Después de la muerte de la hija de Avelino, acaecida a principios de noviembre, Brañaganda se sumió en un hosco letargo invernal. El lobishome no había matado nunca a la luz del día, ni en el interior de ninguna vivienda, de modo que los habitantes de los caseríos adquirieron la costumbre de retirarse a sus hogares no bien empezaba a anochecer, cosa que ocurría a hora muy temprana, porque nos acercábamos ya al solsticio de invierno y además el cielo estaba siempre nublado. Ahora ya nadie salía por la noche, fuera cual fuera la fase en que se encontraba la luna, y en general existía la idea de que padecíamos una total indefensión frente al macabro capricho del lobishome, y que en cualquier momento podía suceder otra desgracia que convirtiese en inseguras las pocas parcelas de la vida cotidiana que aún se consideraban habitables.
Empezó a hacer frío. Los días eran breves y transcurrían bajo un cielo de nubes altas de aspecto lechoso y uniforme, inmóvil, como si alguien hubiese pintado de un blanco sucio, sin brillo, la bóveda del cielo. Mucho más abajo, los prados inclinados y las redondeadas cimas de Brañaganda se estremecían bajo el cambiante soplo de un viento frío y desapacible que recorría el valle y hacía arrebujarse en sus mantas a los pastores, y azotaba a los ganados, que lo recibían de lado, con la milenaria quietud del sacrificio. «Si se para el viento, nevará», decía un labriego mirando hacia aquel cielo de nata. Y su augurio era ratificado sentenciosamente por los que estaban a su alrededor; porque casi todos los años había algún día de nieve en aquel valle, y la nieve era beneficiosa para los sembrados.
Llevábamos varios días bajo aquel monótono panorama, sin expectativas de que el tiempo fuera a cambiar, cuando salí una mañana de sábado en dirección a la Pasadía, con la intención de encontrarme con Pepín Famarelo, que me había asegurado el día antes que se pasaría toda la mañana nada menos que fabricando cartuchos para la escopeta de su hermano, valiéndose de una ingeniosa máquina que su padre les había construido.
Para ir al caserío de los Famarelo había que pasar por el Sollado, dejarlo atrás y seguir por el mismo camino, que continuaba un buen trecho en línea casi recta, siguiendo en suave ascenso la dilatada ladera de la montaña. Yo me alegré de que mi excursión empezara con la pronunciada subida que arrancaba al lado mismo de la escuela, porque así el ejercicio me permitiría entrar en calor y sacudirme el frío que me había invadido nada más salir de casa, cuando la primera ráfaga de aquel viento gélido atravesó sin ningún miramiento mi gruesa ropa de lana. No llevaba guantes, y tenía las manos entumecidas por el frío, pero cuando llevaba un rato subiendo a grandes zancadas el calor empezó a irradiar, con una placentera sensación, desde mi corazón acelerado por el esfuerzo hacia mis brazos y mis manos.
De pronto me detuve. Me quedé inmóvil mirando hacia la izquierda del camino, allí en donde la ladera bajaba erizada de árboles que mostraban su esqueleto casi desnudo junto a otros de un verde perenne y austero. Me llamó la atención una nota de color, una mancha más clara que se divisaba parcialmente entre las oscuras franjas verticales de los troncos. Una figura humana, alguien que estaba de pie apoyado en un árbol. En realidad, desde el primer momento pensé que era Cándida, pero por algún motivo su presencia allí, en medio del bosque, me resultaba inquietante, desagradable, de modo que agoté todas las posibilidades antes de aceptar la evidencia.
No cabía duda, seguro que era ella: esa falda azul marino, ese ángulo especial que formaban sus hombros con el cuello… Cándida parecía apoyarse en el tronco del árbol, apretar su espalda contra él. Anduve dos o tres pasos lentamente, procurando no perderla de vista en los momentos en que algún tronco más cercano me la ocultaba por unos instantes. Entonces me di cuenta de que Cándida no estaba sola. Había alguien más con ella; delante de ella: alguien alto y vestido de negro, o de colores muy oscuros que contrastaban con el abrigo beige de Cándida. Alguien que se iba acercando a ella, que ya estaba a su lado… De nuevo me quedé quieto, paralizado por la curiosidad y por un temor impreciso que me iba invadiendo. Entonces Cándida giró sobre sí misma, es decir, primero giró la cabeza y después empezó a girar el cuerpo, como si se quisiera enroscar en el tronco, o como si una mano gigante hubiera hecho girar el árbol y con él a Cándida, con la intención de mostrármela a mí. Pero ella se separó enseguida de la corteza rugosa, como impulsada por la fuerza centrífuga, y empezó a correr con el cuerpo proyectado hacia delante, a punto de trompicarse en los primeros pasos, y después con zancadas ya más seguras pero más lentas, luchando con la enorme pendiente del terreno que la llevaba en dirección al camino, y por lo tanto hacia mí.
Cándida había arrastrado en su huida a la otra figura, que había girado en torno al árbol pegada a ella, y después había tropezado de forma casi idéntica en unas piedras. Pero siempre detrás de ella, siempre detrás de una Cándida asustada que me tapaba parcialmente a su perseguidor. Y ese perseguidor era más lento, o tenía alguna dificultad porque a escasos metros del árbol tropezó definitivamente y se quedó encogido en el suelo. En el preciso instante en que Cándida alzaba la mirada hacia el camino y reparaba en mi presencia, yo pude ver en su totalidad la figura que había quedado en el suelo. Era la señora de Freire, enfundada en uno de sus anacrónicos vestidos del siglo pasado. Lo sofisticado de su vestimenta hacía más patética su actitud, pues había quedado de rodillas en una zona de piedras y matorrales espinosos, y la falda fruncida se inflaba en torno a su cintura, y yo no pude menos que pensar en su cojera y en el trato que estarían recibiendo sus piernas en aquel suelo.
Al principio pensé que estaba llorando, por cómo se agitaba. Pero cuando levantó la cabeza pude ver que en realidad se reía, con una risa irónica y al mismo tiempo nerviosa, incontrolada.
—¡No pasa…, no pasa nada, gacela! —decía con dificultad, ahogándose entre sus propias carcajadas—. ¡Gacelilla… asustadiza! ¡Hay quien no ve…, quien no ve la viga en el suyo! ¡Eso…, eso aún es mucho peor!
Cándida llegó hasta donde yo estaba sin volverse a mirar a doña Isabel, con una expresión en la que el temor empezaba a dar paso al enfado, y también a una especie de repulsión. Yo contemplaba atónito la escena, y había refrenado el primer impulso de ir a socorrer a doña Isabel, en espera de tener más información acerca de lo sucedido.
—Pero… ¿qué pasa? ¿Qué…, qué ha pasado? —acerté a preguntarle a Cándida mientras la de Freire no paraba de reír.
Cándida tardó unos segundos en contestarme. En su pálido rostro aterido por el frío resaltaba el rosa irritado de las aletas de su nariz, fruto de algún perenne resfriado, y dos manchas difuminadas del mismo color, una en cada mejilla, que habían aflorado al calor de la agitación y de la precipitada carrera. Sus ojos, humedecidos por el frío, parecían más grandes que nunca. Uno de ellos también estaba enrojecido, como si se lo hubiera estado frotando.
—¡Quería quitármelo con la lengua! —dijo finalmente.
—Pero ¡¿qué?! ¿Qué quería quitarte?
Cándida contestaba de mala gana, presa de una suerte de atónita indignación.
—¡Se me metió una cosa en el ojo! Se lo he dicho y… me ha estado mirando y luego… ¡Esa mujer está loca! Quería quitármelo con la lengua. Dice que en no sé dónde lo hacen así…
—Pero, a lo mejor… —le empecé a sugerir.
—Si no es eso, es que… ¡Esa mujer es muy rara! Tiene las manos muy calientes, y ásperas, y la ropa le huele como…, como a antiguo.
Yo miré a la señora, que ahora intentaba levantarse trabajosamente mientras pasaba de la risa a una especie de malhumorada, hastiada indignación. Pero no me atreví a ir a ayudarla. Tan sólo oí que decía, desdeñosa: «¡Qué poco leen! ¡Cuánta miseria!».
—¡Venga, vámonos! —me apremió Cándida—. ¿Vas para arriba?… Acompáñame.
—Pero… ¿y la señora? —pregunté yo.
—Ya se está levantando. ¡Vámonos!… ¡No sé qué hace por aquí con este tiempo!
—¿Y tú? —dije yo mientras echábamos a andar—. ¿Cómo es que estabas tú con ella ahí…, en medio de…?
—Pero ¿tú eres tonto? —me interrumpió Cándida, al percibir cierta desconfianza en mi pregunta—. Vengo del molino, como cada sábado… Siempre cojo el sendero para no tener que dar la vuelta.
Cándida tenía razón: había un sendero, un atajo que arrancaba poco después del puente e iba a parar al camino, muy cerca de donde había visto a las dos mujeres.
—Me llamó ella —continuó Cándida siguiendo su propio discurso mental—. No sé qué estaría haciendo. No suele ir tan lejos de su casa…, y menos sola.
Nos acercábamos ya a las proximidades del Sollado cuando Cándida se paró en seco, mirando hacia el aire con un gesto como de estar escuchando algo. Yo me detuve también, y me puse a escuchar, pero no oía nada más que el habitual silencio matizado de las montañas.
—¡Mira!… ¡Mira! —dijo entonces Cándida con gesto alucinado.
No había ningún árbol detrás de ella, y yo la veía recortarse suavemente contra el gris de la lejanía y el blanco mate del cielo. Su mirada vagaba a mi alrededor como persiguiendo algo, sin fijarse nunca en la mía. No sé por qué me asusté en aquel momento. Tal vez porque no conseguía ver lo que intentaba mostrarme Cándida, y esa imposibilidad se convirtió en algo angustioso que excitaba mi imaginación desbocada.
—¡Mira!… ¿No ves? —repitió Cándida con la misma mirada errática, mientras a mí se me erizaba todo el cuero cabelludo.
—¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué hay?! —grité en un tono que parecía irritado, pero que en realidad era fruto del miedo y la ansiedad.
Sin esperar la respuesta me volví bruscamente, y entonces, contra el fondo oscuro de unos carballos que trepaban por la montaña, lo vi.
La nieve que se había cernido sobre el valle durante días, sin decidirse a mostrar su rostro, empezaba a caer en suaves copos, pequeños, efímeros de momento, sobre los árboles y los pastos, y los tejados y los caminos de Brañaganda.
Cándida seguía mirando maravillada, intentando seguir la trayectoria de algún copo más grande que los otros, intentando atraparlo con la mano, y por último ofreciendo su cara a la nevada, con los ojos cerrados y la boca muy abierta, y con los brazos extendidos, girando alegremente en espera de que uno de aquellos plumones de hielo le refrescara los labios.
Cándida volvió a ser durante unos minutos la Cándida de antes, la que compartía sus juegos conmigo, la irrecuperable Cándida de mi infancia que unos y otros, y la misma vida despiadada, se empeñaban en enterrar para siempre.
Sería la última vez que la vería así: entusiasta, maravillada, fascinada por algo hasta el extremo de olvidarse del pudor, de sus temores, de la conciencia de su cuerpo adulto.
Estuvo nevando durante todo el día, a ratos con mayor intensidad, con copos más densos empujados por súbitas ráfagas de aire. Y luego otra vez blandamente, en finas motitas sin peso, que se fundían en un instante al caer sobre la piel. Pero en ningún momento paró de nevar, y al atardecer los árboles y los tejados ya estaban manchados de blanco, como la ropa de Felipe del Couso cuando salía del molino.
La aparición de la nieve lo alteró todo, con ese optimismo un poco pueril que siempre lleva consigo el espectáculo de la nevada. Yo renuncié a mi visita a la Pasadía, porque sabía que Pepín desdeñaría un acontecimiento tan nimio, que ocurría casi cada año, y cumpliría en cambio metódicamente con su plan de trabajo, en la oscura sala de estar del caserío, con su aspecto de guarnicionería, con su olor a cuero y a pólvora, y su espaciosa mesa ocupada siempre por una infinidad de trastos y herramientas. En cambio, di media vuelta, después de dejar a Cándida en el Sollado, y volví a casa calculando cuánto tardaría en acumularse suficiente nieve para organizar una verdadera guerra de bolas. Ya veía una bola pesada y contundente estrellándose en la repelente nuca de mi hermano —con quien aquellos días andaba un poco picado—, y más lejos, allá, en lontananza, algo todavía mejor: un verdadero muñeco de nieve.
Tal vez por eso ni siquiera me acordé de la señora de Freire —cuyo comportamiento tanto me había desasosegado hacía unos minutos— cuando volví a pasar, en dirección contraria, por el mismo lugar en que la habíamos dejado.
Cuando divisé el conjunto de la casa y la escuela, observé que de las chimeneas de los dos edificios ascendían los grises penachos del humo, lo cual quería decir que mi madre había lavado las sábanas aquella mañana, y las había puesto a secar en el interior de la escuela, al calor de la estufa, como siempre que no había niños y el mal tiempo desaconsejaba colgar la ropa mojada a la intemperie. En el otro edificio, el humo procedía de la cocina económica que afortunadamente equipaba nuestra minúscula vivienda; un ingenioso sistema que además de servir para cocinar calentaba toda la casa, y por lo tanto estaba constantemente encendida, durante todo el invierno.
Al llegar a la explanada no vi a Norberto como había imaginado. Pero, en cambio, encontré a mi padre, que había salido hasta el borde mismo del talud que daba al camino, y desde allí miraba en actitud de vigía hacia las montañas que nos rodeaban, con un gesto muy suyo de apoyar las manos en las caderas, con ambos brazos en jarras.
—¡Empezó cuando estaba cerca del Sollado! —le espeté por todo saludo cuando llegué junto a él—. ¡Vi caer los primeros copos!
Mi padre no prestó ninguna atención a mis palabras. Distraído, sin ni siquiera mirarme, contestó con frases que más bien seguían el hilo recóndito de sus pensamientos.
—Mañana a esta hora ya habrá parado…, no puede ser de otra manera. Nunca nieva más de un día seguido en estos valles.
Este recibimiento me decepcionó, y me entristeció. Evidentemente, me molestó que mi padre me hiciera tan poco caso; pero aún me contrarió más el darme cuenta —como bien a las claras se notaba por sus palabras y por la sombra de preocupación con que miraba al cielo— de que no le apetecía en absoluto que la nieve llegara a prosperar.
Yo no comprendía por qué podía molestarle a mi padre que nuestro valle se vistiera de blanco. Pensaba que si nuestro paisaje cotidiano adquiría otro aspecto, tal vez nos olvidaríamos todos, aunque sólo fuera por unos días, del lobishome y su constante amenaza. Incluso llegué a imaginar que a lo mejor el lobishome se marchaba importunado por la nieve, empujado por la ventisca, en busca de otras tierras en las que el clima fuera más bonancible y más propicio a sus intenciones.
Entonces me acordé de lo que le había ocurrido a Cándida con la señora de Freire, y refrené el deseo que sentí en primera instancia de contárselo a mi padre. Lo oculté como una forma de venganza por su fría acogida. Lo oculté porque sabía que el suceso seguramente le interesaría; y porque me proporcionaba sensación de poder el saber algo que él no sabía… y que a lo mejor yo podía utilizar alguna vez en mi provecho.