UN GRITO EN LA NIEVE

Corrí hacia dentro de casa con determinación al tiempo que mi padre empezaba a caminar milagrosamente por encima de la nieve, lanzando alguna expresión de júbilo mientras Norberto le miraba con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra ante aquella increíble demostración.

—¿Es que no vas a decirle nada a papá? —le dije a mi madre, ocultando apenas mi desesperación—. ¿No irás a dejar que se marche ahora? ¡Ya es casi de noche!

Mi madre me contestó con gran serenidad, como si no quisiera tener en cuenta el tono excitado y casi grosero de mis palabras.

—Anda…, deja que tu padre se desfogue un poco. Lleva muchos días aquí encerrado.

Salí a toda prisa, tropezando con la puerta, mirando ansiosamente en todas direcciones hasta que vi a mi padre a unos veinte metros de distancia, rodeando la escuela sobre la blanca superficie en la que apenas dejaba huella.

Sin pensármelo ni un momento, arranqué a correr con todas mis fuerzas y penetré en la nieve como una cuña, en dirección al fugitivo. Pero mi impulso se vio frenado enseguida, y al poco tiempo estaba haciendo denodados esfuerzos para avanzar penosamente, centímetro a centímetro.

—¡¡¡Papá!!! —grité parándome un momento, con el resuello que me quedaba.

Pero mi padre seguía avanzando, cada vez más empequeñecido por la distancia.

—¡¡¡Papá!!!

Esta segunda llamada, lanzada con toda la fuerza de la desesperación, resonó como el grito de una gaviota por encima de las ondulaciones del paisaje nevado, bajo la luz grisácea del atardecer. Mi padre se detuvo. Y se volvió a mirar, girando torpemente a causa de las raquetas.

—¡Vuelve, papá! ¡No te vayas ahora!… ¡Por favor!

Mi padre miró un momento hacia mí, hacia la casa, e hizo ademán de darse la vuelta para continuar su camino.

—¡No os preocupéis —gritó—, vuelvo enseguida! ¡Sólo voy a dar un paseo!

—¡¡¡No!!! ¡¡¡No vayas!!! —insistí, al borde del llanto— ¡¡¡No te puedes ir!!!… ¡¡¡No saldré de la nieve hasta que des la vuelta!!! ¡¡¡Me quedaré aquí congelado!!! —añadí con los ojos húmedos, pero con una terquedad que me hacía más fuerte.

—¡Estoy rodeado de histéricos! —dijo mi padre mientras retrocedía trabajosamente en dirección a mí—. A ver, ¿qué te pasa ahora?

—¡No salgas ahora! —repetí mientras él se iba acercando—. ¡Puedes salir… mañana por la mañana, todo lo que quieras!

—¡Ahí va! ¡Tengo el ejército de salvación en casa! Pero ¿a qué viene…?

—¡¡¡Hoy hay luna llena, papá!!! —le grité sin poder aguantar más.

—¡No te preocupes, hombre! ¡Yo no le tengo miedo al lobishome! Y algo me dice que si no le tienes miedo…, poco daño puede hacerte. Además, vuelvo enseguida. No voy a pasar la noche fuera.

Empecé a agitarme, desesperado, como si estuviera a punto de ponerme a patalear, y sin poder contener más tiempo las lágrimas, que empezaban a emborronarme la visión, hice un esfuerzo para decirle:

—¡Si es que yo…, yo tampoco le tengo miedo! ¡Lo que me da miedo es…, papá…, lo que me da miedo es que los demás pueden pensar…!

—Pensar qué…

—Sí —concluí lloriqueando—, que tú tienes algo que ver con los asesinatos y… que te quieran hacer algo, o…

Mi padre se había quedado mudo. Con el mismo gesto de preocupación que le nació en el rostro al oír mis palabras, rodeó la brecha que yo había abierto y bajó, tan pronto como se lo permitió el impedimento de su extraño calzado, hasta situarse detrás de mí, a mi nivel. Yo me di la vuelta. Me di cuenta entonces de lo mucho que había avanzado en medio de la nieve, empujado por la fuerza irracional de la angustia, porque la leñera quedaba medio oculta allá abajo, y la corpulencia de mi padre apenas me dejaba ver las figuras de mi madre y Norberto, que nos miraban desde la puerta de casa.

De pronto el cuerpo de mi padre tapó todo mi campo de visión, porque se había acercado a mí, y me rodeó con sus brazos.

—¡Hijo mío, ahora entiendo! —dijo estrechándome contra su grueso chaquetón—. ¡Cuánto debes de haber sufrido! Pero no debes temer por eso, Orlando. El problema no es ése, es… ¡Dios! ¡Cómo explicar…!

—¡Pues explícate rápido —dije yo— porque estoy muerto de miedo!

Yo incluso sonreí fugazmente entre la cortina de mis lágrimas. Pero mi padre estaba tan concentrado en lo que tenía que decirme, que no reparaba en nada más.

—Mira, hijo… Tal vez ya es hora de que alguien… —aquí vaciló un momento antes de continuar—. Tu padre tiene un secreto, un secreto muy grande que ni siquiera tu madre conoce, ¡y no lo debe saber, ella menos que nadie! Pero no va por donde tú te imaginas. De hecho…, sólo te puedo decir que no tiene nada que ver con el lobishome, que hay algo…, algo que me empuja a veces fuera de casa…, pero que no es nada de eso. ¿Me entiendes?

—Creo que sí, pero… al menos… ¿es algo bueno?

Mi padre lanzó un resoplante suspiro, y ahora sí sonrió, pero la suya era una sonrisa amarga y fatigada.

—Ésa, hijo mío, es la pregunta más difícil de responder… Tal vez en un futuro se pueda gritar a los cuatro vientos. Entonces sabremos hasta qué punto… Pero, de momento, me tienes que prometer que será un secreto entre tú y yo.

Mi padre me cogió por los hombros y me miró directamente a los ojos.

—Te he dicho todo esto para evitarte un sufrimiento inútil —me dijo—. Ahora espero que no defraudes la confianza que he depositado en ti… Piensa —añadió acercando sus labios a mi oído— que a partir de ahora estoy en tus manos…

—Entonces hazme un favor y no salgas ahora —me apresuré a decir—. De todas formas, el lobishome sigue existiendo.

—Como tú quieras, hijo. La verdad es que se ha hecho un poco tarde, y al fin y al cabo ya me he despejado un poco… ¡Hacía días que no salía tan lejos de casa! Anda, vayamos para dentro —añadió mientras se empezaba a desatar las raquetas—. Al menos se ha demostrado que este invento funciona. A este paso lo vamos a necesitar de verdad.

Pero algo estaba cambiando, todavía de forma imperceptible. La intensidad de nuestro diálogo, y la oscuridad que se empezaba a extender bajo aquel cielo nublado, me impidieron darme cuenta de que no había caído ni un solo copo, ni siquiera de los más leves, en los últimos diez o quince minutos.

Aquella noche, cuando estábamos descansando después de cenar, cada uno en su rincón favorito, ocurrió algo maravilloso. No recuerdo quién fue el primero que se fijó en la extraña claridad que entraba por la ventana, la única que manteníamos con los postigos abiertos a pesar del frío, que aquella noche era especialmente intenso. Lo que sé es que yo fui el primero en levantarme a toda prisa para apartar las cortinas y echar un vistazo. Y lo que vi me dejó literalmente boquiabierto.

—¡Mirad! ¡Mirad! —grité a los míos sin volver la cabeza, incapaz de apartar los ojos de la ventana—. ¡Todo el campo brilla, y tiene…, tiene luz!

Nunca, ninguno de los componentes de mi familia, había presenciado el efecto de una luna llena brillando con todo su esplendor sobre un paisaje cubierto por la nieve. Salimos y estuvimos mucho tiempo contemplando aquel espectáculo.

Nunca olvidaré aquel momento, que en mi recuerdo aparece asociado a la alegría que sentía al haber desterrado para siempre los temores que albergaba respecto a mi padre (aunque en su lugar aparecían algunas incógnitas que de momento no me inquietaban). Lo que vimos al salir al frío de la noche era como un día extraño y artificial, un día con una luz azulada y fría pero mucho más pura y diáfana, y con un paisaje que parecía extraterrestre, lunar; un paisaje en el que apenas se reconocían los perfiles cotidianos del valle, suavizados por el uniforme manto de la nieve. Las montañas, las laderas, figuraban las dunas de un desierto de plata pura que emitía su propia luz insomne, como si fuera un trozo más de la luna perfecta y redonda que brillaba como un sol inofensivo. En mitad de un cielo azul marino, tenso y límpido, en el que —como ocurre en el cielo diurno— no se veía ni una sola estrella.

La visión de este prodigio de la naturaleza ya es de por sí fascinante; pero en nuestro caso significaba además algo muy importante. Porque aquélla era la primera vez en tres semanas que veíamos el cielo despejado de nubes; y todo hacía pensar —a juzgar por el aire gélido e inmóvil— que las cosas no iban a cambiar en las próximas horas, y que al día siguiente podríamos ver el sol en mitad del cielo, brillando como ahora brillaba la luna, y fundiendo la nieve que nos había tenido prisioneros durante una interminable semana.

Lo que no sabíamos entonces era que la noche que había traído la esperanza y la belleza irreal del paisaje también iba a ser el escenario de la violencia y el horror.

Al día siguiente, cuando los habitantes del Sollado se asomaron a las ventanas para ratificar la maravillosa novedad de la mañana soleada, observaron algo que les llamó la atención junto al caserío de Boral, que quedaba a mitad de la ladera del otro lado del valle; algo que no se distinguía bien a causa de la lejanía —y porque aquella zona quedaba en sombra a causa de la fuerte inclinación de la vertiente— pero que parecían unas extrañas rayas que partían del caserío en abanico y bajaban un trecho por la pendiente, sobre la limpia superficie de la nieve. Cuatro rayas divergentes que acababan cada una en una mancha difusa, de color rojo.

Alguien recordó que Besteiro guardaba unos prismáticos entre sus útiles de caza. Delfina los fue a buscar, y abrió de par en par la ventana más alta de la casa para observar aquellas enigmáticas marcas.

—¡Virgen santísima…, por Dios! —exclamó bajando los prismáticos, después de haber estado un rato mirando en perfecta inmovilidad.

Los cuatro componentes de la familia de Damián, incluido él mismo, yacían sobre la nieve medio desnudos, abandonados al final de cada uno de aquellos surcos que partían del portón del caserío. En sus cuerpos se veía aquí y allá el púrpura de la carne desgarrada, y la nieve que les rodeaba se teñía con la sangre que había salido de las heridas. Otro surco, más nítido y preciso, partía del escenario de aquella macabra exposición y bajaba por la braña cubierta de nieve, hasta desembocar —como más tarde se supo— en las mismas aguas del río.

Los cuerpos permanecieron todo aquel día, y parte del siguiente, tirados en la nieve, en la misma actitud impúdica en que su matador los había dejado. «Al menos no se corromperán —apuntó alguien— entre toda esa nieve… y a la sombra, que allí no toca el sol en todo el día en esta época del año». Y es que no había manera de llegar al caserío de Boral —el que tenía un acceso más empinado— con aquel grueso de nieve medio congelada, y ni siquiera sabían en el Sollado cuántos de entre los vecinos eran conocedores de aquella desgracia. Pero el temor a que algún animal hambriento pudiera ensañarse con los cadáveres movió a algunos vecinos —entre ellos mi padre— a hacer un esfuerzo, y a la tarde del segundo día, en que se había reestablecido la comunicación con el molino, se consiguió acceder a la braña para dar por fin a aquellos miserables cuerpos el debido descanso. Se decidió por unanimidad enterrar los cadáveres allí mismo, en las proximidades de la que había sido su casa. «Total —dijo el molinero—, para lo que hace el juez en estos casos… Ya le explicaremos nosotros cómo estaban estos pobres infelices».

El brutal asesinato de la familia entera de Damián sirvió para constatar que el lobishome seguía en activo, que tenía unas cualidades físicas que apenas podían considerarse humanas, puesto que había accedido tranquilamente a donde un grupo de cuatro hombres sólo habían podido llegar con grandes esfuerzos y en un momento en que el grueso de nieve había decrecido considerablemente; y que, en definitiva era un depredador cada vez más imprevisible y caprichoso.

A partir de aquel momento ya no habría tranquilidad ni dentro de las casas, por muy bien cerradas que estuvieran, porque se comprobó que Damián y los suyos fueron muertos en el interior del caserío —para lo cual el lobishome había destrozado la puerta— y arrastrados después hasta el lugar en que fueron encontrados, como bien a las claras mostraban los regueros de sangre que acababan en la nieve. Pero es que además había quedado patente que la bestia no sólo atacaba a las mujeres, aunque fuera con éstas con quienes más se ensañaba, pues mientras Damián y su hijo sólo recibieron la dentellada mortal en el cuello, su mujer y su suegra fueron objeto del mismo trato que las anteriores víctimas.

Otro detalle que llamó mucho la atención fue el curioso aspecto que presentaba el surco que bajaba hasta el río, único posible camino de llegada y de huida del agresor, porque no se encontró la característica nieve amontonada a uno y otro lado de cualquier lógica labor de zapa, sino que más bien parecía que la masa que antaño ocupaba el lugar del surco se hubiera volatilizado, arrastrada por un río de agua o fundida por una bola de fuego.

Fruto del agua o del fuego, lo cierto es que el terrible suceso convirtió en pesadilla y en duelo lo que tendría que haber sido una fiesta, el fin de la nevada y de los cielos grises, porque a los días de nieve les siguieron otros excepcionalmente azules y soleados. Pero estas nuevas condiciones no fueron las más propicias para que el valle recuperara rápidamente su aspecto habitual. Para eso habría sido mejor la lluvia. Porque aquel sol invernal y sesgado fundía lentamente la nieve, y no llegaba en todo el día a muchos rincones del valle, mientras que otros sólo los visitaba fugazmente. Y en cambio por las noches, bajo un cielo despejado y duro como el diamante, la nieve que quedaba se helaba sin remedio, y se convertía en una peligrosa pista de patinaje para el día siguiente. En esas circunstancias, poca utilidad tuvieron las raquetas que tan febril, pero metódicamente, había construido mi padre, pues la nieve que quedaba resultaba intransitable, mientras que los caminos se iban despejando a buen ritmo, proporcionándole cada vez más espacio para calmar, a base de paseos, su sempiterna inquietud.

Después de los días de sol vinieron otros presididos por el habitual, casi tranquilizador cielo nublado de aquellas tierras. Sin embargo seguía haciendo frío y no acababa de llover; y la nieve tardaría semanas en desaparecer completamente de algunos rincones especialmente umbríos del valle.

Pero ni Norberto ni yo llegamos a verlo. Nos marchamos de Brañaganda —nos marchamos para siempre— cuando aún quedaban aisladas pinceladas de blanco en los recovecos de la quebrada y en la falda de algunas montañas.