EL AMARILLO DE LA FLOR DE TOJO

La tensión decreció entre aquellos hombres cuando comprendieron que ya estaba todo decidido de antemano, y que no podían hacer otra cosa que resignarse y esperar que el tiempo pasara de la forma menos enojosa posible. La mayoría empezó a buscar un sitio cómodo en donde sentarse, y a quitarse la cazadora o el abrigo que se habían dejado puestos pensando que en poco tiempo volverían a salir al frío de la noche.

Pero las emociones y los sobresaltos distaban mucho de haberse acabado para los varones de Brañaganda, para aquel puñado de labriegos convertidos en rehenes de una noche por la tiránica autoridad de César Besteiro.

—¡Chist…, un momento! —dijo alguien pidiendo silencio—. Creo que están llamando a la puerta.

En el silencio expectante que se produjo a continuación, se oyeron claramente dos o tres golpes en la puerta que comunicaba con la vivienda. Los golpes sonaron indecisos, insignificantes; pero a juzgar por las caras que ponía la mayoría de los paisanos, habían resonado como violentos aldabonazos.

—No os preocupéis. Ya sé quién es —dijo entonces Besteiro al tiempo que empuñaba su escopeta—. Me perdonaréis si me pongo en guardia…, por si las moscas… ¡Adelante!

La puerta se abrió y en el umbral apareció Cándida, con la ropa que llevaba normalmente cuando trabajaba en el Sollado, con el rostro muy pálido y los ojos muy abiertos, intentando abarcar con una ansiosa mirada toda la estancia y las veinte caras que en ese momento miraban hacia ella. Con ambas manos, a la altura del estómago, sujetaba una bandeja de alpaca en la que algunos brillos cristalinos pugnaban por desviar la atención del propio brillo asustado de sus ojos. Después de un interminable momento de espera, en el que casi se la oyó tragar saliva, abandonó el marco de la puerta y empezó a avanzar en dirección al grupo de hombres que le quedaba más cerca. Entonces entró por la misma puerta otra chica, una de las mozas que trabajaban en el caserío, que también llevaba una bandeja, pero ésta más grande y con alimentos sólidos. Se fue derecha hacia la mesa de madera que presidía Besteiro, dejó en ella la bandeja y desapareció con la misma rapidez y decisión con que había entrado.

Pero Cándida tenía una misión que no le permitiría escapar tan pronto como a la otra moza. Mientras avanzaba hacia Luisín de la mina, que era quien estaba más cerca, se empezó a oír un tintineo cristalino pero inarmónico, destemplado: era el sonido que hacían los vasos al entrechocar en la bandeja, sostenida por sus manos temblorosas. Cándida no podía refrenar aquel temblor, porque tenía miedo, y también vergüenza. Días después me contaría su vivencia de aquella noche, y me explicaría que fue su madre quien la mandó a servir el vino a los paisanos; y que le dijo que se quitara el pañuelo y que tenía que sonreír, porque aquellos hombres estarían contentos de que les sirviera una chica tan guapa; y que ella había sentido —sin que pudiera explicar muy bien por qué— rabia y repugnancia ante esas palabras.

Cándida se volvió a poner el pañuelo en cuanto salió de la habitación de su madre. Pero los hombres, en su mayoría, fueron más nobles, más bondadosos de lo que ella había llegado a temer. A algunos les impresionó tanto su estremecida angustia, su indefensión de mártir, que dejaron de verla mientras duró su penoso recorrido como a la buena moza que estaba en boca de todos. Y otros —todo hay que decirlo— estaban más pendientes de los fiambres y embutidos que habían quedado encima de la mesa.

Cándida sabía por qué estaban allí todos los hombres del lugar. Conocía el plan de Besteiro y tal vez por eso no avanzaba con la mirada baja como solía hacer últimamente, sino que se acercaba a cada uno de sus vecinos mirándole con temor a los ojos, temiendo que en cualquier momento pudiera ocurrir algo prodigioso y horrible, suplicándole que no, que no fuera él, que siguiera siendo el Avelino, el Cosme, el Fermín, el Damián íntimo y apacible que ella conocía desde su infancia, y no el disfraz humano de algo inimaginable. Mientras tanto, César seguía toda la operación con expresión serena, suficiente, pero sin apartar la vista de Cándida ni el dedo del gatillo de la escopeta. Mi padre, en cambio, como me contaría Lino al día siguiente, no dejaba de mirar a un punto fijo del suelo, a un palmo de una pata de su silla.

Cuando Cándida rodeó la mesa y se acercó a César Besteiro ofreciéndole la bandeja para que cogiera uno de los vasos que quedaban, se produjo en la estancia un silencio latente y lleno de significado. El señor de Besteiro cogió el vaso con afectada indiferencia, tal vez con excesiva seriedad, plenamente consciente de que todas las miradas estaban en ese momento fijas en él, mientras flotaba en el aire de la cocina del Sollado el fantasma molesto y tangible de su nunca reconocida paternidad.

—Gracias, Cándida —dijo Besteiro sin mirarla, como quien pasa a otro asunto.

Cándida se alejó de la mesa y caminó en línea recta, con pasos rápidos, hacia el último grupo que le quedaba por servir, cercano ya a la puerta por la que había entrado.

—¿Qué pasa, Cándida? —preguntó entonces Felipe del Couso, que ya empuñaba su vaso en un extremo de la mesa—. ¿Es que no vas a darle un vaso (he dicho «vaso», eh) al señor ma…, perdón, a don Enrique?

Cándida refrenó sus pasos hasta detenerse por completo, como un muñeco con bandeja al que se le hubiera acabado la cuerda.

—Pensaba que le tenías más confianza —insistió el molinero—, después de que te pintara ese retrato y todo…

Cándida estaba petrificada en medio de todos aquellos hombres, en mitad de un silencio en el que se podía oír el crepitar y los pequeños bufidos de la madera que ardía en el fuego. Por primera vez desde que entró en la cocina tenía la mirada baja. Pero al final se sobrepuso, y alzó la cabeza mirando directamente a Felipe del Couso, con una decisión que se contradecía con el rubor que cubría sus mejillas.

—Ahora iba —dijo con voz afónica.

Cándida giró sobre sí misma un cuarto de vuelta y, mirando todavía al molinero, empezó a caminar hacia mi padre.

—Es igual —dijo entonces César con incomodidad, como si todo aquello le resultara fastidioso—, deja eso ahí encima… Ya nos serviremos nosotros mismos.

Cándida dejó la bandeja en una esquina de la mesa y desapareció a toda prisa por donde había entrado. Damián de Boral la miró salir con un significativo meneo de cabeza, y resumió con certero instinto lo que estaba en la mente de muchos.

—Esta mociña… —dijo como si hablara consigo mismo— ya aprendió alguna picardía.

—Sí —abundó Senén con aire soñador—, ya me la han echado a perder. Antes lo mismo se echaba mano a las medias y se las subía hasta arriba mientras te contaba de la última marra que había parido… No tenía malicia.

—Mejor es que tenga un poco de vergüenza —apuntó Cosme da Veiga—, que se ha puesto muy mujer y cualquier día algún bruto le da un disgusto si va tan confiada.

Luisín de la mina era un reconocido bromista, de quien cabía esperar cualquier tipo de comentario chistoso; pero aquella noche había permanecido en silencio hasta ese momento, tal vez porque era muy joven —el más joven después de Lino Famarelo— y se sentía un poco cohibido en aquella atmósfera de hombres curtidos. Pero cuando se decidió a demostrar su ingenio lo hizo de forma poco afortunada, con una ocurrencia grosera y extemporánea en la que relacionaba el apetito del lobishome con la figura voluptuosa de Cándida.

Nadie, ni Senén, ni siquiera Felipe del Couso, rió una gracia que, si tenía alguna sal, sin duda era muy gorda.

Luisín enmudeció, y los hombres empezaron a beber en silencio, y a lanzar codiciosas miradas hacia la bandeja grande que había sobre la mesa, en la que reposaba —junto a una enorme hogaza de pan— un buen trozo de una muela de chicharrones, desgranado como un terrón quebradizo de la tierra primigenia, y también unas rodajas de chorizo generosas y toscas en el corte, y unos trozos de la misma factura de un jamón oscuro y vinoso, orlado por blanquísimas vetas de tocino. Nadie osó tocar ninguno de estos productos hasta que César, al reparar en la timidez de sus invitados, les instó en tono de orden a que comieran cuanto les viniera en gana, porque en verdad había una cantidad suficiente para que incluso veinte hombres cenaran más que picaran.

El propio César, más para dar ejemplo que por verdadero apetito, desmenuzó con sus dedos unos cuantos chicharrones —roxós, los llamaban—, auténtica golosina para los paisanos, sabrosa y crasa como la propia sonoridad de su nombre. Tímidamente al principio, como pidiendo disculpas, manos toscas pobladas de arrugas como surcos se acercaban vacilantes a la bandeja; y después ya acudían sin reparos, con repetitiva naturalidad, y al final todo el mundo estaba comiendo: unos con verdadera hambre, porque a lo mejor habían cenado más frugalmente de lo que hubieran querido; otros porque la bondad de los chicharrones les había despertado el apetito que ya habían saciado, y otros por simple gula y por no desaprovechar la ocasión de disfrutar por un día de la opulencia del Sollado.

«¡En el Sollado comen carne cada día!», comentó un vecino, con un respeto lleno de admiración, refiriéndose con aquella «carne» —y no sin cierto embeleso— exclusivamente a la de cerdo.

Tanto embutido y tanta golosina acabó por desatar la sed, y se vaciaron los vasos que Cándida había servido temblando de miedo, llenos de un vino turbio y algo desabrido, pero útil al menos para apagar fuegos. No faltó quien se fijara en el detalle de que Cosmín no bebió ni un sorbo de aquel vino, y que el pobre debía de pasar mucha sed comiendo aquellos alimentos picantes y salados, pero como tampoco se atrevió a pedir un vaso de agua, tuvo que sufrir en silencio su peculiar travesía del desierto.

Cuando ya se había acabado todo lo que se podía comer y lo que se podía beber, y los hombres se empezaban a acomodar para digerir el banquete, César Besteiro se levantó de su asiento empuñando la escopeta, abrió una especie de armario que había en la pared detrás de él, y sacó dos botellas transparentes, sin etiqueta, y las dejó encima de la mesa.

—Servios un poco de orujo —les dijo a sus paisanos—. La noche va a ser larga y no nos vendrá mal algo que caliente un poco por dentro.

El aguardiente de una de las botellas era completamente incoloro. El otro, que era de los que se maceran con flores de tojo, tenía un ligero tinte dorado.

Nuevamente se humedecieron los vasos, esta vez hasta un tercio, o hasta la mitad, y nuevamente se mojaron los gaznates; pero ahora con más parsimonia, sin la premura un poco ansiosa de hacía un momento, saboreando el regusto denso y montaraz del destilado.

Pero no todo el mundo bebía.

—¡Y luego, Cosmín! ¿No vas a beber orujo? —dijo Cosme da Veiga, que ya se había fijado anteriormente en que su tocayo no había probado el vino.

Cosmín negó confusamente, rechazando el vaso que le ofrecían; todo lo cual fue notado por Felipe del Couso, que no desaprovechó la ocasión de probar una vez más el filo de su lengua.

—¡Venga, Cosmín, que éste es de toxo! —exclamó socarrón—. ¿O es que en casa tienes algo más fino y esto te parece poco? ¡Bebe, hombre, que te acabarán de bajar los roxós!

Non… eu… non podo… —acertó a decir el pobre Cosmín, visiblemente mortificado por el relieve que estaba tomando su negativa; porque a raíz de la intervención del molinero cada vez eran más los que estaban pendientes de su decisión.

—Me voy a enfadar, ¿eh? —dijo entonces Felipe poniéndose muy serio—, si le haces ese feo al señor César, después que nos ha dado de comer.

La mayoría de los allí presentes seguían el diálogo con divertida curiosidad, pero ahora se percibía ya algún gesto de desagrado ante la insistencia del molinero, que había escogido esta vez un sujeto demasiado inocente para sus maldades.

—Va, Felipe —le dijo Couceiro—, deja en paz al pobre…

—No, no, no —le interrumpió Felipe, decidido ya a seguir hasta el final—. ¡De ninguna manera! ¡Cosmín se va a beber todo lo que le han puesto en el vaso! ¡Aquí, o bebemos todos o no bebe ninguno!

En más de un rostro se reflejó el fastidio, el desagrado, en otros la resignación o la indiferencia. Sencillamente, no valía la pena enfrentarse con el molinero por alguien tan insignificante como el impreciso Cosmín. El único que habría tenido suficiente autoridad para hacerlo, que era Besteiro, tenía el instinto de los buenos capitanes, y no se inmiscuía en los pequeños desmanes de la tropa. Mi padre estuvo a punto de alzar la voz ante aquella absurda crueldad, pero en última instancia optó por rehuir una responsabilidad que habría significado enfrentarse abiertamente con el molinero, cosa que al parecer no le interesaba. Mientras tanto Cosmín parecía muy angustiado. Con el vaso en la mano, miraba a los allí presentes con mirada suplicante, como pidiendo auxilio. Pero todo el mundo miraba para otro lado y bajaba la cabeza esperando que aquella incómoda situación acabara cuanto antes. Cosmín miró el vaso transparente, como si en vez de la flor de tojo hubiera contenido la cicuta del suicidio, y cerrando los ojos lo apuró de un solo trago prolongado.

—¡Claro, hombre! —dijo entonces Felipe, volviendo automáticamente a su habitual expresión irónica—. ¡Ya ves que no es tan difícil quedar bien con los amigos!