verso no perdería nada de su sentido si en lugar de los puntos suspensivos apareciese otro adjetivo como, por ejemplo, «nacional» o «franquista». El ministro, o primer ministro, podría haberse llamado indistintamente Anthony Eden, Yvon Delbos, Cordell Hull, Neville Chamberlain, Léon Blum o Edouard Daladier, entre muchos otros.

En el setenta aniversario del estallido del golpe militar, conviene decir las cosas como fueron, en la medida que son contrastables con la necesaria base documental. Tal vez no se trate de la mayor acción revolucionaria posible, según afirmó Rosa Luxemburgo, citando a Ferdinand Lassalle, uno de los padres fundadores del socialismo moderno. Pero es un deber para con quienes, en las generaciones que nos precedieron, lucharon y murieron por el honor de una República abandonada y soñaron con una España que no fuese la que realmente llegó a existir: la España de la VICTORIA, una España encasillada y encastillada en la larga dictadura franquista.