Me despertó el sonido de las noticias matinales. Cinco de julio. Había dejado atrás el día de la Independencia sin reparar en ello. Sin pastel de manzana, sin escuchar el himno nacional ni lanzar una sola bengala. En cierto modo aquello me deprimía. Todo norteamericano que se encontrara en cualquier lugar del globo debía erguirse y pavonearse el cuatro de julio. Yo había llegado a convertirme en una espectadora canadiense de la cultura estadounidense. Me prometí que en la primera ocasión que se presentase acudiría al estadio de béisbol a vitorear al equipo norteamericano que estuviera en la ciudad.
Me duché, preparé café y tostadas y hojeé la Gazette, donde aparecían infinitos artículos sobre la segregación. ¿Cómo repercutiría en la economía? ¿Y en los aborígenes? ¿Y en los anglohablantes? Los anuncios por palabras personificaban el temor: todos vendían, nadie compraba. Tal vez debería volver a casa. ¿Qué conseguía allí?
«¡Cierra el pico, Brennan! Estás de mal humor porque tienes que cuidar de tu coche».
Era bien cierto. Odio tener que hacer gestiones. Odio las minucias burocráticas y cotidianas de una nación tecnificada en los años finales del segundo milenio. Pasaporte, permiso de conducción, permiso de trabajo, impuesto sobre la renta, vacuna de la rabia, limpieza en seco, hora en el dentista, prueba citológica. Mi criterio es sencillo: posponer todo hasta que resulte ineludible. Aquel día tenía que hacer revisar el coche.
Soy hija de Norteamérica en mi actitud hacia el automóvil. Me siento incompleta sin él, incomunicada y vulnerable. ¿Cómo huiría de una invasión? ¿Y si deseo salir antes de una fiesta o quedarme cuando el metro ya no funciona? ¿Ir al campo? ¿Transportar una cómoda? Se necesitan ruedas. Pero no soy una fanática de la automoción. Necesito un coche que arranque en cuanto dé el contacto, que me lleve a mi destino, que se mantenga en condiciones por lo menos durante una década y que no requiera muchos cuidados.
Seguían sin oírse ruidos de la habitación de Gabby. Debía de estar tranquila. Recogí mis cosas y me marché.
El coche se quedó en el taller y yo cogí el metro a las nueve. Se había superado la hora punta matinal y el vagón iba relativamente vacío. Paseé aburrida la mirada por los anuncios: vea una obra en Le Théâtre Saint Denis, mejore su experiencia profesional en Le College O’Sullivan, compre pantalones tejanos en Guess, perfume Chanel en La Baie, pinturas en Benetton…
A continuación observé el mapa del metro, atravesado por líneas de color como la instalación eléctrica en un cuadro con puntos blancos que señalaban las paradas.
Seguí mi trayecto hacia el este a lo largo de la línea verde desde Guy Concordia a Papineau. La línea naranja pasaba alrededor de la montaña, norte-sur en su ladera oriental, este-oeste bajo la línea verde, luego norte-sur de nuevo en la parte occidental de la ciudad. La amarilla se sumergía bajo el río y salía a la superficie en Île Ste. Hélène y en Longueuil en la playa sur. En Berri-UQAM las líneas naranja y amarilla se cruzaban con la verde y estaban realzadas con un gran punto. Importante lugar de transbordo.
El tren silbó mientras se deslizaba por el túnel subterráneo. Conté las paradas que me faltaban: siete.
«¡Qué obstinada, Brennan! ¿Por qué no te desentiendes?».
Seguí con la mirada hacia el norte de la línea naranja visualizando el paisaje cambiante de la ciudad: Berri-UQAM, Sherbrooke, Mount Royal y, por fin, Jean Talon. Isabelle Gagnon había residido en aquel vecindario.
¡Curioso!
Busqué el barrio de Margaret Adkins por la línea verde. ¿Qué estación sería? Pie IX. Conté desde Berri-UQAM y se encontraba a seis paradas al este.
¿A cuántas estaciones estaría Gagnon? De nuevo en la línea naranja descubrí que eran seis.
Sentí un escalofrío en la nuca.
Morisette-Champoux, metro en Georges Vanier. Línea naranja. Seis paradas desde Berri-UQAM.
¡Jesús!
¿Trottier? No. El metro no llega a St. Anne de Bellevue.
¿Damas? Prolongación del Parque. Cerca de las estaciones Rosemont y Laurier. Tercera y cuarta parada desde Berri-UQAM.
Miré con fijeza el mapa. Tres víctimas vivían exactamente a seis paradas de la estación de Berri-UQAM. ¿Sería una coincidencia?
—Papineau —dijo una voz mecánica.
Cogí mis cosas y salí disparada al andén.
Diez minutos después oí sonar el teléfono mientras abría la puerta de mi despacho.
—Aquí la doctora Brennan.
—¿Qué diablos hace usted, Brennan?
—Buenos días, Ryan. ¿En qué puedo servirlo?
—Claudel trata de atornillarme por su culpa. Dice que ha estado molestando a las familias de las víctimas.
Aguardó inútilmente a que le respondiera.
—Brennan, la he estado defendiendo porque la respeto. Pero me temo lo que se está preparando. Su entrometimiento puede perjudicarme en este caso.
—He formulado algunas preguntas. Eso no es ilegal.
No conseguí aplacar su ira.
—No habló con nadie, no coordinó. Se limitó a ir por ahí llamando a las puertas.
Oí su respiración intensa. Parecía jadeante.
—Primero llamé.
Algo no totalmente cierto en cuanto a Geneviève Trottier.
—Usted no es una investigadora.
—Accedieron a verme.
—Se cree Mickey Spillane. No es ése su trabajo.
—Es usted un detective muy culto.
—¡Por Cristo, Brennan! ¡Me está irritando!
Se percibían los ruidos característicos de su departamento.
—Verá. —Parecía haberse controlado—. No me interprete de modo equivocado. Creo que es usted formal. Pero esto no es un juego. Esa gente no lo merece.
Sus palabras eran duras como el granito.
—Sí.
—Soy yo quien lleva el caso Trottier.
—¿Qué ha hecho exactamente con su caso?
—¡Bren…!
—¿Y qué me dice de los otros? ¿En qué punto se encuentran?
Sentía que dominaba la situación.
—En estos momentos esas investigaciones no se han confiado a nadie con carácter preferente, Ryan. Francine Morisette-Champoux fue asesinada hace más de dieciocho meses; hace ocho meses que murió Trottier. Tengo la extravagante idea de que quienquiera que mató a esas mujeres debería ser descubierto y encerrado. Por ello me interesé. He hecho algunas preguntas. ¿Y qué sucede? Que me llaman fisgona. Y, como monsieur Claudel me cree un incordio, esos casos irán perdiendo cada vez más interés hasta que sean retirados de los programas y de la mente de todos. Una vez más.
—No la he llamado fisgona.
—¿Qué me dice, Ryan?
—Comprendo que Claudel desee verla colgada y que usted quiera fulminarlo. Igual me sentiría yo si él me estuviera acorralando. Por mi parte sólo espero que ustedes dos no arruinen mi caso.
—¿Qué quiere decir con eso?
Tardó unos instantes en responder.
—No le digo que no aprecie su contribución. Sólo deseo aclarar perfectamente las prioridades de esta investigación.
Permanecimos largo rato en silencio. La ira se disparaba en ambas direcciones.
—Creo haber encontrado algo.
—¿Qué?
Era evidente que no esperaba tal cosa.
—Acaso exista una relación.
—¿Qué quiere decir?
Se había mitigado la aspereza de su voz.
No sabía muy bien qué estaba diciendo. Tal vez sólo deseara desconcertarlo.
—Comamos juntos.
—Ojalá sea algo positivo, Brennan. —Pausa—. Nos veremos en Antoines al mediodía.
Por fortuna yo no tenía nuevos casos, por lo que pude dedicarme en seguida al trabajo. Hasta el momento nada había coincidido. Tal vez el metro estableciese la conexión.
Encendí el ordenador y busqué el archivo a fin de comprobar las direcciones. Sí: tenía las estaciones correctas. Saqué un mapa y las señalé tal como Ryan y yo habíamos hecho con los hogares de las víctimas. Las tres agujas formaban un triángulo con Berri-UQAM en el centro. Morisette-Champoux, Gagnon y Adkins habían vivido cada una a seis paradas de la estación. El apartamento de Saint Jacques se hallaba a escasa distancia a pie de la estación central.
¿Se trataría de ello? ¿De coger un metro en Berri-UQAM y escoger a una víctima que se apea seis paradas después? ¿No había oído hablar antes de ese tipo de comportamiento? Fijarse en un color, en un número, en una serie de acciones. Seguir una pauta sin desviarse jamás. Dominar la situación. ¿Acaso el planear cuidadosamente no era característico de los asesinos en serie? ¿Podía avanzar un paso más nuestro sujeto? ¿Podía tratarse de un asesino en serie con una especie de pauta de comportamiento compulsivo en el que encajaran los crímenes?
¿Pero qué había acerca de Trottier y Damas? Éstas no encajaban. No podía ser tan sencillo. Miré con fijeza el mapa deseando que se materializara una respuesta. La sensación de que algo acechaba tras el muro de mi conciencia era más acuciante que nunca. ¿Qué era? Apenas oí el golpecito.
—¿Doctora Brennan?
Lucie Dumont se encontraba en la puerta. Con ello bastó: el muro se había derrumbado.
—¡Alma!
Había olvidado por completo a la monita.
Mi exclamación sobresaltó a Lucie y estuvo a punto de caérsele el impreso que llevaba.
—¿Quiere que vuelva en otro momento?
Yo ya buscaba el anterior impreso que Lucie me había facilitado. Sí, desde luego. La terminal del autobús estaba prácticamente junto a la estación Berri-UQAM. Localicé a Alma y situé una aguja exactamente en el centro del triángulo.
¿Qué teníamos? ¿Una mona? ¿Tenía conexión con ello? Y, de ser así, ¿cómo? ¿Era otra víctima? ¿Un experimento? Alma había muerto dos años antes que Grace Damas. ¿No había leído asimismo algún informe sobre esa pauta? ¿Adolescentes voyeurs y de mentes tortuosas que evolucionan hasta atormentar animales y concluyen violando y asesinando a seres humanos? ¿No era aquél el escalofriante progreso de Dahmer?
Suspiré y me recosté en mi asiento. Si tal era el mensaje que mi subconsciente trataba de transmitir, Ryan no quedaría impresionado.
Lucie había desaparecido por la puerta, hacia los archivos centrales. Me disculparía más tarde. Últimamente lo hacía muy a menudo. Regresé a mi despacho.
El legajo de Damas contenía escaso material aparte de mi informe. Abrí el correspondiente a Adkins y lo hojeé. El contenido comenzaba a parecer el material de archivo que yo manejaba con tanta frecuencia. Nada me llamaba la atención. Vuelta a Gagnon, Morisette-Champoux y Trottier.
Pasé una hora examinando los archivos con detenimiento. De nuevo las piezas del rompecabezas de la abuela. Un revoltijo de fragmentos de información. «Introdúcelos, haz funcionar tu mente y ordénalos». Pero la disposición no resultaba. Llegaba el momento de tomar un café.
Me lo llevé al despacho junto al Journal matutino. Mientras lo leía, sorbía el café. Las noticias apenas variaban de la Gazette inglesa; los editoriales, enormemente. ¿Cómo lo calificaba Hugh MacLennan? Las Dos Soledades.
Me arrellané en el asiento. Surgía de nuevo la comezón subliminal. Tenía los fragmentos pero no conseguía que encajaran.
«De acuerdo, Brennan: sé sistemática». La sensación había comenzado aquel día. ¿Qué había hecho? Poca cosa. Leer el periódico. Llevar el coche al taller. Coger el metro. Revisar archivos.
¿Alma? Me sentía mentalmente insatisfecha. Había algo más.
¿El coche?
Nada.
¿El periódico?
Tal vez.
Volví a hojearlo. Las mismas historias, los mismos editoriales, los mismos anuncios por palabras.
Me detuve.
Anuncios por palabras. ¿Dónde había visto yo anuncios? Montones de ellos.
En la habitación de Saint Jacques.
Los revisé lentamente. Trabajos, pérdidas y hallazgos, ventas de garajes, mascotas, fincas inmobiliarias.
¿Fincas inmobiliarias? ¡Fincas inmobiliarias!
Busqué el archivo de Adkins y localicé las fotos. Sí, allí estaba. El letrero oxidado y ladeado, apenas visible en el descuidado patio. À vendré. Alguien vendía un apartamento en el edificio de Margaret Adkins.
¿Y bien?
Piensa.
Champoux. ¿Qué había dicho? Que no le gustaba aquel lugar. Por ello iban a marcharse, o algo por el estilo.
Llamé por teléfono sin obtener respuesta.
¿Y qué había acerca de Gagnon? ¿No alquilaba el hermano? Tal vez el propietario vendía el edificio.
Comprobé las fotos. No había ningún letrero. ¡Maldición!
Probé de nuevo el teléfono de Champoux y tampoco obtuve respuesta.
Marqué el número de Geneviève Trottier, que contestó al segundo timbrazo.
—Bonjour —me saludó animosa.
—¿Madame Trottier?
—Oui.
Su acento revelaba curiosidad.
—Soy la doctora Brennan. Ayer hablamos.
—Oui.
Expresión temerosa.
—¿Me permite formularle una pregunta?
—Oui —repuso ya con resignación.
—¿Tenía su casa en venta cuando desapareció Chantale?
—Pardonnez moi?
—¿Trataba de vender su casa en octubre del pasado año?
—¿Quién se lo ha dicho?
—Nadie. Simple curiosidad.
—No, no. He vivido aquí desde que mi marido y yo nos separamos. No tenía intención de mudarme. Chantale… yo… era nuestra casa.
—Gracias, madame Trottier. Lamento haberla molestado.
De nuevo había violado el acuerdo alcanzado por ella con sus recuerdos.
Aquello no conducía a ninguna parte. Tal vez fuese una necedad.
Llamé de nuevo a Champoux. Una voz masculina respondió cuando me disponía a colgar.
—Oui.
—¿Monsieur Champoux?
—Un instant.
—Oui —respondió una segunda voz masculina.
—¿Monsieur Champoux?
—Oui.
Le expliqué quién era y le formulé mi pregunta. Sí, habían tratado de vender la finca. Estaba anunciada por ReMax. Cuando su esposa fue asesinada retiró la oferta del mercado. Sí, creía que los anuncios habían funcionado, pero no estaba seguro. Le di las gracias y colgué.
Dos de cinco. Era posible. Tal vez Saint Jacques utilizaba los anuncios por palabras.
Llamé a investigación. Los materiales del apartamento de la rue Berger eran de propiedad.
Consulté mi reloj: las doce menos cuarto, hora de reunirme con Ryan. No picaría el anzuelo: necesitaba algo más.
De nuevo extendí las fotos de Gagnon y las examiné una por una. En esta ocasión lo vi. Cogí una lupa y la ajusté hasta que el objeto apareció centrado. Me aproximé ajustando y reajustando para asegurarme.
—¡Maldito calor!
Metí las fotos en su sobre y a continuación en mi cartera y fui corriendo al restaurante.
Le Paradis Tropique se halla enfrente del edificio de la SQ. La comida es pésima, pero el pequeño local siempre está atestado a mediodía, debido en gran parte a la exuberancia de su propietario Antoine Janvier. Aquel día me saludó como de costumbre.
—¡Ah, madame! ¿Está hoy muy ocupada? ¡Sí! ¡Cuánto me alegro de verla después de tanto tiempo!
Su rostro de ébano exhibía una burlona desaprobación.
—Sí, Antoine, he estado muy ocupada.
Era cierto, pero también que no me entusiasmaba su comida caribeña.
—¡Ah, trabaja demasiado! Pero hoy tenemos un pescado magnífico, fresco; aún colea: gotea agua del océano. Cuando se lo coma, se sentirá mejor. Y tengo una mesa estupenda para usted. La mejor de la casa. Sus amigos ya están aquí.
¿Amigos? ¿Quién más habría venido?
—Acompáñeme, por favor.
En el interior debía de haber un centenar de personas sudorosas que comían bajo sombrillas de vivos colores. Seguí a Antoine por el laberinto de mesas hasta un estrado que se levantaba en un extremo. La figura de Ryan se recortaba contra una ventana falsa cubierta con cortinas amarillas y lavanda recogidas para mostrar una puesta de sol pintada. Un ventilador que pendía del techo giraba lentamente sobre su cabeza mientras charlaba con un hombre con chaqueta deportiva de hilo. Aunque se hallaba de espaldas, reconocí el corte de cabello y las perfectas rayas.
—¡Hola, Brennan! —me saludó Ryan semiincorporándose en su asiento.
Al detectar mi expresión entornó los ojos como si me advirtiera: «Sea paciente».
—¡Hola, Ryan!
De acuerdo, pero que él también se controlase.
Claudel me saludó con una inclinación, sin moverse de su asiento. Me instalé junto a Ryan. Apareció la mujer de Antoine y, tras intercambiar cumplidos, los detectives encargaron cerveza y yo pedí una cola.
—Bien. ¿Cuáles son los progresos? —Nadie podía tener más aires de superioridad que Claudel.
—¿Por qué no pedimos primero? —intervino Ryan pacificador.
Ryan y yo cambiamos impresiones sobre el tiempo y convinimos en que hacía calor. Cuando Janine regresó le pedí un plato especial de pescado; en cuanto a los detectives encargaron especialidades jamaicanas.
Comenzaba a sentirme extraña.
—Bien. ¿Qué ha descubierto? —dijo Ryan moderador.
—El metro.
—¿El metro?
—Eso reduce la situación a cuatro millones de personas: dos si nos ceñimos a los varones.
—Déjala hablar, Luc.
—¿Qué sucede con el metro?
—Francine Morisette-Champoux vivía a seis paradas de la estación de Berri-UQAM.
—Ya llegamos a alguna parte.
Ryan le dirigió una mirada fulminante.
—Y lo mismo sucede con Isabelle Gagnon y Margaret Adkins.
—Hum.
Claudel no hizo comentario alguno.
—Trottier está demasiado lejos.
—Sí. Y Damas demasiado cerca.
—El apartamento de Saint Jacques se halla a pocas manzanas de distancia.
Comimos un rato en silencio. El pescado estaba seco, las patatas fritas y el arroz, grasientos. Una combinación difícil para que funcionara bien.
—Acaso sea más complicado que sólo eso.
—¿Sí?
—Francine Morisette-Champoux y su marido habían puesto su casa en venta con la firma ReMax.
No hubo observación alguna.
—Había un letrero ante el edificio de Margaret Adkins, asimismo de ReMax.
Aguardaron a que prosiguiera, pero no lo hice. Busqué en mi bolso, saqué las fotos de Gagnon y deposité una de ellas sobre la mesa. Claudel pinchó un pescado frito con el tenedor.
Ryan cogió la foto, la examinó y me miró inquisitivo. Le ofrecí la lupa y le señalé un objeto apenas visible situado en un extremo de la foto, que examinó largo rato. Luego, sin decir nada, la tendió, así como la lupa, al otro lado de la mesa.
Claudel se enjugó las manos, arrugó la servilleta de papel y la arrojó en su plato. Cogió la foto y repitió las acciones de Ryan. Al reconocer el objeto, apretó las mandíbulas y permaneció largo rato mirándolo sin pronunciar palabra.
—¿Vecino? —preguntó Ryan.
—Parece ser.
—¿ReMax?
—Eso creo. Se distinguen la R y parte de la E. Podemos hacer ampliar la foto.
—Sería fácil seguir la trayectoria. La inscripción sólo tiene cuatro meses de antigüedad. ¡Diablos, en este tipo de negocios probablemente aún esté en vigor! —comentó Ryan, que tomaba notas.
—¿Y qué hay acerca de Damas?
—No lo sé.
Me abstuve de responder que no había querido molestar a la familia de la víctima.
—¿Y Trottier?
—No. Hablé con la madre de Chantale y me dijo que no pensaba vender, que nunca había ofrecido la propiedad.
—Podría tratarse del padre.
Nos volvimos hacia Claudel, que me miraba; en esta ocasión no se había expresado con altivez.
—¿Cómo? —repuso Ryan.
—Pasaba mucho tiempo con su padre. Tal vez él se propusiera vender. ¿Lo confirmamos?
—Lo comprobaré —asintió Ryan sin dejar de tomar notas.
—Ella iba allí el día que fue asesinada —dije.
—Iba un par de días por semana.
Claudel se mostraba paternalista, pero no despectivo: hacíamos progresos.
—¿Dónde vive?
—En Westmount. Un condominio multimillonario en Barat, cerca de Sherbrooke.
Traté de situarlo. Aquello debía de encontrarse en los límites del centro de la ciudad, no lejos de mi apartamento.
—¿Por encima del Forum?
—Eso mismo.
—¿Cuál es la estación de metro más próxima?
—Debe de ser Atwater. Se encuentra a un par de manzanas de allí.
Ryan consultó su reloj, procuró atraer la atención de Janine y le hizo señas como si firmara en el aire. Pagamos, y Antoine nos obsequió con puñados de caramelos.
En cuanto llegué a mi despacho saqué el mapa, localicé la estación de Atwater y conté las paradas que había desde Berri-UQAM. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. En aquel momento sonó el teléfono y me apresuré a responder a la llamada.