UNA VIOLETA AZUL

Mi padre no sabía, nadie lo podía saber en aquellos momentos, que los copos que estaban cayendo eran los primeros de una nevada que pasaría a la historia —al menos a la de aquella comarca— como la Gran Nevada, porque no hubo en todo el siglo una como aquélla, y ni siquiera los más viejos del lugar recordaban algo semejante. Nevó durante ocho días seguidos, con apenas alguna breve interrupción, y el valle quedó incomunicado del resto del mundo durante dos interminables semanas. Murieron algunos animales, al no poder salir a los pastos, y algunas personas también pasaron hambre; y tan sólo las familias más prósperas o las que habían acumulado las suficientes reservas de comida y de forraje pasaron este episodio con relativa tranquilidad; con la única molestia del obligado encierro en sus casas, porque al tercer o cuarto día los vecinos se cansaron de batallar con la nieve y de intentar abrir paso en los caminos para mantener la comunicación con los caseríos más cercanos.

Aquel primer día en que mi padre y yo mirábamos nevar desde la explanada, nos fuimos a dormir como entre algodones, con el valle entero amortiguado por el pausado descender de los copos silenciosos que abolían los espacios, que se posaban en la tierra, en los árboles, en los tejados, blandamente, sin hacer ruido ninguno. Y al día siguiente, cuando salí de casa precipitadamente, tras haberme vestido a toda prisa, me encontré con el suelo cubierto por un palmo de nieve y con todo el paisaje igualmente blanco, pero impreciso en la lejanía, difuminado por el movedizo encaje de la nieve que seguía cayendo con parsimonia. Norberto ya jugaba con ella en el irreconocible patio de la escuela, a unos metros de la puerta de casa, envuelto en un informe atado de bufandas y jerséis de lana, y guantes y gorro no muy eficaces pero al menos acumulativos. Entré en casa y desayuné a toda prisa en la cocina, la pieza más cálida de la casa, en donde los gemelos dormían plácidamente en aquel momento. Mi madre me dijo que papá estaba preocupado, que temía que la nevada pudiera prolongarse más de la cuenta y que había ido al molino a aprovisionarse de algunas cosas, y que me pusiera los… Ya era tarde: dejando a toda prisa la taza vacía sobre la mesa, había salido a la calle como una exhalación, incapaz de refrenar mi impaciencia.

Después de la obligada batalla de bolas de nieve, claramente desigual, dada la desproporción de fuerzas, me enfrasqué en la tarea de hacer un muñeco de nieve. Trabajaba frenéticamente, con un ímpetu y una vitalidad dignos de mejor causa. «¡Haz tú una bola un poco más pequeña, para la cabeza!», le dije a mi hermano, mientras yo trabajaba en el cuerpo. Era tal mi derroche de energía, mi calor interno, que estuve cerca de un cuarto de hora amontonando nieve con las manos desnudas, sin dar muestra alguna de cansancio, sin notar el frío. Pero la realidad se acaba imponiendo, y acaba venciendo incluso al espíritu más inflamado y al corazón más activo.

Las manos empezaron a dolerme, con un dolor atenazador e insoportable que nacía en la piel pero penetraba hasta el centro mismo de los huesos y las convertía en dos bloques inútiles e insensibles, incapaces ya de sujetar nada. Entré en casa con la angustia y la renuncia total de quien entra en urgencias. Fui a la cocina, y acerqué mis pobres manos a los fogones de la cocina económica, bajo cuyos aros concéntricos de hierro ennegrecido bailaba el naranja de las llamas. Toqué la superficie metálica y comprobé con horror que el dedo cedía blandamente pero no sentía nada, que no me quemaba como habría sido normal.

—Pero ¡qué haces, loco! —exclamó mi madre desde la puerta.

—¡Me duelen mucho las manos! —gimoteé con expresión de dolor—. ¡Es un dolor muy raro!

—A ver… —dijo ella palpándome los dedos—. ¡Qué ha de ser raro, hombre! —exclamó—. Lo que pasa es que se te han helado las manos… ¡Mira que te he dicho que te pusieras los guantes!

—Pero ¿y por qué me duele tanto? ¿No puede ser…?

—¡Anda, trae para acá —me interrumpió ella—, que sois unos brutos!

Mi madre cogió mis manos y las puso en sus axilas, de modo que quedamos enlazados en una perfecta figura simétrica. Las manos se sujetaban perfectamente por la simple presión de sus brazos, y quedaban enteramente rodeadas por una calidez blanda que transmitía un calor suave y constante. Me sentí como un cachorro. Me sentí un poco avergonzado. Pero inmediatamente empecé a notar cómo la sangre y la vida y el calor volvían a mis manos, al último extremo de mis dedos; y lo hacían con la punzante sensación de un centenar de agujas que se clavaban simultáneamente en cada falange, en cada yema: una sensación que aún era dolorosa pero que tenía ya el cosquilleo y el optimismo de la vuelta a la vida.

Al poco tiempo regresó mi padre, con unas bolsas de malla en las que se apretujaban algunos paquetes de tosco papel de estraza. Venía de buen humor, con una actitud bien diferente a su pesimismo del día anterior.

—Con todo este cargamento —dijo mi madre examinando un paquete, que resultó contener lentejas— y lo que ya hay en la despensa…, y con la leñera llena como está…, ¡por mí ya puede nevar un mes entero!

—¡Tú lo dices para no tener que dar clase! —le dijo mi padre con un guiño pícaro—. Pero aquí a la gente le trastornaría mucho —añadió en tono más serio—: la nieve hace intransitables los caminos, nadie sale de casa y…, en fin, la ganadería…, todo eso. Pero… ¡Qué caramba! —exclamó animándose de nuevo tras una pausa meditativa—. ¡Esto no pasa de hoy, hombre! Tendremos un bonito paisaje durante unos días. Eso es todo… ¡Lástima que no viniera un poco más tarde, para que coincidiera con la Navidad!

La nieve siguió cayendo durante todo aquel día, y también al día siguiente. A veces disminuía en intensidad, incluso se paraba un momento; pero el cielo completamente cubierto, con el mismo aspecto monótono de siempre, anunciaba que la nevada, como de hecho ocurría después de cada una de estas treguas, seguiría cubriendo el valle con un manto cada vez más grueso.

El lunes por la mañana ya no vino ningún niño a la escuela, y por la tarde se hizo definitivamente intransitable el camino que comunicaba con el molino, que Damián de Boral y el molinero habían despejado una y otra vez, para tener acceso a la fuente que había cerca de la escuela.

—Lo que es agua no les va a faltar —comentó mi padre aquella noche con un humor bastante sombrío.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? —pregunté yo con sincera curiosidad.

—Porque la nieve es agua, Orlando —dijo entonces Norberto pausadamente—, basta con ponerla en una olla y fundirla…

Una oportuna intervención de mi madre alivió en parte el escozor que me produjo el gol que me había metido mi hermano.

—No es tan fácil como parece fundir una bola de nieve, al menos si quieres hacerlo rápido…, otra cosa es dejarla junto a una fuente de calor, y que se vaya descongelando sin prisas.

Lo cierto es que al día siguiente seguía nevando. Y ya era el cuarto con el mismo monótono panorama. En todo ese tiempo tuve ocasión de desempolvar mis viejos guantes de lana, que no usaba en todo el año, y de mojarlos en mis juegos y ponerlos a secar varias veces seguidas. Pero incluso de la nieve llegué a cansarme, a fuerza de disfrutarla sin tasa, y empecé a buscar otras formas de pasar el rato que no implicaran necesariamente acabar con la ropa empapada.

Por otra parte, la nieve nos empujaba cada vez más al interior de nuestra casa, porque estaba adquiriendo un grosor que ya empezaba a remontar por las paredes. Y solamente el breve espacio que había entre la puerta de atrás y la leñera, con su oscuro tocón lleno de cicatrices, se mantenía despejado, porque mi padre se encargaba cada día de apartar la nieve con una pala, ejercicio que le servía para desahogarse un poco y para quemar la rabia y la impotencia que sentía ante el tiránico comportamiento de la naturaleza.

Así pues, había que buscar el entretenimiento dentro de casa. Pero ésta era pequeña, y a la larga acababa resultando opresiva; y la práctica de cualquier juego que implicara movimiento se hacía imposible en el pequeño espacio que dejaban los muebles, entre las carreras atareadas de mi madre y el llanto de los gemelos, y el espacio que ocupaba la tabla de planchar y la leña que se acumulaba en la cocina para que se fuera secando, y la presencia nerviosa e irascible de mi padre, que cada vez se parecía más a una fiera enjaulada y cada vez pasaba más tiempo en la leñera, cortando troncos aunque no hiciera falta, amenazando con reducir a astillas todas nuestras reservas de combustible.

Solamente Norberto parecía tranquilo entre toda aquella barahúnda. Buscaba un rinconcito y se ponía a dibujar o a mirar un libro, y así se pasaba horas hasta que le llamaban para la comida o para la cena. El ejemplo de Norberto me hizo pensar, como último recurso —una lamentable rendición por mi parte—, en los libros. Había muchos en casa, todos los que quisiera y alguno más. Pero los más interesantes, los que tenían láminas e ilustraciones, eran pocos y ya los había visto mil veces. Y en cuanto a los otros, los de verdad, los que mis padres me habían intentado hacer leer cientos de veces, pintándomelos como algo maravilloso, escogiendo con calculada intención los que pudieran resultarme más atractivos, lo cierto es que nunca habían conseguido atraparme.

Siempre me ocurría lo mismo cuando me enfrentaba voluntarioso a una de aquellas interminables ristras de renglones de letra impresa. Yo me preciaba de leer rápido y bien, mejor que otros niños de mi edad; y efectivamente leía. Empezaba por el primer capítulo, por la primera página, e iba descifrando las palabras, y uniéndolas hasta que formaban frases, y comprendiendo el significado de éstas.

Y así podía haber estado hasta llegar a la palabra «FIN». Pero aquél era un acto mecánico, puramente escolar, porque las palabras y las frases se quedaban en la superficie, y no penetraban en aguas más profundas, en parte porque no las identificaba con ningún referente de mi mundo interior ni con ninguna de mis incipientes pasiones infantiles.

Y por lo tanto perdía el interés al cabo de un rato y devolvía, decepcionado, el libro a su estante.

Pero bajo el asedio de la nieve, impelido por la necesidad, lo intenté una vez más. Y en esta ocasión todo fue diferente. Aunque no hubieran ocurrido otras cosas igualmente intensas —más intensas sin duda para el resto de los mortales— yo siempre recordaría la gran nevada como el insólito entorno en el que leí mi primer libro: una obra de Verne, sus 20000 leguas de viaje submarino.

Cuando alguien duda de si está o no está enamorado, cuando se lo pregunta una y otra vez y hasta lo consulta con algún amigo, probablemente es porque en verdad no lo está, porque ésas son cosas que cuando llegan no dejan lugar a la duda y uno simplemente se limita a dejarse arrastrar por el vértigo. Otro tanto podría decir de mi primera experiencia con la lectura. La diferencia entre mi asimilación del libro de Verne y mis anteriores intentos de lectura era tan radical como la que puede haber entre contemplar un bonito paisaje pintado al óleo… y penetrar en ese paisaje y correr por sus prados y sentir el calor del sol y el olor de las flores silvestres y el zumbido de las abejas. Con aquella novela trascendí el esfuerzo mecánico de interpretar los signos, y me introduje de verdad en la historia. Me sumergí en el mar lleno de misterios del XIX y viajé con el Nautilus y su resentido capitán, y su atractiva fascinación por la técnica; desde aquel escollo fugaz que captó mi atención hasta el final de su recorrido por los siete mares.

Mientras estaba leyendo, todo lo demás quedaba abolido: las incomodidades de nuestra pequeña vivienda, los berridos de los gemelos, los pequeños rencores que yo había acumulado contra mi hermano, nuestro encierro forzoso y la nevada que seguía allá afuera y la amenaza del lobishome, y los golpes del hacha en la leñera y los temores que había ido alimentando sin querer ni siquiera reconocerlo: todo desaparecía, o más bien era sustituido por lo otro, por ese mundo subacuático y pausado, poblado de misterios, del que me arrancaba un sonido muy remoto, una voz lejana que se filtraba molesta a través de las aguas, y sonaba cada vez más intensa hasta colarse entre dos frases, porque era la voz de mi madre que me obligaba a sentarme a la mesa para comer. Y yo volvía a la superficie medio atontado, con las pupilas llenas aún de las visiones submarinas, como un buzo al que hubieran sacado del agua demasiado rápido.

Ahora que yo también era lector, empecé a fijarme en cosas en las que antes no reparaba, y a interesarme, por ejemplo, en lo que leían mis padres.

Me di cuenta de que mi padre, sin abandonar sus nerviosas salidas a la intemperie, se había resignado un poco después de la ansiedad de los primeros días, y había empezado a leer un libro de aspecto insignificante, con las tapas blandas, que al parecer releía una y otra vez o al menos seguía de forma caótica a juzgar por el cambiante emplazamiento en el que aparecía cada vez su punto de lectura.

—¿Qué libro es ese que estás leyendo? —me decidí a preguntarle una de las veces que lo tenía entre las manos.

Mi padre me miró durante unos segundos y a continuación alzó el libro mostrándome la portada.

Flor de santidad —leí yo.

Quedé un poco decepcionado, porque en verdad era el último título que hubiera podido imaginar que mi padre leyera con tanto interés.

—¿Es…, son vidas de santos? —le pregunté.

—¡No…, qué va, ni mucho menos! —me contestó esbozando una involuntaria sonrisa—. Es de Valle-Inclán.

Mi padre no tenía muchas ganas de hablar, pero hizo un esfuerzo porque yo le insistía, y porque sabía de mi recién adquirido hábito de la lectura.

—¿Y de qué trata?

Mi padre se iba animando al calor de la conversación, y empezó a explicarme el argumento con evidente placer por su parte.

—Trata de una pastora muy joven y muy pobre, casi una indigente. Es huérfana, y tiene la frente…, te cito textualmente: «dorada como la miel… y los ojos, donde temblaba una violeta azul, místicos y ardientes como preces».

—¿Y por qué dice que la violeta es azul? Si es violeta…

—Los poetas se permiten esas licencias. Por eso son realmente creativos, y le sacan el máximo rendimiento a las palabras…

—Pero este libro no es de poesía —apunté yo.

—No, pero el lenguaje puede ser poético aunque sea una novela ¿No te parecen bonitas esas palabras que te he leído? ¿No te suenan como música?

—Hombre…

—Parece ser —dijo mi padre— que has accedido al mundo de la prosa, de lo cual me alegro mucho…, pero para la poesía aún te falta un poco.

—¿Sabes lo que pienso? —le dije yo entonces, como si fuera una consecuencia de su último comentario—. Que la descripción de esa pastora que sale en el libro se parece mucho a Cándida.

—No, a Cándida no —se apresuró a decir, recuperando el aire distante de cuando le pregunté el título del libro—. Los ojos de Cándida no son violetas, ni siquiera azules del todo…, son más bien grises, entre el cielo y el humo… Tú lo debes saber, que jugabas con ella desde que erais pequeños.

—Pues nunca me había fijado, la verdad —contesté yo sinceramente.

Mi padre no quiso hablar más de aquel asunto. Abrió de nuevo el libro, y empezó a leer en silencio.