ESTALLA LA TORMENTA

El ambiente que se respiraba en mi casa también había quedado marcado, como el paisaje, por la nevada; y no recuperaba la normalidad y la concordia que habría cabido esperar una vez superada la terrible prueba del encierro. Mientras que mi padre estaba de excelente humor, y no hacía más que hablar de los cielos azules y la noche estrellada, pero cada vez estaba menos tiempo en casa, mi madre empezó a mostrar el comportamiento de quien está constantemente dándole vueltas en la cabeza a una sola idea obsesiva, de quien acumula tensión, e indignación y reproches, como la nube acumula electricidad mientras se hace más y más oscura, y crece y se revuelve sobre sí misma en un funesto presagio de la tormenta, antes de que caiga la primera gota.

Y la gota cayó. Y se desató la tormenta. Habían pasado tres semanas desde que dejó de nevar. Las nubes habían vuelto a posarse sobre el valle, pero seguía haciendo frío. Y no llovía. Habíamos acabado de cenar y mi padre estaba cargando cuidadosamente la escopeta, como hacía últimamente siempre que se disponía a salir para sus paseos nocturnos. Después de lo ocurrido a los de Boral, hasta él buscaba alguna seguridad, y había arreglado la vieja escopeta de guardabosques, e incluso había hecho algunas prácticas de tiro. La acabó de cargar, comprobó varias veces que el seguro estuviera bien puesto, y ya se dirigía al perchero comprobando el funcionamiento de su linterna, dispuesto a enfundarse en su eterno chaquetón, cuando mi madre le lanzó una pregunta desde la mesa, a la que estaba sentada con uno de los gemelos en sus brazos.

—¿Adónde vas? —preguntó con una voz que hizo que Norberto y yo cruzáramos una rápida mirada de entendimiento.

—¿Cómo que adónde voy? A dar un paseo —contestó mi padre.

Mi madre guardó silencio durante unos segundos, pero su silencio tenía una intensidad tal que mi padre no fue capaz de continuar como si tal cosa, y se quedó mirando hacia ella, con la mano inmovilizada en el gesto de coger el chaquetón.

—No vayas —dijo finalmente—. No salgas hoy. Te lo pido yo.

—Pero… ¿a qué viene esto ahora?

—No quiero que salgas —insistió ella con una extraña vibración en la voz—. ¡No quiero que salgas nunca más por las noches!

—¡Esto es ridículo! —dijo mi padre como si hablara consigo mismo mientras se ponía el gabán.

—¡Enrique!

Mi padre se dirigió apresuradamente hacia la puerta, con la evidente intención de salir lo antes posible. Entonces mi madre cambió de estrategia.

—Espera un momento —dijo en un tono más sereno mientras se levantaba de la silla y ponía al pequeño en mis brazos—. Tengo que hablar contigo… Vamos afuera.

La puerta de atrás, aquella por la que siempre salía mi padre, se cerró detrás de ellos, y Norberto y yo nos quedamos solos e inmóviles en la sala de estar, mirándonos. El silencio era total, y no tardamos en distinguir las primeras palabras, cuya resonancia el acaloramiento de la discusión impedía amortiguar.

—¡Te he dado tu tiempo, Enrique! Comprendo una pequeña debilidad, pero… ¡Esperaba que reflexionaras y que… te dejaras de locuras!

—¡Si al menos me dijeras de qué estás hablando!

—Pero… ¿Cómo puedes…? ¡Sabes perfectamente a lo que me refiero!

—…

—¿No tienes nada que…?

—¡¿A qué viene montarme ahora esta escena?! ¡Nunca hemos hablado de nada! ¡De nada! ¿Oyes?… Y ahora precisamente…

—¡Eso es lo más terrible… que no hace falta decir nada, porque los dos sabemos perfectamente lo que pasa!

—¿Ah, sí? ¿Qué pasa? A ver. ¡Porque yo no sé muy bien qué es lo que pasa!

—¿Cómo puedes…? ¡¡¡Pues que vas a encontrarte con esa…, con esa…!!!

—¡¿Con quién voy a encontrarme?!

—¡¡¡Con la señorona esa…, con la de Freire!!!

—¡Estás loca!

—¡Enrique! ¡Enrique! ¡No puedes irte ahora! ¡¡¡No puedes!!!

—…

—¡Si te marchas ahora, no volverás a entrar en esta casa!… No mientras yo viva en ella…

—…

—Como quieras.

La puerta se abrió repentinamente y mi madre se sentó de nuevo en la misma silla que ocupaba antes. Norberto y yo ni siquiera nos habíamos movido, pero en cuanto ella entró bajamos la vista, muy absorbidos al parecer por nuestras ocupaciones. Bajo un silencio electrizado, mi madre volvió a coger al niño y empezó mecánicamente a retirar los platos. Pero su respiración aún era agitada, y su mirada fija revelaba bien a las claras que no tenía la mente en lo que estaba haciendo, ni en la casa, ni en sus dos hijos mayores, cuya presencia parecía ignorar. De pronto se detuvo en mitad de una de sus idas y venidas, y me pasó de nuevo al pequeño, que al parecer se resistía a que lo pusieran en la cuna.

—Orlando —me dijo—, te dejo al cuidado de tus hermanos. A lo mejor tardo un poco en volver…

Mi madre se puso apresuradamente su abrigo y salió de nuevo por la misma puerta por la que había entrado hacía un momento.

Durante unos minutos me sentí orgulloso por haber quedado al mando de mis tres hermanos, pero no tardé en pensar que aquélla era la primera vez que estábamos así, solos en casa y por la noche. Y de ahí a recordar la amenaza del lobishome no había más que un paso. Reflexioné un poco y me di cuenta de que yo nunca había tenido miedo al lobishome, ni siquiera en las noches de luna llena, a pesar de que en determinados momentos mi padre desaparecía y nos quedábamos solos con mi madre. Yo no tenía miedo porque ni él ni ella me transmitieron nunca ese sentimiento, y porque en mi casa siempre se vivió el asunto del lobishome como algo que no tenía que ver con nosotros, que en todo caso afectaba a los habitantes del valle, a los de toda la vida. Pero aquella noche fue diferente. Aunque no había luna llena, ésta estaba ya en su fase creciente, y la última masacre del caserío de Boral había demostrado en toda su crudeza que ni siquiera dentro de las casas se estaba a salvo. De hecho, lo que aquella noche hizo mi madre —tanto el salir al monte como el dejar a sus hijos solos— fue una imprudencia que sólo su ofuscación y su estado de nerviosismo podrían disculpar.

Aquella noche yo tuve miedo, como nunca antes había tenido, y la hora y pico que mi madre tardó en volver se me hizo eterna. Cerré todas las contraventanas, e incluso atranqué la puerta por dentro con una silla, y me repetí una y otra vez que el lobishome nunca, nunca había matado a ningún niño. El hecho de que Norberto siguiera despierto, atento a todos mis movimientos, me fue de gran ayuda, porque el esfuerzo por disimular mi miedo y aparentar tranquilidad me sirvió en cierto modo para controlarme.

Finalmente, cuando los gemelos ya se habían dormido, oímos el ruido de la llave al girar en la cerradura. Y después unos golpes en la puerta, que yo había dejado atrancada y no se podía abrir.

—¿Quién…, quién es? —pregunté yo muerto de miedo.

—Soy yo. ¿Qué habéis hecho con la puerta?

Retiré inmediatamente la silla. Era mi madre. Traía consigo, en la ropa y en su pelo, el frío y la humedad de la noche, el olor de los árboles; pero estaba acalorada. Después supe que llevaba más de una hora recorriendo los caminos y las trochas, andando cada vez más rápido, acelerando la respiración y los latidos de su corazón al mismo ritmo que crecían su rabia y su miedo.

—¿Ha vuelto papá? —preguntó por todo saludo, detenida un momento, inmóvil, con la mano todavía en la manija.

—No, no ha vuelto —le respondí yo.

Mi madre se puso de nuevo en movimiento, con un resoplido exhausto de su respiración todavía agitada. Cerró la puerta lentamente.

—Ah, se han dormido —dijo de forma maquinal, echando un vistazo distraído a las dos cunas—. ¡Vamos, a dormir, todo el mundo a dormir! —añadió de pronto—. Si se cree que me voy a preocupar por él… ¡Venga, Orlando, Norberto, a vuestra habitación! Si se cree que me voy a preocupar ni un poco así…

Mi madre repetía aquellas palabras con irritación pueril, desvalida, a pique de convertirse en llanto en cualquier momento.

—Mamá…, ¿quieres que me quede yo contigo?

—No. A dormir. A dormir todos.

Le obedecí. Entré en la habitación y me tumbé en la cama, al lado de Norberto.

Pero mi madre no se fue a dormir. No metió las dos cunas en la habitación como hacía cada noche, ni se fue a la cama. Se quedó allí, en la sala, sentada en una silla, velando el sueño de los dos pequeños, y yo la oí mascullar a solas aquellas palabras, aquella frase repetida, hasta que me quedé dormido.

Nosotros no lo sabíamos, pero en aquellos momentos se estaba decidiendo —tal vez ya se había decidido— nuestro destino.