En la generosa cocina del caserío de Besteiro, junto al fuego de la lareira, los hombres de la partida que había de acabar con el lobishome esperaban con impaciencia el regreso de los dos compañeros a quienes se había encargado la misión de traer al despistado. Pero no se debía su impaciencia a la inquietud por la suerte de Famarelo, que a la mayoría le traía sin cuidado, sino al deseo de empezar de una vez con la cacería y salir de aquella casa en la que se sentían incómodos. Porque César Besteiro no había pronunciado palabra desde que dio la orden de ir a buscar a Famarelo, y bajo su poderoso influjo las conversaciones habían ido bajando en animación y en volumen hasta que se produjo un incómodo silencio, pesado como una losa, que nadie se atrevía a romper.
César no decía nada porque era hombre de pocas palabras, y no hablaba si no tenía algo importante que decir. Pero además mi padre se dio cuenta de que Besteiro les estaba observando a todos, uno por uno, con un interés y una curiosidad que ni siquiera se molestaba en disimular, y que tal vez ésa era la causa de su silencio, y en verdad éste era intencionado y estaba destinado a observar cómo reaccionaba cada uno ante aquella presión.
No es de extrañar el alivio que supuso en ese contexto la aparición de Milagros, la segunda mujer en importancia del Sollado, que abrió la puerta que comunicaba con el resto de la casa, después de llamar brevemente con los nudillos, y se dirigió a César con voz dura y mirada serena, desde el mismo marco de la puerta.
—Os habíais olvidado de alguien —dijo—. Lleva un buen rato llamando a la otra puerta, a la de la entrada. Bueno…, la verdad es que no llamaba muy fuerte.
La mujer se hizo a un lado y en el umbral apareció un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, de baja estatura, que miraba a todos lados tímidamente sin atreverse a fijar la vista en ninguno de los presentes. Su agónico saludo, apenas audible, fue borrado por una unánime exclamación.
—¡Cosmín! —dijeron al unísono la mayoría de los congregados.
Nadie se había acordado hasta ese momento de que en la reunión faltaba el bueno de Cosmín, porque era un personaje tan tímido y tan discreto que a fuerza de intentar pasar desapercibido había llegado a hacerse invisible, y ya nadie contaba con él para ninguna actividad colectiva, aunque todos sabían que seguía como siempre, trabajando los campos de su pequeña propiedad sin pedir nunca ayuda ni meterse con nadie, y cuidando de su anciana madre, a la que rara vez se veía fuera de casa. El propio Besteiro tuvo que admitir con cierta incomodidad que no se había acordado de incluirlo en su lista, porque pensó en él cuando aún estaba en la ciudad, pero luego se le había ido de la cabeza.
Cosmín enrojeció ante aquel recibimiento, y buscó rápidamente un rincón en donde desaparecer, mientras su cuerpo literalmente disminuía de tamaño mientras recorría los cuatro pasos que le separaban del grupo de hombres.
De todos era conocida la timidez enfermiza de Cosmín, y a nadie le sorprendió esa extraña manera de integrarse en la reunión. Pero Felipe del Couso, malévolo y zumbón como siempre, hizo como que no lo conocía.
—¡Y luego, Cosmín! —le dijo con afectada seriedad—. ¿Tienes miedo del lobishome, que andas como un can, con el rabo entre las piernas?
Sonó alguna risa breve, aislada, pero en la mayoría de las bocas tan sólo se insinuó una indulgente sonrisa.
—Cosmín —dijo entonces Besteiro—, ¿cómo es que has venido si no te hice llamar?
En el silencio que se produjo inmediatamente se oyó un siseo confidencial, y a continuación habló por el interpelado uno de sus vecinos.
—Dice que se lo dijo esta misma tarde la mujer de Avelino: que tenía que venir aquí porque se reunirían todos los hombres y no podía faltar ninguno.
El señor de Besteiro se quedó en silencio, con una expresión de desconfianza o de reflexión. Se diría que desaprobaba la respuesta; más por la forma impropia en que se había producido que por su contenido. Pero no llegó a manifestar su disgusto, porque en ese momento sonaron unos golpes en la puerta que daba al patio, aquella por la que habían entrado todos menos Cosmín.
El propio César fue a abrir. En la puerta estaban Senén y Lino Famarelo flanqueando al padre de este último. Detrás de ellos el cielo, que estaba parcialmente despejado, se oscurecía ya con los oros y los violetas del crepúsculo. Famarelo miró a los presentes como si se despertara en ese mismo momento; como si se sorprendiera de verse de pronto en aquella estancia bien iluminada y rodeado de toda aquella gente, actitud que resultaba tanto más pintoresca cuanto que todos sabían que su hijo le habría explicado repetidas veces adonde iban.
Los comentarios y las miradas que siguieron a Famarelo mientras su hijo le conducía hasta un escabel vacío se vieron interrumpidos por la enérgica voz del señor de Besteiro.
—¡Ahora ya estamos todos! —exclamó mientras cerraba la puerta—. Antes que nada pasaremos revista a las armas.
César se atrincheró detrás de la ancha mesa de madera, poniendo ésta entre él y el resto de los hombres allí presentes. Fue llamando uno por uno a los que traían alguna arma, y allí mismo, bajo su atenta mirada, se la hacía cargar lo más rápido posible para comprobar su pericia; y después ponía la escopeta a su lado, cuidadosamente, apoyada contra la mesa, supuestamente en espera de la definitiva redistribución de las armas, a las que se unirían las que él mismo aportaba, de las que de momento sólo se había visto una: la que llevaba el propio Besteiro colgada en el hombro.
Cuando le tocó el turno al hijo de Famarelo, César se quedó un momento mirando la escopeta que aquél había cargado con increíble celeridad y precisión. La sopesaba entre sus manos y miraba con una mezcla de asombro e incredulidad el cañón medio oxidado, sin brillo, y los alambres que sujetaban precariamente una culata resquebrajada.
—¿Sólo tienes esta escopeta? —le preguntó con una familiaridad en la que había mucho respeto—. Recuérdame antes de que vuelva a marcharme que te traiga una la próxima vez —añadió ante la muda afirmación del joven—. Tengo alguna en la ciudad que ya no uso para nada y…, en fin: si con esto consigues superarme…, no te digo lo que harías con una de verdad.
Cuando ya no acudió nadie más a la mesa, Besteiro contó las escopetas que había a su lado y después miró hacia la concurrencia, con el gesto dubitativo de aquel a quien no le salen las cuentas. Finalmente se quedó mirando fijamente a mi padre, que se había mantenido todo el rato distante, como si lo que allí se trataba no fuera con él.
—¿No ha traído usted su escopeta, don Enrique? —preguntó Besteiro.
—No. La verdad es que no —contestó mi padre—, esa escopeta es… simbólica, un atributo. Bueno, la verdad es que no la he usado nunca…, ni siquiera sé si funciona. Tampoco tengo munición…
César se quedó un momento mirando a mi padre con calculadora curiosidad. Debía de desconcertarle ese extraño tipo que se hacía respetar por todo el mundo y al mismo tiempo parecía tan inseguro, ese personaje que no sabía qué lenguaje usar entre personas sencillas, y al final se sentía ridículo y pretencioso en su habitual registro culto, y peor aún, falso e impostado, si descendía a expresiones vulgares que a pesar de todo también conocía. César Besteiro estaba acostumbrado a juzgar a los hombres a primera vista, y a clasificarlos sin vacilar en tres o cuatro categorías, según lo útiles que podían ser para sus propósitos. Y mi padre probablemente le hacía dudar, porque parecía íntegro y firme en sus principios, y con criterio propio, lo cual no era necesariamente malo, pero evidenciaba un exceso de orgullo que ya le parecía más peligroso y más difícil de encauzar.
—Pues tendría usted que tenerla siempre a punto para disparar —le dijo finalmente— haciendo como hace ese trabajo de vigilancia, en solitario, por los montes. Ya debe de saber que a mi administradora, a Delfina, las armas le salvaron la vida.
—Y también sé que las carga el diablo —contestó mi padre— y que a lo largo de la historia, pasada y reciente, han hecho más daño que bien.
—¿Sabe lo que pienso? —dijo Besteiro—. Pues que parece que usted es el único en este valle que no le teme al lobishome…, y eso me da que pensar.
—Quizá sea porque no creo en él… En fin, la fe nos hace esclavos, y el pensamiento seguramente nos hace libres.
Pero César Besteiro no parecía dispuesto a llevar la discusión al terreno filosófico, ni a perder más tiempo cuando tenía algo importante que decir.
—Bueno —atajó en tono autoritario, hablando ya para la concurrencia—. Ha llegado el momento. Ahora todas las armas están en mi poder. Y quiero deciros que he hecho cerrar todas las puertas y ventanas de esta casa. Y que de aquí no va a salir nadie. Porque nos vamos a quedar aquí toda la noche, hasta que salga el sol.
Después de un segundo de atónito silencio se desató en el grupo de hombres un mar de murmullos que aumentaban gradualmente de intensidad. Los que no habían oído bien, o no habían entendido, pedían explicaciones a quien tenían más cerca. La mayoría aún no comprendía el alcance de la jugada de Besteiro, pero los más avispados se apresuraban a sacar de la ignorancia a sus compañeros. «¿Non entendes? —decían—. ¡Quere saber si algún de nos é o lobishome!». César observaba el efecto que habían causado sus palabras repantigado en su asiento, parapetado tras la sólida mesa de pino y con las seis escopetas tocando casi con sus rodillas. Pero una voz se alzó de pronto entre todas las demás. Sonaba indignada pero clara y bien timbrada…, y era la de mi padre.
—¡No tiene derecho a obligarnos a permanecer aquí! ¿Con qué autoridad? Esto es una retención ilegal, y no estoy dispuesto…
César le interrumpió en un tono bien diferente al que había usado antes:
—Vamos a ver, señor maestro…
—¡Yo no soy…! —intentó protestar mi padre, como siempre que alguien le asimilaba al oficio de su mujer.
Pero César no le dejó continuar.
—¡¡¡Da igual!!! —gritó con más violencia de la que habría querido—. A ver…, vamos a ver… No nos pongamos nerviosos… —añadió después recuperando el control.
Todos se habían callado al oír el grito, y miraban a Besteiro o a mi padre preguntándose en qué acabaría aquello. Solamente Felipe del Couso, el molinero, parecía poco impresionado por lo que estaba ocurriendo, y se había reído como un zorro cuando César llamó «señor maestro» a mi padre.
—Vamos a ver —volvió a empezar Besteiro—. Yo no voy a retener a nadie por la fuerza. El que quiera irse que me lo diga ahora, ¡pero ahora mismo! Y le abriré la puerta para que se vaya a su casita tranquilamente. ¡Pero que conste que será el primer sospechoso, el primero que iremos a buscar si esta noche ocurre algo fuera de estas cuatro paredes! Por no hablar de la falta de solidaridad que significaría no ayudar a los demás, dejarlos solos en la posible tarea de reducir a alguien que probablemente tenga una fuerza considerable. ¿No le parece, señor… guardabosques? —añadió con retintín, dirigiéndose a mi padre.
Todos los que allí estaban presentes, incluido mi padre, quedaron en silencio. Pero el pobre Cosmín estaba completamente fuera de lugar: parecía que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo y empezó a temblar como un azogado, como si estuviese a punto de ponerse a llorar.
—¡Tranquilo, Cosmín —le dijo Fermín de La Xesta poniéndole una mano en el hombro—, que no te va a pasar nada, hombre! ¿En dónde vas a estar más seguro que aquí?
Cosmín reaccionó ante esta muestra de apoyo y después de algunas dificultades acabó dando a entender que lo que le preocupaba era pasar tantas horas allí encerrado. César lo oyó, y habló entonces tanto para él como para todos los demás:
—Van a ser unas cuantas horas —les dijo—, eso es verdad. Pero aquí estaremos cómodos y bien calentitos. Intentad relajaros…, sentaos por ahí. Enseguida nos traerán algo para picar. Y si al final no pasa nada…, pues mira, mejor. Nos habremos pasado una noche jugando a las cartas… y sin tener que aguantar a nuestras mujeres —añadió con un guiño pícaro.
Estas palabras causaron el efecto deseado en algunos individuos, que empezaron efectivamente a buscar asiento entre risas y comentarios desenfadados, tal vez intentando imaginar cuál sería el refrigerio que les habían prometido. Los pensamientos de mi padre, en cambio, iban en ese momento por caminos muy diferentes. Por más que los hechos parecían empeñados en confirmarlo, no le cabía en la cabeza que Besteiro creyera realmente que alguien se iba a transformar en hombre lobo allí mismo, entre tapita y trago de vino. Más bien pensaba que César los había reunido en donde estaban para observar su comportamiento; para ver cómo reaccionaban en aquella situación inusual y propicia al enfrentamiento; para esperar pacientemente a que los vínculos de odio o de simpatía se manifestasen sin tapujos, como el científico que estudia el ciego debatirse de las células en la estrechez del tubo de ensayo, entre el duro contraste de la luz refractada por las lentes de aumento. Pero incluso en su estado de abstracción notó mi padre que algo estaba ocurriendo en una zona del cultivo del que él mismo formaba parte, en un pequeño grupúsculo formado por cuatro o cinco hombres que se habían reunido en una esquina. Era palpable que una corriente de opinión divergente a la de la mayoría se estaba generando en ese grupo. El que se hiciese pública sólo era cuestión de tiempo.
Y así fue. Martín, el hijo mayor de Couceiro, que hasta ese momento no se había hecho notar y había aportado en cambio una de las mejores escopetas, se separó ligeramente de sus compañeros de cónclave y se dirigió en voz alta al señor de Besteiro. En sus palabras había precaución, incomodidad, pero también una digna convicción.
—César, escúchame —dijo después de haber tomado aire—. Hemos estado hablando y…, en fin, no sólo hablo por mí pero, bueno…, tú sabes mejor que nadie que lo que más queremos es acabar de una vez con el lobishome. A mí me mató una hermana, tú lo sabes. Te respetamos, pero… pensamos que esto se tendría que haber discutido, porque… a lo mejor no es el mejor plan y…
Martín iba perdiendo seguridad a medida que avanzaba en su discurso. Todos le escuchaban en silencio. La mirada fija y atenta de César le intimidaba, y le hacía sentir que era muy difícil expresar con palabras lo que tan claro le parecía hacía unos segundos. Pero después de una breve pausa se sobrepuso y continuó con mayor decisión.
—Pensamos que es un peligro dejar a nuestras familias desprotegidas precisamente esta noche, en luna llena; y estar aquí sin hacer nada, y desaprovechar una oportunidad como ésta para salir todos de caza. Y, en fin, si el lobishome es uno de nosotros y ha de salir aquí esta noche… nos parece injusto que una sola persona tenga todas las armas. Porque, si aquí no falta nadie, podría ser cualquiera de nosotros… y nadie está libre de sospecha.
—Te agradezco tu sinceridad —contestó César inmediatamente—, me parece mucho mejor que la hipocresía de decir a todo que sí y luego andar criticando bajo cuerda. Pero te voy a razonar muy bien por qué he tomado esta decisión, y si haces un esfuerzo por escucharme y… por entenderme, verás cómo acabas dándome la razón. Mira, Martín: mi instinto no me ha fallado nunca. Te aseguro que esta noche vuestras familias están seguras. Parece que está claro que el lobishome tiene que ser alguien de aquí, del vecindario; y en esta cocina estamos todos los que por lógica podríamos serlo. Que al final dé la cara o no ya es otra cuestión. Pero si lo hace estará bajo control. Y si resulta (aunque yo no lo creo) que no es ninguno de nosotros y por lo tanto está ahora por ahí fuera, y además es inteligente como parece por su comportamiento y su astucia a la hora de atacar…, pues entonces tampoco se va a mover, porque sabrá que si esta noche hace de las suyas mañana habrá veinte sospechosos menos, y eso evidentemente no le interesa… De todas formas, yo me responsabilizo si, en contra de lo que creo, pues… llegara a ocurrirle algo a alguno de los vuestros. Estoy dispuesto a indemnizar y ayudar en lo que pueda al que esta noche sufra algún daño.
—¡Eso sí que es un chollo! —exclamó entonces Senén, que era socarrón y algo irreverente—. ¡Mira que si esta noche me libran de mi mujer y encima me hacen millonario! ¡Pues menuda vida me iba a pegar!
La risotada fue prácticamente unánime. La risa despejó por unos momentos la atmósfera densa y opresiva; porque hacía falta un descanso de tanto razonamiento, de tanta tensión. Pero Martín de Couceiro recibió con disgusto aquel jolgorio; y miraba a todas partes contrariado, como si intentara imponer un poco de cordura en aquel estallido de frivolidad que estaba desviando la atención de lo que realmente interesaba, que estaba haciendo que todos —incluso alguno de su propio grupo disidente— le diesen la razón a Besteiro, implícitamente, por el solo hecho de ser capaces de reírse en semejante situación. César se dio muy buena cuenta de ambas cosas: de su triunfo y del rencor que alimentaba el hijo de Couceiro. Por eso pidió silencio y habló de nuevo, dispuesto a rematar la faena.
—Y en cuanto a las armas —dijo hablando ahora para todo el grupo—, yo solamente las estoy custodiando hasta el momento en que el lobishome se dé a conocer. Os puedo asegurar que, si eso ocurre, me apresuraré a repartirlas lo más rápido posible. Pero comprenderéis que, mientras no sepamos quién es el enemigo, cuanto más repartidas estén las escopetas, más peligro corremos. Y las custodio yo sencillamente porque entre todos los sospechosos yo soy el menos sospechoso. Sencillamente, soy el que tiene la mejor coartada. Yo vivo a más de cien kilómetros de aquí y, por poner un ejemplo, cuando atacaron a Delfina el mes pasado, a la misma hora en que la atacaban, yo estaba en un baile con mi mujer… y con doscientas personas más que pueden testificar que me vieron allí aquella noche.
—¿Y cómo repartirás las escopetas —le interrumpió Senén, envalentonado por su éxito de hacía poco— si a alguno de aquí le empieza a crecer la barba?
—Muy sencillo —dijo Besteiro—. ¡Lino!
César había cogido a toda velocidad, sin mirarla, la escopeta que le quedaba más cerca; y se la lanzó a Lino Famarelo casi simultáneamente a la acción de gritar su nombre. La escopeta se paró en seco a un palmo de la cara de Lino, cazada al vuelo por sus ágiles manos.
—¡¡¡Apúntame, Lino!!! —gritó entonces Besteiro más fuerte que antes—. ¡¡¡Vamos, encañóname!!! ¡¡¡Soy yo el lobishome!!!
En una fracción de segundo, como si hubiera sido accionada por un resorte, la escopeta que sujetaba el chico pasó de la posición vertical a la horizontal, y su gatillo a ser acariciado por un dedo índice firme y seguro, y su punto de mira a ocupar el punto central de una imaginaria línea recta que iba de la pupila de Lino Famarelo al poblado entrecejo de César Besteiro.
—Bien, muy bien —dijo éste último con satisfacción—. Ya puedes devolvérmela. Ya veis que no nos faltan buenos tiradores en Brañaganda.
El joven Famarelo levantó el cañón con suavidad, mientras en su rostro se dibujaba el asombro por lo que acababa de hacer, por ese acto de osadía de la que ni siquiera había sido consciente, porque lo había hecho por su simple instinto de cazador, astuta y temerariamente instigado por César Besteiro. Miró un momento, con extrañeza, la escopeta, que nunca antes había tenido entre sus manos, y se la devolvió a Besteiro con la misma facilidad con que éste se la había lanzado.
Aquella demostración no exenta de teatralidad dejó impresionados a todos aquellos hombres, y zanjó definitivamente con su golpe de efecto la polémica que el hijo de Couceiro había intentado llevar adelante. Solamente dos personas disintieron de la admiración general. Uno de ellos fue mi padre, que tildó de inconscientes a los dos protagonistas del simulacro, e hizo notar lo que a nadie, por otra parte, se le escapaba: que la escopeta estaba cargada y que toda la operación había entrañado un verdadero riesgo.
El otro personaje que se hizo notar fue Famarelo, el padre. Poco después de que el arma volviera a su sitio, entre los comentarios de asombro y de respeto por el temple y la pericia de ambos cazadores, Famarelo alzó la voz para decir:
—Es inútil. Todo es inútil. La bestia no atacará hoy.
Pero su comentario apenas fue tenido en cuenta. Algunos no lo oyeron; y otros no llegaron a entenderlo.
—¿Qué dice de una besta? —preguntó alguien que asimilaba «bestia» a la palabra gallega que designa exclusivamente al caballo.
—¡No, hombre, no! —le aclaró alguien con mejor oído—. Se refiere al lobishome. Dice que hoy no atacará.
—¡Ay! ¡Quiera Dios que tenga razón!
En el único ventanuco que daba al exterior ya sólo se veía el reflejo, sobre el cristal en negro, del fuego de la lareira y de las lámparas de petróleo del propio interior de la cocina. Porque la noche había caído definitivamente. Y la luna aún no había salido de entre las montañas de Semellade para darle la suficiente claridad al cielo.