El gobierno autoriza la salida del oro
EL AUTOR DE ESTAS LÍNEAS alberga la esperanza de que este capítulo, uno de los núcleos de la presente obra, contribuya a esclarecer algo más lo que hasta ahora no ha logrado documentarse en la literatura: el origen del envío a Moscú del grueso de las reservas de oro del Banco de España, ya depositadas en Cartagena. La operación, central en el viraje que la República se vio obligada a dar hacia la Unión Soviética, sigue envuelta en las brumas de la controversia que desataron algunos de los adversarios y contrincantes de Negrín y que alentaron segundones que pretendieron extraer ya fuese reconocimiento, o dinero, con afirmaciones escandalosas y espectaculares. Son las que siguen influyendo en libros ayunos de toda base documental.
Conviene, pues, hacer honores a la historia y el relato que sigue está fuertemente documentado. No todos los enigmas, por desgracia, se han aclarado, y el autor así lo señalará, pero confía en que al término del mismo el lector pueda tener una comprensión cabal de uno de los episodios más extraordinarios del siglo XX, según indican ciertos historiadores[1]. Aplicando un análisis diacrónico, estudiaremos la cuestión en dos capítulos diferentes. En éste examinaremos la decisión de salida. En otro posterior, el envío mismo a la Unión Soviética. Tras los hechos, expondremos nuestra propia valoración.
VENTAS EN EL REINO UNIDO.
Es necesario afirmar ante todo que ya en el mes de septiembre, cuando se forzaba el ritmo de ventas de oro al Banco de Francia, Negrín se preocupó de diversificar la operación[2]. El único destino complementario posible en las circunstancias de la época era el Reino Unido. Por canales todavía oscuros, la persona encargada de tales ventas en el mercado británico fue el exministro y prestigioso economista Gabriel Franco[3]. No parece que éste se pusiera en contacto con el Banco de Inglaterra. Al menos, Martín Aceña, que ha visto algunos legajos en los archivos del mismo y se ha admirado de que los republicanos no contemplaran tal posibilidad, no ha encontrado documentación al respecto. Sin embargo, no es para sorprenderse. La primera razón que salta a la mente es, precisamente, que Negrín temería interferencias gubernamentales británicas, negativas para el curso de la operación, como las que no tardarían en producirse.
Gabriel Franco acudió a una empresa especializada en las ventas de oro en el mercado londinense. Era lo que se denominaba una casa de primer orden pero no la identificó al ministro[4]. Negrín intentó, por su mediación, colocar oro en el mercado británico. La operación dio comienzo el 1 de octubre y, que sepamos, concluyó el 16 del mismo mes. Permitió vender 3481 lingotes, a un ritmo exasperantemente lento. El día que más lingotes se vendieron fue el 6, cuando se colocó un total de 531. El de menor venta fue el 13, con 122. El promedio ascendió a 248 lingotes al día por un valor de 700 000 libras. Naturalmente, se planteó un problema: aunque la República podía constituir así un fondo de divisas en Londres con el que atender el pago de ciertas importaciones no bélicas y el de los servicios que utilizasen sus agentes y diplomáticos, ¿cómo liquidar los suministros de armas que procedían de otros lugares y, cuando se materializaron, los soviéticos?
A juzgar por el informe de Gabriel Franco conservado en AJNP la operación era excelente para la empresa que naturalmente cargaría un corretaje (un cuarto por mil). Estaba, además, dispuesta a dar en préstamo un millón de libras esterlinas al Gobierno republicano y a abonarle el contravalor del oro con efectos desde el mismo día que se vendiera. Había gastos: como hemos indicado, la casi totalidad del oro era amonedado. Era preciso, pues, fundirlo (un cuarto de penique por onza más tres chelines por barra[5]). A ello había que añadir los gastos de seguro (dos chelines tres peniques por cada cien libras esterlinas). Todo esto era asumible. La empresa, teniendo en cuenta las condiciones del mercado, creía poder vender sin dificultad unas cien mil libras diarias que acrecentarían las disponibilidades republicanas ya que no se resarciría del préstamo y de sus intereses sino hasta la venta de las últimas remesas. Las enajenaciones diarias previstas suponían un 40 por 100 de las que se producían en el mercado. Forzarlas llevaría a depreciar la cotización del metal.
Para situar el oro en Londres la empresa pondría a disposición del Gobierno una flotilla de seis aviones que podían transportar media tonelada por aparato tres veces por día. Los gastos de transporte diarios ascenderían a 50 libras por avión, si el oro venía de París, y a 150 si procedía de Madrid. Ahora bien, había una «pega». La empresa tenía que justificar el origen del oro y su destino. La firma del embajador en Londres sería imprescindible. Pero si el oro venía de París, quien debería hacerlo era el representante republicano acreditado en esta capital, cuya firma tendrían que legalizar el Quai d’Orsay y la embajada británica. Esto equivalía a destapar toda la operación. Si Negrín consideró que la gestión en Londres podía ser una alternativa a las ventas al Banco de Francia debió de llevarse una decepción. Gabriel Franco le escribió una nota, con todos los anteriores datos, en algún momento posterior al 16 de octubre de 1936, pero es posible que se los comentara a medida que transcurría la operación. La modestia de sus cifras hablaba, en cualquier caso, por sí sola.
SE PRONUNCIA EL CONSEJO DE MINISTROS.
Actuó de secretario, como solía, el ministro más joven. Era el de Instrucción Pública, Jesús Hernández, uno de los dos representantes del PCE. En 1953 publicó un libro de memorias entre cuyas inexactitudes[6] figura el «olvido» de aquella memorable sesión del 6 de octubre y también de uno de sus resultados, probablemente el más importante. Afortunadamente, en los archivos parisinos de Juan Negrín se encuentra el oficio, firmado por el propio Hernández, que dio traslado formal de la decisión adoptada en la reunión. No era trivial[7]. Decía así:
En virtud de las amplias facultades que las Cortes han concedido al Gobierno, el Consejo de Ministros, en su reunión del día de hoy, acuerda lo siguiente:
Autorizar al Excmo. Sr. Presidente del Consejo, Don Francisco Largo Caballero, y al Excmo. Sr. Ministro de Hacienda, Don Juan Negrín López, para que de común acuerdo tomen cuantas medidas sean necesarias con el oro del Banco de España, sin limitación alguna, y aun cuando para ello hubiere que situarlo, total o parcialmente, fuera del territorio patrio para defender dicho oro de cualquiera contingencia que pudiera representar grave daño para los altos intereses de la Nación.
Lo que trasladamos a V. E. para su conocimiento y constancia.
Madrid, 6 de octubre de 1936.
Excmo. Sr. D. Juan Negrín López, Ministro de Hacienda.
Este extraordinario documento merece un análisis mínimo[8]. En primer lugar, no mencionó el lugar de destino[9]. Ello podría haberse debido a una reserva comprensible (incluso la fabricación de cajas para transportar el oro a Cartagena se había velado cuidadosamente). Es verosímil que se examinaran las alternativas en presencia (Francia, Inglaterra y la Unión Soviética). Se ve mal que el consejo, en un asunto de tanta trascendencia, se limitase a extender un cheque en blanco. Sin embargo, en mi opinión, basada en evidencia circunstancial, en tal reunión se aprobó el envío a la URSS, como se indicará ulteriormente. En segundo lugar, es evidente que se habilitaba no a un comité o a un conjunto de ministros para que actuasen sino exclusivamente al presidente y al ministro responsable por razón de materia para que adoptasen todas las medidas necesarias destinadas a salvaguardar el oro. Estaba en la lógica del motivo de precaución que había inspirado la evacuación a Cartagena. El 6 de octubre se dio un paso adicional: lo que se contemplaba era el traslado, puro y simple, al extranjero[10]. Por último, es del todo punto obvio que el consejo, con su autoridad colectiva, amparaba a priori las decisiones últimas que Largo Caballero y Negrín se vieran llamados a adoptar.
Este último escribió más tarde a Prieto lo que sigue:
Aunque el decreto reservado, aprobado por el Parlamento, bastaba, a mi juicio, para tomar cualquier medida que estimara útil el ministro de Hacienda, referente al traslado y depósito del oro, a mí me pareció conveniente recabar una autorización expresa y conjunta para el presidente y el ministro de Hacienda. Según referencias, la posibilidad de depositar el oro fuera de España fue ya objeto de deliberaciones y hasta se había tomado en consideración por el Gobierno que nos había precedido. Del anterior acuerdo existe un duplicado, igualmente sellado, que a nombres que no son del caso se conserva en un banco extranjero.
Este escrito permite extraer algunas conclusiones. En primer lugar, la noción de que ya el Gobierno Giral probablemente había jugado con la medida. Sin duda en conexión con las reflexiones que se hicieron en agosto y que conocemos por fuentes tan independientes entre sí como el anarquista Abad de Santillán y el gobernador del Banco de España. Negrín innovó pero posiblemente se basó en antecedentes o en ideas previas. Naturalmente, en el mes de agosto el único destino en el extranjero factible hubiese sido Francia. En octubre había alternativas. En segundo lugar, nos basamos en la autorización misma que se ha utilizado por primera vez en este libro. Se encontraba en una caja fuerte en un banco parisino[11]. En tercer lugar, el cuidado de Negrín de contar con la autorización política del Consejo de Ministros. Ésta fue el segundo eslabón de la cadena que había empezado a forjarse con el decreto reservado sancionado por las Cortes[12]. Nunca podrá aducirse que el consejo no se había pronunciado en un lenguaje claro y transparente. Con todo, y como ya hemos indicado, todavía hoy resulta difícil documentar adecuadamente qué tipo de conexión existió entre la luz verde de Stalin y la decisión de trasladar el oro a la Unión Soviética[13]. Durante años ha perdurado en la literatura la especie que el primero exigió el envío del oro para cobrarse la ayuda[14]. En ello muchos autores han seguido a Krivitsky, que en este tema no podía ofrecer, desde La Haya, un testimonio fiable.
Lo que es posible afirmar, con razonable seguridad, es que uno de los sub-mitos que todavía pulula en la literatura no resiste, por el momento, la contrastación. Se trata de la noción perenne, también esparcida por Krivitsky, de que el envío se decidió siguiendo sugerencias, o imposiciones, soviéticas. Nadie las ha documentado hasta la fecha. A esta especie, y dependiendo del humor o talante ideológico más o menos combativos de los diversos autores, se añaden algunos otros. Uno de los más perdurables es que se trató, esencialmente, del éxito de las gestiones hechas ante Negrín por el representante comercial soviético (torgpred) Artur Stajewsky. Es uno de esos casos en que decenas de autores[15], copiándose los unos a los otros, coinciden, aunque desde perspectivas políticas e ideológicas muy diferentes, en no mencionar las afirmaciones (que posiblemente crean despreciables) de Álvarez del Vayo y en reducir al mínimo la capacidad de decisión de los dirigentes republicanos[16]. Es un mito desmontable recurriendo a las fuentes primarias relevantes. El Politburó nombró a Stajewsky el 25 de octubre[17].
No he encontrado evidencia de que el trascendental informe de Jiménez de Asúa del 20 de septiembre fuese conocido por el consejo. Pero es indudable que no pudo ser ignorado. Afectaba a demasiados departamentos. A la Presidencia del Consejo en primer lugar pero también a los Ministerios de Estado, Marina y Aire y Hacienda. Cuando se leyera, y es improbable que no lo fuese dada la personalidad de su autor, los ministros correspondientes no habrían dejado de sentirse impactados por su cuádruple mensaje: la no intervención había surgido bajo presiones británicas, el Gobierno francés seguía cuasi mecánicamente la línea de Londres, los primeros apoyos (Blum, Daladier) se habían volatilizado y la operación en París era un auténtico desbarajuste. ¿Qué hacer? Lo que parece claro es que, por razones que desconozco, Prieto no participó en la decisión del 6 de octubre. Al menos en su correspondencia ulterior alegó que no sabía nada del acuerdo y Negrín no le rectificó[18].
Cuando adoptó su trascendental decisión el gabinete republicano se encontraba en un período agitado. Durante él dio a conocer una especie de Libro Blanco en el que se relataban las vulneraciones constatadas de la no intervención por parte de las potencias fascistas y que Pascua distribuyó en Moscú. La comparación entre tales violaciones, que reflejaban la actuación de bombarderos y cazas alemanes y la descarga de material de guerra en los barcos Kamerún y Wigbert (identificado por error como Visbery) así como de aviones Savoia, Caproni y Fiat italianos (ABC, 4 y 6 de octubre), tuvo que proyectar en la mente de los ministros la gran diferencia de trato externo que recibían los franquistas y la República. Era un período en el que el Gobierno continuaba con la organización y encuadramiento del Ejército Popular. Según Morel (telegrama del 8 de octubre) sólo el PCE, convencido de la necesidad imperiosa de la disciplina y del mando, le ofrecía un apoyo sin reservas. Pero no todo relucía:
La energía meritoria de este esfuerzo tardío parece chocar, fuera ya de la neutralidad irreductible de la CNT, con la autonomía de los partidos, la inercia de las masas y la desmoralización de los combatientes, mal armados y encuadrados. Ahora bien, al prolongar la resistencia de Madrid, el Sr. Largo Caballero y los jefes comunistas habrán salvado el honor.
Se trataba, en fin, de un momento en el cual el Gobierno aún no sabía oficialmente que la ayuda soviética ya se había decidido. Esto se deduce de la comunicación que el 11 de octubre envió Kaganovich a Stalin y en la que se afirmaba:
Todavía no hemos dicho nada a Caballero sobre nuestros envíos. Pensamos que habría que cursar instrucciones a Gorev para que le informe oficialmente, aunque de manera reservada, acerca de la ayuda. Por el momento sería preciso darle todos los detalles sobre lo que ya ha llegado y en el futuro informarle a medida que arriben los barcos (R. W. Davies et al., p. 368[19]).
Stalin dio en el acto su visto bueno a esta sugerencia. Se trata de un tema sumamente significativo. Sabemos, por ejemplo, que tan sólo cuatro días antes, el 7 de octubre, Rosenberg fue a visitar a Largo Caballero, que había estado encerrado toda la mañana trabajando en su despacho del Ministerio de la Guerra. La prensa se hizo eco del ofrecimiento de recibir heridos y convalecientes republicanos para su tratamiento en la Unión Soviética[20]. Es evidente que el embajador no dijo una sola palabra de un asunto que era realmente importante. Este episodio podría explicar la de otra forma inexplicable afirmación de Largo Caballero de que no se sabía quién había pedido las armas. Mi opinión, sujeta a lo que pueda descubrirse en el futuro en los archivos rusos, es que Stalin se comportó de forma parecida a como lo habían hecho Hitler y Mussolini tras el golpe y como lo harían después, en los meses de noviembre y diciembre de 1936. Al principio, la selección del armamento se decidió de forma autónoma en Moscú, Berlín y Roma. La diferencia estriba en que en el caso de Moscú existía un conocimiento mucho más profundo de las necesidades republicanas que el que había habido, en julio, en Roma y en Berlín respecto a las franquistas.
Entre quienes ignoraban lo que pasaba se encontraba el propio Pascua, según transpira de los despachos que por entonces enviaba a Madrid. En uno de ellos narró una entrevista con Molotov que tuvo lugar el 10 de octubre. Los barcos soviéticos ya navegaban con armas hacia los puertos españoles pero el embajador no pudo extraer la menor información ni Molotov la ofreció. Raras veces se encuentran ejemplos contrastables de tal hermetismo que, a mayor abundamiento, estaba perfectamente coordinado. Así, pues, cuando tomó su decisión sobre el oro el Gobierno republicano ignoraba la inminente llegada de los suministros bélicos auténticamente soviéticos[21]. Podemos establecer la hipótesis que Gorev comunicó la noticia nada más recibir la autorización, es decir, el 12 de octubre. Desde Madrid no debieron de demorarse demasiado las órdenes para cerrar, al menos, el puerto de Cartagena a la curiosidad de los navíos de guerra extranjeros.
En lo que se refiere al acuerdo del Consejo de Ministros cabe observar un tratamiento diferente por dos de los participantes en la reunión. La versión más importante fue, sin duda, la de Largo Caballero. En sus recuerdos, ampliamente difundidos, después de zarandear la personalidad privada y política de Negrín, afirmó en una carta fechada en 1946, poco después de su regreso a París de un campo de concentración alemán, que el ministro de Hacienda decidió, pura y simplemente, trasladar el oro fuera de España (1954, p. 191). Más adelante, en la compilación de sus escritos (en vías de publicación en el momento de redactar estas líneas), silenció tanto el acuerdo como la habilitación (2007, p. 3494). El segundo participante fue Indalecio Prieto, ulteriormente uno de los más feroces detractores de Negrín. Inteligente, no negó la autorización pero sí evacuó responsabilidades (actitud que exhibió con frecuencia en sus memorias). Lo hizo en primer lugar en 1940, en plenas disputas sobre la dirección política del exilio en México, de la siguiente manera:
El 25 de octubre de 1936 se embarcaron en Cartagena con destino a Rusia siete mil ochocientas cajas llenas de oro, amonedado y en barras, oro que constituía parte de las reservas del Banco de España. Previamente el señor Negrín, como ministro de Hacienda, obtuvo el acuerdo del Gobierno y la firma del presidente de la República para un decreto autorizándole las medidas de seguridad que estimara indispensables en cuanto al oro del Banco de España. Como miembro de aquel Gobierno, acepto la responsabilidad que me corresponde por el acuerdo, aunque ni los demás ministros ni yo conocimos el propósito perseguido. Ignoro si llegó a conocerlo el entonces jefe del Gobierno, Francisco Largo Caballero[22].
Ésta es una sabia mezcla de verdades, medias verdades y no verdades. El que nadie le hubiese informado del envío es inexacto como lo es también que los demás ministros, incluido Largo Caballero, ignoraran la decisión. También sorprende que no le hubieran dicho nada sus servicios en la base naval de Cartagena que tenían contactos con el personal dependiente de los Ministerios de Guerra y Hacienda. Sin embargo más tarde Prieto precisaría:
El envío se efectuó al amparo de un acuerdo unánime del Gobierno quien visto el peligro de que Madrid cayese en manos de los insurrectos, concedió al ministro de Hacienda — Negrín — la autorización pedida por éste para adoptar medidas de seguridad, no especificadas, respecto a las reservas metálicas del Banco emisor (p. 122).
Esto es algo más correcto aunque tampoco totalmente exacto. Tal es, hasta el momento, el estado de la cuestión, dejando de lado versiones truculentas y novelescas carentes de toda base documental. La que he podido encontrar al respecto se utiliza plenamente y sin restricción alguna en esta obra.
UNA LEYENDA QUE SE ESFUMA: NEGRÍN EN ACCIÓN.
Tras el acuerdo del consejo, el ministro de Hacienda actuó rápidamente. Al día siguiente llamó al capitán de carabineros[23] José Muñoz Vizcaíno y le dio instrucciones precisas. Debía trasladarse con urgencia a Cartagena y organizar la guardia de los polvorines. Tenía casi un cheque en blanco en todo lo que se refería a asegurar la protección del oro. Se le encomendaba, eso sí, que procurase guardar las mejores relaciones posibles con el gobernador militar y con el jefe de la base naval. Es impensable que éste no tomara contacto con la superioridad en cuanto llegasen las expediciones de Madrid pero mucho más impensable que no lo hiciera cuando en el pequeño horizonte cartagenero apareciese un nuevo factor con capacidad para dar órdenes. Muñoz debía tener al día al ministro de Hacienda de cuantas incidencias ocurriesen. Detalle revelador: «si fuese preciso utilizará el teléfono». Esto indica que el capitán acudiría normalmente al telégrafo, como hacían los funcionarios de la brigada bancaria. Por desgracia, no han aparecido las comunicaciones al respecto, si es que se han conservado. Negrín delegó, por lo demás, en Méndez Aspe las atribuciones operativas. Muñoz debía acatarlas como si sus instrucciones emanasen del ministro mismo. Se preveía ya una misión exploratoria mucho más detallada que la que había desarrollado Giral semanas antes. Muñoz debía facilitar la labor informativa que realizaría un comandante muy adicto a Negrín, Fernando Sabio, quien se desplazó a Cartagena acto seguido[24].
Por fortuna, tanto las instrucciones a Muñoz como el informe de Sabio los conservó Negrín en sus archivos parisinos. Se reproducen en el apéndice documental. La nota de Sabio ofrece una vívida descripción de los polvorines en donde ya se había depositado el oro y una gran parte de la plata. Había tres puertas pero sólo la tercera presentaba alguna dificultad[25]. Es decir, la protección de lo que ya era el tesoro de guerra debía descansar en las fuerzas mandadas por Muñoz y las de la guarnición. Esto no era fácil. El general Toribio Martínez Cabrera (posterior jefe del EM) pretendió asumir el mando de las tropas de carabineros y servirse de ellas como refuerzo de las propias. Quizá tuviera razón, en la medida en que divisaba en el pueblo el lugar de donde podría «un día» salir el enemigo, si ello implicaba que el mayor riesgo lo divisaba en eventuales movimientos anarquistas contra los depósitos. Para Sabio esta actitud fue cuando menos sorprendente y calificó al general de ejemplo de lo que había que superar en el Ejército. En esta crítica, se adelantó incluso a la que más tarde se vertió contra dicho general, uno de los fusilados por los franquistas al terminar la guerra civil.
En la labor de reducción del peso de la mitología, también es posible avanzar nuestro conocimiento acerca de las circunstancias en que se fraguó la apelación a la URSS y las interacciones que la acompañaron. Para ello cabe disponer del testimonio del propio Negrín. En unos apuntes que empezó a redactar antes de su fallecimiento dejó constancia de que:
… la idea de situar fondos en Rusia fue mía, exclusivamente mía, sin que hubiera existido previamente, presión, requerimiento, sugestión o indicación por parte de nadie ni mucho menos de los rusos… La propuesta [les] cogió tan desprevenidos y de sorpresa que hubieron de hacerse varias consultas a Moscú antes de que aceptaran en principio y facultaran a su representante para estipular con nuestro Gobierno las condiciones generales de un posible convenio.
Ésta es una afirmación que diverge totalmente de los asertos habituales hasta ahora en la literatura[26]. Es la que permite hacer pensar, teniendo en cuenta la fecha del acuerdo del consejo, que probablemente Negrín había entrado en contacto con la embajada unos días antes e incluso, quizá, a finales de septiembre. Pero nada de esto está todavía comprobado. En otra variante de esos apuntes consignó:
Don Francisco Largo Caballero, él, hombre tan frío, acogió con entusiasmo mi idea (veremos, más adelante, los motivos justificados de ese entusiasmo) y ordenó se pusiera en práctica inmediatamente. Le advertí que por no existir precedente de operaciones de este tipo con la URSS, y dado su peculiar sistema político, era preciso concertar antes con el Gobierno soviético las formalidades que habrían de cumplirse para efectuar la entrega y consignar los fondos, así como para disponer de ellos.
En puridad, no hay mucho que deba sorprender en esto. No se trataba de una operación corriente sino desesperada. Negrín no era un inocente. Al contrario. Era uno de los ministros republicanos con más experiencia del extranjero que había en el gabinete. No la que cabría obtener como embajador o periodista (al estilo de la de Álvarez del Vayo) sino la que se derivaba de haber seguido estudios prolongados fuera de España, lo cual era una rareza en la época. Negrín no había hecho lo que hoy denominaríamos un mero postgrado sino toda la carrera de medicina, que después hubo de convalidar en Madrid. Había vivido en Alemania nueve años, donde se había casado con una rusa, dominaba el francés y el alemán, hablaba muy bien inglés (con fuerte acento germano), se expresaba en ruso, leía y entendía holandés y probablemente el sueco, y el danés y el italiano[27]. Su biblioteca, que en parte se conserva en París en el momento de escribir estas líneas, muestra una impresionante variedad de libros en varios idiomas sobre los temas más diversos de ciencia, literatura, historia y arte amén de los estrictamente profesionales.
El exministro se preguntó acerca de los motivos del retraso y dio un diagnóstico:
Mi impresión es que nuestra petición, expuesta o traducida en forma imprecisa, al ser examinada por los Comisariados de Comercio y Hacienda, a los que fue transmitida, la interpretaron como un tanteo acerca de la posible obtención de créditos antes de constituir una garantía. La confusión, si la hubo, sería explicable porque al mismo tiempo que ofrecíamos el envío de oro recalcábamos la urgente necesidad de divisas y el embajador Sr. Rosenberg, que sirvió de intermediario, no muy versado en materias financieras y bancarias, no me pareció que comprendiera bien, al principio, nuestra intención. De otro modo resulta incomprensible no se nos diera una respuesta inmediata afirmativa sino que fuera necesario cruzar telegramas, aclaraciones y puntualizaciones[28]. Posible es también que los comisarios aludidos, antes de someterlo a resolución de una Instancia Superior, quisieran contar con una formulación inequívoca acompañada de todo género de detalles. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto es que la primera reacción a mi pregunta sobre [si] la banca soviética estaba dispuesta a suministrar divisas, previo depósito de oro en su Central, lejos de ser franca y favorable, fue más bien cautelosa y reservada[29].
De este apunte se desprende la noción que lo que el ministro de Hacienda pretendía era movilizar divisas con rapidez. Es algo que conviene recordar y a lo que haremos referencia repetidamente. Pero para ello era preciso obtenerlas. Es cierto que ya se vendía oro a través del Banco de Francia pero estas operaciones tenían el inconveniente de que eran conocidas de los sublevados (y también de los servicios de inteligencia de los países interesados en el drama español). Por otra parte, el Gobierno de Largo Caballero deseaba obtener armamento soviético. Al fin y al cabo, Rosenberg tendría que haber dado una respuesta a la última petición del Gobierno Giral y este último seguía en el Gabinete como ministro sin cartera por lo que no cabe pensar que el presidente lo ignorara. Cabe establecer la hipótesis, aún por contrastar, si lo que en último término, y a través del artilugio de la adquisición de divisas, inquietaba a Negrín y a Largo Caballero era cómo inducir una decisión más rápida por parte de Stalin y sobre volúmenes de ayuda realmente importantes. Negrín, por su parte, dialogaba con un embajador poco transparente. Al menos es lo que se deriva de la anotación siguiente:
Bien es verdad que el astuto embajador soviético gastaba una técnica diplomática rica en recovecos y recelos y yo, apenas iniciado en estos menesteres, no había llegado a elaborar la propia que más tarde había, según creo, de darme satisfactorios resultados en mis tratos con los rusos.
Por estos apuntes se observa que el origen inequívoco de la decisión de enviar oro a la Unión Soviética ha de ubicarse en el ministro de Hacienda y que el interlocutor en este trato tan trascendental fue, obviamente, el propio embajador. La lógica de la gestión respondía a la necesidad que ya habían sentido Giral y Ramos, protagonistas de la inicial movilización de las reservas: obtener divisas urgentemente y adquirir armamento. La reacción es también verosímil: la idea cogió de sorpresa a los soviéticos. ¿Y por qué no les iba a coger? Sólo si se postula que Negrín actuara desde el principio como marioneta cuasi-teledirigida desde Moscú, y ante el cual desarrollase reflejos pavlovianos, chocará la descripción que antecede con el sentido común y con los fines de la operación. (Largo Caballero, con la peculiar versión del tema que ofreció en sus recuerdos, se ha escapado a tal tipo de interpretaciones). En cualquier caso, Negrín también aludió a dificultades de comunicación, cuando menos verosímiles.
No hay, de todas maneras, que ser un lince para pensar que las dificultades debieron de surgir en Moscú. Las autoridades soviéticas no estaban tan introducidas en los circuitos financieros internacionales como las españolas. La operación debió de ser, para ellas, una novedad. La Unión Soviética vendía o exportaba oro (era uno de los grandes productores mundiales) con el fin de adquirir divisas. No compraba oro para dar su contravalor en moneda extranjera. Por otro lado, que los comisarios para el Comercio y las Finanzas recurrieran a Stalin era algo absolutamente normal. Señalemos que lo mismo hubiese ocurrido en el caso hipotético de que la operación se hubiese planteado ante un régimen democrático occidental: es difícil pensar que el jefe del Gobierno no se hubiera visto involucrado. Más adelante indicaremos que para un caso infinitamente más trivial, relacionado con eventuales operaciones con oro, el Banco de Inglaterra y el Tesoro no dudaron en informar al gabinete del primer ministro, Stanley Baldwin.
Sobre el círculo de cognoscenti también Negrín arrojó luz. El primero a quien comentó la idea fue, naturalmente, el presidente del Gobierno[30]:
Don Francisco Largo Caballero aceptó al instante mi idea, muy complacido, y ordenó se pusiera en práctica, una vez se concertaran con el Gobierno soviético las formalidades que habrían de cumplirse para efectuar la entrega de los fondos, hacer su depósito en el Banco del Estado, así como para disponer de ellos. Me encargó tratara y conviniera con el Sr. Rosenberg los detalles de la operación, pero se reservó ser él quien, después de nuestros pourparlers, ultimara la negociación, ajustándose a la pauta [en otra variante de los apuntes: a las normas] que de mí solicitó. Don Francisco, haciendo uso [en uso] de sus atribuciones como jefe del Gobierno, [se reservó ultimar las negociaciones y ser él quien firmara el documento, como así lo hizo[31]] recabó ser él quien firmara el convenio, a pesar de que en el memorándum, preparado [para su información] por [los expertos del ministerio de Hacienda],[32] se indicaba [advertía] que [la discusión de las cláusulas y la signatura de este tipo de documentos se hiciera por] el documento debía llevar la signatura de [los titulares] de los Departamentos de Finanzas de los respectivos países o personas por ellos debidamente acreditadas.
En resumen, también intervinieron los expertos del Ministerio de Hacienda, al igual que ya lo habían hecho en las ventas de oro a Francia. En la hecatombe de la documentación financiera republicana es bastante verosímil que todo este material informativo y previo a la decisión haya desaparecido. Es sorprendente, en verdad, que Negrín conservara tanto como conservó, pero sin duda es una minúscula parte de la generada. Hay, sin embargo, algo que conviene destacar. Entre quienes se enteraron de tan trascendental decisión figuró algún espía al servicio de Franco que, además, tenía la capacidad y los medios para comunicarse urgentemente con el Cuartel General. En la literatura suele hacerse mofa de la bien documentada paranoia de los soviéticos, que veían espías en España por todas partes. En este caso concreto, de una importancia capital, no hubieran andado equivocados. Los agentes franquistas conocieron en tiempo real lo que se fraguaba y lo comunicaron a Burgos de forma inmediata por vías que me son desconocidas. La noticia afloró a luz pública el 9 de octubre, es decir, a los tres días del acuerdo del Consejo de Ministros. En tal fecha ya se identificó la URSS como lugar de destino, lo que refuerza nuestra creencia de que en el consejo debió de plantearse claramente el traslado al extranjero no de forma genérica, sino concretamente a Moscú.
Volviendo a la decisión misma, lo que queda claro es la implicación directa del presidente del Gobierno. Ni Negrín era hombre para, al mes de tomar posesión de su cargo, adoptar una determinación de tal porte ni era posible poner en marcha una operación como la que representaba desplazar el nervio de la guerra fuera de España sin los apoyos adecuados. ¿Acaso tenía la capacidad de sacar el oro de los polvorines de La Algameca sin que nadie se diera cuenta? Sólo la pasión de algunos autores, o el encono de los adversarios de quien llegó a ser presidente del Gobierno y encarnación del espíritu de la resistencia, han mantenido en vida las muchas afirmaciones acerca de la responsabilidad que le atribuyen en este importantísimo tema. El apunte continúa:
Me parece recordar que así me lo expresó, reforzando el argumento con su opinión de que de otro modo tendría que intervenir, además del de Hacienda, el Ministerio de Estado, por ser a éste al que directamente compete actuar en nombre del Gobierno ante los embajadores y que por corresponder el asunto a dos ministerios era Presidencia la llamada a intervenir […] No sé quién asesoró a D. Francisco, o si era una opinión personal espontánea, pero no estimé, ni estimo, que dentro de la letra y espíritu de la Const[itución] Rep[ública] E[spañola] deba un ministro disputar al jefe del Gobierno la facultad (menos en tiempo de guerra) de por un prurito de amor propio o una pretendida invasión de su jurisdicción absorber su función ejecutiva que él ejerce por delegación, salvo que considere no pueda solidarizarse, y hacerse corresponsable, con la determinación presidencial.
Como es notorio, Largo Caballero era un hombre celoso de sus prerrogativas[33], pero según el apunte,
su intervención se limitó a ratificar lo ya convenido, que se ajustaba a las recomendaciones de nuestros peritos. En lo único que se apartó del memorándum, redactado por los servicios competentes, y sometido por mí a su consideración, fue en que la signatura del documento la asumió él, sustituyendo al ministro. Probablemente estimó D. Francisco —creo recordar que así me lo dijo— que por haberse tramitado el acuerdo no a través del agregado comercial y financiero soviético, puesto entonces vacante[34], sino del embajador y por corresponder, a su juicio, el asunto a dos Ministerios, Estado y Hacienda, aunque Estado estuvo completamente al margen, era de su responsabilidad el estampar la firma[35].
Estas notas de Negrín nos permiten, pues, reconstruir los antecedentes de la decisión sobre el envío del oro. Fue española y el ministro de Hacienda asumió toda su paternidad, aunque quizá sabedor de las ideas que habían tenido Giral o su predecesor. El presidente del Gobierno la aprobó sin reticencia alguna. Hubo una reflexión previa sobre cómo ponerla en práctica. Se comunicó informalmente al embajador soviético a manera de tanteo. La primera reacción de éste fue un tanto confusa pero, lógicamente, la transmitió a Moscú. En la capital soviética causó sorpresa y la respuesta no fue inmediata. En cualquier caso, Negrín señaló desde el primer momento lo que quería: depositar el oro para venderlo y obtener divisas que la República necesitaba desesperadamente. Al cabo de varios días, Moscú debió de dar su luz verde de manera informal, a la espera de la petición formal republicana. El Consejo de Ministros otorgó entonces su bendición[36]. O, quizá, el acuerdo se adoptara antes de que llegase a Madrid la noticia, porque si Moscú rechazaba la sugerencia, siempre hubiera sido útil disponer de una autorización política abierta. Sería muy interesante, naturalmente, reconstruir mejor la actuación de Largo Caballero y Negrín en los días anteriores a la llegada de tal luz verde.
LA PETICIÓN FORMAL REPUBLICANA.
Es notorio que ésta se materializó en una carta que Largo Caballero dirigió al embajador Rosenberg, el 15 de octubre[37]. Estaba escrita en francés y se debía a la pluma de Negrín. Decía así:
En mi calidad de presidente del Consejo he tomado la decisión de rogarle que proponga a su Gobierno si consentiría que una cantidad de oro de unas 500 toneladas aproximadamente se depositase en el Comisariado del Pueblo para las Finanzas de la Unión Soviética. El volumen exacto se determinaría cuando se efectuase la entrega del oro en el Comisariado.
Tal carta fue seguida de otra, cuarenta y ocho horas después, también en francés y redactada asimismo por Negrín, en la que se exponían los propósitos que animaban a las autoridades republicanas. No cabe duda, tras conocer el tenor de los apuntes del ministro de Hacienda, que la segunda carta estaba destinada a dar respuesta, por escrito, a las cuestiones que se habrían suscitado en Moscú sobre las intenciones españolas. Largo Caballero precisó:
Con referencia a mi carta del 15 de octubre le ruego tenga a bien comunicar a su Gobierno que nos proponemos efectuar —con cargo al oro que su Gobierno ha consentido en aceptar como depósito en la Unión Soviética— pagos de ciertos pedidos al extranjero, así como también transferencias en divisas, por mediación del Comisariado del Pueblo para las Finanzas de la Unión Soviética y de los corresponsales del Banco de Estado de la misma[38].
Estas cartas las dio a conocer Pascua en 1970[39] mucho después de que Negrín hubiera fallecido. No hay nada en ellas que contradiga los apuntes de este último, cuya existencia no salió de la oscuridad hasta 2005, cuando Gabriel Jackson aludió a los mismos. En su conjunto reflejan con total claridad las intenciones republicanas. El oro se enviaría a Moscú a fin de:
En algún momento durante aquel período Negrín se desplazó a París para verse con su correligionario y homólogo francés, el ministro de Finanzas Vincent Auriol. No ha quedado constancia de lo tratado —o no se ha encontrado todavía—. Esta entrevista se explica por diversos motivos. En primer lugar es posible que Negrín quisiera proceder a un intercambio de impresiones para no crear un incidente político con Francia de cierta gravedad. No hay que olvidar que París seguía adquiriendo oro. También podría haber ocurrido que Negrín deseara cerciorarse de si el Gobierno francés estaría dispuesto a asumir la responsabilidad de recibir una cantidad de metal mayor[40].
En ausencia de material documental directo ninguna de las dos hipótesis puede descartarse. Con todo, en el Gobierno republicano las iras contra el francés no sólo no habían amainado sino que se habían incrementado[41]. La entrevista Negrín-Auriol debe de haber dejado algún rastro en los papeles franceses, a no ser que se considerase tan secreta y trascendental que el ministro de Finanzas no hubiera deseado que quedase registrada. Svetlana Pozharskaya ha indicado que los republicanos escogieron a la Unión Soviética después de discutir ampliamente cuáles pudieran ser los destinatarios del envío. Esto da la impresión que algo de lo que antecede debió de filtrarse hacia Moscú. No sería, por otro lado, de extrañar que la documentación relevante francesa hubiera desaparecido[42]. Hay otras dos referencias al viaje de Negrín para hablar con Auriol. La primera, y a la que otorgamos gran importancia, es una anotación manuscrita del propio ministro republicano en la que se detalla un esquema de lo que quería relatar en su nonato libro:
—¿Por qué se acordó enviar el oro a Rusia?
—Razones de seguridad[43]
—El embargo
—Entrevista Auriol[44]
—Conocimiento Araquistáin
—Estado embajada[45]
—Preparación decreto del convenio y del traslado
—Elección de interventores[46].
La segunda se encuentra en uno de los artículos de Araquistáin, escrito inmediatamente después de la guerra civil. En tal artículo, el exembajador dio una versión interesada del viaje del ministro:
Yo mismo aconsejé a Negrín que las [reservas] sacara de Cartagena. Le hice venir a París, después de haber obtenido, a petición suya, de Largo Caballero, autorización para el viaje (sic). Cuando le hube expuesto mis temores y la conveniencia de poner a salvo el oro, él me dijo, sonriendo, que en aquel momento iba camino de Odesa. Me explicó la forma del depósito. Se había hecho a nombre de Largo Caballero, de Indalecio Prieto y del mismo Negrín. Si algún día faltaba alguno de los tres, o todos, los sustituirían cuatro suplentes, tres embajadores (yo era uno de ellos) y un ministro plenipotenciario. Me consta que Largo Caballero no intervino nunca con su firma en las operaciones del oro depositado en Rusia.
Esta referencia plantea, al menos, cuatro problemas. El primero es que el ministro pidiera al embajador que intercediese por él para que el presidente autorizase su viaje a París. Un ministro está por encima de un embajador, incluso cuando, como en el caso de Araquistáin, tenía una relación muy estrecha con el presidente del Gobierno. Que Negrín, quien viajaba constantemente a París, recurriese al embajador no es verosímil. El segundo problema no es de procedimiento, sino de sustancia: las afirmaciones de Araquistáin sobre la forma del depósito no se corresponden con la realidad. Punto. El tercero es que Largo Caballero sí intervino en las operaciones con el oro. Lo hizo en tanto en cuanto fue presidente del Gobierno. Araquistáin o ignoraba de lo que escribía o escribió lo contrario de la realidad. Todo ello mina su credibilidad y por ello habría que sustanciar de otra manera sus comentarios sobre la reacción de Negrín que describe[47]. Por otra parte, y esto es un punto positivo, Araquistáin da un mentís a las afirmaciones de Martínez Amutio de que se enteró de todo lo que había sucedido por boca de Stajewsky, quien cumplía así un encargo de Negrín[48]. Como numerosas alegaciones de Martínez Amutio, también ésta es de muy escaso valor.
Existe una relación de las cuestiones que, probablemente, Negrín deseaba desentrañar. El lector puede estar interesado en conocerlas. Se especifican bajo el título «Preguntas en relación con el capítulo Oro español en URSS» y son las siguientes:
—Fecha del envío. Salida y llegada
—Nombres de los funcionarios que acompañaron el envío y su gestión
—Barco
—¿Estaba el Gobierno en Valencia?
—¿Habían roto ya relaciones con la República Alemania, Italia y el Vaticano?
—Documento de Caballero
—Cartas y artículos de Prieto sobre el asunto
—Leyes y decretos que autorizaban y regulaban la transformación del oro.
¿Ley de Ordenación Bancaria?
—¿Cuándo fue hecho el depósito de Mont-de-Marsan, por quién y para qué?
Algunas de estas preguntas se responderán en páginas ulteriores. Otras son evidentes. La contestación, por ejemplo, a la cuarta y quinta es un rotundo no. Negrín, por supuesto, era consciente de la importancia de lo que pensaba escribir y no escribió. La forma en que inició el capítulo así lo demuestra:
La utilización de la Tesorería de la URSS y del aparato bancario soviético para depositar y movilizar fondos de nuestro erario[49], no sólo con el objeto de convertirlos en efectivo disponible, cuando los gastos de guerra lo demandaban, sino como indispensable medida precautoria de seguridad, ha servido de pretexto para violentas campañas de difamación. En ellas se han destacado quienes, no queramos dudarlo, han sido víctimas de accesos desconcertantes de obnubilación. Maravilla constatar hasta qué extremos una amnesia parcial colectiva puede producir huecos de idéntico vaciado en personas dominadas por un frenesí pasional. Demos esta explicación, pues de otro modo habríamos de admitir que, sin reparo a la calumnia, y encenagándose de la manera más vil, han falseado, a sabiendas, la verdad quienes no podían menos de conocerla, por haber sido confidentes, cuando no inspiradores o colaboradores prominentes de lo que con escándalo denuncian como delictivo. Y tal hipótesis nos repugna.
Es obvio que Negrín, sin nombrarlas, apuntaba a las interpretaciones que para entonces habían propalado o se habían propalado bajo el nombre de personas que conocieron los entresijos de la operación. Debió de repugnarle la versión que apareció en las cartas parisinas de Largo Caballero a su regreso de Alemania, por no hablar de las críticas de otros. Probablemente tenía la intención de enmendar la plana a Jesús Hernández pues en sus notas manuscritas transcribió una relación de las páginas de las memorias de este último que contenían afirmaciones impugnables.
Negrín justificó y situó en contexto la operación con toda una batería de argumentos. Unos eran más sólidos que otros:
La operación se ajustó a las disposiciones en vigor que, fundamentalmente, databan de la Monarquía[50]. Desde el punto de vista legal y del formal la transferencia era análoga a otras que se habían efectuado, lo mismo antes que después del advenimiento de la República, siempre que un Gobierno lo estimaba pertinente. En sí, dicha operación no es anómala o inusitada; mucho menos irregular o revolucionaria. Puede disentirse, en cada caso concreto, acerca de su oportunidad o justificación y, en efecto, se ha solido discrepar, según se coincidiera o no con la política financiera del Gobierno.
No está claro el sentido de este razonamiento, que es discutible. Las disposiciones legales fueron adoptándose poco a poco y la definitiva se aplicó con efectos retroactivos. Todo ello es explicable por razones de urgencia y por la imperiosa necesidad de ocultar tales actuaciones. Argumentar en el plano jurídico no tiene sentido ya que el derecho republicano del que partía Negrín no estaba adaptado todavía a la realidad política y militar del momento. Es verdad que, en ocasiones, se habían hecho depósitos de oro en el exterior (el famoso de Mont-de-Marsan, en 1931, en garantía de un préstamo francés concedido a la naciente República), pero el envío de más de 500 toneladas al extranjero no era una cosa normal. Las circunstancias lo aconsejaban, lo exigían, y en mi falible opinión no había otra alternativa en términos operativos pero hay que subrayar, en contra de la opinión expresada por Negrín, que el envío fue tan anómalo como el conflicto mismo. Fue una medida de guerra.
Sin entrar por ahora a analizar la puesta en práctica de la decisión, conviene echar un vistazo ante todo al marco temporal en el que ésta tuvo lugar.
AGENTES DE INFLUENCIA Y ACTIVIDADES DE ESPIONAJE.
Uno de los centros esenciales de atención del espionaje franquista en el exterior era, en aquel entonces, París. No es difícil entender por qué. En la capital francesa se tomaban decisiones que afectaban a la gestión de la no intervención. En París se encontraban los altos cargos que autorizaban la operación de compra del oro por parte del Banco de Francia. Por último, en París se concentraba uno de los grandes núcleos de los esfuerzos republicanos por obtener armas y material de guerra en toda Europa eludiendo el dogal que lenta, pero inexorablemente, estrangulaba a la República. Los círculos republicanos resultaban de fácil penetración y hay que suponer que en la colonia española no todos los que para entonces habían dado a conocer públicamente su color político lo habían hecho reflejando sus auténticos sentimientos. En una palabra, el frente exterior republicano en París era tan poroso, o mucho más, que el madrileño.
En el período en que Franco ascendió a la Jefatura del Estado uno de los agentes más activos de los muchos que se afanaban en París le escribió una carta directamente. El tono hace pensar que el autor era alguien de relevancia. Por desgracia su nombre no está identificado, lo cual no es de extrañar. Este tipo de comunicaciones circulaba fuera de los destinatarios sin ofrecer pistas nominativas sobre la autoría. Quizá fuese Quiñones de León o algún exministro como Ventosa y Alba, que también intervinieron en aquellas lides. El innominado agente aludía a la preocupación que desde el principio había sentido por las ventas de oro a Francia y señalaba:
Por todos los medios, incluso el intento de soborno, procuré evitar o cayese en nuestras manos alguna de aquellas expediciones, pero desgraciadamente mis gestiones no fueron eficaces.
Al principio el tema no parecía demasiado grave. Pero con la intensificación de las ventas a que ya hemos aludido cobró una importancia desusada. El agente resumía la situación como sigue:
Pero hace unos días se ha sabido, y ya lo han publicado periódicos ingleses, que toda la existencia de metal amarillo que quedaba en las cajas del Banco de España ha sido transportada a Cartagena, primero, y luego a Alicante, de donde se pretende traerla con la flota aérea de la compañía Air France.
Se trataba, claro está, de rumores absurdos pero que apuntaban hacia un continuado apoyo por parte francesa hacia la República en el sensible terreno financiero. De aquí que hubiese tomado medidas significativas:
Sobre tal vital asunto he facilitado a Portugal los antecedentes y argumentos adecuados para hacerlos valer ante el comité de no intervención […] No se compadece con aquélla ni se aviene a la declarada neutralidad permitir que uno de los beligerantes disponga libremente en el extranjero de mercancía tan tentadora y sugestiva. Y del propio modo he enviado a Berlín y a Roma, con objeto de que actúen cerca de Inglaterra para que ésta lo haga aquí, una nota en la que, además, fundamento la ilegalidad de esas exportaciones […] Procuro y no dudo conseguir que la prensa alemana como la italiana, y aun la inglesa, se ocupen de este asunto. Lo mismo intento aquí, pero dudo conseguirlo, pues ya adivinará usted la simpatía con que todos ven esas entradas que coinciden además con la devaluación de la moneda nacional[51].
El agente sugería a Franco que se dirigiese a los Gobiernos de las principales potencias y denunciase los hechos y los resultados, «para todos funestos, de la expoliación de que hace víctima a España el antipatriotismo de los criminales que, aunque de manera precaria, detentan todavía la dirección oficial de la capital de la nación[52]». Los franquistas de París redoblaron sus esfuerzos. Es en este contexto en el que hay que situar la primera manifestación pública de que toda la cautela de Largo Caballero y de Negrín no había sido suficiente para impedir filtraciones. La agencia telegráfica Radio anunció el 9 de octubre a sus suscriptores:
Se ha sabido hoy en ciertos medios ingleses que, siguiendo la sugerencia del señor Rosenberg, embajador de los sóviets en Madrid, el Gobierno español parece haber aceptado la exportación a Rusia de una parte de las reservas de oro del Banco nacional de España[53].
La importancia de esta noticia es difícil de sobrestimar. En el mismo momento en que se planteaba la operación, la presunta autoría se esparcía a los cuatro vientos. Los soviéticos se llevaban el oro. En puridad, Krivitsky no hizo sino embellecer los rumores que aparecieron en la época. Nótese la fecha de la comunicación de la agencia Radio, prácticamente simultánea con las conversaciones en las que Negrín aquilataba con Rosenberg los detalles de la operación futura. Como no cabe pensar que el espionaje franquista hubiese penetrado las comunicaciones de la embajada soviética, hay que establecer la hipótesis de que en el entorno del ministro de Hacienda o del presidente del Gobierno se movían agentes de Franco que sí suministraban detalles de todo lo que se hacía. Para que la agencia Radio pudiera publicar la noticia el 9 de octubre la información bruta debió de estar disponible, cuando menos, unos días antes. Esto significa que los pourparlers a que se refería Negrín debieron de producirse al comienzo de octubre, es decir, cuando el Gobierno republicano no tenía todavía información precisa de qué material bélico estaba enviando la Unión Soviética.
Inmediatamente después, Ventosa hizo el 10 de octubre unas resonantes declaraciones al Journal de Genève (reproducidas en el ABC sevillano el 18). En ellas exponía la situación legal a la que hubiera debido atenerse la movilización del oro, retomaba algunas de las argumentaciones esgrimidas por los agentes franquistas y señalaba:
Las informaciones que la casi totalidad de la prensa acoge aseguran que las reservas de oro del Banco de España se han trasladado a un puerto del Mediterráneo español, a fin de ser embarcadas para Rusia. Si el hecho fuera cierto sería tanto como la cesión a una potencia extranjera de parte de la propia nacionalidad [sic: ¿querría decir soberanía?] española. Seguramente que tal acto, por su trascendencia […] habría de ser examinado en el seno de la Sociedad de Naciones, que no podría consentir semejante despojo y atropello.
Los medios de comunicación amigos y el recurso a las potencias fascistas no bastaban. El Jefe del Estado naciente tomó medidas más vistosas. El 14 de octubre, víspera de la formalización de la petición oficial de Largo Caballero, se dio a conocer una nota de Franco[54]. Con algunos detalles internos, que demostraban que sabía perfectamente todo el trasfondo de la operación, Franco se dirigió, por medio de la radio, a los Gobiernos extranjeros
para protestar contra la expoliación sin precedentes que realiza el llamado Gobierno de Madrid, al disponer libremente de las reservas nacionales de oro […] No tiene derecho […] [Éste] forma parte del patrimonio nacional, de igual modo que el territorio de la Nación […] La aceptación de estas reservas por cualquier Estado extranjero constituiría una flagrante violación de la neutralidad[55] […] No hay neutralidad eficaz si se tolera que una de las partes en el conflicto disponga libre y exclusivamente de nuestro oro nacional, y por ello cabe desear que los Gobiernos que a propuesta del francés se han adherido a la prohibición estricta de exportar material de guerra […] ejerzan estrecha vigilancia sobre el oro ilegalmente exportado al extranjero. Es de observar que estos envíos de oro contra los cuales protestó en su día la Junta de Burgos exceden de las cantidades necesarias para adquisición inmediata de armamento y municiones. Y el propósito de completar la expoliación de que se hace víctima a España parece confirmarse por el traslado a una población del Mediterráneo de los stocks que quedaban en el Banco. Los depósitos constituidos en París o en Toulouse tienden a restar recursos al Gobierno nacional, que pronto ocupará Madrid […] El general Franco tratará de rescatar ese oro por todos los medios y perseguirá como culpables de fraude de robo a cuantos intervengan en este tráfico ilícito […]
Franco tenía razón al considerar el oro como el nervio de la guerra. Lo era. Identificaba a uno de los adquirentes, aunque se refería exclusivamente a depósitos. Desde su nueva posición posiblemente no quería envenenar demasiado la atmósfera creando un incidente diplomático con Francia. Hacía alusiones al traslado a Cartagena (también a las pugnas internas en el Consejo del Banco, que dejamos aquí de lado). La vertiente jurídica, la vulneración de la no intervención y las amenazas veladas se combinaban en una línea de razonamiento que el franquismo ya no abandonará nunca: la expoliación.
Los Gobiernos más interesados en romper la no intervención conocían bastante bien los esfuerzos republicanos aunque no sus resultados. Todos sabían que la intervención soviética era inminente. Los británicos no ignoraban que la República se encontraba en situación desesperada. Los franceses tampoco desconocían que las adquisiciones de oro se multiplicaban y que convenía cerrar un ojo al trasvase de voluntarios, aunque otra cosa fuesen las expediciones de material. Esta relativa claridad en el enunciado de las acciones que se precipitaban sería lo que permitiese cumplir algunas de las funciones de la decisión de intervención. Es, pues, necesario abordar la interacción entre rumores y realidades que rodeó la recepción de material soviético y el envío del oro. Se trata del tema del próximo capítulo.