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Llegar a nuestro destino no fue fácil. Mientras Charbonneau se abría camino dificultosamente por De Maisonneuve yo, sentada en la parte posterior del vehículo, miraba por la ventanilla y trataba de no prestar atención a los sonidos estáticos que surgían de la radio. La tarde era sofocante. A medida que avanzábamos veía surgir el calor del pavimento en ondulantes oleadas.

Montreal se ornamentaba con fervor patriótico. La flor de lis surgía por doquier: pendiente de ventanas y balcones, estampada en camisetas, sombreros y pantalones cortos, pintada en los rostros y agitada en banderas y pancartas. Desde el centro de la ciudad hacia el este del Main, sudorosos juerguistas atestaban las calles y atascaban el tráfico como la placa en las arterias. Miles de personas pululaban por doquier, iban y venían en oleadas blanquiazules en las que los punks se mezclaban con madres de familia que empujaban sillitas de niños. Aunque al parecer sin orientación, se desplazaban por lo general hacia el norte, hacia Sherbrooke y el desfile. Los manifestantes y las carrozas habían salido de St. Urbain a las dos de la tarde y habían marchado hacia el este, a lo largo de Sherbrooke. En aquellos momentos se encontraban delante de nosotros.

Sobre el zumbido del aire acondicionado distinguía carcajadas y cánticos esporádicos. Ya se habían producido algunos altercados. Mientras aguardábamos a que cambiara la luz del semáforo de Amherst, un cretino empujó a su novia contra una pared. Sus cabellos tenían el color de los dientes sucios y los llevaba enmarañados en la parte superior y en melena por la espalda. Su piel, de un blanco gallináceo, se tornaba como la granadina. Arrancamos antes de que concluyera la escena, y me quedó en la mente la imagen del rostro sorprendido de la muchacha superpuesto a los senos de una mujer desnuda. Bizqueante y boquiabierta, estaba enmarcada por un poster que anunciaba la exposición de Tamara de Lempicka del museo de Bellas Artes. «Une femme libre», proclamaba. Una mujer libre. Otra ironía de la vida. Me inspiró cierta satisfacción saber que aquel zoquete no pasaría una buena noche, que incluso podría sufrir ampollas.

—Déjame ver esa foto un momento —pidió Charbonneau volviéndose hacia Claudel.

Claudel la sacó de su bolsillo y se la entregó. Charbonneau la examinó sin dejar de vigilar el tráfico.

—No debe de parecérsele mucho, ¿verdad? —comentó sin dirigirse a nadie en particular.

Y sin añadir palabra me la tendió a mí, que me encontraba a su espalda.

Se trataba de una impresión en blanco y negro, una ampliación de una persona tomada desde lo alto y a su derecha. En ella aparecía una figura masculina borrosa que desviaba el rostro, concentrado en la función de insertar o extraer una tarjeta de un cajero automático.

Sus cabellos eran ralos y cortos por delante y se extendían sobre la frente en flequillo. La parte superior de la cabeza estaba casi pelada, con largos mechones que cruzaban de izquierda a derecha en un intento de disimular su calva. Pensé que me encontraba ante mi modelo preferido de varón. Tan atractivo como un bañador Speedo.

Tenía cejas pobladas y sus orejas se abrían hacia el exterior como los pétalos de un pensamiento. Su cutis era mortalmente pálido. Llevaba una camisa de tejido a cuadros y unos pantalones que parecían de trabajo. La pobre calidad del papel y el deficiente enfoque ensombrecían otros detalles. Tuve que convenir con Charbonneau en que no se distinguía bien, que podía tratarse de cualquiera. Le devolví la foto en silencio.

Los dépanneurs de Quebec son establecimientos que abren hasta muy tarde. Se encuentran en cualquier lugar capaz de albergar algunas estanterías y un refrigerador a cubierto. Están diseminados por la ciudad y sobreviven a base de facilitar comestibles, lácteos y bebidas alcohólicas esenciales. Salpican todos los barrios y forman una red capilar que abastece las necesidades del vecindario y de los visitantes de paso. En ellos puede conseguirse leche, cigarrillos, cerveza y vino corriente, y el resto de su inventario queda determinado por las preferencias de los clientes. No facilitan lujos ni aparcamiento. Su versión mejorada suele contar con un cajero automático. Nos dirigíamos a uno de ellos.

—¿Vamos a la rue Berger? —preguntó Charbonneau a Claudel.

Oui. Está en dirección sur desde Sainte Catherine. Sigue por René Lévesque hasta Sainte Dominique y luego gira hacia el norte. El camino es como un nido de serpientes.

Charbonneau giró a la izquierda y comenzó a internarse por el sur. En su impaciencia pisaba ora el acelerador o el freno, dando bandazos al Chevy como una noria. Puesto que comenzaba a marearme, centré mi atención en las boutiques, los pequeños restaurantes y los modernos edificios de piedra de la universidad de Quebec, que se alineaban en St. Denis.

—Sacré bleu!

Ca… lice! —exclamó Charbonneau al verse bruscamente interceptado por una furgoneta familiar Toyota de color verde oscuro—. ¡Bastardo! —exclamó al tiempo que pisaba a fondo el freno y chocaba con el parachoques—. ¡Fijaos en ese chalado!

Claudel no le hizo caso, acostumbrado al parecer a la irregular conducción de su compañero. Yo eché de menos algún remedio contra el mareo, pero no hice comentario alguno.

Por fin llegamos a René Lévesque, giramos hacia el oeste y seguimos en dirección norte hasta Ste. Dominique. Retornamos por Ste. Catherine y de nuevo me encontré en el Main, a una manzana de distancia de las chicas de Gabby. Berger, un damero de callejuelas secundarias intercaladas entre St. Laurent y St. Denis, se encontraba enfrente.

Charbonneau dobló por la esquina y se instaló en la curva frente al dépanneur de Berger. Un letrero sórdido sobre la puerta prometía «bière et vin», cerveza y vino. Anuncios de Molson y Labatt, descoloridos por el sol, cubrían los escaparates, fijados con una cinta adhesiva amarillenta que se despegaba por su antigüedad. Hileras de moscas muertas se alineaban en el alféizar, y sus cadáveres se disponían en capas según el momento de su defunción. Unas barras metálicas protegían el cristal. Dos vejestorios se hallaban sentados ante la puerta en sillas de cocina.

—El tipo se llama Halevi —dijo Charbonneau tras consultar su bloc de notas—. Probablemente no tendrá mucho que decir.

—Como de costumbre. Aunque su memoria suele mejorar cuando se los apremia un poco —replicó Claudel tras cerrar la puerta del coche.

Los viejos nos miraron en silencio.

Al entrar sonó una serie de campanillas. En el interior hacía calor y olía a polvo, especias y cartones antiguos. Dos hileras de estanterías adosadas se extendían a lo largo del local y formaban un centro y dos pasillos laterales. Las polvorientas estanterías contenían un surtido de antiguas mercancías enlatadas y embaladas.

En el fondo, a la derecha, en un refrigerador horizontal se exponían recipientes de nueces, potajes de legumbres, judías secas y harina y, en un extremo, se amontonaba un conjunto de verduras marchitas. El arcón del refrigerador, un elemento de antiguas eras, ya no enfriaba.

En la pared izquierda unos armarios verticales mantenían frescas las cervezas y el vino. Al fondo, en una caja pequeña y abierta cubierta con plástico para conservar el frío, se guardaban la leche, las olivas y el queso. A su derecha, en el rincón, se encontraba el cajero automático. Salvo por aquel elemento, el local parecía no haber sido renovado desde que Alaska solicitó la incorporación en los Estados Unidos.

El mostrador estaba directamente a la izquierda de la puerta principal. El señor Halevi se hallaba sentado tras él y hablaba con animación por un teléfono móvil. Se pasaba continuamente la mano por la calva, en un ademán vestigio de su juventud, cuando tenía más cabello. Un letrero sobre la caja registradora decía: «SONRÍE. DIOS TE QUIERE». Halevi no seguía su propio consejo. Estaba congestionado y evidentemente resentido. Yo permanecí atrás dispuesta a observar.

Claudel se situó directamente ante el mostrador y se aclaró la garganta. Halevi le mostró la palma, indicándole que aguardara. El detective exhibió su identificación y negó con la cabeza. Halevi pareció momentáneamente confuso, pronunció unas rápidas palabras en hindi e interrumpió la comunicación. Sus ojos, aumentados por los gruesos cristales de sus gafas, pasaron de Claudel a Charbonneau y a la inversa.

—Ustedes dirán —dijo.

—¿Es usted Bipin Halevi? —inquirió Charbonneau en inglés.

—Sí.

El detective colocó la foto sobre el mostrador.

—Eche una mirada. ¿Conoce a este individuo?

Halevi volvió la foto y se inclinó sobre ella sosteniéndola por los bordes con dedos temblorosos. Estaba nervioso y trataba de mostrarse complaciente o, por lo menos, dar la sensación de que colaboraba. Muchos encargados de dépanneurs vendían tabaco de contrabando u otras mercancías del mercado negro, por lo que las visitas de la policía eran tan populares como las inspecciones de Hacienda.

—Nadie reconocería a una persona por esta foto —dijo—. ¿Se ha tomado con el vídeo? Ya se interesaron antes por ello. ¿Qué ha hecho este hombre?

Se expresaba en inglés con la cantarina cadencia del norte de la India.

—¿Tiene alguna idea de quién puede ser? —insistió Charbonneau sin responder a su pregunta.

Halevi se encogió de hombros.

—A mis clientes no les formulo preguntas. Además, la imagen es muy confusa y desvía la cabeza.

Se removió en su asiento. En cierto modo estaba relajado pues comprendía que no era el protagonista de aquella investigación, que aquello tenía que ver con el vídeo de seguridad confiscado por la policía.

—¿Es un vecino del barrio? —preguntó Claudel.

—Ya le digo que no lo sé.

—¿Le recuerda, aunque sea remotamente, a alguien que venga por aquí?

Halevi miró con fijeza la foto.

—Quizá. Es posible. Pero no está nada claro. Me gustaría poder ayudarlos… Tal vez se trate de alguien que haya visto alguna vez.

Charbonneau lo miró con dureza, sin duda pensando lo mismo que yo. ¿Trataba Halevi de mostrarse complaciente o en la foto aparecía alguien que le era realmente familiar?

—¿Quién es?

—Yo… No lo conozco. Sólo es un cliente.

—¿Sigue alguna rutina?

Halevi se mostraba inexpresivo.

—¿Viene a la misma hora cada día? ¿Aparece por la misma dirección? ¿Compra las mismas cosas?

Claudel comenzaba a irritarse.

—Ya le he dicho que no hago preguntas ni me fijo: me limito a vender mis mercancías. Y por las noches me voy a mi casa. Esta cara es como la de muchas personas que vienen y se van.

—¿Hasta qué hora tiene abierto?

—Hasta las dos.

—¿Viene él por las noches?

—Tal vez.

Charbonneau tomaba notas en un bloc con tapas de cuero. Hasta el momento apenas había escrito.

—¿Trabajó usted ayer por la tarde?

Halevi asintió.

—Fue muy ajetreado como víspera de festivo, ¿saben? Tal vez la gente creía que hoy no abriría.

—¿Vio entrar a este tipo?

Halevi volvió a examinar la foto, se pasó las manos por la nuca y por último se rascó con energía su aureola capilar y profirió un resoplido al tiempo que levantaba las manos en ademán de impotencia.

Charbonneau guardó la foto en su bloc de notas y lo cerró de golpe. A continuación depositó una tarjeta sobre el mostrador.

—Si recuerda algo más, llámenos, señor Halevi. Le agradecemos las molestias que se ha tomado.

—Desde luego, desde luego —repuso el hombre con expresión radiante por vez primera desde que había visto la insignia—. No dejaré de llamarlo.

—Desde luego, desde luego —repitió Claudel cuando salimos a la calle—. Ese sapo llamará cuando la madre Teresa viole a Saddam Hussein.

—Es vendedor de un dépanneur. Tiene el cerebro de serrín —replicó Charbonneau.

Cuando nos dirigíamos al coche me volví a mirar. Los dos viejos aún estaban junto a la puerta como elementos permanentes del decorado, al igual que perros de piedra ante la entrada de un templo budista.

—Déjeme la foto un momento —le dije a Charbonneau.

El hombre pareció sorprendido, pero me la entregó. Claudel abrió la puerta del coche, y de su interior salió una bocanada de aire tan caliente como de una fundición. Pasó un brazo por la puerta, apoyó un pie en el estribo y me observó. Cuando yo volvía a cruzar la calle le dijo algo a Charbonneau que, por fortuna, no llegó a mis oídos.

Me aproximé al anciano de la derecha. Llevaba unos descoloridos pantalones cortos de color rojo, camiseta de tirantes, calcetines y zapatos abotonados en el empeine. Sus huesudas piernas estaban totalmente surcadas de venas varicosas y parecía como si la pálida y blanca piel se hubiera tensado sobre nudos de espaguetis. La desdentada boca se le hundía hacia adentro y de su comisura surgía un cigarrillo que se inclinaba hacia el suelo. Mientras me acercaba me observó sin ocultar su curiosidad.

Bonjour —los saludé.

—¡Hola!

Se inclinó hacia adelante para desprender la sudorosa espalda del agrietado plástico del asiento. Pensé que nos habría oído hablar o que habría reparado en mi acento.

—Un día muy caluroso, ¿verdad?

—Los he visto peores.

El cigarrillo se movía al ritmo de sus palabras.

—¿Vive usted por aquí?

Señaló con su flaco brazo en dirección a St. Laurent.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

Cruzó de nuevo las piernas y asintió.

Le tendí la foto.

—¿Ha visto alguna vez a este hombre?

Sostuvo la foto con el brazo izquierdo extendido y se protegió los ojos del sol con la mano derecha. El humo flotaba sobre su rostro. Examinó tanto tiempo la imagen que pensé que quizá se habría dormido. Un gato blanco y gris cubierto de magulladuras al rojo vivo se deslizó detrás de su silla, rodeó el edificio y desapareció por la esquina.

El segundo anciano apoyó las manos en las rodillas y se levantó con un leve gruñido. Había tenido el cutis claro, pero en aquellos momentos parecía llevar ciento veinte años sentado en la silla. Se ajustó primero los tirantes y luego el cinturón que sostenía sus pantalones grises de trabajo y se acercó a nosotros arrastrando los pies. Inclinó la cabeza, cubierta con una gorra de los Mets, sobre el hombro de su compañero y contempló la foto con los ojos entornados. Por fin el piernas de espagueti me la devolvió.

—Ni siquiera lo reconocería su propia madre. Esta foto es una porquería.

El segundo anciano fue más positivo.

—Vive en algún lugar por ahí —dijo.

Y señaló con un dedo amarillento un sórdido edificio de piedra de tres plantas, más abajo. Tampoco él tenía dientes ni llevaba dentadura postiza y, al hablar, la barbilla parecía tocarle la nariz. Cuando se interrumpió, le señalé la foto y luego el edificio. El hombre asintió en silencio.

Souvent? —le pregunté. ¿Con frecuencia?

—Hum… Oui —respondió enarcando las cejas y levantando los hombros.

Adelantó el labio inferior y ondeó la mano en un ademán significativo. Más o menos.

Su compañero agitó reprobatorio la cabeza y resopló disgustado.

Hice señas a Charbonneau y a Claudel para que se acercaran y les expliqué lo que había dicho el anciano. Claudel me miró como si fuera una avispa enojosa, una molestia que debía soportar. Yo lo miré a mi vez desafiante: le constaba que era él quien debía haber interrogado a los hombres.

Charbonneau se volvió sin hacer comentario alguno y se centró en la pareja. Claudel y yo escuchamos en silencio. Los ancianos se expresaban en argot, con la rapidez de una ametralladora, alargando las vocales y truncando los finales de las palabras, de modo que apenas capté la conversación. Pero los gestos y señales eran tan elocuentes como titulares. El de tirantes decía que el tipo vivía en aquella manzana; el de piernas de espagueti no estaba de acuerdo.

Por fin Charbonneau se volvió hacia nosotros, señaló el coche con la cabeza y, con un ademán, nos indicó que lo siguiéramos. Cuando cruzábamos la calle sentí dos pares de ojos legañosos clavados en mi espalda.