En nuestra casa asediada por la nieve había muchos libros. Yo me estaba acercando al final de mi viaje submarino, y Valle-Inclán seguía desgranando la música de sus palabras arcaicas; pero no por ello mi padre se tranquilizó ni se resignó a estar encerrado, ni yo dejé de preocuparme por su extraño comportamiento, ni la nieve dejó de caer, aunque ya llevábamos casi una semana padeciéndola.
A partir del quinto día nuestro confinamiento adquirió tintes más sombríos. El mal humor de mi padre era una cuerda tensa, a punto de romperse. Y a pesar de todo, su autocontrol sobrehumano le hacía mantener las formas y le sumía en un amenazador laconismo que era como un ceño aborrascado, como un horizonte de tormenta. Su más leve gesto, las acciones cotidianas que significaban un intercambio de espacio, de objetos o de palabras con su familia, eran portadores de una terrible carga de violencia contenida, tanto más espeluznante cuanto que se presentaba bajo la forma de la más exquisita corrección. Habría sido preferible verle gritar, maldecir, golpear la mesa con los puños, coger el plato recién servido y estrellarlo contra la pared más cercana. Cualquier cosa mejor que aquella ira soterrada, que aquel siniestro mar de fondo.
Al sexto día la nevada aflojó bastante, pero el cielo continuaba encapotado y las temperaturas seguían siendo bajas, y además la nieve ya llegaba a un metro de altura. Aquel día estábamos desayunando Norberto y yo, sentados a la mesa con mi madre, que nos miraba con la inexpresividad del cansancio; y mi padre estaba fuera, en el pequeño espacio que había mantenido despejado día a día, para poder cortar la leña.
Pero en aquel momento no estaba usando el hacha: se limitaba a pasear arriba y abajo por el estrecho pasillo abierto entre la nieve. El repiquetear de sus recias botas de suela de madera claveteada resonaba nítida, insistentemente, sobre las losas del patio: primero alejándose, después acercándose, una y otra vez, arriba y abajo, cada vez más rápido… De pronto se abrió la puerta, bruscamente, desplazando el aire, y mi padre entró en la sala acompañado del aliento frío y húmedo de los bosques nevados: un soplo que resultaba agradable en la atmósfera viciada de la pequeña vivienda, con el aire caldeado por los fogones al rojo vivo de la cocina económica.
Mi padre no parecía reparar en nuestra presencia. Miraba hacia delante, con la vista perdida en el infinito… o en la pared de enfrente, en la que se abría el breve pasillo que acababa en la puerta de la calle. Esta puerta miraba hacia la escuela y no se abría desde que la nieve llegó a la altura de las rodillas, porque la escuela quedaba lejos y desde el primer momento se rechazó la idea de habilitarla como un espacio más, por el gasto de leña que significaría mantener la estufa encendida y porque a mi madre no le hacía gracia que la familia se separase en una situación tan delicada, y con la amenaza de un hombre lobo pesando sobre el pueblo.
Mi padre cerró la puerta a su espalda sin apenas volverse, sin dejar de mirar hacia delante, y rodeó la mesa —desde la que le contemplábamos atónitos— como si hubiera sido un montón de nieve más, un obstáculo perfectamente evitable en el camino hacia su objetivo. Siguió adelante y entró en el pasillo, y cuando su mano se dirigía hacia la manija de la puerta que daba al exterior, mi madre se decidió a hablarle.
—Pero… ¿adónde vas? ¡Enrique!
—Voy a la escuela —contestó sin mirar atrás pero con toda naturalidad, como si hasta ese momento hubiera estado manteniendo con mi madre una animada conversación, y no caminando como un autómata con mirada de loco.
—¡Pero si no podrás! ¡No vas a…!
Pero antes de que mi madre pudiera acabar la frase, mi padre abrió la puerta. Y entonces vimos su figura recortada contra un muro blanco que le llegaba hasta el pecho, una pared impecable que guardaba el molde de los listones de la puerta y que mostraba por arriba un cuadrado del blanco más grisáceo y animado del paisaje.
—¡Enrique! —gritó mi madre—. ¡Por favor!
Entonces mi padre se incrustó literalmente en la pared de nieve y milagrosamente cerró la puerta tras de sí. Nos quedamos en completo silencio. La puerta era de madera y no se oía nada detrás de ella. Sólo un montoncito de nieve desmigajado en el suelo, junto al marco, había quedado como testimonio de lo ocurrido.
Mi madre fue la primera en salir de la perplejidad en que nos habíamos quedado los tres. Corrió hacia el pasillo y se agarró a la manija con ambas manos, pero la puerta no se abría.
—¡Enrique! —gritó mi madre, suplicante—. ¡Por lo que más quieras, vuelve! ¡Hazlo por tus hijos si no lo quieres hacer por mí!
—¡No seas histérica! —se le oyó decir a él desde el exterior—. No está tan alta como parecía…, es que se amontona más contra las paredes… Voy a intentar llegar…
Hubo un instante de silencio, y a continuación uno de los dos gemelos se puso a llorar, tal vez por los gritos que había dado mi madre; y al poco rato, como solía ocurrir en estos casos, empezó a llorar el otro. Yo corrí inmediatamente a intentar calmarlos, como si el conseguirlo fuese lo más importante en esos momentos, como si en ese mismo instante no estuviese ocurriendo algo bastante más insólito, y tal vez más peligroso, unos metros más allá. Pero la respuesta que dio mi padre desde fuera, y el tono en que fue pronunciada, calmó en parte mi angustia; y al parecer a mi madre también la tranquilizó, porque se apartó de la puerta y volvió al centro de la sala rezongando, con más enojo que preocupación.
—¡Qué tozudo es este hombre! —dijo meneando la cabeza—. ¿Habrá cerrado desde fuera para que no le siguiéramos? Y… ¿será capaz de llegar a la escuela?
Lo más terrible era que no se oía nada, incluso cuando los gemelos dejaron de llorar, aunque sabíamos que mi padre estaría debatiéndose con la nieve en aquellos momentos. Pero el grueso de las paredes, de la puerta, y el peculiar efecto silenciador de la nieve, que todo lo cubría, nos privaban de cualquier información sobre lo que estuviera haciendo mi padre.
Ya habían pasado unos minutos y yo no me atrevía a acercarme a la puerta para intentar abrirla o al menos escuchar a través de ella, pero estaba preocupado; y estaba a punto de decirle a mi madre que teníamos que hacer algo cuando la puerta se abrió de nuevo, y el evadido reapareció en la habitación.
Tenía la ropa empapada casi hasta los hombros, y sus botas dejaban pequeños charcos en cada paso. Entró con la respiración agitada y con muestras de haber realizado un gran esfuerzo; pero su andar era decidido, y por la expresión de su rostro se notaba que su cansancio era el cansancio gozoso y estimulante del deportista, del hombre que pugna por superarse a sí mismo.
—¡Podría haber llegado! —dijo a nadie en concreto mientras atravesaba la sala con determinación—. Podría haber llegado, pero no vale la pena…, mejor abrir un poco de camino… sí, mejor abrir camino.
Sus pasos le llevaban directamente a la otra puerta, a la de la leñera; y por ella salió sin detenerse un momento, sin ni siquiera cerrarla, para reaparecer al cabo de unos segundos empuñando la pala que usaba a diario para apartar la nieve.
—¡Hay que tomar medidas —dijo con diligente optimismo, mientras cruzaba la habitación— por si esto se prolonga más de la cuenta!
Y con la misma decisión con que había entrado volvió a desaparecer por la puerta delantera, por cuyo rectángulo pudimos ver por un instante la considerable brecha que había abierto en su primer intento.
De nuevo nos quedamos en silencio, sin saber qué decir, mirando como tontos hacia la puerta cerrada.
—¡No sé por qué hace estas cosas tan raras! —dije yo sin poder contenerme—. ¿A qué viene ahora esa manía de querer llegar a la escuela?
—Será —dijo entonces Norberto— porque necesita alguna cosa que hay en la escuela… y que no tiene aquí.
—¡Alguna cosa! ¿Y qué cosa? —protesté, sin prestar mucha atención a sus palabras—. ¡Si al menos se dedicara a pintar estos días, en vez de estar… dándole al hacha todo el rato como un loco…!
—Se nota que no conoces a tu padre —dijo entonces mi madre—. Él no es como otros artistas, él sólo pinta cuando está bien…, cuando es feliz. Ahora…, con este encierro, lo que más necesita es hacer ejercicio. Llegar hasta la escuela le mantendrá entretenido y, la verdad… también nos dará un pequeño respiro.
—¡No entiendo cómo…, cómo puedes decir eso! —le interrumpí airado—. ¡¿Tú no estás preocupada?! ¡¿Tú no crees que…, que papá está haciendo cosas muy raras?!
Mi madre se puso muy seria para contestarme.
—¿Te crees que yo no estoy preocupada? —me dijo en un tono que me impresionó—. ¿Te crees que yo no sufro con esta… nevada que no nos deja ni movernos? Me paso el día rezando, pidiendo que los pequeños no se pongan enfermos, ¡por Dios!, o vosotros mismos…, porque ahora no hay manera humana de ir a buscar al médico… A mí me toca sufrir en silencio, a mí me toca siempre el papel más difícil porque yo tengo que mantener el tipo, yo no me puedo derrumbar… No puedo dar un portazo y marcharme a corretear por ahí…
—Ya…, pero papá… —insistí yo.
—Papá no está pasando por su mejor momento —dijo mi madre—. No te creas que no me doy cuenta. Pero no es esto…, quiero decir…, te preocupas por lo que menos importancia tiene, Orlando. Su nerviosismo de estos días…, eso es normal en él. Tu padre es un hombre muy nervioso: de hecho me maravilla que aún no haya hecho una locura mayor teniendo que estar aquí encerrado, en esta casa de muñecas. Un día, cuando nos acabábamos de casar, íbamos en tren, y no sé por qué problema el tren estuvo parado mucho tiempo entre dos estaciones, y no nos dejaban salir de nuestro vagón… Tu padre se puso muy nervioso y…, en fin…, dimos un pequeño espectáculo, hubo que llamar al revisor y todo.
Mi madre no quiso acabar de explicarnos los detalles de aquel episodio. Y en cuanto a mi padre, su trabajo de abrirse camino hasta la escuela le llevó más tiempo de lo que en principio había imaginado; pues no llegó a su objetivo hasta bien entrada la noche, a pesar de que estuvo todo el día dándole a la pala con increíble vigor, y sólo paró dos o tres veces para comer algo apresuradamente.
Aun así, aunque un poco exaltado, estaba de bastante buen humor, y en general se mostró tratable e incluso se permitió alguna broma a lo largo del día. Aunque el cielo seguía tan gris y opresivo como siempre, nevaba muy poco, en copos aislados e insignificantes, y Norberto y yo salimos en más de una ocasión a jugar en el corredor rectilíneo que se estaba formando, y a ver los progresos que hacían el músculo y la pala, guiados por la ciega pero férrea voluntad de mi padre. Pero ni mi hermano ni yo, ni mi madre, pudimos contemplar el momento culminante de aquella odisea: ocurrió a nuestras espaldas, cuando ya estábamos sentados a la mesa adonde nos había llamado mi madre para cenar, resignándose a que nuestro padre regresara cuando quisiera.
Empezábamos a comer la sopa, que estaba muy caliente, cuando se abrió la puerta y apareció el palista con expresión de triunfo, jadeando y —lo que era más sorprendente— arrastrando dos sillas viejas, medio desfondadas, que se amontonaban desde hacía años, inservibles, en el cuarto trastero de la escuela. Dejó las sillas en el pasillo, al lado mismo de la puerta, y se vino a sentar a la mesa agotado y feliz, con el sereno abandono del deber cumplido.
—¿Para qué son esas sillas, Enrique? —le preguntó mi madre.
Mi padre tardó un poco en contestar, con la actitud de quien no se cree en la obligación de hacerlo. Engulló una cucharada, y después dijo breve, enigmáticamente:
—Ya lo sabréis mañana.
Pero no lo supimos mañana sino al día siguiente, porque finalmente se pasó dos días enteros trabajando con las sillas, o más bien con una parte de ellas. Desmontó cuidadosamente patas y respaldo y se quedó sólo con los asientos, a los que además les quitó la superficie desfondada de contrachapado, de modo que obtuvo dos sólidos aros de madera algo mayores que su cabeza, como habían sido las sillas.
Norberto y yo seguíamos su trabajo con intrigada curiosidad, y descubrir la verdadera naturaleza del invento se convirtió en un reto para nosotros, obsesionado cada uno por ser el primero en descubrirlo. Norberto apuntó —tal vez con demasiada precipitación— que mi padre pretendía construir un trineo. Y yo llegué a la conclusión de que estaba construyendo dos marcos, tal vez para albergar unos retratos; sobre todo cuando vi que les daba forma ovalada a los aros —para lo cual incluso remojó la madera y la secó luego con la nueva forma forzada por unos alambres— y además preparaba un rollo de cuerda y el berbiquí que usaba para hacer agujeros cuando enmarcaba sus cuadros, o cuando claveteaba las telas en los bastidores que él mismo se construía. Pero cuando vi que la primera de aquellas elipses se llenaba de agujeros, en un orden y una dirección que escapaba a mis previsiones, me sentí totalmente desorientado.
No sería hasta unas horas después, en la tarde del segundo día, cuando dije triunfante, al ver a mi padre haciendo pasar la cuerda paralelamente de un agujero a otro:
—¡Papá está fabricando unas raquetas de tenis!
—Ya —dijo mi hermano—. ¿Y dónde vamos a jugar al tenis aquí?
Ni siquiera la fría acogida con que Norberto recibió mi hipótesis consiguió apagar mi convencido entusiasmo. Yo nunca había visto unas raquetas de andar por la nieve, ni siquiera sabía de su existencia, de modo que se me debió de quedar cara de tonto cuando vi que mi padre, al concluir por fin su tarea, salía por la puerta de atrás y, ya en el exterior, ataba firmemente uno de aquellos artefactos a cada una de sus botas. Cuando mi madre, desde dentro de casa, me dio las primeras pistas, y mi padre empezó a buscar con torpes pasos el punto menos inclinado del terraplén con la evidente intención de adentrarse en la nieve, mi mente se iluminó —o más bien se ensombreció— ante el bofetón de la nueva evidencia. Lo que yo había tomado como un entretenimiento, se revelaba ahora como una especie de traición. En vez de un juego de andar por casa, mi padre se había construido un medio para escapar una vez más, para dejarnos solos y continuar con aquellos absurdos paseos que no podía dejar por nada del mundo.