EPÍLOGO

Mi madre estaba dispuesta a perdonar a su marido y a empezar de nuevo una verdadera vida de familia, para lo cual se resignaba a marcharse de Brañaganda en cuanto se acabara aquel curso. La desgracia que había sufrido mi padre, la postración en la que había quedado, la inducían a la reconciliación; y le había conmovido la ternura y la alegría que él había mostrado al verla junto a su cama el primer día, en el hospital.

El caso es que decidió resolver algunas cosas por su cuenta antes de que mi padre regresara al hogar; y un viernes por la mañana, después de clase, la vimos enfilar el sendero del río, en dirección al palacete de la señora de Freire. Norberto y yo sabíamos perfectamente a lo que iba, y aunque sabíamos que doña Isabel era un hueso duro de roer, estábamos convencidos de que mi madre volvería con la cabeza muy alta, y que cuando papá regresara —tal como se encontraba, el pobre— tendría que acatar las restricciones que ella le impusiese.

Pero cuando mi madre reapareció por el sendero al cabo de media hora, comprendimos que algo raro había ocurrido. Para empezar, no vino a casa directamente sino que se desvió hasta la cabaña de Marcelino y estuvo allí unos minutos, durante los cuales la oímos gritar e insultar al anciano, que al parecer permanecía en silencio.

Después volvió al camino y subió por la rampa de la escuela con una terrible expresión en el rostro; una expresión en la que aún pervivían la sorpresa y la incredulidad por debajo de la indignación y la ira que empezaba a dominarla.

—Mañana nos levantaremos temprano —nos dijo a Norberto y a mí mientras nos hacía entrar en casa—. Tenemos que coger el autobús a las nueve en Semellade.

—¿Vamos a ver a papá?

—No —contestó enérgicamente, sin mirarnos a los ojos—. Vais a ir a Ribeira, a casa de la abuela… No quiero que estéis más en este… pueblo.

Las relaciones de mi madre con sus padres no eran muy fluidas. Se enturbiaron definitivamente cuando ella se casó, y últimamente se limitaban a las imprescindibles comunicaciones protocolarias cuando había algún entierro, una boda o un nacimiento. Pero esta vez mi madre recurrió a ellos ante lo que consideraba una urgencia. Y Norberto y yo pasamos una temporada viviendo en casa de los abuelos.

Faltaban pocos días para las vacaciones de Navidad, y mi madre se quedó en Brañaganda con los gemelos mientras resolvía los trámites burocráticos para conseguir una excedencia y un posterior traslado a alguna escuela cercana al pueblo de sus padres. No tardó en reunirse con sus dos hijos mayores y en conseguir, por este orden, una nueva plaza de maestra, una casa propia, y una vida completamente nueva para sus hijos.

Nunca volvería a casarse. Nunca volvería a ver a mi padre.

Pero no fue la partida de la maestra con todos sus hijos la única novedad que se produjo en Brañaganda. La escuela tuvo una nueva titular: una maestra joven y todavía soltera, que no tardó en ganarse la simpatía de los vecinos. Doña Isabel, la señora de Freire, también se marchó del valle. Se fue un buen día tan misteriosamente como había llegado unos años atrás, sin avisar de su partida ni despedirse de nadie. César Besteiro dejó de visitar sus propiedades en Brañaganda con la asiduidad con que lo hacía antes. Al parecer, había descubierto unos parajes cerca de Santander en donde abundaba la caza mayor, con presas de más enjundia que las que podía encontrar en su valle natal. Por lo demás, el Sollado continuaba viento en popa en manos de Delfina.

Y en cuanto a mi padre, intentaremos pasar lo más rápido posible por una historia —la de la segunda mitad de su vida— que carece de todo interés, más allá del puramente morboso que pueda tener el lento proceso de disolución física y mental de una persona.

Mi padre salió del hospital conociendo ya la determinación de mi madre. Llegaron a coincidir unos días en Brañaganda, pero aparentemente ambos se evitaron. Mi padre estuvo una temporada viviendo en la cabaña de Marcelino, subsistiendo únicamente con su simbólico salario de guardabosques. Pero esta situación había de durar poco más de un mes, porque al cabo de este tiempo se marchó la señora de Freire, y poco después se supo que Cándida estaba embarazada. Para entonces ya todos estaban al corriente de la relación que mi padre y ella habían mantenido, y de que usaban la cabaña de Marcelino como escenario de sus encuentros.

Mi padre nunca se pudo casar con ella, pero aceptó, falto de voluntad, un extraño trato que le propuso Delfina, y vivió durante unos años en el Sollado en condiciones muy penosas, con un impreciso estatus que le obligaba a trabajar como un esclavo —a pesar de su minusvalía— para tener derecho a una fiscalizada y cicatera cuota de intimidad con la madre de su último hijo, que también fue varón y creció casi exclusivamente en manos femeninas. Cuando el niño tenía dos años, mi padre hizo un último intento por reconducir su vida.

A base de secretas gestiones, encontró un empleo en Vegadauga, en las oficinas centrales de la misma empresa minera para la que antaño había trabajado; y cuando consiguió que Cándida le siguiera llegó a pensar que podría disfrutar de una verdadera vida de familia, con su mujer y su hijo; y llegó incluso a tantear el terreno para conseguir la nulidad de su anterior matrimonio. Pero Cándida, que en el Sollado se sentía como una víctima más de la tiranía de su madre, empezó a dar muestras en cuanto se vio separada de su entorno habitual de un talante caprichoso y malhumorado. Se quejaba constantemente de la precaria situación a que les abocaba el miserable sueldo de oficinista de mi padre; y se acabó revelando, en aquel nuevo medio urbano, como una madre y un ama de casa despreocupada y negligente, eternamente descontenta con su destino. Las discusiones empezaron a hacerse habituales, y mi padre vivió de nuevo en un infierno, pero ahora mucho más terrible y desesperanzador, pues ya no había un enemigo a quien culpar de las propias desgracias.

Finalmente, Cándida volvió a Brañaganda llevándose a su hijo. Allí acabaría casándose con un mozo de La Xesta al que conoció cuando éste trabajaba de peón a las órdenes de Delfina. Tuvo dos hijos más y se convirtió en una esposa campesina como otra cualquiera. Nunca abandonó el Sollado, en donde vive aún con su marido.

En cuanto a mi padre, cuando se quedó solo ya no tuvo fuerzas para intentar cambiar el curso de las cosas: simplemente aceptó esa especie de maldición que le había perseguido desde que le atacó el lobishome.

A partir de entonces llevó una vida solitaria y más bien sórdida. Trabajó en la empresa minera hasta la jubilación, pero aun así le quedó una pensión irrisoria que le habría abocado a una vejez más miserable que modesta. Mi madre se preocupó entonces de hacerle llegar una asignación mensual, una pequeña cantidad que le ayudaba a alejar el fantasma de la pobreza. En cambio, prohibió a sus hijos —mientras estuvimos bajo su tutela— cualquier tipo de contacto con el que a efectos legales aún era su marido. Él, por su parte, no intentó nunca acercarse a nosotros.

Yo empecé a visitarle cuando entré en la universidad. A escondidas, por supuesto. Después, cuando yo ya tenía mi propia vida, de forma menos clandestina, pero sin mencionarlo para nada en presencia de mi madre.

En todos esos encuentros —a dos por año, aproximadamente— mi padre me dio la impresión de ser un hombre derrotado, sin deseos ni esperanzas, que se limitaba a esperar que le llegara la muerte desde una adormecida pasividad. Solamente en sus últimos días, ya enfermo —cuando menudearon mis visitas— mostró una desconocida animación, como si de pronto hubiese descubierto que le reconfortaba hablarme de su infancia y su juventud, mucho más que darme el rutinario informe de su cotidiana decadencia como había hecho hasta entonces. Incluso, algunas veces, mencionaba a mi madre, de pasada, sin hacer ningún comentario al respecto, como se pasa, al tocar el piano, por una tecla mal afinada. Pero los ánimos le nacían poco a poco, a medida que avanzaba la conversación. Cuando yo llegaba siempre lo encontraba sentado en su vieja butaca, dormitando frente al televisor encendido o con un diario olvidado sobre las rodillas.

Un día, en cambio, estuvo distante y silencioso durante toda la visita. Al ver que no respondía a mis intentos de darle conversación, y que volvía una y otra vez a su reconcentrado mutismo, acabé por callar yo también, y me limité a hacerle compañía, como quien vela a un enfermo. No me atreví a quitarle el periódico que tenía en el regazo —aunque él no le prestaba mayor atención— y me puse a hojear una revista insustancial y colorida, atrasada, que rondaba desde hacía meses por el revistero. Estaba mirando aquellas fotos de famosos, pensando que la presencia —que tal vez fuera casual— de aquella revista entre sus cosas ya era de por sí un síntoma de la decadencia en que se estaba sumiendo, cuando mi padre empezó a hablar, con una voz opaca y reconcentrada, sin mirarme, sin apenas moverse, con la vista fija en el televisor, que entonces estaba apagado.

Ya hacía tiempo que no hablábamos de los días del lobishome. Es probable que en aquel momento llevara varios meses, tal vez más de un año, sin mencionar para nada aquel asunto. Pero aquella tarde, en su caldeada habitación de jubilado, fue de eso precisamente de lo que habló. Me habló como si me lo contara por primera vez, como si me hiciera depositario de una crucial información, como si no se acordara —tal vez le empezaba a fallar la memoria— de que meses atrás me había narrado, con todo detalle, su encuentro con la bestia.

—¡Guárdate del lobishome, hijo mío! —me previno con aquella voz oscura que le salía de lo hondo del pecho—. Con él no hay escapatoria, es invulnerable… Le disparé, y me arrancó la escopeta de un manotazo. Quise escapar, y me abatía una y otra vez. Cada golpe era una fractura, cada contacto una quemadura… Jugaba conmigo, como el gato juega con el ratón. Se burlaba de mí. Lo sabía todo…, me dijo que me haría un favor, que me arrancaría una mano para que así nadie sospechase de mí…

—Eso…, eso no me lo habías contado —dije yo sin poder evitarlo, siguiendo el hilo de mis propios pensamientos.

—¡Claro que no! —replicó él—. Pero ahora te aviso, por si alguna vez te encuentras con él. Se burla, siempre se burla. Me dio a escoger, me dijo que a quién quería que se comiese: a Cándida o a tu madre. ¡Lo sabía todo! Sabía que las dos andaban por ahí aquella noche.

Yo sentí entonces una corazonada. Se me erizó el cabello, y noté como flotaba en el aire el aliento trascendental de una revelación.

—¿Y tú… —le pregunté—, tú le dijiste algo?

—Se burlaba de mí… No hizo nada, después no hizo nada. Podría haber hecho lo que quisiera, ¡no hay nada que hacer contra él! Pero sólo quería burlarse de mí.

—Pero… ¿qué le dijiste?

—Yo, hijo mío…, yo… ¡le dije una cosa terrible!

Mi padre se había vuelto, hasta mirarme, para decir esta última frase. Después volvió a su habitual posición de reposo, y dijo «Ahora vete», en tono concluyente, con un cansancio y una tristeza que me empujaron a retirarme silenciosamente.

Ya habían pasado casi treinta años desde que el lobishome sembraba el pánico en Brañaganda. No es tanto tiempo. La mayoría de las personas que habían conocido aquellos sucesos todavía vivían. Pero yo me había ido lejos de allí. Vivía en la ciudad, tenía mi propia vida, mi propia familia, tenía un buen trabajo y era bien considerado en mi profesión. Desde esa perspectiva, los sucesos del lobishome aparecían como algo muy lejano, perdido en la niebla mítica e imprecisa de la infancia, como la crónica sórdida y trasnochada de un pasado imperfecto, el de nuestros padres: una generación arcaica y abolida que todo hijo, lo mismo hoy que hace cien años, considera haber superado.

De todas formas, siempre me ha quedado un poso de mala conciencia por mi actitud desdeñosa en aquella conversación, y sobre todo por haberme marchado tan a la ligera, sin decirle nada más a mi padre, sin haber intentado alguna despedida un poco más afectuosa.

Días después, una semana antes de cuando estaba programada mi próxima visita, sonó el teléfono. Al otro lado estaba mi madre. «Papá se ha muerto», me dijo entre sollozos. Nunca, desde que nos fuimos de Brañaganda, había vuelto a pronunciar aquella palabra. Las pocas veces que no había podido evitar referirse a él, había dicho siempre «Enrique» o «vuestro padre».