Con esperanzada satisfacción corrió por el valle la noticia de que Besteiro «se había cabreado de verdad» porque le habían tocado a la Delfina, y que había decidido tomar cartas en el asunto, y que se fuera preparando el lobishome, porque el amo del Sollado no era hombre que dejase las cosas a medio hacer.
La malicia —o tal vez sabiduría— de los paisanos acertaba en lo que respecta al peculiar vínculo que unía a César con su aparcera. Besteiro, habitualmente tan frío y distante con Delfina, se mostraba, ahora que ella estaba pasando por verdaderas dificultades, inusualmente solícito y preocupado por lo que pudiera ocurrirle. Le hizo una visita protocolaria pero cargada de significado, e incluso llamó a un prestigioso médico de la capital para que la examinara, aunque éste no hizo más que dar por buena la actuación del doctor Candeira, el cual había ido al Sollado a toda prisa la noche de autos y había diagnosticado fractura de clavícula, y limpiado y cosido con puntos de sutura la herida, que iba desde el hombro hasta el cuello y había quedado, afortunadamente, a un centímetro de la yugular.
Tampoco se equivocaban los habitantes de la garganta al suponer que César se había planteado como un compromiso, un reto personal, el acabar con el lobishome que asolaba el valle. En los cuatro días que pasó en Brañaganda, antes de ser nuevamente reclamado por sus negocios en la capital, se preocupó de hablar con todos sus vecinos y dejar muy claro cómo se actuaría a partir de entonces; cómo se tenía que organizar la defensa, y en qué momento había que pasar al ataque.
Los planes de Besteiro y la visión que tenía del problema trascendieron rápidamente y llegaron en poco tiempo, con un halo de esperanza y admiración, a todos los rincones del valle. Se supo que lo primero que había dicho era que no cabía esperar ninguna ayuda del exterior, que él tenía contactos en círculos muy próximos al poder y sabía que la consigna de abandonar a su suerte a los valles mineros de aquella zona venía de muy, muy arriba; y que los vecinos de Brañaganda se tendrían que organizar por su cuenta si querían dejar de morir como corderos.
También se supo que volvería cuando faltaran tres o cuatro días para la próxima luna llena, y que organizaría una gran batida de caza para esa noche señalada, en la que tendrían que participar todos los hombres del lugar con cualquier arma que tuviesen; y que dejaría organizado un sistema de patrulla diaria en el que los hombres del valle se turnarían en la vigilancia nocturna de los caminos. Aunque tal vez esta medida sólo tenía la finalidad de que sus paisanos recuperaran la moral, pues en realidad él creía en el carácter cíclico de las agresiones, y estaba convencido de que el lobishome no atacaría hasta la próxima luna llena.
Regresó César a la ciudad y los habitantes del valle se volvieron a sentir desvalidos, huérfanos de la seguridad y la confianza que les transmitía la sola presencia de su líder natural. Los hombres empezaron a patrullar los caminos a partir del anochecer, a veces con armas muy rudimentarias, pero sobre todo faltos de convicción, dudosos de la utilidad de aquellos paseos, esperando que llegara de una vez la luna llena y volviera el señor de Besteiro con sus buenas escopetas de repetición, su capacidad de encorajinar a sus semejantes y su innata y mágica buena suerte.
Octubre se despidió con días desapacibles, de lluvia fría y sesgada que azotaba sin piedad, arrastrada por las rachas de viento. Y noviembre empezó templado y brumoso, con una torpe capa de nubes que se estacionó sobre el valle como un copo de algodón que hubiera quedado prendido entre los punzantes riscos que lo rodeaban. Pasamos varios días sin ver la cima de las montañas, cubiertos por un cielo bajo de nubes que se movían pausadamente, que invadían los bosques metiéndose entre los árboles, ocupando cada espacio entre las ramas y las hojas y los troncos hasta hacer desaparecer entre el gris impreciso todo lo que quedaba por encima de un caprichoso nivel que cambiaba a lo largo del día. De modo que tan pronto tapaba solamente la casa de las carrachentas, como bajaba un poco más y se tragaba los caseríos de La Xesta, y seguía bajando y hacía desaparecer el Sollado y difuminaba incluso la mitad de la braña de Boral.
Pero el molino y la escuela nunca llegaban a perderse de vista, porque por el lecho del valle discurría constantemente una brisa que bajaba de lo alto de las montañas y deshilachaba y ponía en movimiento la parte inferior de la masa de nubes. De vez en cuando esta brisa se detenía, y entonces empezaba a caer una mansa llovizna, un orvallo fino y persistente, incapaz de deshacer de una vez aquel techo plomizo y algodonoso.
Los prados y los bosques, el valle entero, parecían en suspenso, dormidos bajo la niebla, esperando —como sus mismos habitantes— que pasaran los días y llegara la hora de la verdad. Esperando que llegara la redención como un viento enjuto y poderoso que se llevaría las nubes y permitiría, después de tanto tiempo, contemplar el azul intenso del cielo.
En mi casa también se vivieron aquellos días como un tiempo de espera, como una transición hacia otra cosa. Algo cambió en mis padres desde que se conoció la agresión que había sufrido Delfina. No porque consideraran que aquello probaba definitivamente la existencia del lobishome, pues todo el suceso les parecía lo suficientemente confuso como para admitir cualquier otra explicación, y la sumaria descripción de la criatura que circulaba por el valle a partir de la narración de Delfina más les parecía el fruto de la transmisión oral que de una memoria imparcial y objetiva. Pero al menos admitieron que el asunto se volvía cada vez más complicado y más imprevisible, y que bien podían tomarse un descanso en su búsqueda particular de una solución al problema. La aparición en escena de César Besteiro había despertado en ellos, como en todo el mundo, algunas expectativas de solución para aquel conflicto. A mi padre le costaba creer que Besteiro, que era un hombre astuto y materialista, creyera realmente en la existencia de un hombre lobo; pero de todas formas lo consideraba capaz de atrapar al agresor, fuese quien fuese, no tanto por sus obvias cualidades de jinete y cazador como por su inteligencia práctica y resolutiva, y su conocimiento de la mentalidad y las motivaciones de los habitantes de todos aquellos caseríos.
Mi padre abandonó sus pesquisas. Dejó de hacer de Sherlock Holmes, como decía la de Freire, y tal vez como consecuencia de ello se serenó un poco y perdió aquella crispación e irritabilidad que había mostrado, sin poder evitarlo, en las últimas semanas. Precisamente en los días que precedieron a la luna llena de noviembre, todavía bajo el manto de las nieblas, mi padre estuvo de muy buen humor, con una alegría y un optimismo apenas disimulado que no demostraba con los suyos desde hacía tiempo, desde los días en que pintaba el retrato de Cándida, siete meses atrás. Tal vez tenía razón mi madre, que tendía a relacionar el estado de ánimo de su marido con su actividad creativa, porque lo cierto es que mi padre había vuelto a pintar. Trabajaba todas las mañanas en un gran lienzo de formato apaisado en el que había recreado un paisaje boscoso, no del todo imaginario, en el que además había incluido —con frivolidad impropia de él— una escena de caza bastante convencional. Aun así parecía disfrutar con este trabajo, y a él se dedicaba durante buena parte de la mañana, sobrellevando con buen ánimo la estrechez de su estudio —que volvía a ser la sala de estar— y la atención que requería el cuidado de los gemelos, a los que mi madre sólo tenía en la escuela cuando no había nadie en casa para cuidar de ellos.
Pero lo que ponía a mi padre de mejor humor era su otro trabajo, el que hacía por las tardes y le permitía recorrer el valle arriba y abajo atravesando los bosques por senderos y corredoiras, y ejercitar los músculos en empinadas pendientes o en accidentados descensos. Mi madre y yo veíamos —no sin cierta extrañeza— regresar a mi padre al anochecer tarareando alguna cancioncilla o balanceando en el aire su inútil escopeta. Una vez dijo, mientras colgaba su chaquetón en el perchero, que le encantaban los días de niebla; algo que hizo (por lo nuevo que era en boca de mi padre) que incluso Norberto levantara la cabeza del cuaderno en que estaba dibujando y mirase con el ceño fruncido al irreconocible personaje que lo había pronunciado.
Otro día, cuando se disponía a sentarse para cenar, rodeó con su brazo la cintura de mi madre y le dio un beso en la mejilla, aprovechando que ella tenía las dos manos ocupadas y no podía rechazar una expresión de afecto que consideraba inapropiada en presencia de los niños. Pero a pesar del gesto de enojada sorpresa que no pudo ocultar mi madre, a mí aquel beso me pareció de lo más inocente, por la naturalidad con que lo dio mi padre, como si fuera una manifestación más del optimismo y la felicidad doméstica ante el cosquilleo del hambre y la promesa cierta de los platos humeantes sobre la mesa.
En una de aquellas cenas mi madre se detuvo un momento junto a la silla que ocupaba mi padre, y se quedó quieta con la cabeza baja, como si escuchase algo.
—Hueles a leña…, a fuego de leña —le dijo.
Mi padre vaciló un poco antes de contestar.
—Es que… he estado un rato con Marcelino. Hablando con Marcelino, en su cabaña.
La explicación pareció satisfacer a mi madre, pero a mí me dejó un cierto poso de inquietud, porque aquella tarde yo había oído desde el camino el ruido característico que hacía Marcelino al cortar la leña frente a su cabaña, y éste era un trabajo que hacía parsimoniosamente y le ocupaba durante horas. Pero bien podía ser que mi padre hubiera estado con él a última hora, y que hubieran charlado junto al fuego de la lareira cuando yo ya había entrado en casa. Sí, eso debía de ser. Porque lo que en verdad podía constatar es que mi padre había llegado a casa desde la cuesta del camino, como de hecho había ocurrido en los últimos días, en que siempre acababa la ronda subiendo por el sendero del río, el mismo que pasaba junto al palacete de la Freire y la cabaña de Marcelino.
De todas formas, me había quedado el picorcillo de la duda, y al día siguiente, cuando salí de la escuela al mediodía, me alejé un poco de casa y empecé a bajar por el sendero, sin ser demasiado consciente de por qué lo hacía. Pero cuando vi a Marcelino caminando entre los parterres de su huerto, con una pequeña azada colgando del brazo, supe lo que me había llevado hasta allí. Dejé el sendero y me acerqué hasta su pequeña propiedad, intentando dar un aire fortuito a mi aparición y un tono indiferente a mi pregunta de si el día antes había estado mi padre en su casa hablando con él. El anciano me respondió inmediatamente y sin vacilar, casi sin darme tiempo a acabar la pregunta. Sin dejar de escarbar en unas matas, sin ni siquiera mirarme, me dijo que sí, que mi padre había estado con él dentro de la cabaña, hablando un rato y calentándose frente al fuego.
Pero todas estas nimiedades serían olvidadas, desplazadas, borradas completamente por los sucesos que ocurrieron pocos días después. Finalmente se levantó la niebla, coincidiendo con el regreso del señor de Besteiro, como si la misma naturaleza fuera consciente de la importancia que tenía este personaje y le dejara el terreno expedito para su trabajo, concediéndole unos días secos y despejados, con una perfecta visibilidad para la caza.
El día de la luna llena, desde antes del atardecer, empezaron a llegar al Sollado los paisanos de Brañaganda. César había convocado para participar en la gran cacería a todos los hombres que tuvieran más de quince años y no fueran aún demasiado ancianos. Allí, en su caserío, en la espaciosa cocina que tantas tertulias había acogido, y a puerta cerrada para evitar espías, se haría una primera reunión en la que, presumiblemente, el de Besteiro repartiría las armas, nombraría cabecillas y daría instrucciones muy precisas sobre la estrategia que había que seguir para poner a la bestia delante de sus cañones. Brañaganda era un valle pequeño, y la población de varones en edad viril ascendía, según los cálculos de César, a dieciocho individuos: una tropa no muy numerosa, pero aparentemente disciplinada y con fe en su director. Una leva que incluía naturalmente a mi padre, que fue al Sollado tan puntualmente como los demás, aunque con una buena dosis de reserva y escepticismo que no excluía, a pesar de todo, la curiosidad.
Lo que en esa noche vivieron aquellos hombres, lo que les sucedió, ya forma parte de la pequeña historia del valle, y aún se recuerda hoy en día y se recordará probablemente dentro de cien años. Y además en este caso no se puede hablar de leyenda, ni de las inexactitudes de la tradición oral, como en el caso del ataque que sufrió Delfina, porque esta vez no había uno, sino veinte testigos de los hechos que ocurrieron.
Yo creo tener una visión bastante completa y fidedigna de lo sucedido, porque cuento con la narración que nos hizo mi padre al día siguiente, y además la puedo enriquecer con la versión de Lino Famarelo, que había ido a la batida orgullosísimo de verse incluido en el grupo de los cazadores adultos; e incluso con la de Cándida, que también tuvo su parte en la historia y después me la explicaba horrorizada, porque aquella temporada hablaba frecuentemente conmigo, y andaba libre y de muy buen humor desde que su madre tenía que guardar cama para que se le curase la herida que le había causado el lobishome.
Cuando el sol se ocultó definitivamente detrás de las montañas, ya había en el patio del Sollado un buen grupo de hombres que hablaban animadamente, y se apartaban saludando solícitos cuando alguna de las mujeres que allí trabajaban cruzaba el patio. En una de aquellas idas y venidas, se abrió la puerta de la casa, y quien apareció fue el señor de Besteiro, con recias botas de media caña y chaleco de cazador, y cartuchera. Las conversaciones se interrumpieron bruscamente y todo quedó en silencio durante unos segundos; hasta que el de Besteiro saludó y fue contestado por un inmediato «Buenas tardes» que brotó simultáneamente de todas las bocas.
César anduvo unos pasos en torno al grupo haciendo un recuento sumario de las caras conocidas y, aparentemente satisfecho, se dirigió a una puerta que daba directamente a la cocina, la abrió, e invitó a sus paisanos a entrar. La mayoría de los hombres entraban tímidamente; se quitaban la boina o miraban embobados en todas direcciones, asimilando con avidez, con admiración, los abundantes síntomas de riqueza y de próspera actividad que traslucía la espaciosa cocina del Sollado. La puerta se cerró y quedaron todos de pie, indecisos en torno a la gran mesa de madera. Felipe del Couso era de los pocos que llevaban escopeta; estaba cerca de César, y fue el único que se atrevió a sentarse.
—Voume sentar… Con permiso, César —dijo mientras se dejaba caer pesadamente, apoyándose en el cañón de la escopeta, en el banco de madera que había detrás de él.
César Besteiro no le prestó atención, porque estaba contando a los componentes de la tropilla, ahora sí, uno a uno, y consultando una lista que acababa de sacar de uno de sus bolsillos.
—Falta uno… —dijo Besteiro—, pero ¿quién? Famarelo: ¿no venía tu padre contigo? —añadió dirigiéndose a Lino—. Te he visto fuera y pensé que él…
—Yo…, señor Besteiro —balbuceó Lino Famarelo—, yo… lo dejé en la Ganda cuando fui a por la escopeta… Pensaba que venía para aquí.
Alguno de los presentes dejó escapar una risita, y se oyó algún que otro comentario silenciado pero inequívocamente burlón que relajó por unos instantes la tensión del momento. Famarelo había adquirido fama de excéntrico, cuando no de loco, entre sus vecinos; y todos conocían sus extrañas salidas y su perpetuo estado de ensimismamiento.
Pero el señor de Besteiro no encontraba nada de cómico en la ausencia de un vecino tan peculiar, por muy humilde que fuese, y así se lo hizo ver a los congregados. Habló sin alzar la voz, sin hacer ningún esfuerzo por sobreponerse a los murmullos que se habían desatado, pero cuando lo hizo se produjo de nuevo el silencio, como por arte de magia.
—No es para tomarlo a broma —dijo—. Esta noche todo el que no dé la cara está bajo sospecha.
Estas palabras desataron una nueva oleada de murmullos. Incluso se oyó a alguien decir ingenuamente: «¡Claro! ¡Famarelo podría ser el lobishome!». Pero se calló enseguida cuando le recordaron con un codazo que el hijo del aludido estaba entre los presentes.
—Hay que ir a buscarlo —dijo César en tono taxativo—. Lino, iréis tú y Senén…
—Podemos recogerlo de pasada —se atrevió a sugerir Damián de Boral—. No queda tan lejos la Pasadía…
—¡De ninguna manera! —atajó César con cierta brusquedad—. No quiero que salgamos hasta que yo haya dado las instrucciones… Son instrucciones muy importantes, y todo el mundo tiene que estar presente. Venga, id a buscarlo. Podéis estar de vuelta perfectamente antes de que anochezca.
—¿Por qué no habrá venido Famarelo? —preguntó intrigado Avelino, como si hablara consigo mismo, cuando Lino y Senén ya se habían ido.