Hace solamente cuatro años no habría podido explicar lo que le ocurrió a mi padre en aquella noche crucial. No habría podido contar más que las confusas generalidades que al respecto manejamos durante todos estos años como única información. Pero hoy, cuatro años después de su muerte —cuarenta después de aquellos hechos— puedo explicar todo lo que realmente ocurrió. Ése fue el testamento que me dejó mi padre: la verdad. Desgranada sin prisas, serenamente, de sus propios labios en sus últimos días, cuando ya estaba enfermo y yo lo visitaba frecuentemente, y empezó a contarme cosas de su infancia, de su juventud, de cuando conoció a mi madre; hablaba conmigo y me mostraba su verdadero rostro como nunca en su vida lo había hecho.
Aquella noche mi padre bajó por la rampa de la escuela como si fuera a coger el camino en dirección a Semellade. Hacia allí iría a buscarle mi madre unos minutos después. Pero él se internó enseguida en el bosque y salió de nuevo al camino cien metros más abajo, lejos de las luces de nuestra casa y exactamente en la dirección opuesta, en la que, tras llanear unos metros en línea casi recta, dejaba a un lado la pista del molino y se empinaba bruscamente en dirección al Sollado.
Pero el camino del Sollado sólo lo había de seguir en su primer tramo. Después lo abandonó para continuar ascendiendo por la montaña, siguiendo el trazado del camino pero de forma mucho más recta y abrupta, atravesando zonas de espeso arbolado y trepando en algunos momentos por pendientes rocosas que le obligaban a usar pies y manos, y que nadie transitaba nunca porque se consideraban lugares peligrosos.
Se detuvo un momento a respirar en una especie de repecho cubierto de hierba, un saliente o cornisa bastante espaciosa que era como un balcón en medio del camino, rodeado por infranqueables paredes de roca.
Allí fue donde se le apareció el lobishome. Apareció de golpe delante de él, como si hubiera salido de la nada; o tal vez estaba allí desde el principio, completamente inmóvil, y mi padre no reparó en su presencia, en aquella penumbra, hasta que no le enfocó con la linterna. Mi padre iluminó algo enorme, mucho más alto que él, un bulto de oscuro pelaje en el que brillaban unos ojos huidizos y una brutal dentadura húmeda de baba. La linterna cayó al suelo y mi padre cogió su escopeta sacudido por un incontrolable temblor, y buscó con torpes manos, entumecidas por el miedo, el mecanismo para desbloquear el seguro. Pero antes de que acertara con la palanca, el lobishome le arrebató la escopeta de un tremendo manotazo y la lanzó contra la pared de roca. Mi padre sintió la mordedura de un intenso dolor en la muñeca.
Mi padre era escéptico por naturaleza. Estaba convencido de que nunca sería testigo de ningún fenómeno sobrenatural y, como tantos escépticos, siempre había pensado que si alguna vez se encontraba frente a frente con lo inexplicable, la experiencia significaría un vuelco tal de su concepción del mundo, que ya nada tendría la menor importancia al lado de aquella tremenda revelación. Pero curiosamente, cuando aquella noche comprendió que estaba siendo atacado por el lobishome, su instinto de supervivencia aceptó rápidamente los hechos, y en lo único que pensó, desde el primer momento, fue en salvar su vida y luchar por ella hasta el último aliento; como si el lobishome no fuera más que un predador, un animal salvaje que podía causarle la muerte en cualquier instante.
Su primera reacción fue escapar a toda prisa por donde había venido, y se lanzó desesperadamente riscos abajo, exponiéndose a perder pie y dejarse la vida en aquellas rocas afiladas. Pero el lobishome, que aparentemente se había quedado inmóvil cuando mi padre echó a correr, reapareció de pronto a su lado colgado de una roca, sosteniéndose milagrosamente con un brazo, al borde del abismo y, con un rapidísimo movimiento de su zarpa, sujetó al fugitivo y lo lanzó por los aires hacia la cornisa, en donde cayó de nuevo con un tremendo topetazo. Con increíble vitalidad, mi padre se levantó casi en el mismo momento, a pesar del dolor, y corrió con todas sus fuerzas, desesperadamente, en la otra dirección, hacia donde el sendero continuaba trepando por una zona más terrosa, en la que ya se acababan las peñas. Pero no había dado tres zancadas por la pendiente cuando una terrible fuerza lo atrapó, sujetándolo por el chaquetón y estirándolo hacia atrás, de nuevo hacia la pequeña planicie del saliente. Esta vez la fuerza que lo sostenía lo mantuvo en vilo, como si fuera un pelele, y lo hizo cambiar de dirección hasta lanzarlo contra la pared de roca.
La terrible descarga de adrenalina minimizaba cada uno de los golpes y caídas, suficientes en otras circunstancias para dejarlo fuera de combate, palpándose las heridas en busca de un hueso roto. El instinto de supervivencia, la necesidad de luchar hasta el último momento le convertían también a él en un animal, pero un animal mucho más desesperado, por su plena conciencia de lo que le podía ocurrir y de todo lo que perdería para siempre. El lobishome, que hasta entonces no había sido más que una fuerza, un impulso vertiginoso, una sombra fugitiva, le miraba ahora desde el borde del precipicio ligeramente agazapado, con su cuerpo recorrido a intervalos por la muelle ondulación de la fiera que se prepara para atacar a su presa. A pesar de estar medio encogido era muy grande, y se apoyaba en el suelo con sus largos brazos, como lo podría hacer un perro. Pero su cabeza era angustiosa, desagradablemente pequeña, y en ella brillaban unos diminutos ojos, como dos pequeños botones de cristal que reflejaban, concentrada, la poca luz del momento.
Mi padre se puso en pie, apoyándose contra el muro rocoso que tenía a sus espaldas, y en el mismo momento recordó que en aquel lugar, en aquella cornisa sobre el abismo rodeada por un vertical anfiteatro de piedra, era donde los lobos —a decir de los paisanos—, acorralaban a sus víctimas en otros tiempos, cuando abundaban en el valle. Y comprendió que el lugar era inmejorable para el atacante, porque dos de las posibles salidas eran precarias y fácilmente controlables, y la tercera, que era mucho más amplia, conducía al abismo y a la muerte.
De pronto el lobishome se irguió sobre sus patas traseras y empezó a avanzar hacia mi padre con unos movimientos que le parecieron espeluznantes, porque nunca había visto nada que se desplazara de aquella manera. Mi padre corrió de nuevo con todas sus fuerzas hacia uno de los extremos del muro, pero su perseguidor dio entonces un rapidísimo salto, y lo sujetó de nuevo con mano de hierro, lanzándolo una vez más, en otra dolorosa caída, hacia el centro de la escena. Con sorprendente inmediatez, mi padre se levantó y corrió en dirección al lobishome, a medio camino se agachó y cogió una piedra del tamaño de una naranja que había entre la hierba. Pero cuando alzaba el brazo para arrojarla con todas sus fuerzas, la bestia ya sujetaba la piedra, y con ella la mano de mi padre, que se vio empujado brutalmente contra el muro. Sin embargo aún intentó, en un esfuerzo salvaje, sobrehumano, trepar por la pared de roca —que no era completamente vertical y tenía algún saliente— en busca de una alternativa a su desesperada situación. Consiguió subir dos o tres metros penosamente, rompiéndose las uñas, jadeando con angustia por el terrible esfuerzo, con el cuerpo empapado en sudor que empezaba a escocer en sus múltiples magulladuras.
Sus músculos ya no le respondían. El lobishome ni siquiera se molestó en sujetarlo: sólo tuvo que esperar a que mi padre perdiera apoyo tras uno de los dolorosos pinchazos de la muñeca rota o dislocada, y cayera al suelo con un nuevo golpe, con otra torcedura que ya casi no dolía en su cuerpo anestesiado por el calor y por la lucha.
Mi padre intentaba levantarse casi sin fuerzas, de cara al muro, cuando notó a su espalda una ola de calor que le llegaba hasta la piel a través de la gruesa ropa de abrigo. Se volvió, medio sentado en el suelo, y vio el rostro del lobishome a un palmo del suyo. Retrocedió instintivamente sin darse la vuelta, sin poder levantarse de aquella posición, hasta tocar con la espalda en la piedra que había intentado escalar. Había retrocedido empujado por el horror que le produjo ver aquella cara cubierta de pelo; pero también para no quemarse. El lobishome desprendía calor, una enorme cantidad de calor que era como un fuego invisible que resecaba la hierba y quemaba en las zonas en que la piel estaba al descubierto. Mi padre ya lo había notado en cada golpe que le daba la bestia. Pero ahora no cabía ninguna duda: el lobishome desprendía un calor intenso, abrasador, era sigiloso como todos sus movimientos, como todo su ataque, que se había desarrollado en el más absoluto silencio, sólo alterado por los jadeos de mi padre y por el sonido de su cuerpo al golpear contra el suelo.
Sentado como estaba sobre la hierba, mi padre apoyó la espalda contra el muro. Respiraba trabajosamente en busca de aire y sus músculos entumecidos no le respondían a pesar de los esfuerzos que hacía para obligarse a una nueva huida. El lobishome no le había seguido hasta la pared. Se quedó en el lugar en que le había quemado con su sola proximidad, y desde allí le observaba.
El lobishome tenía un aspecto profundamente repulsivo, que la oscuridad de la noche y la negrura de su pelaje contribuían a ocultar. Tenía una boca prominente que no llegaba a ser el hocico de los cánidos, y un cuerpo antropomorfo en el que destacaban unos brazos muy largos que en algunos momentos hacían la función de patas delanteras. A lo que más se parecía, buscando una comparación con elementos conocidos, sería a un gran primate, pero con movimientos elásticos, y actitud silenciosa y acechante.
Mi padre le miraba mientras intentaba recuperar las fuerzas, preocupado por no perderle de vista ni un momento. Pero la bestia no le atacó, sino que empezó a hacer unos extraños movimientos con la cabeza, estirando el cuello a uno y otro lado, al tiempo que emitía unos gruñidos secos y convulsivos, como si se hubiera atragantado. De su boca salió un gruñido largo y modulado, una serie de sonidos rasposos, en los que mi padre reconoció de inmediato, aunque disperso, el inconfundible ritmo discontinuo y la entonación del lenguaje articulado.
Mi padre contuvo la respiración al tiempo que se incorporaba un poco más en su asiento y miraba al lobishome con ojos muy abiertos. Y el lobishome volvió a emitir aquellos sonidos, pero esta vez su entonación, aunque igualmente gutural, fue algo más definida, y mi padre escuchó con mucha atención desde el principio.
—¿Qué?… ¿Qué me quieres decir? —preguntó mi padre con ansia, esperanzado por aquel aparente intento de comunicación, pero incapaz hasta el momento de descifrarlo.
Entonces el lobishome repitió el mismo sonido con voz más potente, y con un cierto remover nervioso del cuerpo que se podría interpretar como una muestra de impaciencia o de enfado. Esta vez mi padre entendió la frase. Era una pregunta. El lobishome había dicho «¿Por qué luchas así?».
Pero el interpelado estaba demasiado perplejo y conmocionado.
—¿Por qué luchas así? —pronunció de nuevo con mayor claridad, pero ahora en un tono claramente amenazante.
—¡Porque no quiero morir!
El lobishome resopló incómodo antes de hacer oír de nuevo su extraña voz, que sonaba como una caña resquebrajada con un fondo de metal.
—Me cuesta… mucho… hablar —pronunció en tono sombrío—. Esa… respuesta no me sirve… No es eso… ¿Qué te hace… luchar así?
—¿Qué quieres decir? —preguntó mi padre.
—Háblame de un sentimiento elevado… —El lobishome emitió algo parecido a una risa, pero también podía haber sido una tos—. Y te perdonaré la vida.
Mi padre vaciló aún unos segundos antes de empezar a hablar precipitadamente.
—¡El amor! ¡El amor me hace luchar así! Es un sentimiento noble, elevado.
—¿Amor a tu mujer —le interrumpió carraspeando el lobishome—, a tus hijos?
—¡Sí, sí! ¡A mis hijos, sí, a mi familia! —respondió mi padre con ansiedad.
—¡¡¡Mientes!!! —bramó el lobishome haciendo temblar su cabeza al tiempo que daba un amenazador paso hacia delante.
A mi padre le llegó hasta la cara el calor del aliento de la bestia; un aliento extraño que olía a la madera quemada que en los asados se unta de sebo derretido.
—Tú…, tú me conoces —balbuceó mi padre—. ¿Quién eres?
El lobishome le miraba en silencio desde un metro de distancia. Tan inmóvil y silencioso como si no hubiese pronunciado una palabra en su vida.
—¿Quién eres? ¿Qué…, qué quieres? —preguntó de nuevo mi padre con la agonía en la voz.
—No te diré quién soy —dijo por fin el lobishome—, pero lo sabrás.
El lobishome parecía hablar cada vez con menor dificultad. Mi padre apoyó las manos en el suelo, a ambos lados de su cuerpo, y una de ellas se encontró con el tacto frío del cañón de la escopeta; pero disimuló su hallazgo mientras pensaba que la mano que había notado el metal era la que no estaba dislocada.
—Te he buscado —dijo entonces el lobishome, lijando el aire con su voz— para que me ayudes a escoger. Tu mujer ha salido a buscarte. La he visto hace un momento.
Mi padre escuchaba con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra. En la escalofriante voz del lobishome parecía chirriar levemente un deje de maligna complacencia.
—A la otra, a la niña —continuó el lobishome—, también la he visto allá abajo. Sí, donde os encontráis siempre…, ¡en la cabaña del viejo!
—¿Qué dices? Yo no…
—¡¿Te crees que no os he visto?! —rugió el lobishome acercando la cabeza a la de su víctima. La bestia resopló pesadamente, como si la última frase le hubiera costado un gran esfuerzo. Después continuó hablando—. Las dos… te están buscando. ¡Puedo llegar hasta cualquiera de ellas en menos de un minuto!
—¿Qué quieres? —preguntó mi padre con el pánico en la voz—. ¿Qué quieres?
—Tengo hambre —dijo el lobishome con siniestra ronquera—. ¡No sabes lo que es esta hambre! Hoy necesito comer… Pero te voy a dar a ti la oportunidad de elegir. Dime a quién…, ¡¿a quién me tengo que comer?!
Mi padre se dejó caer hacia un lado, con la cara entre las manos, sacudido por los sollozos.
—¡Por favor! —lloriqueaba—. ¡No! ¡Por favor!
—Me decepcionas —gorjeó el lobishome—. Ni siquiera me propones que te coma a ti…
Pero entonces mi padre alzó el torso repentinamente girando sobre sí mismo, al tiempo que proyectaba la escopeta —que había sujetado por el cañón con ambas manos— hasta golpear con todas sus fuerzas la cabeza de la bestia.
—¡¿A qué juegas?! —rugió ésta con un grito furioso, mientras le arrebataba a mi padre la escopeta y la lanzaba por los aires—. ¡¿Crees que me puedes hacer daño?! ¡¿Crees que valen los golpes o los disparos conmigo?!
Mi padre volvió a notar el calor terrible que le obligaba a cubrirse los párpados. Tal vez por eso no vio que el lobishome dirigía una de sus zarpas hacia su cabeza. Pero no era una zarpa sino más bien una enorme mano que le abarcó toda la cabeza y la sujetó firmemente levantándolo incluso hasta que perdió contacto con el suelo. Mi padre gritaba, porque aparte del calor exagerado que desprendía toda la bestia, en el centro de aquella mano había algo mucho más caliente, como si un hierro al rojo vivo le atravesara el cráneo.
—¡¡¡Cada golpe que me das —rugía el lobishome mientras mi padre se debatía inútilmente— me hace más fuerte!!!
Mi padre se colgaba con ambas manos del brazo peludo y terriblemente fibrado del lobishome, mientras podía percibir el olor a quemado de su propio pelo. Pero el lobishome le soltó repentinamente. Y mi padre cayó como si fuera un trapo blando y estrujado, sin la más mínima fuerza para intentar otro acto de rebelión.
—¡Dime un nombre! —dijo el lobishome—. Tengo prisa. ¡Tu mujer o la mocosa! ¡¡¡Dime un nombre o me las comeré a las dos!!!
El cuerpo de mi padre, encogido como estaba, se empezó a mover a impulsos, sacudido, esta vez sí, por verdaderos sollozos que le hacían temblar sin conseguir siquiera alzar el torso del suelo.
—¡Por favor! —musitó mi padre, ahogándose en sus propios sollozos—. ¡Por favor!
De pronto el lobishome volvió a acercarse a él, hasta quemarlo con su fuego.
—Un nombre —le dijo en un susurro, casi al oído—. Y te haré un pequeño favor.
Entonces, según me contó mi padre, sintió un terrible dolor en una mano, y se desmayó.
Mi padre fue la última víctima que el lobishome causó en el valle. A partir de aquel día ya no volvió a atacar, ni a la siguiente luna llena, ni en todo aquel año, ni nunca más hasta nuestros días. Tal vez por eso, por ser su último ataque, estuvo rodeado de circunstancias tan especiales, que hacen pensar que a lo mejor su poder estaba en parte debilitado, porque no fue un ataque mortal, ni se cebó en las otras dos posibles víctimas, teóricamente más apetecibles para él.
A mi padre lo encontraron, de madrugada, Lino Famarelo y Martín de Couceiro. Los dos jóvenes habían empezado hacía poco —después del desastre de Boral— a hacer la ronda nocturna por propia iniciativa, con sus dos escopetas que venían a ser, en sus manos, las dos mejores del valle. Lo encontraron en el camino del Sollado, tirado en el suelo. Al principio lo dieron por muerto, porque estaba completamente inmóvil, y además había un pequeño charco de sangre bajo su cuerpo. Pero luego vieron que todavía respiraba, y que la sangre procedía de su mano izquierda, cuyos cinco dedos habían sido cercenados brutalmente por lo que parecía una tremenda dentellada. Después descubrirían que la agresión se había producido muy lejos de allí, en el saliente de la montaña que ya hemos descrito. Allí, junto a la destrozada escopeta de mi padre, partida por la mitad, empezaba un reguero de gotas de sangre que bajaba por el sendero hasta acabar, casi medio kilómetro más allá, en el lugar en que lo encontraron. Lo cual —una vez se supo el alcance de sus lesiones— hacía suponer que se había arrastrado penosamente a lo largo de toda esa distancia, hasta agotar por completo sus fuerzas.
Pero esto lo dedujeron y lo reconstruyeron paso a paso, hallazgo tras hallazgo, en los días posteriores. Aquella noche y en el primer momento, al ver que estaba vivo, los dos jóvenes se movilizaron inmediatamente. Consiguieron dos caballos y llevaron al herido a toda prisa a Los Pazos, en donde el doctor Candeira detuvo la hemorragia de la mano y, tras un examen de las demás lesiones, aconsejó trasladarlo inmediatamente al hospital de Vegadauga; aunque destacó que la naturaleza del herido era fuerte y no temía por su vida. En el hospital le diagnosticaron, aparte de la evidente amputación traumática de casi toda la mano izquierda, una probable fractura en un hueso de la muñeca de la otra mano, otra fractura similar pero en un tobillo, dos costillas rotas y otra fisurada, erosiones, hematomas y excoriaciones en diversas partes del cuerpo, así como quemaduras superficiales en cara y manos, y una extraña quemadura más profunda en la coronilla, que aun así no revestía gravedad. Todo ello unido a un choque nervioso y un estado de excitación y ansiedad delirante que apareció en cuanto recuperó el conocimiento, y que obligó a sedarlo en su primera noche en el hospital.
En casa supimos la noticia poco antes del amanecer, cuando Lino y Martín volvieron de Semellade, con mi padre ya de camino a Vegadauga. Mi madre, que todavía no se había acostado, me dejó al cuidado de mis hermanos y partió inmediatamente hacia Semellade, y de allí a Vegadauga, y al mediodía estaba en el hospital junto al lecho del convaleciente. Mi padre, al parecer, estaba muy excitado, en un estado de enorme ansiedad a pesar de los calmantes que le habían dado. Le obsesionaba una idea: temía que el lobishome hubiera atacado a alguien más aquella noche, y que las personas que le atendían se lo ocultaran para no intranquilizarlo. Preguntaba una y otra vez, y siempre le decían que su mujer estaba bien, que no había más heridos… Pero él no se tranquilizó hasta que no vio a mi madre y ésta le dijo que estaba bien, y le aseguró, y le juró una y otra vez que no había muerto nadie aquella noche en Brañaganda, porque él había sido el único en sufrir el ataque del lobishome.
Norberto y yo también fuimos a verle al hospital en días posteriores, mientras se recuperaba lentamente de sus heridas. Yo lo encontré apagado y algo distante, como si hubiera gastado toda su energía en sobrevivir aquella primera noche y ahora se limitara a dejar que le curasen. Parecía que el lobishome le hubiese quitado algo más que una mano; que aquel terrible mordisco hubiera amputado también una parte de su personalidad, y desde entonces hubiera quedado incompleto también en su alma, sin buena parte de la vivacidad y la energía que le hacían enfrentarse con decisión a las dificultades.
Estuvo en el hospital casi tres semanas, más de lo que en principio estaba previsto, porque la herida de la mano, que aparentemente había cerrado bien, se complicó fastidiosamente y a punto estuvo de desembocar en una septicemia.
Pero las últimas palabras que le dijo mi madre la noche fatídica de su discusión acabaron siendo proféticas. Mi padre no volvería a pisar nuestra pequeña casa junto a la escuela. Y Norberto y yo la abandonaríamos muy pronto.