Un día bajábamos mi padre y yo por el sendero del río y vimos entre unos árboles a la señora de Freire, empuñando un bastón con el que removía algo entre unas matas, y acompañada de su inseparable sirvienta. No era habitual ver a la señora fuera de los términos de su finca. Tal vez por eso mi padre se acercó a las dos mujeres y entabló conversación con ellas. Doña Isabel nos dijo que ella y su acompañante estaban buscando setas, y a una orden suya apenas insinuada la criada nos mostró el contenido de una cesta que llevaba en el brazo, en cuyo fondo efectivamente se amontonaban hongos diversos, algunos de colores muy llamativos. Doña Isabel comentó con un deje despectivo que en aquellos bosques tan húmedos las setas «crecían como malditas setas», pero que eran insulsas, y no se podían comparar con las que se daban en los pinares mediterráneos.
—Nosotros también las comemos —dijo mi padre—, pero yo sólo cojo las de un tipo, el único que conozco de mi infancia mesetaria. Yo no me atrevería con tanta variedad… ¿No le da miedo equivocarse?
—Tengo buenos libros de botánica y, además…, yo también las he comido, en lugares más civilizados que éste. No sabe usted lo que se paga en algunos sitios por una de éstas —añadió sacando del cesto una seta pequeña y esbelta, de un gris pardusco.
Yo me acordé entonces de otra ocasión en que había visto a la señora en esa misma actitud, mostrándome una seta entre los árboles del bosque. Era en circunstancias muy parecidas y ella había dicho más o menos las mismas cosas; pero aquel día yo iba acompañado de Pepín Famarelo y éste miraba a la señora con la boca abierta, desde muy cerca, como él solía hacer. Tal vez por eso, para impresionar al pobre Pepín, la de Freire dijo en aquella ocasión que los hongos eran tan buenos que hasta se podían comer crudos. Y para demostrarlo se había comido en dos o tres mordiscos buena parte de uno que tenía una forma muy rara. Famarelo, como toda la gente del valle, no apreciaba las setas: decía que eran «pan de colobra», y las pisoteaba con desprecio, como a cosa perjudicial. Por eso no me extrañó la cara de asco (casi de miedo) que puso mientras la señora mordía con aparente placer; y ni siquiera le creí cuando después afirmaba con vehemencia que la seta que se había comido la señora estaba llena de gusanos.
Sin embargo, lo que a mi padre le preocupaba no era precisamente el sabor de los hongos. A mí ya me pareció raro que nos apartáramos del sendero para ir a hablar con la señora, pues mi padre era de los que saludan muy educadamente pero desde lejos, y raramente iniciaba él una conversación. Además, sus relaciones con la de Freire no eran tan fluidas ni de tanta familiaridad como mi madre erróneamente imaginaba. Y aún lo eran menos desde el asunto del retrato frustrado. Saltaba a la vista que doña Isabel estaba más distante desde entonces, o más bien irónica, siempre con un punto de sarcasmo. Mi padre no se daba cuenta de ello, o hacía como que no se daba cuenta, o simplemente respetaba esa actitud por venir de quien venía, y porque nunca llegaba a ser grosera o despectiva. Por eso me extrañó que dejáramos la huella del sendero y nos acercáramos a las dos mujeres buscando conversación.
Pero el tema de las setas se acabó pronto, y entonces comprendí por qué mi padre se mostraba tan comunicativo. Tenía la esperanza de que la señora pudiera aportarle alguna nueva información sobre lo que aquellos días le preocupaba, sobre aquello que había llegado a obsesionarle hasta el extremo de monopolizar su pensamiento y buena parte de sus acciones. Pensaba que tal vez la señora, que había visitado la garganta desde muy pequeña, le podría ayudar a saber algo más sobre las tres mujeres que habían muerto, y por qué motivo alguien querría haberlas matado.
Así que venció su natural timidez y se apartó del camino, rompió la distancia que mantenía con la señora, y sacó el tema que le interesaba antes de que la conversación empezara a decaer, sin más disimulos, a pesar de que yo le acompañaba. Aunque en honor a la verdad tengo que decir que precisamente en aquella época se me empezó a incluir en conversaciones de cierta trascendencia, y que el tema del lobishome se trató en mi casa abiertamente, como si mis padres quisieran dejar clara su objetividad respecto a ese asunto, o buscaran un consenso que implicara también a su hijo mayor, e incluso a Norberto, en el tratamiento que se le daba a esa cuestión. Así que mi padre forzó la conversación hasta llegar al asunto, a pesar de que yo estaba presente.
El rostro de doña Isabel se animó súbitamente, con un brillo de inteligencia levemente irónico, cuando comprendió lo que mi padre esperaba de ella.
—No creo —dijo mirándome primero a mí y después a mi padre— que yo sea la persona más indicada para hablarle de nuestros vecinos. Los conoce usted mucho mejor, al fin y al cabo lleva más tiempo aquí que yo. Sí, ya sé que mi familia tiene raíces en este valle, pero… los chismes, las habladurías, no se heredan por vía genética. Me eduqué en casa, entre preceptores e institutrices. No hablaba demasiado con mis padres.
—Pero… tal vez me pueda dar alguna idea…
—¿Cómo voy a tener ideas sobre lo que no me interesa ni lo más mínimo? Yo me mantengo al margen. Pensaba que eso había quedado bastante claro. La crónica de sucesos me interesa mucho menos que a usted…, que al parecer anda por ahí haciendo de Sherlock Holmes.
—Yo sólo quiero que se aclare…, ayudar a…
—¡Venga, hombre! —le interrumpió la de Freire entre irritada e impaciente—. ¿A quién va a engañar con ese discurso altruista? Lo que de verdad le preocupa, lo que le mueve a rebajarse y a preguntar no es la seguridad de sus vecinos. Usted necesita demostrar, demostrarse a sí mismo que esas muertes tienen una explicación racional; porque lo contrario sería aceptar una realidad que le supera, el vértigo de…
—¡Eso no es así! —le interrumpió mi padre visiblemente molesto—. No exactamente. Hay un peligro real, sea el que sea… Mi propia familia podría verse afectada.
—¿De verdad? —dijo la señora—. ¿De verdad se cree eso que dice?… Yo creo que no. Yo creo que en el fondo está convencido de que esto no va con ustedes; que aquí sólo muere la gente del pueblo, la gente sencilla que todavía cree en supersticiones. Mientras que usted y su mujer están a salvo.
—Mire —dijo mi padre—, yo sólo intento racionalizar, mantener un poco de calma y de cordura cuando parece que todo el mundo esté perdiendo la cabeza. Sólo veo dos posibles explicaciones a esos asesinatos: o son la obra de un alienado, de un psicópata; o es una venganza perfectamente premeditada por algún asunto que se me escapa. Como no veo en Brañaganda a nadie con verdadera pinta de loco, estoy buscando en la segunda dirección.
—¿Por qué complicarse tanto la vida? —dijo finalmente—. ¿Por qué no creer en lo que dice la mayoría? Créame, el pueblo es muy sabio; sus afirmaciones se basan en la experiencia y no en la reflexión. Existen, porque no piensan… Lo más probable —añadió después de un breve silencio en el que mi padre parecía reflexionar sobre sus palabras— es que el villano sea un hombre lobo: un verdadero lobishome de las tierras gallegas. Y si es así, poco tenemos que hacer ni usted, ni yo, ni…, ni la Guardia Civil. Porque un hombre lobo es prácticamente invulnerable.
—No puedo creer que usted me esté diciendo eso —dijo mi padre con verdadera extrañeza—. ¡No puede ser que lo diga en serio!
—No se asombre tanto, don Enrique. La vida da muchas vueltas, y a lo mejor acaba usted pensando como yo. Pero dígame una cosa, ¿no se le ha ocurrido pensar que el lobishome podría ser alguien que ni siquiera sabe que lo es? No me niegue que eso dificultaría bastante la investigación.
Mi padre no encontró palabras para responder a esa sugerencia envenenada. Se quedó mirando al cesto de las setas en actitud reflexiva, mientras la señora de Freire, e incluso su criada, le miraban con mal disimulada complacencia.
En aquel momento yo no presté mucha atención a aquellas palabras. Pero más tarde reflexioné acerca de ellas, y al relacionarlas con algunos detalles que habían quedado archivados en mi mente, adquirieron una nueva significación que me atemorizó y me atormentó durante mucho tiempo. Al menos cuando estaba en cama sin poder dormir, rodeado de silencio y oscuridad.
—No te tomes muy en serio lo que ha dicho la señora —me dijo cuando estuvimos solos—. Es una persona nihilista, que no cree en nada. En cierto modo… es una mujer desengañada, amargada. Por eso se permite bromear sobre cualquier cosa, por seria que sea. La ironía, el sarcasmo, no son más que formas que tiene de ocultar su propia fragilidad y sus muchas carencias.
Mi padre y yo continuamos nuestro descenso por el sendero que atravesaba el bosque, y en poco tiempo llegamos a la orilla del río. Aquella mañana le habían avisado de que se habían oído en esa dirección, de madrugada, las inconfundibles explosiones de los furtivos que «pescaban» con carburo. El marido de la maestra, en su calidad de guardabosques, tenía la obligación de ir al menos al lugar de los hechos; aunque su intervención solía limitarse en estos casos a constatar que se había practicado esa brutal forma de captura, y como mucho enderezar o repintar el rótulo que él mismo había hecho, en el que precisamente se prohibía aquella práctica. Sin embargo aquel día buscamos arriba y abajo, en la orilla y en el propio río, y no encontramos los habituales peces muertos que aquella técnica dejaba en lugares poco visibles, después de la precipitada recolección; ni tampoco los fondos removidos o la consabida lata reventada que acababa de delatar la explosión del carburo de calcio.
—Falsa alarma —dijo mi padre interrumpiendo la búsqueda—. A lo mejor eran disparos de escopeta y Lino se ha confundido… Sería Famarelo, o el de Besteiro que ha venido a pasar el fin de semana. Son los únicos que podrían estar cazando a semejantes horas. Volvamos a casa.
Pero el señor de Besteiro no estaba en la garganta aquellos días. Aparecería una semana más tarde poco más o menos, después de una larga temporada, más larga de lo habitual, sin acercarse por Brañaganda. Aparecería a mitad de semana, en contra de su costumbre, y no se iría a cazar inmediatamente como de ordinario solía hacer. Aparecería el día después de que hubiera brillado en el cielo la luna llena de octubre. Después de recibir una llamada telefónica desde Semellade. Porque esa vez el lobishome atacó en el Sollado. Y esa vez la víctima había sido Delfina, la madre de Cándida.
Delfina tenía la costumbre de hacer una especie de ronda de noche por las dependencias del caserío antes de irse a dormir. La prosperidad del Sollado despertaba envidias y odios subrepticios entre algunos vecinos menos favorecidos por la fortuna, y algunas noches se habían producido pequeños hurtos que Delfina atribuía más al deseo de incordiar que a verdadera necesidad. Pero a pesar de todo no estaba dispuesta a consentirlo. Por eso cada noche, cuando en la casa casi todos dormían, se ponía un chal sobre los hombros y empuñando una lámpara de petróleo hacía un sumario recorrido por establos, corrales y graneros de la finca.
Exceptuando a la vieja ama de llaves, que apenas dormía unas horas antes del amanecer, Delfina era siempre la última en acostarse, y la mayoría de las habitantes del Sollado ni siquiera conocían sus extraños hábitos de vigilancia nocturna. No obstante, después de la muerte de Rosalía, su cuñada Milagros le dijo que se abstuviera de hacer la ronda mientras el asunto no se hubiera aclarado, por lo menos en las noches de luna llena.
Sin embargo, Delfina era una mujer obstinada y maniática. Tenía la peculiar confianza en sí misma de las personas de carácter, que se han labrado su propio destino… Y no estaba dispuesta a renunciar a su metódica vigilancia. Y, además, tenía su propio concepto respecto al asunto del lobishome: su innato materialismo le hacía entrever oscuros intereses —nada sobrenaturales— en torno a aquellas muertes, cuya parafernalia escénica sería tan sólo una forma de desviar la atención de su verdadero origen.
De todas formas, a pesar de la fe en sí misma, y de la íntima convicción de que ella no sería atacada, no era del todo temeraria, ni inconsciente. Días antes de que mataran a la carrachenta empezó a hacer su recorrido nocturno llevando una escopeta de caza cargada con postas, y poniendo extraordinaria atención en algo más que el número de gallinas que había en cada corral. Tal vez eso fue lo que le salvó la vida en aquella noche de principios de octubre presidida por la luna llena; eso… y una oportuna intervención.
Todo ocurrió muy rápidamente, en cuestión de segundos, en la zona más alejada de la finca. Delfina abrió la puerta de un granero, y cuando daba los primeros pasos en la oscuridad del interior, la lámpara que llevaba en la mano iluminó una enorme figura que apareció delante mismo de ella. Delfina disparó la escopeta inmediatamente y cayó de espaldas mientras resonaba la detonación. Pero su caída no se debía al retroceso del arma sino a un tremendo y rapidísimo zarpazo que había enviado lámpara y escopeta contra la pared, y a ella al suelo conmocionada y con un hombro destrozado. Pero consciente. Consciente para ver cómo aquella cosa se acercaba a ella, emergiendo de la oscuridad que reinaba en el interior del granero.
Delfina tendría que reconstruir esos hechos infinidad de veces en los días subsiguientes. Y siempre acabó diciendo que en aquellos momentos no había sentido miedo, sino más bien una sensación de espera, un deseo de que lo que tuviera que ocurrir ocurriera ya; y que lo poco que había visto de la bestia era oscuro y confuso, y sólo le quedaba la impresión de su enorme estatura, su pelaje negro… y unos brazos largos y huesudos.
No pudo verla del todo porque no llegó a abalanzarse sobre ella. Cuando se disponía a hacerlo sonó un nuevo disparo, y a la luz del fogonazo la bestia salió por la puerta a toda velocidad, pasando como una exhalación por encima de Delfina y emboscándose entre las frondas de un maizal que empezaba a escasos metros de allí.
Cuando Delfina miró hacia atrás, apoyándose trabajosamente en el brazo que aún le quedaba sano, vio a su cuñada Milagros, de pie a unos pasos de su cabeza, blanca como un fantasma con su camisón; todavía inmóvil en su actitud de apuntar hacia la puerta del granero con el doble cañón. Delfina no podía esperar esa providencial intervención que le salvó la vida. Ni siquiera sabía que en su casa hubiera otra escopeta.
Este último ataque del lobishome vino a traer alguna esperanza a los habitantes de la garganta. Por una parte se demostró que la bestia no era del todo invulnerable, pues, aunque ninguna de las dos mujeres supo decir si había llegado a herirlo —no se encontraron rastros de sangre en las inmediaciones—, al menos quedaba claro que en aquella ocasión había optado por la huida, y no había podido consumar su agresión.
Y por otra parte este último ataque significó la aparición en escena de alguien que muchos habían echado de menos desde que empezó toda aquella historia. Alguien que por sus características tal vez era la única persona capaz de enfrentarse eficazmente con el problema. Alguien con poder y con medios, con astucia e indiscutibles dotes de liderazgo. Alguien que no era un legalista como mi madre, o un analítico y deductivo como mi padre, sino un verdadero hombre de acción. Esa persona era César, el señor de Besteiro.