Virajes exteriores y guerra civil
EN ESE FLUJO CONTINUO que son la política exterior y las relaciones internacionales de un Estado se producen continuamente variaciones tácticas, más o menos profundas. En otras —contadas— ocasiones, los cambios son drásticos con efectos duraderos, reales o potenciales. Cabe hablar en estos casos de virajes estratégicos. Muchas de las razones que actúan detrás de tales modificaciones, tácticas o estratégicas, suelen ser de naturaleza interna, en respuesta a la dinámica política, social o económica de la sociedad de que se trate. Pero también puede tratarse de reacciones a cambios en el entorno.
GRANDES Y PEQUEÑOS VIRAJES.
En la coyuntura del golpe militar de 1936 los virajes que cambiaron el hilo de la historia de España se sucedieron inmediatamente. El primero y más significativo fue, sin duda, el que los sublevados dieron hacia el Tercer Reich. Nada similar había ocurrido anteriormente. La influencia germana en la España monárquica y de la preguerra no admite comparación alguna con la que se instauró en el curso del conflicto y después de éste, prorrogada durante la segunda guerra mundial. La economía española fue satelizada por Berlín. El «nuevo Estado» franquista estuvo a punto de incorporarse al combate contra las «envilecidas» democracias occidentales a comienzos del verano de 1940. Incluso llegó a plantear formalmente su entrada en el conflicto europeo. Los alemanes vencedores dieron la callada por respuesta. Cuando solicitaron tal entrada la aherrojaron con peticiones tan duras que incluso la flexibilidad galaica del general Franco se rebeló. Con todo, la fidelidad nibelunga hacia los camaradas de lucha contra el común enemigo comunista en la guerra civil duró prácticamente tanto como la mundial. Después de ésta se hizo sentir en amplios sectores de la élite política y militar española, incluso en los tiempos en que en Alemania un nuevo régimen, la República Federal, pugnaba por distanciarse del nazismo. En comparación con la intensidad que llegó a adquirir el viraje hacia una Alemania prepotente, el orientado hacia la Italia fascista tuvo menores repercusiones, si bien su influencia fue determinante sobre ciertas coordenadas del sistema institucional que fue estableciéndose.
Como consecuencia del «pecado original» del régimen, es decir, su conexión con las potencias fascistas en su nacimiento y su alineación con ellas durante la segunda guerra mundial, España se encontró en una situación incómoda cuando la garra de la historia envolvió al fascismo y lo envió a su basurero. Para salir de tal situación, un poco a tanteo y con una gran dosis de buena suerte, el régimen se adentró, confiado, en el sendero que le llevó hacia un segundo viraje estratégico, esta vez hacia Estados Unidos. Los acuerdos de 1953 marcaron indeleblemente la evolución de la política exterior, de las relaciones internacionales y del propio franquismo en tanto en cuanto perduró. Una gran parte del devenir español en la época contemporánea es indisociable de tal conexión. Este paso de la sombrilla protectora, y explotadora, del Tercer Reich a la norteamericana, bastante más amable, se hizo aprovechando el clima de la guerra fría y el bien demostrado anticomunismo del régimen franquista. No fue un paso que estuviera cantado. Demostró, eso sí, que a la dictadura no le importaba cambiar de aliados antagónicos con tal que de ello no se desprendieran influencias que pudieran poner en peligro su supervivencia.
El franquismo registró un tercer viraje, esta vez centrado no en el ámbito político o militar sino en el económico. Sin él su supervivencia hubiese sido posiblemente menos cómoda. A diferencia de 1936 y a semejanza de 1953 la preparación llevó su tiempo. Duró más de dos años y sólo se llevó a cabo cuando la dictadura había agotado todas y cada una de las medidas alternativas. La parálisis de la economía, el descrédito internacional, el agotamiento de las tenencias de divisas (secreto de Estado) y la buena voluntad estadounidense, que estimuló a los organismos económicos internacionales, constituyeron las palancas a cuya influencia el general Franco no pudo sustraerse. En la confusión y dada la carencia de otras estrategias surgió el «plan de estabilización y liberalización» de 1959, que llevó al traste la autarquía tan cara a los postulados del propio Franco, de Carrero Blanco, de Suanzes y de tantos otros que siempre miraron hacia atrás. Naturalmente, como cualquier buen marxista hubiera predicho (y no faltaban en aquella España que salía lentamente de las penumbras), de lo económico no tardó en pasarse a lo político. La liberalización de los intercambios, la apertura a la emigración —que proporcionó cuantiosas remesas—, la inversión extranjera y, no en último término, la pulsación de las exportaciones, que dejaron de ser de materias primas, de naranjas y de aperitivo y postre, introdujeron a la economía española en el círculo mágico, o virtuoso, de los años dorados de la expansión de la economía occidental.
De cara al mundo exterior, y en particular a Europa, tan próxima pero tan lejana, sólo quedaba un viraje último, que se dio ya asentado el sistema democrático. En el corto lapso de unos pocos años, España accedió al Tratado del Atlántico Norte en 1982 y a la Comunidad Europea en 1986. Lo primero generó un debate durísimo en el seno de la sociedad española. Nada de ello ocurrió con lo segundo. Una gran mayoría de españoles vieron en tal incorporación la confirmación de que España entraba a formar parte de la Europa política y económica, sin las marginaciones y desplantes como los que tanto tiempo había sufrido bajo la larga dictadura. Estos virajes produjeron adaptaciones al sistema de relaciones exteriores que no fueron sólo técnicas sino políticas, económicas y sociales. Tuvieron amplio impacto y fueron de larga duración. La evolución ulterior de la propia sociedad española hasta nuestros días no es comprensible sin ellos.
Los virajes del franquismo, salvo el primero, comparten rasgos comunes: tuvieron un extenso período de gestación y respondieron a situaciones límite. No se dieron éstas en los de la democracia pero también su preparación fue desarrollándose a lo largo del tiempo. En modo alguno se improvisaron. Esto es lo que ocurrió, sin embargo, con el que se dio con respecto al Tercer Reich. Su inmediatez fue algo en lo que coincidió con otro acontecimiento que ha dado origen a multitud de análisis e interpretaciones: el viraje hacia la Unión Soviética, cuyos orígenes constituyen el objeto primario de este libro. A diferencia de los anteriores no dejó secuelas de larga duración. La República perdió la guerra y, desde el punto de vista de los vencedores, lo que triunfó no fue sólo la verdadera y única España sino también el anticomunismo. En esta perspectiva, la guerra constituyó una cruzada contra las fuerzas del Mal, las hordas de la estepa, los debeladores por excelencia de la civilización occidental y cristiana. (La Iglesia española, triturada por la violencia republicana y socialmente reaccionaria, apoyó con fruición tal interpretación).
En obras anteriores he historiado cómo surgieron los virajes hacia el Tercer Reich, hacia Estados Unidos y hacia la liberalización exterior de la economía española[1]. También he examinado algunas de las consecuencias del viraje hacia la Unión Europea, aunque siempre me he abstenido de contar algo de lo que pude saber, aunque a modesto nivel, del giro hacia la OTAN. En dos libros de preocupación esencialmente económica aludí hace ya más de un cuarto de siglo a la génesis del viraje republicano hacia Moscú[2]. La apertura de los archivos otrora soviéticos y la localización de nuevos documentos hasta hoy en manos privadas me han permitido profundizar en las articulaciones en torno a las cuales se trenzó dicha génesis.
UN GOLPE CANTADO.
Al filo del mes de junio de 1936 algunos sectores del aparato de Estado republicano tenían noticias más o menos fidedignas de que existía la posibilidad de un conato de sublevación por parte de varias unidades militares contra la República. No andaban desencaminados. Las conspiraciones contra el joven régimen habían dado comienzo en fecha temprana. La primera intentona, «la sanjurjada», en agosto de 1932, se había saldado con un estrepitoso fracaso. Habían continuado después subrepticiamente, incluso con el apoyo, más político que material, de la Italia fascista, país que seguía la evolución española desde un enfoque agresivo e intervencionista (Saz, p. 41). La derecha antirrepublicana, por su parte, divisaba un peligro «rojo» inminente[3].
En lenguaje apocalíptico el líder ultraderechista José Calvo Sotelo, a quien el futuro régimen franquista obsequió con el título de «protomártir de la cruzada», observó que «cuando las hordas rojas del comunismo avanzan, sólo se concibe un freno […] Por eso invoco al Ejército»(Maiz, p. 61). Era una observación que decía más del autor que de la situación que pretendía describir. Pero los conspiradores militares no necesitaban, salvo como mera cobertura político-ideológica, el referente que les proporcionaba Calvo Sotelo. Respondían a pulsiones propias, numerosas e intensas. Los cambios que el régimen republicano había introducido desde 1931 no les gustaban porque afectaban a sus privilegios y estaban dispuestos a revertirlos. Con sangre.
Inmediatamente tras las elecciones de febrero de 1936, que dieron el triunfo a la coalición electoral que concurrió a las mismas bajo las siglas del Frente Popular, la dinámica del movimiento conspirador se acentuó. El general Emilio Mola asumió la dirección operativa. Era consciente de que sólo un movimiento militar amplio, cuidadosamente planificado, podía permitir dar el asalto al poder. Entre marzo y junio se dedicó a ello con afán, acentuando progresivamente el papel de las tropas marroquíes y el amedrentamiento que cabía esperar de una puesta en práctica sistemática de las exacciones típicas y brutales de la guerra colonial (Balfour, p. 486).
La efervescencia ideológica, las movilizaciones de los partidos de izquierda, la verborrea revolucionaria (en particular la radicalización de una parte del PSOE[4] ligada a Francisco Largo Caballero y a Luis Araquistáin[5]) y la reanudación de las reformas socioeconómicas paralizadas durante el bienio radical-cedista suministraron el combustible adecuado. Pero incluso sin este último es de suponer que los militares hubiesen, tarde o temprano, golpeado. Como hace tiempo señaló Preston (1986, p. 124), «si puede argüirse que la derecha obró movida por un instinto de conservación y por miedo al bolchevismo, también debe tenerse en cuenta que […] la actuación de los socialistas estuvo motivada por la hostilidad de la derecha moderada hacia ellos y hacia la reforma, y, más que nada, por su entusiasmo público hacia los fascismos contemporáneos».
Esta prudente valoración es rebatida, en mi opinión con gran emotividad ideológica, en el surco de una tradición que se desarrolló en el bando sublevado desde el comienzo mismo del conflicto y que dura hasta nuestros días. En dicha tradición, no fueron los conspiradores militares los responsables del golpe sangriento de 1936. Los auténticos responsables fueron los partidos coaligados en el Frente Popular que reanudaron aquellos cambios que suponían un órdago al mantenimiento del orden tradicional y a los reveses que la derecha en el poder había propinado a las reformas del primer bienio. Ya en la época, sin embargo, analistas como Thomson identificaron como uno de los vectores que condujo al golpe la resistencia de los beneficiarios de un sistema tradicional que había condenado a las masas a la miseria, la pobreza y la ignorancia y que amenazaba situaciones de privilegio largo tiempo enquistadas[6]. El drama fue que en los años de paz el cambio había ido produciéndose con demasiada lentitud y demasiado sincopadamente como para poder calmar las ansias de los explotados en el campo y en las ciudades[7].
La actividad conspiratorial no se ignoraba[8]. El comisario general de Orden Público de Cataluña, Federico Escofet, la había puesto en conocimiento de sus superiores jerárquicos y del nuevo presidente del Gobierno, Manuel Azaña. También lo hizo más tarde con su sucesor, Santiago Casares Quiroga, quien adoptó un tono pasivo. Su ayudante militar, Ignacio Hidalgo de Cisneros (pp. 162-165), informó a éste y al propio Azaña, elevado ya a la suprema magistratura, pues Casares no daba un paso sin consultarle. En junio el líder socialista Francisco Largo Caballero advirtió a Casares en repetidas ocasiones de que algo se tramaba. A finales de mes lo hizo incluso en privado sin obtener la menor reacción (Largo Caballero, 1985, pp. 304s). El jefe de los servicios de Orden Público de la Generalitat, comandante Vicente Guarner, logró hacerse con pruebas documentales sobre lo que estaba en preparación (Escofet, pp. 152, 190 y 201ss; Guarner, pp. 71ss). Al propio Mola le llegaron informaciones de que algunas de sus instrucciones habían salido fuera del círculo de conspiradores, «lo que es prueba evidente de que falta discreción o existen traidores»(De la Cierva, 1969, p. 785). Esto lo escribió el 1 de julio.
También por otras vías se alertó al Gobierno. Una semana después del apunte de Mola Indalecio Prieto, líder de los socialistas centristas o moderados, anunció solemnemente a Casares lo que se tramaba. Este último le ridiculizó, acusándole de propalar «cuentos de miedo». Al día siguiente Prieto escribió en El Liberal de Bilbao, en clave algo críptica pero no ininteligible. Fue rotundo en el punto esencial: «advertimos error al comparar el volumen del riesgo actual con algún que otro pretérito de cierta importancia. Entonces se pudo aguardar tranquilamente a que diese la cara para aplastarle». El día 12 sus advertencias se hicieron más explícitas, tanto hacia los conspiradores como a los defensores de la causa republicana:
Acaso quienes desde el campo adversario preparan el ataque se hagan esta cuenta: si perdiesen, los desmanes de los triunfadores no serían más grandes que los que realizan ahora. Los que así piensan se equivocan. Estén seguros de que al lanzarse se lo juegan todo, absolutamente todo. Como nosotros hemos de hacernos a la idea de que tras nuestra derrota no se nos daría cuartel (Gibaja, pp. 131s).
Palabras lúcidas y premonitorias. Pero las autoridades no adoptaron ninguna medida preventiva adecuada, salvo en Barcelona. Tal vez Azaña y Casares Quiroga preferían esperar a que estallara el golpe para «crujir» después a la oposición antirrepublicana[9]. La discusión al respecto dista mucho de haber concluido. Numerosos autores son extraordinariamente duros con el entonces presidente del Gobierno. También han hecho entrar en liza factores personales no demasiado agradables. Esto no es de extrañar habida cuenta de la responsabilidad contraída por él y, quizá, por el supremo mandatario de la República. En cualquier caso, si hubo estrategia, hay estrategias que matan y ésta fue una de ellas. De haber intervenido a tiempo, quizá se hubiera descabezado la intentona, al menos en aquel mes de julio. En la historia contemporánea española se registran intentos de golpes que fracasaron. En 1936 no fue así.
El general Mola diseñó la acción como un corte quirúrgico que, con violencia extrema, aniquilara la capacidad de respuesta de los muchos sectores sociales que no comulgaban con la insurrección y con sus ideales. Es una constante que ya se encuentra en su primera instrucción reservada del 25 de mayo[10]. De lo que se trataba era de dar un parón a las reformas republicanas, sobre todo a aquéllas que ponían en cuestión la tradicional estructura del poder social en España[11]. La doble característica de brutalidad y aterrorización de una parte de la élite y de las masas republicanas diferencia la insurrección de 1936 del modelo de pronunciamiento decimonónico, cuyo estertor último había sido la «sanjurjada»(Aróstegui, 2003, p. 96[12]). Mola comprendió que en la época de efervescencia política e ideológica de las clases obreras sólo podía tener éxito un tajo duro y feroz que crease una nueva realidad sin marcha atrás posible[13]. A lo que aspiraba era, en términos operativos, a paralizar la reacción del enemigo, porque los militares proclives a la rebeldía contemplaban el universo republicano como uno de maldad casi absoluta, dominado por el fermento revolucionario ya fuese anarquista, socialista o comunista, entre los cuales NO diferenciaban. Todos constituían la «anti-España» por definición, frente a la cual se alzaban los salvadores de las esencias míticas de la Patria y de su orden económico y social (amén de los sólidos intereses corporativos y de clase que lo sustentaban).
El golpe, pues, se preparó como algo más que una algarada. Esto no significa que Mola y sus conjurados pensaran en que iban a desencadenar una guerra de larga duración. Con todo, lo que se lanzó como mera rebelión no tardó en convertirse en una cruenta contienda civil que duró casi tanto como la mitad del conflicto mundial que poco más tarde asolaría a Europa. ¿Por qué? La historiografía viene analizando las causas casi desde la época misma del conflicto. Se conoce bien su curso y manifestación. Se conocen peor otras dimensiones subyacentes pero que influyeron en ambos.
El éxito previsto por Mola quedó sin materializarse. El hundimiento de la sublevación en Barcelona, Madrid y Valencia y la no basculación de la mayor parte del País Vasco, Santander, Asturias, Cataluña, Levante, Murcia, Castilla la Nueva, Extremadura y una gran parte de Andalucía pronto dejaron ver una realidad inesperada. Lo que muchos pensaron no iba a ser algo más que un golpe militar particularmente sangriento había fracasado como tal (Cardona, 1985, p. 202). O, dicho de otra manera, el golpe había triunfado y fracasado a la vez (Graham, 2005a, p. 21).
CUATRO DINÁMICAS.
La discusión sobre los factores que se conjugaron para impulsar la transformación del golpe de Estado en una guerra a muerte y de larga duración también dista mucho de haber acabado. Si a efectos analíticos reducimos una situación compleja a su estructura esencial, cabría afirmar, al menos de forma esquemática, que fue la combinación de cuatro dinámicas lo que convirtió el golpe en una auténtica guerra civil. En ésta, y con el paso del tiempo, ambos bandos movilizaron fuerzas poderosas y tuvieron detrás de sí retaguardias completamente volcadas al esfuerzo bélico.
Quizá en primer lugar habría que mencionar la escisión de las fuerzas armadas y de seguridad[14]. En el hipotético caso de que la corporación militar hubiera hecho bloque contra el Gobierno, el colapso de éste hubiese resultado irremediable, más temprano que tarde. Las orientaciones del cerebro del golpe, que los sublevados habrían seguido de todas maneras, y el irremediable baño de sangre subsiguiente hubiesen estrangulado la capacidad útil de resistencia en plazo relativamente corto. Pero las fuerzas armadas no constituían un bloque homogéneo. Había militares de todas clases. También republicanos, socialistas, comunistas y profesionales pundonorosos. La escisión del cuerpo de jefes y oficiales era predecible. Los mandos supremos se comportaron en general con fidelidad, pero el Gobierno había descuidado demasiado a los de más abajo, auténtico semillero de la revuelta: los coroneles, tenientes coroneles, comandantes y capitanes. La traducción a la práctica de esta escisión se produjo aleatoriamente. Allí donde triunfó el golpe, los mandos no sediciosos toparon con destinos con frecuencia trágicos. Los sublevados fusilaron a muchos de sus compañeros que no se les unieron en la rebelión. En otros lugares, los mandos establecidos pudieron organizar o contribuir a organizar la resistencia. La suerte y la audacia propulsaron a los rebeldes en numerosas ocasiones. En otras no hicieron gala de resolución extrema o perdieron la iniciativa. En Barcelona, en Madrid y en Valencia, puntos claves, estaban insuficientemente motivados y se vieron mal dirigidos. Sus vacilaciones estratégicas y la mala ejecución táctica contribuyeron a arrebatarles la victoria[15].
Aun así, es imposible no constatar errores, en ocasiones importantes, por parte del Gobierno. Su manejo de los activos que poseía, por ejemplo en el caso de la aviación, distó mucho que desear y ha dado origen a críticas muy acerbas. Pero no era fácil idear rápidamente una respuesta a una sublevación que, en pocos días, se había hecho con el control, a sangre y fuego, de una parte significativa del territorio. Es significativo que no se apreciara en toda su entidad la voluntad que animaba a los sublevados. Cuando el director de Aeronáutica Miguel Núñez de Prado voló a Zaragoza a parlamentar con el general Miguel Cabanellas, buen amigo suyo, lo que no esperaba es que le detuviera y que unos días más tarde, sin la menor compunción, hiciera que le fusilaran.
La segunda dinámica no fue menos importante. Estuvo ligada a la imprevisible retracción de las potencias democráticas para autorizar el libre suministro de armas al Gobierno. Sin caer en la tentación de hacer historia contrafactual, ello quizá le hubiera permitido, tras un cierto período de combate interno, asentar su autoridad en el interior y, poco a poco, sobreponerse a la situación. La historia está llena de sublevaciones que no han triunfado porque las condiciones externas no lo permitieron. Naturalmente, lo que hubiese podido ocurrir si las democracias hubieran hecho piña en torno al Gobierno legítimo es, hay que insistir en ello, puramente especulativo pero existen razones para pensar que siempre hubiese sido más favorable que la evolución que realmente se produjo. Simplemente porque ésta fue la peor de todas las posibles. Conviene subrayar, en todo caso, que dicha retracción se materializó desde el primer momento, a pesar de que la República gozaba de un reconocimiento casi universal y que tenía plena capacidad de actuación en el plano exterior, que nadie le había negado hasta entonces.
Se trata de una retracción que se ha estudiado pormenorizadamente. En el extranjero la disponibilidad de documentos de archivo, ya fuesen franceses o alemanes, británicos e italianos, permitió pronto identificar hasta qué punto, y con qué rapidez, las democracias negaron a un Estado soberano los medios que necesitaba para articular su propia defensa[16]. Lo hicieron, en general, por razones políticas —aunque no exclusivamente de este carácter— y con el fin de evitar que las repercusiones del incipiente conflicto español se esparcieran sobre un tablero europeo que empezaba a enrarecerse. La escena internacional no era en aquellos momentos tan grave como suele presentarse en la historiografía franquista pero sí estaba suficientemente sombreada.
La idea clave de aquella imprevista retracción estribó en contener en la más amplia medida posible tales salpicaduras dentro de las fronteras españolas. Era una tentación comprensible. La historia no siempre es maestra de la vida. Muchos años más tarde los orgullosos Estados que componen la Unión Europea repitieron la experiencia, mutatis mutandis, con el proceso de desintegración de Yugoslavia, a pesar de los mecanismos colectivos que en este caso ya existían[17]. En 1936 los franceses idearon un instrumento político-declarativo, un acuerdo intergubernamental de no intervención, con débil, por no decir debilísima, base en el derecho internacional de la época y totalmente al margen de la Sociedad de Naciones (SdN). Tuvo éxito, en cuanto que evitó la irradiación de la guerra española, si bien no previno la siguiente, europea y general. Condenó a la cuasi impotencia a un Gobierno reconocido internacionalmente y sentó un precedente peligroso. La República española, dejada en la soledad casi absoluta, no fue, en efecto, el único régimen al que las democracias llevaron al altar del sacrificio. Austria y Checoslovaquia compartieron después el mismo destino, todo ello —hay que decirlo— en nombre de una visión alicorta de la Realpolitik y de sus propios intereses a corto plazo[18].
Simultáneamente intervino la tercera dinámica: el apoyo, decidido y ultrarrápido, de los países fascistas no a los sublevados en su conjunto sino a uno de ellos, el general Francisco Franco. El Duce había estado mezclado desde el primer momento en los intentos conspiratoriales contra la República. Ya en abril de 1932 hubo una predisposición a ayudar a los monárquicos con armas y municiones. Como ha demostrado Heiberg, la República concitó la animosidad de Mussolini tan pronto como se estableció. La agresividad de la política exterior fascista nunca se separó demasiado de las tierras españolas y, según ha revelado la moderna investigación (Knox, pp. 142-144), utilizó el señuelo del anticomunismo como mera hoja de parra. No de forma muy diferente a lo que hacía un Führer hacia el cual el Duce se orientaba de forma creciente, antes del estallido del golpe militar en España.
Hitler, por el contrario, no se había preocupado de la evolución española, aunque fue el primero en echar su cuarto a espadas, como he demostrado documentalmente en otra obra. Actuaron por razones distintas. Coincidieron, no obstante, en la apreciación geopolítica de que con un poco de suerte podían provocar un cambio en España que permitiese establecer en las espaldas de Francia un régimen poco proclive a ésta y que, por consiguiente, pudiera debilitar la retaguardia francesa y las comunicaciones entre las dos orillas del Mediterráneo. En el caso de Mussolini se trataba, adicionalmente, de conseguir la hegemonía en el espacio geoestratégico, cosa que no se les escapó a los analistas gubernamentales británicos. En consecuencia, los dos dictadores, lubrificando sus decisiones con una oportunista declaración de principios anticomunista, cual era nada menos que la defensa de Europa frente a las hordas asiáticas, decidieron intervenir a favor de los sublevados para ayudarles a desembarazarse del molesto Gobierno de Madrid, proclive a Francia.
Ahora bien, la intervención de ambos, y Hitler se adelantó incluso a Mussolini, reconfiguró súbitamente el haz de influencias que desde el exterior incidió sobre los acontecimientos españoles y moldeó el comportamiento de las potencias democráticas induciéndolas hacia una retracción incluso más acelerada. Pesó más la acometida alemana que la italiana. Era, en efecto, el primer zarpazo que el Tercer Reich propinaba al tejido de relaciones intra-europeas en una zona alejada de los intereses germanos. La militarización de Renania no había sido un precedente ya que estaba conectada con la recuperación de la soberanía en una zona próxima y que nadie discutía era alemana. Por el contrario, en España el zarpazo sí se manifestó en toda su contundencia.
La cuarta dinámica entró en funcionamiento dos meses, dícese bien, dos meses más tarde: la decisión soviética de ayudar con armas a la República. No fue rápida pero, cuando se produjo, tuvo efectos significativos. Sin esas armas, y en ausencia de fuentes regulares de abastecimiento alternativas, el naciente Ejército Popular no hubiese podido resistir durante mucho tiempo los embates del adversario. Aun así, Madrid estuvo a punto de caer en manos de los sublevados, que habían logrado avances territoriales inmensos en parte gracias a la ayuda de las potencias fascistas.
Con todo, y a pesar de los suministros soviéticos, la maquinaria de guerra republicana casi nunca se vio dotada de los medios que necesitaba para compensar el apoyo que Franco continuaría recibiendo sin solución de continuidad e incluso intensificadamente. La República siempre careció de la confianza necesaria en poder movilizar suficientes reservas. No dispuso de los recursos humanos más o menos entrenados que desde el principio echó al combate el enemigo. Muchas de las fuerzas pro-republicanas, poco sensibles a las necesidades de militarización, ansiosas de revolución y de utopía, tuvieron grandes dificultades en acomodarse a las exigencias de una guerra que, primitiva en un principio, fue modernizándose a medida que transcurría el tiempo.
Las rupturas de equilibrios parciales fracasaron al no poder sostener ventajosamente el pulso frente a tropas sometidas a una disciplina estricta y abastecidas del material que recibían con regularidad de los arsenales fascistas. Los sublevados disfrutaron desde el principio de los efectos de un, para ellos, círculo virtuoso: abundancia de soldados mercenarios o profesionales —entre españoles y extranjeros, incluidos los marroquíes— con capacidad de absorber los nuevos sistemas de armas que llegaban a la Península. Y, cuando necesitaron expandir o modernizar tal capacidad, instructores alemanes e italianos les pusieron en condiciones de manejarlos en tiempo récord.
En el caso republicano la absorción del material extranjero tropezó con dificultades. No se trataba, en efecto, de tener armas sino también de saber utilizarlas en condiciones que poco a poco fueron haciéndose complejas. En el caso de aquellos productos decisivos en un combate que iba tecnificándose, tales como los tanques y la aviación, fue necesario establecer sistemas organizativos y logísticos que permitieran extraerles todo su rendimiento. Si los sublevados contaron desde el principio con soldados regulares extranjeros, duchos en el manejo de las armas modernas, cuando la República los obtuvo, bien a través de un segmento de las Brigadas Internacionales o en la forma de asesores soviéticos, muchos de sus consejos o apreciaciones chocaron con la pluralidad y polarización extremas que predominaban en los ámbitos político y militar. La subordinación de la diversidad política e ideológica en el campo republicano a las exigencias de la conducción militar no se llevó a cabo con la misma firmeza que entre los sublevados, quienes rápidamente se dotaron de un mando único. La República hubo de esperar hasta, aproximadamente, mitad de 1937.
La larga duración del conflicto no se debió exclusivamente a la resistencia o al peso del armamento que afluyó hacia la República sino también al comportamiento del propio Franco. Éste no aspiraba tanto a ganar pronto como a consolidar su preeminencia entre los sublevados y a triturar al adversario, a la odiada izquierda española, condenable a la desaparición histórica —y física— por razón de su propia perversidad, con independencia del costo humano que en las filas propias y ajenas tal estrategia implicase. No es de extrañar que, tal y como ha señalado en repetidas ocasiones Cardona, Franco deba pasar a la historia de España como aquel militar que más bajas produjo a sus adversarios pero también en las filas de su propio bando.
TRES TENSIONES CENTRALES EN LA ESCENA INTERNACIONAL.
Detrás de estas cuatro dinámicas aleteaban numerosas líneas de fuerza: estratégicas, políticas e ideológicas. En España el golpe de Estado indujo el colapso del aparato gubernamental y abrió las compuertas a un proceso revolucionario. Muchos aspiraban al mismo pero ni disponían de medios ni habían hecho preparativos serios. Es de mero sentido común comparar proclamas arrebatadoras y retórica virulenta (muy propia de una época de intensa confrontación ideológica) con la orquestación de los instrumentos correspondientes. Cuando se desciende a este nivel la impreparación revolucionaria de la poliédrica izquierda española, ya fuese socialista, comunista o anarquista, salta a los ojos, aunque esta interpretación no la compartan autores proclives a contemplar la realidad desde la ideología.
El colapso creó un círculo vicioso. En primer lugar, fortaleció la creencia en países tales como Gran Bretaña y Estados Unidos de que en la zona republicana se ensayaba poco menos que un nuevo experimento para-soviético. No se trata de una exageración de historiador que juzga a la salva distancia de setenta años. Ya en la fecha tan temprana del 30 de julio, es decir, unos diez días después de estallada la sublevación, el embajador británico en España sir Henry Chilton se sintió autorizado para informar a Londres que en aquellas regiones en las que no había triunfado la rebelión «el control […] está en manos de los comunistas» y que se estaban reproduciendo «muy fielmente» las condiciones de la «revolución [rusa] de 1917». ¡Pobre PCE! Nunca hubiese imaginado que un observador tan distinguido le adjudicara tal marchamo de importancia.
Esta exageración traducía más los considerables prejuicios ideológicos de sir Henry (un embajador que se movía bien en el Madrid de la preguerra) que el resultado de un análisis frío e imparcial. Pero lo importante es señalar que se anticipaba a muchos otros de tal porte y que cayó en terreno abonado. Las profundas alteraciones del orden republicano (quiebra de la autoridad, ejecuciones, incautaciones de la propiedad) alimentaron las preconcepciones de todos aquellos círculos gubernamentales anglosajones que habían divisado en la República un régimen débil, vulnerable a estallidos más o menos incontrolables y en cuya retaguardia se agitaban todos los demonios que generaba nada más ni nada menos que un comunismo desatado[19].
Nada de lo que antecede es anecdótico porque fue el Reino Unido la potencia que más daño hizo a la República en cuanto estalló la guerra. También hay que tener en cuenta que la sublevación militar se proyectó sobre una escena internacional cuarteada por tensiones múltiples[20]. Tres eran centrales. En primer lugar la derivada de la sostenida pugna a favor de la ruptura del estatu quo por parte de las potencias descontentas de los arreglos que cerraron el primer conflicto mundial. Se trataba, básicamente, de Alemania e Italia. A esta pugna se añadió la reacción más o menos comprensiva del Reino Unido —seguido por una Francia debilitada y cuya política exterior y de seguridad iba a la rastra de Londres— ante los desgarrones que aquéllas propinaban al orden internacional. Dicha tendencia al acomodamiento tampoco se producía por azar: la conducta de un Tercer Reich en ascendencia se contemplaba como algo que no carecía de justificación dado que muchas de las leoninas condiciones establecidas en Versalles se consideraba que habían sido un error. Incluso el propio Stalin había compartido esta idea (Dullin, 2001, p. 143).
La segunda tensión procedía del hecho de que, para muchos, el fascismo no era el enemigo irreconciliable de un sistema de democracia liberal y capitalista que se esforzaba sin demasiado éxito por salir de las profundidades de la depresión económica y trampeaba mal que bien en condiciones de gran conflictividad social. El enemigo auténtico lo constituía la Unión Soviética, que proponía un sistema alternativo, que se encontraba en fase de crecimiento acelerado, que exhibía una proyección ideológica cuasi-universal, que proclamaba orgullosamente que el futuro le pertenecía porque la Historia, con mayúsculas, estaba de su lado y que contaba con las cuñas que le deparaban los partidos comunistas occidentales, más obedientes a Moscú que a las autoridades nacionales, despreciadas o despreciables en el altar del internacionalismo proletario[21]. Este tipo de apreciaciones estaban muy extendidas en el Reino Unido en donde se entremezclaban sentimientos de repugnancia y temor ante el ascenso del Tercer Reich y de atracción del mismo como baluarte contra el comunismo (Kershaw, p. 52).
En consecuencia, si el factor de contención de la Alemania nazi pesaba en algunos círculos, el vector anticomunista no era en modo alguno desdeñable. Las potencias que otrora habían intervenido en la guerra civil rusa, tales como el Reino Unido, Francia y Estados Unidos, se habían convencido de que aislar al naciente Estado bolchevique no servía de mucho. Las relaciones diplomáticas, económicas y comerciales se habían densificado, pero el resquemor sobrevivía. No tranquilizaban las proclamaciones retóricas que emanaban de Moscú a favor de la revolución socialista y de la lucha contra el enemigo capitalista. Tampoco limaba los temores la atracción que, en las condiciones de depresión económica y de autointerrogación constante sobre el sistema social, ejercía la opinión pública, manipulable y manipulada, de las democracias liberales. La Unión Soviética gozaba de gran popularidad en ciertos sectores de la clase obrera, e incluso de las clases medias, y la simpatía que numerosos artistas, intelectuales y científicos le testimoniaban[22] no hacía sino incrementar la precaución.
Finalmente, la tercera tensión de importancia iba ligada a la propia Unión Soviética. Este inmenso país se hallaba inmerso en una pugna titánica para determinar el curso de su evolución futura (salpicada de purgas que habían empezado a diezmar la vieja guardia bolchevique y que en los años de la guerra civil española adquirieron un paroxismo sangriento), tanto en el plano interno como en el exterior. No era una época para exportar el sistema comunista hacia otras latitudes, contrariamente a la machacona insistencia del movimiento trotskista. Era una época para protegerse de los nubarrones que se vislumbraban tanto al Oeste como al Este.
La crisis de Renania acababa de mostrar, en efecto, la veta agresora del nazismo. La estrella de Molotov pareció ensombrecerse durante algunos meses mientras aumentaba en Moscú la preocupación que despertaba una Alemania nazi que iba rompiendo sus compromisos uno tras otro. El conflicto español estalló, precisamente, en un período en el que el temor a una posible guerra permeabilizaba la política interior y exterior de la Unión Soviética. En tal coyuntura, no era irrazonable pensar que el consentir bazas a los agresores podría constituir una mala inversión. Dicho esto, Stalin era prudente en la escena internacional. Bajo las críticas al nazismo, un hombre de toda su confianza, David Kandelaki, torgpred en Berlín (pero llamado a Moscú en 1937), exploraba y mantenía abierta una línea de comunicación de índole económica con el Tercer Reich[23], por si las moscas. Pero no condujo a nada.
En este contexto una amplia gama de dimensiones estratégicas, políticas e ideológicas europeas se vieron afectadas en mayor o menor medida por las consecuencias del golpe militar semifracasado y semiexitoso que tuvo lugar en la remota Península. En general, su efecto combinado fue negativo para la República y llevó a su abandono por las potencias democráticas. Lo que terminó ocurriendo en la Península no es comprensible, en su destilación en guerra civil, sin una interacción constante con la pugna política, ideológica y de poder que se dibujaba fuera de las fronteras españolas[24].
Esta interacción fue particularmente notable, por sus consecuencias operativas inmediatas, en el curso de los primeros meses, entre julio y septiembre de 1936. Fue entonces, en efecto, cuando se produjeron tres grandes fenómenos: el abandono del régimen republicano por parte de las potencias democráticas occidentales, la paulatina intensificación de la ayuda a Franco por parte de las potencias fascistas y el lento proceso al término del cual Stalin acudió en apoyo de una República que ya se percibía como acosada (por utilizar el feliz adjetivo que da título a una colección de ensayos dirigida por Preston) y estaba sangrantemente sola, pero que alarmó a los círculos conservadores en Francia y en el Reino Unido.
Tal decisión de Stalin, madurada a lo largo de un paulatino deslizamiento, siempre muy controlado, y sobre el cual subsisten numerosas leyendas en la literatura[25], se adoptó cuando ya era demasiado tarde. En el corto lapso transcurrido desde julio, los sublevados habían logrado tantos éxitos militares y ocupado tal extensión de territorio que no resultaba verosímil ni desalojarlos ni hacerles retroceder, al menos no con los medios en presencia. A no ser, claro está, que las democracias permitiesen que el Gobierno republicano se abasteciera de sus arsenales o importara libremente todo el armamento que pudiese adquirir, sin más topes que los marcados por la disponibilidad de productos en el mercado y la capacidad de pagar tales suministros. Ambos factores existían. El mercado internacional estaba saturado de materiales bélicos. Muchos anticuados. Otros modernos. El Gobierno de Madrid no se encontraba ni en quiebra financiera ni en suspensión de pagos. Al contrario, estaba literalmente aplastado por el peso de unas, para la época, cuantiosísimas reservas.
EL NERVIO DE LA GUERRA REPUBLICANA.
La capacidad de pago radicaba en la posibilidad de movilizar las reservas de oro conservadas en la cámara acorazada del Banco de España. Fueron éstas las que permitieron obtener divisas y adquirir suministros y servicios, bélicos y no bélicos, de la más variada procedencia. Fueron las divisas las que hicieron posible el pago de las armas y de los materiales no disponibles en España. No fueron sólo la ingeniosidad o la inventiva de un aparato de Estado colapsado las que contribuyeron a sostener un flujo de importaciones imprescindibles para que el aparato económico no se gripara, flujo tanto más vital cuanto más se recortaba el territorio republicano. Tampoco ayudaron al incipiente esfuerzo de guerra los movimientos centrífugos que, impulsados por anarquistas y nacionalistas vascos y catalanes principalmente, erosionaron la autoridad gubernamental. Por último, las tenencias en moneda extranjera derivadas de la enajenación del oro y de otros activos monetizables y monetizados aportaron, mal que bien, su granito de arena a la financiación, al menos parcial, del mayor éxodo humano que nunca se haya registrado en la historia de España.
En retrospectiva, y sin caer en la tentación de hacer de nuevo historia contrafactual, no cabe sustraerse a dos reflexiones. La primera es que de no haberse puesto las reservas de oro al servicio de la resistencia republicana es altamente verosímil que hubieran podido evitarse muchos muertos y muchos sufrimientos, mucho dolor y mucho sacrificio. Sólo cabe especular si, en tal escenario, la coalición vencedora hubiese sentido la tan intensa atracción por alinearse con el Eje, como ocurrió en la historia real. La segunda es que la inmovilización de las reservas durante los años anteriores a la guerra civil había impedido que la República las utilizase ya fuese de cara a una política de crecimiento o que se sirviera de ellas para acolchar los impactos negativos que sobre la economía española se derivaron de la depresión internacional. Con ello se privó de la posibilidad de paliar los efectos de las tensiones sociales que tanto recortaron el margen de maniobra política de los dirigentes republicanos. La ortodoxia y la legislación de la época no permitían tales «extravagancias».
En una famosa alocución (8 de agosto de 1936), Indalecio Prieto hizo referencia a lo que en terminología moderna serían «condiciones de infraestructura industrial», necesarias principalmente para garantizar una victoria. Siguiendo ese razonamiento, las reservas no fueron, en ningún momento, las condiciones suficientes. Éstas estaban vinculadas a la forja de un instrumento militar capaz de hacer frente a los rebeldes, si no de igual a igual al menos con una capacidad combativa que superara la muy escasa de que adolecían muchas milicias. La República tardó en desarrollarlo[26]. La alegría revolucionaria (con su cortejo de exacciones) así como el élan de unas masas pobremente entrenadas para frenar a la Legión, a las tropas coloniales o incluso a los soldados del reemplazo encuadrados por los jefes y oficiales sublevados no era algo que pudiera compensarse automáticamente con la movilización de los recursos metálicos, de las divisas, de la producción industrial (semiparalizada) o la utilización de un armamento heteróclito e ineficaz adquirido por vías recónditas.
El contexto internacional, el oro, las divisas y los armamentos son los pilares sobre los cuales se erige y desarrollaremos la fundamentación del viraje republicano hacia la Unión Soviética, constatada su soledad inicial. Fue este viraje lo que posibilitó el sostenimiento de un esfuerzo de guerra que oponer al de los sublevados, bien nutridos por el apoyo de las potencias fascistas. La República, con todo, fue vencida. No pudo aguantar los efectos combinados de la retracción de las democracias occidentales frente a las acometidas del Eje y sus propias discordias internas. Estos factores se advirtieron desde fecha temprana. El siguiente capítulo analiza los dos primeros.