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Oro a Moscú

SOBRE EL EPISODIO que se analiza en este capítulo, el transporte a la Unión Soviética de una parte sustancial de las reservas del Banco de España, se ha cebado la controversia. Lo explican varias razones. En primer lugar, la absoluta anormalidad de la operación, cuyos antecedentes concretos no suelen abordarse con profundidad en la literatura. En segundo lugar, la evacuación de responsabilidades efectuada por varios dirigentes republicanos que, por su posición, estaban en condiciones de aportar información que parecía creíble pero que o no contaron toda la verdad o, simplemente, la distorsionaron. En tercer lugar, el silencio de quienes sabían lo que había ocurrido pero que no quisieron envenenar aún más las querellas del exilio. Por último, las versiones espectaculares de algunos tránsfugas soviéticos, que vieron en tal episodio la posibilidad de un coup periodístico o de dorar, nunca mejor dicho, sus propias credenciales. Atacar a Stalin es algo que siempre vendió bien en Occidente y fue, en los tiempos de la guerra fría, un activo nada despreciable. Krivitsky y sobre todo Orlov[1] son los dos grandes e indiscutidos protagonistas de una amplia mixtificación, cuyos ecos retumban todavía en la actualidad.

En consonancia con el enfoque seguido hasta el momento, y dilucidados los antecedentes concretos del traslado, expondremos en primer lugar los hechos tal y como han quedado prendidos en las memorias de los protagonistas. Dejaremos para después nuestras propias valoraciones.

LA SALIDA DEL ORO.

La reconstrucción de este episodio puede hacerse con algún testimonio español que, ignoro por qué, no logra dar el salto a los libros à sensation sobre conspiraciones y espionaje relacionados con la URSS o con la guerra civil, y con los documentos republicanos correspondientes. En primer lugar, hay que destacar que un jurista eminente como fue Mariano Granados dejó constancia viva y clara del interés del ministro de Hacienda en que tuviesen conocimiento del envío

y hasta lo vigilaran, en la medida que podían hacerlo, los tres poderes constitucionales: el Ejecutivo, representado por el insigne don José Giral, ministro sin cartera a la sazón, hombre probo y patriota ejemplar, devoto amigo del presidente Azaña; el Legislativo, por el primer vicepresidente de las Cortes, hombre de iguales características, don Luis Fernández Clérigo, y el Judicial, por el más insignificante de los tres, que era yo, como uno de los presidentes del Tribunal Supremo, por encargo del primer presidente, don Mariano Gómez …[2]

Los tres coincidieron en Alicante. Los dos primeros se trasladaron a Cartagena y allí cumplieron su «delicada y dramática misión» (testimonio que Martínez Amutio, p. 48, critica veladamente). Orlov ni los mencionó.

En relación con la expedición un tema muy discutido ha sido el de la base legal que la amparara. Digamos, de entrada, que su carencia hubiera sido cosa extraña. En 1938 la eventual salida de parte del tesoro histórico y artístico, con fines de guarda y conservación, fue objeto de un decreto reservado. Naturalmente, la guerra estaba para entonces muy avanzada y no pintaba bien para la República. Por fortuna, hoy cabe avanzar en la identificación de este problema. En una de las carpetas con documentos financieros que se conservan en la FCJN (la 24) existe una nota manuscrita en la que se relacionan las disposiciones legales en que se basó la operación. De los cuatro apartados de que consta, tres están perfectamente identificados. Se trata del artículo primero de la base séptima de la LOB, de los formularios estándar entre el Gobierno y el Banco de España que permitieron los préstamos al primero y el decreto reservado del 30 de agosto de 1936. También hay un cuarto apartado redactado como sigue: «Texto del decreto que autoriza al Ministro de Hacienda a disponer y ordenar el traslado del oro». Una nota adicional repite tal redacción y añade: «Entregado personalmente al Sr. Ministro por el Sr. Méndez Aspe en 8 de febrero de 1937». Nada más. Dicho decreto no figura en la carpeta. Por la correspondencia cruzada con Prieto, sabemos no obstante que, según Negrín, se trataba del decreto de 13 de septiembre. Éste, junto con su sanción por las Cortes y la autorización del Consejo de Ministros del 6 de octubre, constituye la base jurídico-política en que se fundamentó la operación. No se nos oculta que en las notas de Juan Negrín, que reproducimos en el apéndice, se afirma que:

la decisión de enviar el oro a Rusia fue adoptada, por unanimidad, en Consejo de Ministros del que formaba parte el Sr. Largo Caballero, como presidente, y el Sr. Prieto, como ministro, dando origen a la expedición del oportuno decreto refrendado por el presidente de la República, disposición que, dada la naturaleza de su contenido y las circunstancias excepciones en que se dictaba, hubo de tener el carácter de reservado.

Aquí Negrín es posible que se confundiera. El decreto al que se refería era el del 13 de septiembre. Que para entonces ya se hubiese pensado en enviar el oro a Moscú no está todavía comprobado, aunque no sea descartable. Pero su alusión al conocimiento de Prieto no está constatada por la correspondencia cruzada entre ambos a finales de octubre y a la que nos referiremos inmediatamente.

En cuanto a la operación física misma Zugazagoitia (p. 317) menciona que se hizo con las más escrupulosas formalidades administrativas, «reseñándose el peso y las características de cada caja, detalles que menospreciaba, como estorbosos, el presidente del consejo, y que hubieron de ser impuestos por el ministro de Hacienda». La crítica a Largo Caballero es, como se advierte, no por sutil menos clara. Filtrando el trigo de la paja de las distintas versiones dadas por un testigo escasamente fiable como es Orlov y combinándolas con un pequeño número de otros testimonios directos, no es difícil reconstruir a grandes rasgos el curso del traslado a Moscú[3]. El agente de la NKVD se encontró en Cartagena con el representante de la marina soviética, Nikolai Kuznetsov. La presencia de este último se veía tan justificada como la suya propia, incluso en mayor medida, dado que el Politburó había decidido que el transporte se hiciera en los mercantes soviéticos que por aquel entonces llegaban a los puertos mediterráneos con los suministros bélicos. Kuznetsov, según sus memorias, pasaba largas temporadas en Cartagena. Orlov y Méndez Aspe pidieron al jefe de la base naval, Antonio Ruiz, la cooperación de personal de marinería para unas operaciones reservadas a realizar en los polvorines. El oficial de Marina Vicente Ramírez de Togores, según comunicó a Prieto (p. 132) en 1958, se encargó de elegir a los hombres, unos sesenta, que puso a disposición de Ruiz. Era el 22 de octubre, cuando arribó el carguero soviético Kim y dos días después del segundo bombardeo sobre Cartagena. La carga se inició el 23 por la noche.

Los tanquistas llegados en el Komsomol una semana antes depararon la posibilidad de contar con personal para realizar el traslado hasta los barcos. Hubo una división del trabajo. Los marineros españoles cargaron las cajas, de unos 65,5 kilos de peso medio. Cada vehículo llevaría una decena en grupos de diez camiones. Cuando éstos regresaban, unas dos horas más tarde, ya estaba lista la siguiente tanda. Orlov y otro agente de la NKVD, acompañados de un funcionario español, encabezaban cada convoy. La operación se realizó en tres noches. Negrín y Prieto llegaron a Cartagena. Los dos ministros departieron con el jefe de la base naval, aunque el representante honorario británico sólo informó de la visita del segundo. Fue entonces cuando Antonio Ruiz debió de ordenar a Ramírez de Togores que seleccionase a los marineros. Prieto aprovechó la ocasión para proporcionar a Negrín algunos documentos muy importantes relacionados con la posibilidad de adquirir gran cantidad de material bélico en México, lo cual se veía obstaculizado por el sabotaje que por aquel entonces practicaba el Midland Bank contra el Gobierno de la República[4]. Ello se deduce de una carta que el ministro de Marina escribió el 24 de octubre al de Hacienda y en la que afirmaba:

Aunque anteanoche en Cartagena le entregué a usted la cinta telegráfica en que reproducía el texto de un despacho de nuestro embajador en México especificando el material que está en condiciones de comprar si a tiempo recibe el dinero necesario, reproduzco en esta carta el texto del mismo telegrama, ante el temor de que usted no hubiese llegado a leer las hojas del Hughes [cinta de teletipo] que le entregué en el despacho del Jefe de la Base Naval de Cartagena (AJNP).

De todas maneras, no todas las dudas o enigmas están despejados. Según hemos indicado, el 29 de octubre Prieto escribió a Negrín otra carta. En ella decía:

He leído atentamente su carta de hoy y las copias que con ella venían referentes al asunto que motivó nuestra conversación de anteanoche[5]. No eran conocidos por mí ni el decreto ya sancionado por las Cortes ni el texto del acuerdo del Consejo de Ministros para cumplimiento de dicho decreto. Ante tales documentos nadie puede acusar a usted de la más mínima incorrección. Aunque no resulta necesaria esta declaración, puesto que he colaborado a ejecutar sus resoluciones. Puede usted estar completamente tranquilo. En efecto, como usted indica, no era necesario el acuerdo del Consejo de Ministros después del decreto, pero no está de más.

Así, pues, de esta misiva se infieren tres cosas: la primera y más importante es que Prieto se situó totalmente tras la operación, con independencia de lo que escribiese años más tarde en sus memorias o lo que pasaron como tales. La segunda es un tanto sorprendente: el ministro de Marina y Aire colaboró en una operación absolutamente excepcional y no se preguntó con qué autoridad se llevaba a cabo. La tercera es que, en la opinión de ambos dirigentes socialistas, el traslado del oro a Moscú estaba cubierto por el decreto del 13 de septiembre. Prieto respondía a una carta previa de Negrín escrita a mano con rapidez y que conservó cuidadosamente. Su primera página permite avanzar en la solución de un enigma.

Negrín le comunicó:

Por las dos notas adjuntas verá V. —así lo espero yo— que mi proceder como ministro de Hacienda ha sido perfectamente correcto. Ni hubo ocasión, por ausencia del Sr. Presidente, ni quizá hubiera sido prudente, por lo que hubiera significado de implicarle si no constitucional por lo menos políticamente y moralmente, en una responsabilidad, el recabar su asentimiento para la ejecución de una medida que en principio estaba aprobada por decreto y sancionada por el conocimiento que de ella tuvo el Parlamento.

Esto puede significar tal vez que Azaña no fue consultado. Y ello implica que su fiel colaborador, el ministro Giral, no consideró oportuno, sin duda en concierto con sus colegas, hacerlo de antemano. Se le informó más tarde, a petición expresa de Negrín, según comunicó éste a Germaine Moch el 12 de abril de 1953. La carta continúa:

Una vez autorizado el traslado, [por el decreto de 13 de septiembre] para la mayor seguridad del Tesoro, su ejecución, manera de asegurarlo y sitio de su depósito correspondían a mi entender al ministro. Quise no obstante, y no por rehuir las responsabilidades, asegurarme en mis decisiones la coparticipación del presidente, con expresa autorización, testificada, del Consejo de Ministros. Estaba seguro, y lo estoy cada vez más, de que al tomar las medidas tomadas, cosa que no he hecho con el corazón ligero y alegre, eran necesarias. Pero eso no me para, a pesar de las angustias que me han producido y producen. Hubiera sido más cómodo dejar venir las cosas lavándome las manos. Pero ése no es mi lema[6].

Durante la carga no pudieron evitarse filtraciones. Kuznetsov recordó que se trataba de una noticia que corría de boca en boca en Cartagena. Negrín, a quien conocía por haberle visto en un par de ocasiones en Madrid, le presentó a los funcionarios que acompañarían el transporte en cada uno de los barcos. Con todo, no parece que la noticia llegase a oídos de los marinos británicos que observaban atentamente la llegada de los suministros soviéticos. Un punto discutido en la literatura es el de si la Armada republicana participó o no en la operación. No se trata de un tema sin importancia. Quizá a petición de Prieto, Ramírez de Togores negó en carta al exministro que así fuera pero Kuznetsov afirma lo contrario[7]. Orlov introdujo en la controversia una faceta interesante. Según sus declaraciones al Senado norteamericano fue él quien solicitó de las autoridades españoles que a ciertos intervalos hubiera en aguas del Mediterráneo buques de guerra republicanos con instrucciones de acudir en socorro de los mercantes soviéticos si éstos emitían un SOS en clave especial. Algo que, a lo que parece, nunca se le hubiera podido ocurrir a un marino español o soviético[8], pero sí al omnisciente agente de la NKVD.

El tema queda resuelto, como tantos otros, con la documentación republicana relevante, que en este caso han exhumado los hermanos Moreno de Alborán. Los cruceros Libertad, Cervantes, Méndez Núñez y la flotilla de destructores se hicieron a la mar en la tarde del 25 de octubre, con proa a la costa argelina. Regresaron a Cartagena el día siguiente. En una de las órdenes de operaciones se hizo constar que la flota salía a la mar para «dar protección a los buques mercantes de nuestros camaradas rusos». Se destacó la importancia de la misión y la necesidad de que las tripulaciones mantuvieran el secreto a la vuelta. Este tipo de actuaciones, que se inició el 25 de octubre, continuó algún tiempo para proteger los transportes con armas soviéticas que llegaban a la costa levantina. Los hermanos Moreno de Alborán constatan que «al plegarse a esta estrategia defensiva, [se] ignoró deliberadamente el primer objetivo de toda guerra naval: la destrucción de la flota enemiga» (p. 873). Por supuesto, podría argumentarse que asegurar la feliz arribada de las armas soviéticas era EL objetivo fundamental. Quizá no sea de extrañar que Prieto se preocupase de echar neblina por lo que se le pudiera achacar de responsabilidad.

Kuznetsov señaló que los capitanes soviéticos tenían órdenes de navegar a lo largo de las costas de África, lo más cerca posible de las aguas jurisdiccionales españolas,

pues el peligro provenía tanto de los buques facciosos como de los navíos de guerra italianos […] Cuando el último transporte llegó frente a las costas de Argelia, la Escuadra retornó a la base […] Buiza me preguntaba frecuentemente si los transportes seguían sin novedad. Yo mismo sólo me tranquilicé definitivamente cuando supe que el último de ellos había salido del Bósforo y entrado en el Negro.

Según el informe emitido por uno de los funcionarios que acompañaron a los mercantes, la carga terminó el 25 de octubre y el orden de salida fue el siguiente: el Jruso, con José Velasco Sierra y 2000 cajas; el Neva, con José González Álvarez y 2697 cajas; el Kim, con Arturo Candela Marquestaut y 2100 cajas y, por último, el Volgoles con Abelardo Padín (del COCM) y las 983 cajas restantes[9].

Y entonces llegaron, por fin, los tres primeros de los cuatro barcos que zarparon de Cartagena a Odesa el 2 de noviembre por la noche. La descarga se llevó a tierra bajo fuerte protección, aunque no con el sigilo suficiente como para que el cónsul alemán no terminara enterándose. El 16 de noviembre, por ejemplo, informó a Berlín de la llegada de dos (sic) barcos respecto a los cuales suponía que trasladaban oro español «y otros tesoros valiosos». Una persona de confianza le había dicho que se trataba de 70 toneladas (ADAP, docs. 120 y 188). El cónsul seguía las instrucciones que se le habían cursado desde Berlín el 21 de octubre, un indicio de que el Tercer Reich sabía por dónde iban los tiros. Previamente, el 13 de noviembre, había indicado que había atracado en el puerto otro barco entre el 4 y el 8. Tampoco llevaba bandera y se le había descargado de noche. No se trataba de informaciones concluyentes pero sí apuntaban todas en la misma dirección.

El 3 de noviembre, acompañada por los funcionarios españoles respectivos, la carga de los tres primeros barcos salió en tren con destino a Moscú, donde llegaron el 5. Tropas de la NKVD acordonaron férreamente la estación de ferrocarril de Kiev para vigilar la descarga[10]. En la capital soviética se enteraron de que el Jruso (o el Kuban, según Rybalkin) tardaría dos o tres días más en llegar a Odesa pues había tenido averías en la máquina. Se informó a los españoles que el Almirante Cervera habría pretendido apresar a los mercantes soviéticos, lo que no pudo efectuar por haber pasado éstos antes. En cambio, otro buque soviético sí fue detenido y se le registraron las bodegas, las máquinas y la tripulación. De ser ciertos tales datos es verosímil que la Armada franquista tuviese alguna información pertinente. Pero no había servido de nada. El oro estaba ya en Moscú y la República podía empezar a encarar con tranquilidad en el plano financiero el curso futuro de la guerra[11]. Si se perdía, no sería por falta de capacidad para movilizar las reservas[12].

DISTORSIONES DE GRAN ÉXITO: LOS CUENTOS DE ORLOV.

Toda la operación, tal y como suele describirse en la literatura, es tributaria de lo que no cabe caracterizar sino como «cuentos» y patrañas de Orlov. Esta obra quedaría coja si no abordara su disección. No es una tarea agradable pero sí absolutamente imprescindible, aunque deje maltrechas algunas reputaciones. Su versión ha dado varias veces la vuelta al mundo y todavía hoy sigue haciendo autoridad. Parece increíble que una gran parte de los historiadores y periodistas que se han acercado al tema no se hayan atrevido a ponerla en tela de juicio. Las declaraciones de un agente de un servicio de inteligencia que deserta (aunque sea por razones tan perfectamente comprensibles como el deseo de evitar un tiro en la nuca) son algo que deben pasarse por un fino cendal y examinarse con lupa[13]. Lo que aquí nos preocupa no es tanto Orlov sino su obra.

Orlov dejó constancia en diferentes versiones de su participación en lo que llamaría, con un tonillo de espectacularidad, «Operación oro». Todas ellas tienen en común cuatro características:

Dado que entre las diferentes versiones existen algunas divergencias, que no merece la pena resaltar sistemáticamente, aquí seguiremos la última en publicarse, aparecida en sus memorias póstumas (cap. 13, pp. 237-252[15]). Les atribuimos cierta importancia porque, según cuenta Gazur, un exagente del FBI que se convirtió en su biógrafo (o, más bien, hagiógrafo[16]), el propio Orlov se las entregó antes de su fallecimiento, que tuvo lugar en 1973, para que las protegiera ya que temía que la KGB pudiera hacerse con ellas ilegalmente[17].

Orlov explicó los orígenes de su implicación, que dieron la vuelta al mundo e incluso se han aceptado acríticamente en algún que otro libro de un autor ruso[18]. Recibió, el 12 de octubre (quizá, pero también podría ser un error o incluso una invención[19]), un telegrama firmado por Stalin, con seudónimo, en el que se le ordenaba que se pusiera en contacto con el presidente del Gobierno para arreglar el traslado. Esto, en sí, no sería sorprendente. Recurrir a él se derivaba de su profesión. Orlov enfatiza que Stalin le ordenó que, en el caso de que los españoles le pidieran que firmase algo, debía negarse rotundamente. El acuse de recibo lo emitiría en Moscú el Banco de Estado. Rosenberg también recibiría instrucciones al respecto[20]. Éste fue el primero de los eslabones que forjó el hombre de la NKVD para llegar a la conclusión de que «Stalin robó el oro de los españoles», título por cierto de uno de sus más conocidos trabajos. Toda una literatura de combate encastillada en los valores de la guerra fría se ha hecho fuerte detrás de tal aseveración.

Se trata de un tema que no es baladí. Fueron los republicanos quienes habían solicitado enviar el oro a Moscú, no los soviéticos. Como afirmaría Vidarte (p. 538), a la sazón fiscal del Tribunal de Cuentas y jurista no despreciable: «Este problema del recibo tenía gran importancia, pues ello significaba que el oro viajaba por cuenta y riesgo del Gobierno español». Lo cual era una cosa lógica: ningún Gobierno receptor hubiese asumido para sí la responsabilidad de las eventualidades que pudieran producirse durante el transporte. ¿Y si los mercantes soviéticos hubiesen sido torpedeados?

Orlov indudablemente hizo averiguaciones. No debieron de resultarle muy difíciles. Así se enteró de la existencia del decreto de 13 de septiembre, que había permitido el traslado de las reservas a Cartagena. Pero lo que cuenta en sus memorias es una sabia mezcla de datos ciertos y distorsiones. De ellos extrajo conclusiones que reforzaban el mensaje que deseaba «vender» en Occidente.

Evidentemente, Juan Negrín, desesperado, decidió interpretar su autoridad en un sentido lato[21]. Con el conocimiento del presidente Azaña y del presidente del Gobierno Largo Caballero, sondeó al agregado comercial soviético Winzer acerca de la posibilidad de almacenar el oro en la URSS. Winzer telegrafió a Moscú y Stalin agarró ávidamente la oportunidad (p. 239[22]).

En el relato de Orlov, afortunadamente, no surge Stajewsky pero la argumentación es falsa y muestra que o bien mintió o que no sabía lo que había ocurrido. Aprovechó la ocasión para arremeter contra Negrín: un caso paradigmático de ingenuidad política típico de los dirigentes españoles. Ya lo indicó en las Selecciones del Reader’s Digest[23], sin duda para alcanzar una amplia audiencia en el treinta aniversario del envío (1966). Se arroga, por ejemplo, la idea de haber informado a Prieto (¡) (otro «conspirador», según informa amablemente Gazur) de lo que ocurría. Para rematar la faena afirma que invitó a Negrín a ver los tanques soviéticos en la base de Archena. En su narración, el ministro de Hacienda aparece supercontento, frotándose las manos y diciendo «¡Ahora sí que vamos a darles una buena!». Este Negrín no es real sino una caricatura, como lo es, en gran parte, la descripción que Orlov hace de la operación. Tampoco sale bien parado el director general del Tesoro, Francisco Méndez Aspe, quien supervisó la carga por el lado español, al igual que ya había hecho con el acomodo de las cajas en los polvorines. Orlov le presenta mendigando a última hora un recibo por el oro a lo que, presumiblemente de buen humor, le respondió que ya lo entregarían en Moscú[24]. Es más, en plan de dar migajas como las que se ofrecen a un contertulio no invitado a la fiesta, Orlov sugirió que si quería podría enviar a algún representante del Tesoro en cada uno de los barcos para que acompañasen la expedición. En su patético deseo de reforzar la espectacularidad de la operación que supervisaba, Orlov cometió en ello un error garrafal, ya que lo contrario es perfectamente demostrable y documentable. Sorprende que optara por tal enfoque. En alguno de sus escritos, y en su entrevista con Payne en 1968, al refutar las acusaciones de Jesús Hernández que le implicaba en el asesinato de Nin, Orlov señaló (Zavala, p. 444) muy inteligentemente:

Hernández no pudo evitar el error profesional característico de la mayoría de los falsificadores. Un falsificador tiene sentido de la inseguridad y para hacer su mentira algo más creíble, intenta enmascararla con detalles concretos y vívidos, y esto es exactamente lo que le delata.

Tenía toda la razón y la viñeta, tan colorista, de los pobres funcionarios españoles pescados a última hora para que fuesen a Moscú lo corrobora en su propio caso. Las decisiones del Politburó se transmitieron a Rosenberg con las condiciones indicadas. No hay por qué pensar que el embajador no las comunicara a Negrín o a Largo Caballero, antes al contrario. De aquí se infiere que estos últimos ya estarían enterados de la idea soviética (si es que no habían contribuido a ella) de que en los barcos debían viajar representantes oficiales. Orlov prefirió presentar a los líderes republicanos como unas pobres víctimas de su propia credulidad y, sobre todo, de Stalin. El exagente del FBI en tono dramático (p. 93), se refiere a la inventada conversación de Orlov con Méndez Aspe como «la hora de la verdad» y, para aprovechar el efecto, añade un detalle sospechosísimo. El director del Tesoro habría dicho al agente de la NKVD: «¿Pero no se da Ud. cuenta que en los tiempos que corren esto puede costarme la vida?»[25]. En el colmo de una actitud displicente, Orlov no se privó de indicar que a Méndez Aspe le costó trabajo encontrar a voluntarios, pero que al fin convenció a dos, apelando a su patriotismo. Ambos le parecieron estar como aturdidos por la responsabilidad que se les venía encima. Todo esto es, como sabemos, pura ficción. La guinda, quizá para alcanzar un impacto más intenso, es que los rusos contaron las cajas mejor que los españoles porque les salió un total de 7900 en vez de las 7800. Orlov se calló cuidadosamente, al divisar en ello la posibilidad de quedarse gratis con un centenar de cajas.

UNA VALORACIÓN DE LA DECISIÓN REPUBLICANA.

Hasta aquí un relato que hemos procurado esbozar de la manera menos truculenta posible. Hubiera sido fácil dotarle, como han hecho otros autores, de tonos novelescos, pero ello —pensamos— hubiera ido en detrimento de la Historia. En cualquier caso, es inevitable plantear dos preguntas esenciales: ¿Había alternativas al envío del oro a la Unión Soviética? ¿Fue una decisión correcta? Antes de responder es preciso señalar que la mayor parte de quienes lo han intentado suelen partir de una visión teleológica del papel soviético en la guerra civil. En el marco de una construcción conspiratorial, el envío (siguiendo a Krivitsky, a Orlov y a las mil y una recriminaciones y autoflagelaciones republicanas) desempeña una función básica. Si se une la creencia implícita de que la ayuda material del Kremlin no pudo llegar a representar la inmensa cuantía del metal (efectivamente, NO la representó) ya se dispone de todos los ingredientes para hacer un proceso de intenciones.

Mi propia respuesta a ambas preguntas es negativa a la primera y positiva a la segunda. ¿Cuáles eran las alternativas respecto a destinos? No existía margen de maniobra ante la imperiosa necesidad de adquirir armamento moderno y en gran escala. Esto no significa olvidar que numerosos autores han lanzado a la palestra dialéctica variantes más o menos exóticas y, no por casualidad, profundamente ahistóricas. Poco antes de fallecer, Araquistáin sugirió en 1958 (en una publicación parcialmente financiada por la CIA) la tesis de que un destino posible hubiera podido ser Suiza. Es una tesis, en mi opinión, completamente absurda por razones conceptuales y estrictamente políticas.

En el primer plano es preciso subrayar que la República necesitaba salvaguardar el oro depositado en Cartagena y que no movilizaría en Francia. Había utilizado una parte desde el primer momento para adquirir armas y pertrechos (aunque no en abundantes cantidades) y para hacer frente a una inmensa gama de transferencias bancarias internacionales. En octubre, las importaciones de armas que en un principio había efectuado eran totalmente insuficientes ante la marcha de la guerra y el robustecimiento de las tropas y arsenales franquistas. Un depósito en Suiza, ¿sería compatible con la acrisolada neutralidad de la Confederación? Araquistáin había sin duda olvidado el hecho de que Suiza, cuyo ministro de Asuntos Exteriores, Giuseppe Motta, era un anticomunista militante (recuérdese su rechazo a que la Unión Soviética ingresara en la SdN), fue uno de los primeros países en tomar medidas draconianas sobre la no intervención, aunque sin asociarse a la misma de manera formal, precisamente para salvaguardar su voluntad de actuar con autonomía y enfatizar su neutralidad permanente (Cerutti, pp. 35-37).

Ya en agosto de 1936 Suiza había prohibido la exportación de material de guerra, la salida de voluntarios con destino a España, la recaudación de fondos en beneficio de uno u otro bando (lo que todavía estaba debatiendo el Reino Unido), a no ser que los importes obtenidos se ingresasen en el servicio de Correos (una pequeña marcha atrás en comparación con la disposición inicial), e incluso la celebración de reuniones sin autorización previa en favor de los contendientes (contraviniendo el derecho a la libertad de expresión). Es decir, Suiza había adoptado una serie de decisiones de una severidad inhabitual que mostraban claramente que las simpatías de los medios oficiales no caían del lado del Gobierno republicano. Es más, el artículo primero de la decisión del Consejo Federal del 25 de agosto amenazó con penas de prisión y/o una multa de hasta 10 000 francos a todos quienes participasen en la guerra española y, especialmente, a «quienes prepararan o realizaran campañas de recogida de fondos para otros fines que no fueran los benéficos». Los fondos recolectados quedarían bloqueados (Zschokke, pp. 21s y 26s). Añádase a ello la escasa estima oficial hacia las autoridades republicanas (calificadas de «rojas» en las comunicaciones internas) y el rápido despliegue de gestos de simpatía hacia el bando franquista. ¿Hubiese estado tranquila la República con las reservas en Suiza? Araquistáin, y otros después de él, han postulado una alternativa irreal.

También cabe teñir de escepticismo las sugerencias que se refieren a Estados Unidos. Era obvio que su «embargo moral» sobre los suministros de armas surtía efectos muy perniciosos. Los agentes republicanos se las veían y deseaban para realizar sus operaciones de compra. No era un país fácil, aunque menos difícil que el Reino Unido y Francia. De cara a la guerra civil la opinión pública que se interesaba por lo que ocurría fuera de las fronteras, en un período de introversión intensa y de crisis económica aún no del todo superada, estaba dividida. La derecha, los católicos, los aislacionistas de toda laya y, por supuesto, las corrientes antirooseveltianas hacían su agosto[26]. Tampoco hay que olvidar que el período era pre-electoral. No era el mejor momento para poner en manos norteamericanas el destino de la República.

Aunque la decisión del envío del oro a Moscú se tomó a principios de octubre, las informaciones que llegaron a Madrid de la primera entrevista entre De los Ríos y el secretario de Estado Cordell Hull el 10 de aquel mes no debieron de mejorar el nivel de confianza republicano con respecto a Washington. Hull estuvo extremadamente frío, subrayó la actitud de distanciamiento con que su Gobierno contemplaba la guerra en España y no dejó duda alguna de que se alineaba con la no intervención que practicaban trece países europeos. Tampoco resistió a la tentación de lanzar un dardo: ¿por qué razones el Gobierno francés, vecino y amigo especial del español, había lanzado la idea de la no intervención? (FRUS, pp. 536ss).

En una semblanza sobre Juan Negrín, el que fue ministro de Estado, Álvarez del Vayo, señala que

hubiese preferido indudablemente por razones de cercanía el haberlo depositado en Inglaterra o en Francia pero ninguno de ambos Gobiernos se comprometía a dar las seguridades necesarias para mantener protegidos recursos que eran indispensables para el financiamiento de la guerra. Seguramente el Dr. Negrín hubiese preferido también mandarlo a los Estados Unidos, pero ya hemos visto cuál era la actitud del Gobierno norteamericano sometido a la influencia y la presión de una gran parte de un sector muy influyente en el dominio de la política interna (AFCJN).

No era éste, desde luego, el caso de México. Ahora bien, aunque no se dudara en Madrid del grado de compromiso intenso del presidente Cárdenas y de su Gobierno, no resultaba muy lógico combinar en el lejanísimo país azteca los objetivos estratégicos que perseguía la República: movilizar el oro, adquirir masivamente armas (y pagarlas) así como aprovecharse de un sistema bancario relativamente opaco.

Del Reino Unido en puridad poco cabría decir llegados a este punto. Prima facie confiar al genio de la no intervención la seguridad y la movilización de las reservas hubiese constituido un error inmenso. Conocemos las presiones hechas desde Whitehall sobre el Barclays para impedir a la República que utilizase su red de corresponsales en Estados Unidos. Es verosímil que Negrín y Prieto no las ignoraran. A ello se añaden las facilidades dadas por los británicos a los manejos de los sublevados o su papel en el CNI. Son argumentos que en el Ministerio de Estado expuso con contundencia su secretario general, Rafael Ureña, ante el encargado de negocios Ogilvie-Forbes (DBFP, doc. 346). Finalmente, y coincidiendo con los preparativos de la expedición a Moscú, cayó como un rayo la actitud del Midland Bank, que comentaremos en su momento.

Desde el punto de vista español es significativo que Ureña se sintiera obligado a exponer que el Reino Unido trataba a España como si fuera Abisinia, que los miembros del Gobierno conservador eran instintivamente hostiles a la República y que los círculos bancarios y de negocios sentían por ella pocas simpatías, hasta el punto de denegar innecesariamente créditos y otras facilidades. Ureña entendía que las relaciones oficiales eran frías, como debió de serlo la conversación, sobre todo si se considera que la reconstrucción de la misma se hace en base al informe del diplomático británico. Es verosímil que el republicano fuese algo más duro. En cualquier caso, no es un tipo de lenguaje que uno espera en el diálogo entre representantes de dos países amigos. Permite inferir que, para la República, el Reino Unido lo era sólo en muy escasa medida.

La respuesta de Ogilvie-Forbes fue que si se eliminaba la no intervención, los sublevados recibirían más armas[27] y que la frialdad era también resultado de las impresiones que los asesinatos habían causado en la opinión pública británica. Ureña no negó estos últimos pero recordó lo que había pasado en Badajoz y en Toledo. No podía negarlos porque eran innegables pero es difícil pensar que no dijera que el Gobierno republicano de la época se aplicaba, mal que bien, a pararlos y que, a veces, lo conseguía. Habría que consultar la reseña española de una entrevista cuya gelidez sobrecoge, aun setenta años más tarde.

Para nuestros fines es importante destacar que ni siquiera desde el punto de vista estrictamente financiero podría haber anidado seriamente en Negrín la idea de enviar el oro a Londres. Había hecho una prueba, bajo la supervisión de Gabriel Franco, con resultados no demasiado satisfactorios. Incluso lo intentó una vez más, si bien después de que el grueso de las reservas hubiese sido expedido a Moscú. En Cartagena todavía quedaba un remanente.

Martín Aceña (2001, p. 46) ha lanzado a la palestra tal alternativa, en términos meramente económicos supongo, porque los políticos eran sin excepción alguna profundamente negativos. Con todo, una investigación algo más detenida permite discrepar de su tesis central: «a los principales responsables de las finanzas españolas nunca se les ocurrió indagar si el Banco de Inglaterra estaba dispuesto a comprar metales de las reservas españolas o a recibirlos en depósito[28]». Los republicanos debían saber muy bien que tal operación no se hubiera contemplado sólo desde un prisma bancario sino que hubiera tenido una coloración extraordinariamente política y que el Banco de Inglaterra jamás hubiese actuado sin el consentimiento del Gobierno. Tampoco, hay que indicar, lo hubieran hecho otros bancos en la City.

Es, pues, razonable pensar que una transferencia masiva de oro español al Reino Unido, en las condiciones de guerra civil, hubiera llamado al primer plano al Foreign Office, al Tesoro y al Gobierno de S. M. en su totalidad y que la capacidad de actuación autónoma del Banco de Inglaterra hubiera brillado por su ausencia. Recordemos a todos los efectos que si la respuesta a la pregunta si el Reino Unido suministraría petróleo a la flota republicana en julio de 1936 había sido negativa, pensar que dos meses más tarde, yendo la guerra como iba contra la República, la operación que sugiere Martín Aceña se hubiese contemplado con criterios bancarios, mercantiles o económicos es, simplemente, pura utopía.

De todas maneras, incluso después de haber enviado el oro a la Unión Soviética, el mismo Negrín en persona se preocupó de indagar las posibilidades de continuar enajenando algún metal en el mercado de Londres, quizá para diversificar los puntos de venta. Este intento, todavía rodeado de la más espesa oscuridad, puede salir a la luz gracias a los telegramas de la embajada republicana en Londres descifrados por los servicios de inteligencia británicos[29] y a ciertos documentos conservados por Negrín. Entre ellos figura su pasaporte oficial como ministro de Hacienda. Según los sellos de la policía Negrín cruzó La Junquera el 7 de diciembre y regresó el 20. El 9 se entrevistó con Araquistáin, quien le dio un pasaporte diplomático a nombre del profesor José Navarro López, para que pudiera desplazarse por toda Europa en misión oficial. Debió de ser con este documento con el que el ministro viajó al Reino Unido bajo nombre falso.

El 10 y el 17 de diciembre de 1936 se entrevistó secretamente con el jefe de la oficina comercial soviética en Londres y le hizo una serie de preguntas al respecto[30]. No se sabe lo que respondieron los rusos de inmediato pero sí que uno de sus funcionarios suministró algo más tarde la información pedida al agregado comercial republicano Daniel Fernández Shaw, quien, naturalmente, se la pasó al embajador Pablo de Azcárate. A tenor de esta información los rusos consideraban factible la venta de oro en Londres y sugirieron como agente una empresa que trabajaba con ellos. Tal información no debió de ser nueva para Negrín, quien no podía haber olvidado la operación tutelada por Gabriel Franco. Los soviéticos no identificaron la firma pero sí dijeron que era de gran reputación y solvencia. Como alternativa última también adujeron la posibilidad de utilizar el MNB. En cualquier caso habría que disponer de muchos más detalles sobre las cantidades en cuestión y sobre la ubicación del oro. Tratándose de Inglaterra, insistieron en que el metal no debería ponerse en conexión con ninguna persona relacionada con el Gobierno republicano. Ya esto hace ver que las aguas en el mercado «libre» del oro londinense no eran tan limpias como sugiere Martín Aceña.

Seguidamente Negrín reemprendió camino hacia Valencia. No hemos encontrado constancia de cuáles fueron los asuntos que le mantuvieron en Londres algo más de una semana pero, a tenor de los telegramas interceptados, su visita fue conocida por las autoridades británicas. El asunto debió de continuar durante algún tiempo. El 9 de enero de 1937 De Azcárate pidió al ministro de Estado que transmitiese a Negrín que un tal Belitzky, de la oficina comercial soviética, había indicado la víspera a Fernández Shaw que el MNB estaba dispuesto a colaborar en la venta del oro, bien por cuenta del Estado español o de otra manera. El contacto necesario podría establecerse entre los respectivos agregados comerciales[31]. En este punto hemos perdido huellas documentales de la evolución del tema.

En realidad, la única alternativa medio razonable que existía era Francia. Ahora bien, con muy escasas excepciones los testimonios republicanos publicados son unánimes en pronunciarse en contra. Madrid había atravesado por mil y una experiencias negativas en cuanto a la capacidad y la voluntad del Gobierno Blum por incurrir en algún riesgo fuerte para ayudar a la República. Es cierto que compraba oro, que toleraba manifestaciones de apoyo, que permitía la recluta de voluntarios, que cerraba los ojos a su paso hacia España, pero no suministraba armas (salvo algunas de contrabando), mantenía su línea no intervencionista, estaba dividido y se veía atacado continuamente desde la derecha. Es curioso, y ha de resaltarse, que el propio Araquistáin sugiriese Suiza como alternativa y no la más obvia de Francia, donde al fin y al cabo era embajador[32]. Sin duda no habría olvidado los resultados del congreso del partido radical ni sus conversaciones con Delbos, convertido ya en apóstol de la no intervención a toda costa. Es más, y esto es algo que un eminente historiador como Bennassar ha pasado por alto, para entonces Blum había empezado a sondear al Gobierno de Madrid sobre si no convendría más ir pensando en una mediación. El gabinete republicano rechazó el globo sonda sin siquiera discutirlo y ni se le comunicó al presidente de la República, quien se enteró de ello posteriormente por una carta de Álvarez del Vayo (Azaña, 1990, p. 211).

Los episodios analizados sobre el sentido de la amistad francesa ilustran que los altos mandatarios de la República estaban muy desilusionados con el Gobierno de París, por no decir heridos y despechados. Podrían entender o no las razones internas que impulsaban a Blum a obrar como lo hacía —y Blum, en el mejor de los casos, no estaba dispuesto a moverse un ápice de la línea que se había trazado[33] — pero era arriesgado jugarse todo a una carta en un país de cuyo Gobierno y estabilidad política no podían fiarse. Si ya habían solicitado a Blum que no dimitiera para evitar un daño mayor, es inverosímil que tuvieran para entonces demasiada confianza en «su» correligionario hasta el punto de poner en sus manos todos los resortes de la resistencia. Porque sin oro, eso era evidente, no habría armas, ni soviéticas ni las que se adquiriesen en otros lugares por vías subrepticias.

Lo que sí se sabe es que a mitad de diciembre de 1936, cuando el oro ya estaba en Moscú, la dirección de Asuntos Políticos del Quai d’Orsay preparó un memorándum en el que se sugería la adopción de medidas muy duras para fortalecer la no intervención. Aparte de restringir las salidas de voluntarios y, naturalmente, cerrar los cauces para el escaso tráfico de material de guerra que lograba traspasar las barreras administrativas, los diplomáticos franceses enunciaron toda una batería de posibilidades para cortocircuitar operaciones de crédito a favor de la República (DDF, IV, doc. 161). ¡Imaginemos lo que hubiese podido ocurrir si la salvación de la misma hubiera estado en sus manos!

El hecho de que Araquistáin ni siquiera mencionase la posibilidad francesa quizá tenga que ver con sus recuerdos parisinos. En una carta del 17 de febrero de 1937 a Largo Caballero, el embajador afirmaba que en Francia se consideraba

como un gran triunfo de la diplomacia francesa […] que la guerra no se extienda fuera de España, que es lo que más preocupa, por no decir lo único. Aquí se teme a la guerra y a la revolución como a la peste. Si se evita la primera y se estrangula la segunda, miel sobre hojuelas […] Se teme la victoria de los facciosos […] pero no se teme menos nuestra victoria (Largo Caballero, 1996, pp. 17s).

Son cosas que no se olvidan. Ello no obstante, quizá en el futuro surja algún detalle sobre el intercambio de opiniones entre Negrín y Auriol que permita avanzar documentalmente en este ámbito. Por el momento, he de afirmar con cierta rotundidad que yerran Martín Aceña y Bennassar cuando consideran viable su alternativa fijándose exclusivamente en el apoyo prestado por Auriol y el Banco de Francia. En aquel otoño de 1936, la República no sólo necesitaba poner a salvo el oro depositado en Cartagena (algo que hasta el propio Araquistáin reconocía desde su atalaya parisiense[34]). Necesitaba abrir una fuente de suministros de armas, municiones, consejos y ayuda muy por encima de lo que cabía captar por vías clandestinas y desorganizadas. Además, había que hacerlo en secreto, fuera de los ojos curiosos de los espías, de las traiciones, de las filtraciones a la prensa internacional, del hundimiento del prestigio exterior que todo ello conllevase. Por no hablar de la conveniencia de evitar retrasos en la ejecución de transferencias, de traspasar divisas de un lado a otro en función de las cambiantes exigencias de aprovisionamiento y de la necesidad de no perder operaciones por falta de la oportuna llegada de fondos. Moscú, por el contrario, permitía combinar los dos factores básicos: la posibilidad de poder adquirir armas en grandes cantidades y de mantenerlo más o menos en secreto. ¿Cómo pagarlas de otra manera, con una exportación colapsada? ¿De dónde saldrían las divisas, en ausencia de créditos que las potencias democráticas no iban a conceder?

Las esperanzas republicanas no resultaron fallidas. La llegada de los transportes con armas modernas y, a veces, poderosas, la aparición de tropas soviéticas (aunque fuese en pequeño número) y la movilización del voluntariado internacional a través de los dispositivos de los partidos comunistas en torno a las BI debieron de actuar como una descarga de adrenalina. ¿Qué podía ofrecer Blum, no hablemos ya de Roosevelt, de comparable[35]? En realidad, caso de no haber efectuado tal viraje, la República probablemente se hubiera colapsado en 1936. Otra cosa, «historia contrafactual» obliga, es que con ello verosímilmente España se hubiese evitado muchos horrores, muchas muertes y, quizá, pero sólo quizá, una dictadura de cuarenta años.

El reproche de Payne (p. 200) de que Negrín no negoció «condiciones comerciales» para los envíos de armas es meramente retórico. ¿Cómo iba a negociar Negrín, en octubre de 1936, «créditos a largo plazo»? Lo que sí negoció, más tarde, fue el pago diferido de los suministros soviéticos. Se trató de créditos a corto plazo, de los de noventa días. Fueron los rusos, no los franceses, los británicos o los norteamericanos, quienes concedieron crédito desde un principio. Cierto es, todo hay que decirlo, que con la garantía última del oro ya enviado. La República, en contra de lo que afirma el historiador norteamericano, no ignoró «todas las demás alternativas» ni «repentinamente» jugó la carta soviética. Con Madrid amenazado, la Administración medio hundida, la no intervención haciendo de las suyas y las adquisiciones encubiertas llegando a cuentagotas, la República jugó a fondo sus cartas, por marcadas que estuvieran, en cuanto apreció en toda su intensidad el cerco de las democracias (salvo México) y el apoyo incipiente de Moscú. De todas maneras, Negrín intentó negociar créditos a largo plazo con la Unión Soviética. Pudo hacerlo cuando el oro ya estaba en Moscú. No podía hacerlo con él en Cartagena. Lo que ocurre es que los rusos no aceptaron y prefirieron que la República hiciera uso del depósito.

La argumentación de Martín Aceña, basada en la suposición de que existían alternativas eficientes, no se desprendía necesariamente de las fuentes disponibles cuando él escribió[36]. Hoy lo es mucho menos. Las posibilidades de adquirir grandes cantidades de armamento NO existían fuera de la Unión Soviética. El oro era un arma de guerra. Las apremiantes necesidades eran también de guerra. La intendencia, la hacienda o la política monetaria, por interesante que resulte contemplarlas, debían plegarse. ¿Cuál es la base para afirmar que el descarte de otras alternativas se hizo a la ligera? Martín Aceña, siguiendo una tradición profundamente arraigada en la literatura, retoma la noción de que los dirigentes republicanos se vieron sometidos al chantaje de un Rosenberg y de un Stajewsky. Se trataría, afirma, de una presión que aceptaron de buena gana ya que los rusos «sugirieron tomar el oro en prenda de los suministros». Los nuevos documentos disponibles (en historia contemporánea se da un proceso ininterrumpido de sustitución o de confirmación de hipótesis a medida que va abriéndose el abanico de fuentes) y la reconstrucción del proceso decisorio por ambos lados (nunca dio nadie por sentado que los suministros no fueran a pagarse) no permiten apoyar sus argumentos[37].