DIOSES Y CÉSARES

El incidente entre Cosmín y el molinero se acabó ahí; y la impresión que había causado pronto fue sustituida por una extraña sensación de tedio, y al mismo tiempo de inquietud, ante la perspectiva de pasar una noche en vela entre aquellas cuatro paredes. La verdad es que en su fuero interno, con la barriga llena y la suave euforia que proporcionaban el vino y el orujo, los vecinos de Brañaganda no pensaban que allí fuera a ocurrir algo sobrenatural, por mucho que la posibilidad estuviera contemplada en su tradición y en su imaginario colectivo. Se conocían todos demasiado bien, y aquel ambiente —incluso con las desagradables bromas del molinero— era demasiado familiar y cotidiano como para sugerir la transformación de un hombre lobo.

Entonces, en el momento de mayor quietud, ocurrió lo imprevisto. Algunos tardaron en darse cuenta, porque el asunto empezó de forma silenciosa; pero, al cabo de unos pocos segundos, hasta los más despistados —alertados por una especie de murmullo de asombro— pudieron comprobar que en una zona de la cocina se había abierto un claro, como un cráter producido por ondas concéntricas que hubieran echado atrás a todos los que se hallaban alrededor de su epicentro: un punto al que ahora todos miraban con ojos como platos: una silla, la silla en la que estaba Cosmín plegado sobre sí mismo, encogido, emitiendo unos extraños gruñidos, como estertores, que sacudían todo su cuerpo en violentas y bruscas contracciones.

La primera reacción fue de estupefacción, de pánico. El propio Besteiro se quedó un momento paralizado, como todos los demás, con la vista fija en la cabeza morena y alborotada de Cosmín. Cuando reaccionó y cogió la escopeta, Cosmín ya saltaba de la silla, o más bien se caía de ella y quedaba tirado en el suelo, echando espuma por la boca y con las manos crispadas, con los ojos en blanco y sacudido por terribles espasmos.

Los demás hombres se habían apartado todavía más, dejando desierto el centro de la sala; y César —respirando agitadamente y con expresión de locura en los ojos— tenía encañonado a Cosmín y estaba dispuesto a disparar si las convulsiones le llevaban, como estaba ocurriendo, un palmo más en dirección a la mesa.

¡¡¡É o lobishome!!! ¡¡¡Dispara, César!!! —gritó alguien.

Besteiro pestañeó luchando con el sudor que le picaba en los ojos. Pero su dedo rozaba ya el gatillo cuando mi padre se lanzó hacia donde estaba Cosmín y se quedó arrodillado delante de él. Besteiro apartó el dedo, levantó la cabeza y miró un momento por encima de la escopeta, con la boca abierta. Pero volvió a apuntar, aunque lo que ahora tenía en el punto de mira era la espalda de mi padre, mientras que de Cosmín sólo veía sus piernas convulsas.

—¡¡¡Apártese, Don Enrique!!! ¡¿Está usted loco?! ¡¡¡Voy a disparar!!!

Entonces ocurrieron muchas cosas a la vez. Unos le gritaban a César que disparase y otros a mi padre que se apartara. Cosmín seguía emitiendo aquellos extraños gruñidos, y la puerta que daba a la casa se abrió y apareció Cándida con la angustia pintada en el rostro. Se quedó agarrada al marco de la puerta, mirando horrorizada el extraño conjunto que formaban Cosmín, con sus terribles espasmos, y mi padre, que quedaba de cara a ella. Pero cuando vio a Besteiro apuntando con la escopeta, tuvo el impulso de entrar en la habitación. Lo hubiera hecho, de no ser por Milagros, que llegó en ese momento y la sujetó por los brazos, con la intención de apartarla de allí, pero también ella se quedó prendida de lo que estaba ocurriendo, como les sucedía a todos, incapaces de actuar, sin más impulso que el de seguir mirando.

—¡Animales! —dijo entonces mi padre sobreponiéndose al griterío, al tiempo que se sacaba un pañuelo del bolsillo y lo dirigía al rostro de Cosmín—. ¡Este hombre tiene un ataque de epilepsia!

Y mirando hacia Felipe del Couso, que estaba tan impresionado como los demás, añadió con énfasis:

—¡Este hombre padece de epilepsia! ¡Ha sido fatal darle a beber alcohol!

La impresión por el repentino suceso mantenía a aquellos hombres en actitud muda y temerosa, pero la indignación de mi padre y la actitud de socorro que había tenido hacia Cosmín —al que ahora intentaba hacerle morder el pañuelo que había plegado hasta formar un pequeño rectángulo— les empezaba a convencer de que tal vez aquello no era lo que pensaban. Además, Besteiro había bajado la escopeta y se pasaba la mano por la cabeza con expresión de alivio, respirando todavía con dificultad. Seguramente estaba algo avergonzado, porque él sí sabía lo que era la epilepsia, y no se le había ocurrido pensar en esa posibilidad.

—¡Ha sido una locura ponerse en medio sin avisar! —le dijo a mi padre—. ¡He estado a punto de apretar el gatillo!… ¡Podía haberle matado!

Los paisanos, por su parte, intentaban asimilar la nueva situación.

—¡Cosmín está endiañado! —decían algunos, interpretando a su manera lo que ocurría.

—¡No, señores, no está endemoniado! —dijo mi padre—. El demonio no tiene nada que ver en esto. Padece epilepsia: una enfermedad del cerebro que ha padecido mucha gente, y muchos personajes famosos, a lo largo de la historia… Antiguamente creían que era una enfermedad de origen divino, que estaba relacionada con los dioses… El propio César…

Unas cuantas caras se volvieron inmediatamente hacia el señor de Besteiro.

—No, éste no —dijo mi padre esbozando una sonrisa, mientras Cosmín empezaba a aquietarse—: hablo de Julio César, el emperador romano. Él también tenía ataques epilépticos… y eso no le impidió llegar muy lejos. Seguramente Cosmín ya sabe que le ocurre esto algunas veces. Y por eso se puso tan nervioso al saber que nos quedábamos aquí encerrados.

Suso Famarelo se levantó entonces del banco en el que había estado sentado todo el rato, sin que nadie reparase en su indiferencia en medio de tanto sobresalto. Alzó la voz entre el murmullo de las conversaciones para decir en tono sentencioso:

—¡César pasó el Rubicón!

—Sí —comentó mi padre con sorna—, «alea jacta est»… ¡Estoy rodeado de genios!

Cosmín se recuperó lentamente de su paroxismo, y después durmió de un tirón hasta el amanecer, estirado en un banco, y sin que nadie le molestase, porque lógicamente recibió un trato de favor a partir de aquel momento. Cándida no volvió a hacer acto de presencia, aunque me consta que, tumbada en su cama, tampoco pudo dormir en lo que quedaba de noche.

Los hombres de Brañaganda permanecieron en su encierro hasta que salió el sol, tal como estaba previsto, aunque resultaba evidente que la disciplina se había relajado notablemente, como si ya nadie creyese que pudiera ocurrir algo, después de aquel memorable chasco que había salpicado inevitablemente la autoridad hasta entonces indiscutible del señor de Besteiro. En cambio, la figura de mi padre se agigantó y ganó prestigio a los ojos de sus vecinos, pues le habían visto librarlos en pocos minutos de un lobishome, convirtiéndolo en un abrir y cerrar de ojos en un simple enfermo, y de la posibilidad de cometer un error de consecuencias irremediables.

No obstante, en algo tenía razón César Besteiro, porque lo cierto es que aquella noche el lobishome no dio señales de vida, y el plenilunio del mes de noviembre pasó sin que se produjera ninguna víctima.

Pero este pequeño triunfo haría más amarga aún la decepción que se produjo al día siguiente. Porque en la noche que siguió a la del encierro, el lobishome mató a la hija de Avelino, cuando ésta salió un momento a buscar agua a una fuente que tenían muy cerca de su caserío. Su padre le había dicho mil veces que no saliera nunca de casa cuando ya hubiera caído la noche, pero ella había ido a la fuente en más de una ocasión a esa misma hora, para no tener que molestar a nadie, y porque pensaba que no corría peligro, o que si alguien se acercaba tendría tiempo de reaccionar en un lugar desde el que podía ver su casa en todo momento.

El propio Avelino salió a buscarla cuando notaron su ausencia en la casa, y encontró su cuerpo a unos metros de la fuente, con las mismas heridas que presentaban todas las víctimas del lobishome.

Avelino enloqueció a raíz de aquello. Con la incoherencia de quien está enajenado, culpaba a César Besteiro de su desgracia, y se pasó el resto de su vida maldiciéndolo a él y a todo lo que tuviera que ver con el Sollado. Algunas veces, en los momentos culminantes de su obsesión, cogía la escopeta y se dirigía al caserío del enemigo con la intención —nunca consumada— de matar algún animal de los muchos que reposaban en sus establos o pacían en sus prados. Pero cuando llegaba ante la vaca o el ternero que le miraban indiferentes y pacíficos, con sus ojos casi humanos, se derrumbaba hasta caer de rodillas, llorando, agarrado al cañón de su escopeta y repitiendo una y otra vez entre sollozos: «¡A miña rapaza! ¡¿Por qué se tuvieron que llevar a mi rapaza?!».

Pero la muerte de Angelita, que así se llamaba la hija de Avelino, tuvo además otro tipo de consecuencias más inmediatas, que afectaban en este caso al conjunto de la comunidad. Porque Angelita fue la primera víctima que no era agredida en la noche de la estricta luna llena, y esta evidencia ampliaba pavorosamente la capacidad agresora del lobishome, o lo que fuera aquella plaga, y limitaba cada vez más el espacio vital en el que los habitantes del valle se podían sentir a salvo. Y por otra parte estaba el evidente fracaso de la estrategia que había ideado Besteiro, en cuyas capacidades y buena fortuna los vecinos habían depositado una ciega y esperanzada confianza. No solamente no había conseguido atrapar a la bestia o al menos impedir que se cobrase una nueva víctima, sino que tampoco salió con bien en su intento de eliminar nombres de la lista de sospechosos. No obstante, César Besteiro no rehuyó su responsabilidad: admitió el fracaso de su estrategia y se comprometió a continuar lo que había empezado, aunque fuera con métodos más convencionales; y prometió volver a Brañaganda en cuanto le fuera posible para organizar la verdadera batida de caza que muchos habían esperado. César no se podía imaginar que en la próxima luna llena —y no precisamente por su voluntad— no estaría en las montañas que le vieron nacer.

En mi caso, la desgracia de Angelita me impresionó más que ninguna otra, y fue el origen de un creciente desasosiego que culminó en la siguiente luna llena. Porque la noche en que mataron a la hija de Avelino mi padre regresó a casa muy tarde, más que ningún otro día, pues nunca había estado ausente de la mesa a la hora de sentarnos a cenar; y cuando por fin llegó se le veía alterado y muy distraído; y dijo que le perdonáramos, que se había entretenido sin darse cuenta hablando con Marcelino, como ya era habitual últimamente.