CORREAS DE CHAROL

Los días que transcurrieron entre la luna llena de septiembre y la de octubre fueron días de estupor, de reflexión y de espera. El tercer asesinato del lobishome había puesto sobre la mesa unas cuantas evidencias nada halagüeñas, de las cuales no era la peor el constatar que las autoridades competentes se desentendían con elegancia del asunto. Más inquietante era darse cuenta de que ya no se estaba a salvo en ningún rincón de la garganta, por apartado que éste fuera, porque el lobishome podía atacar en cualquier lugar, y no solamente en el despejado páramo en donde se cobró sus dos primeras víctimas. Como no se podía hacer oídos sordos a lo que alguien apuntó con perspicacia en cuanto se conocieron las circunstancias de la última muerte: que el matador tenía que ser alguien de la garganta, o al menos alguien que conocía muy bien los hábitos y los movimientos cotidianos de sus habitantes; y que ello explicaría que estuviera en el lugar preciso y en el momento preciso, en una noche en la que ninguna otra mujer había salido de casa.

No faltó incluso quien enfocó el asunto en clave tragicómica, e hizo notar —usando otras palabras, pero con la misma ironía— que la última acción del alobado lo retrataba como un individuo poco melindroso a la hora de escoger lo que se llevaba a la boca.

No obstante, había dos aspectos que —aunque sólo con cinismo podían ser considerados como esperanzadores— acotaban al menos la capacidad mortífera de la bestia, y permitían tomar algunas precauciones destinadas a burlarla: hasta que no se demostrara lo contrario, el lobishome sólo actuaba durante la luna llena; y aparentemente, a la hora de escoger a sus víctimas, su interés se circunscribía al sexo femenino.

Pero de poco servían todas estas conclusiones, por muy bien encaminadas que fuesen. Sin la intervención de ninguna autoridad, sin una verdadera investigación policial, sin nadie que liderase o propusiese alguna forma de acción, los habitantes de Brañaganda cayeron en una estoica resignación que tenía mucho de egoísta; en un replegarse y esperar que se produjera la próxima víctima, y que la suerte la hiciera caer lo más lejos posible de la propia casa; y que eso significara el fin de la pesadilla o al menos aportara alguna novedad que la hiciera más llevadera.

Mis padres, en cambio, decidieron pasar a la acción precisamente en ese momento: cuando las personas que les rodeaban parecían dejarse llevar por un resignado pesimismo, o por un miedo irracional y paralizador.

Comprendiendo que no podían negar ya la evidencia, que no podían continuar atribuyendo aquellas muertes a causas estrictamente naturales, empezaron a considerar el asunto desde un punto de vista que podríamos calificar como humanitario. Era evidente que la pequeña comunidad a la que nosotros mismos pertenecíamos —un vecindario disperso, formado en su mayor parte por familias muy humildes— estaba siendo víctima de un ataque cruel y continuado. Mis padres llegaron a la conclusión de que el carácter minucioso y sistemático de las agresiones sólo podía responder a dos causas: o eran los asesinatos compulsivos, la forma en que encontraba el placer un psicópata, un perturbado; o respondían al mecanismo frío e implacable de una lenta y metódica venganza. En cualquiera de las dos hipótesis encajaba la presencia de aspectos aparentemente sobrenaturales: bien por emulación o asunción inconsciente de esos roles, bien para usarlos como disfraz o tapadera del verdadero origen e intención de los ataques.

Pero de lo que no tenían ninguna duda la maestra de Brañaganda y su marido era de que tanto en un caso como en otro sus vecinos y ellos mismos tenían derecho a estar protegidos y a que se desenmascarase al autor de los asesinatos, en vez de aceptarlo como una maldición divina —o tal vez demoníaca— contra la que no había nada que hacer.

Mi madre era una persona combativa y socialmente comprometida. Sin remontarnos a su pasado incendiario —todo lo incendiario que podía ser en la más negra posguerra y en ambientes católicos—, cuando era muy joven y aún no se había casado, en los años que llevaba en Brañaganda había demostrado más de una vez su indignación ante las desigualdades, ante la injusticia, y su torrencial energía para ayudar al prójimo. A ello unía una curiosa fe en las instituciones que la había llevado a conseguir becas de estudios para sus alumnos aventajados o una pensión de viudedad para una pobre mujer que ni siquiera sabía que tuviera derecho a solicitarla.

La actitud de mi madre no era la del activista que se solidariza, que se mezcla con el pueblo de igual a igual; más bien se parecía a la del aguerrido misionero que salva tanto los cuerpos como las almas. En su primer destino como maestra había redimido a una mujer de la prostitución, sin demasiados miramientos, consiguiéndole un trabajo decente y una vivienda; y en Brañaganda, sin ir más lejos, había salvado a un niño de la muerte poniéndole una inyección —la primera que ponía en su vida— y había ejercido de improvisada veterinaria curando a los cerdos con aspirinas; acciones que le valieron un supersticioso respeto por parte de sus vecinos.

No es de extrañar entonces que ante el goteo de muertes cada vez menos fortuitas que se estaba produciendo en el valle, y la pasividad y resignación que parecía haberse apoderado de todos, se sintiese en la obligación de actuar por su cuenta para acabar de una vez con aquel azote.

Llegó el sábado siguiente al de la muerte de la carrachenta. Mi madre había estado toda la semana madurando su decisión; sopesando sus pros y sus contras; y acabó llegando a la conclusión de que su idea no sólo era sensata sino que era lo único que de momento se podía y se debía hacer. Nos dejó a mi padre y a mí al cargo de los gemelos, y salió muy de mañana andando hacia Semellade. Allí cogería un desvencijado autobús que salía cada sábado para Vegadauga, a eso de las nueve de la mañana, y volvía por la tarde, a una hora todavía más imprecisa.

En Semellade había un pequeño cuartelillo de la Guardia Civil, una avanzadilla de la benemérita en aquellos valles, en la que tres números y un cabo sobrellevaban entre cafés con leche y partidas de mus el tedio de su retiro montañés, y con cigarrillos y tragos de orujo, el frío y la lluvia de los caminos. Pero mi madre sabía que esos hombres eran los mismos que aparecían siempre a posteriori, lamentablemente tarde, tan sólo para acompañar al señor juez y asentir con indiferencia, cansinamente, a su previsible dictamen. En cambio, en Vegadauga había un auténtico cuartel; un cuadrado edificio regido por la disciplina militar, en el que un alto cargo, un capitán de la benemérita te recibía en un auténtico despacho con banderas y máquina de escribir. Un hombre con una formación, con una educación, bajo cuya responsabilidad estaba la vigilancia de todos los pueblos y los caminos de la comarca. Los caminos que discurrían incluso por los valles más apartados. Los caminos en los que el lobishome se cobraba sus víctimas.

Así pues, mi madre salió en dirección a Vegadauga, que ya era una pequeña ciudad, y mi padre y yo nos quedamos en la tranquilidad de las montañas cuidando de los gemelos.

Cuando ya empezaba a oscurecer, regresó mi madre. Había hecho el último tramo, el camino a pie desde Semellade, acompañada por una vecina que también volvía a la garganta. Aun así, la compañía no le había ayudado a mejorar el humor que traía desde Vegadauga: un humor —como pudimos comprobar enseguida— con tintes sombríos, por no decir fúnebres. Venía cansada, agotada, con el polvo del camino pegado a la piel y a las ropas, con las ondas del peinado, que había compuesto cuidadosamente tras una noche de rulos, lacias y apelmazadas bajo un pañuelo que finalmente se había puesto, al estilo de las mujeres del país. Pero lo peor de todo era su estado de ánimo.

—¡Hoy me han insultado! —le dijo a mi padre mientras se dejaba caer en una silla—. ¡Me han… vejado y humillado aquellos…, aquellos tipos! ¡Y el jefe era el peor! El capitán…, ése…, ése iba de refinado…

Tan sólo su aspecto, que no denotaba más huellas que las del viaje, y su entonación (más indignada que lastimera) inducían a no preocuparse del todo ante semejante declaración.

—Pero… ¿qué te han hecho? —preguntó mi padre—. ¿Qué…, qué te ha pasado?

Mi madre pidió un vaso de agua y lo bebió con avidez. Después estuvo unos segundos resoplando, con la mirada perdida en el recuerdo. Seguramente le molestaba tener que rememorar aquello, porque empezó con alguna dificultad, como si el cansancio y la indignación le impidieran encontrar las palabras para relatar su experiencia.

Vino a decir que le había costado mucho llegar hasta el capitán, que primero les tuvo que explicar a unos guardias cualesquiera el motivo de su visita, y que entonces le hicieron esperar en una sala inhóspita durante horas y horas, antes de hacerle pasar al despacho. Dijo que durante esa espera entraban y salían guardias que fueron groseros y despectivos con ella, y que se creyó salvada cuando pudo hablar con el capitán, porque parecía un hombre muy educado e incluso le pidió disculpas por el comportamiento de sus hombres. Pero cuando le explicó para qué había venido, cuando le pidió que pusiera todos los medios para acabar con los crímenes que se estaban produciendo en Brañaganda, e insinuó desidia o venalidad en sus hombres o en el mismo juez, el capitán había empezado a decirle cosas que a mi madre le parecieron absurdas, como que tenía que haber venido acompañada y que no podía iniciar ninguna diligencia sin el permiso de su marido. Entonces mi madre había insistido en que las mujeres de Brañaganda seguían muriendo, y que estaban totalmente indefensas porque un loco o un sádico actuaba donde y cuando quería, con la más completa impunidad. Y entonces el capitán había sido todavía más grosero que sus subordinados y le había hablado a voz en grito, con palabras que ella no se atrevía a reproducir, y le había dicho que si los hombres del valle habían tenido «redaños» para enfrentarse contra su patrón en la famosa huelga de las minas, bien podían organizarse ahora contra un lobito de tres al cuarto; y que si no había hombres en el valle para que tuvieran que enviar a una mujer a pedir auxilio. Mi madre no se pudo contener y le dijo que si no quedaban hombres de aquellos era porque ya se habían preocupado en su día de matarlos a todos. Y entonces el capitán se puso hecho una fiera y la echó de su despacho y hasta la amenazó con encarcelarla.

—Hasta ese momento —recordaba con estremecimiento— no había tenido miedo. Pero entonces me di cuenta del peligro que corría. ¡No os podéis imaginar cómo gritaba, y la cara que ponía…, incluso se llevó la mano a la funda de la pistola!

Mi madre tuvo que volver para Brañaganda con las manos vacías; humillada, frustrada, y hambrienta, pues ni siquiera había tenido tiempo de comer de tanto como le habían hecho esperar. No había conseguido la protección que imaginó para los habitantes de la garganta. En cambio, había conocido una nueva injusticia que no se podía quitar de la cabeza, que ocupó obsesivamente sus pensamientos mientras iba en el autobús, y después, mientras caminaba hacia la garganta, al lado de la pobre Matilde que hablaba y hablaba sin que ella le hiciera ningún caso.

—Tiene que haber alguna manera —le dijo a mi padre resumiendo sus reflexiones— de castigar, de…, de reparar esa injusticia… Aquí no, ya lo sé; aquí está todo podrido. Pero… yo qué sé, se podría escribir a algún organismo internacional… No sé, tú sabes esas cosas mejor que yo…

—Marta, Marta —dijo mi padre llamando a la cordura—. No vale la pena complicarse la vida. No convirtamos esto en un problema político…, porque entonces sí que podríamos salir perdiendo. Además, suponiendo que tu queja fuera tomada en consideración, no conseguirás que los caminos estén más vigilados, o que se investigue de verdad este asunto… Me temo que por desgracia estamos solos con nuestro pequeño problema.

Mi padre siempre había sido escéptico respecto a la posibilidad de una ayuda exterior. De hecho, había avisado a mi madre de la inutilidad de su viaje a Vegadauga. Él intuía que los asesinatos eran un asunto interno, el exponente de una corrupción espesa y antigua, algo que se descomponía y se pudría desde hacía tiempo en el valle como una vieja querella largamente incubada. También él decidió actuar, pero en una dirección muy diferente a la que había seguido mi madre.

Necesitaba información. Necesitaba conocer aquellas historias, aquellos chismes e intimidades de la pequeña comunidad rural en la que vivíamos por los que nunca hasta entonces se había interesado. Y estaba dispuesto a investigar, dispuesto a vencer su natural discreción y recabar información, y hacer preguntas. Cualquier cosa con tal de descubrir algún móvil, alguna relación entre las víctimas, algún hecho reciente o pasado que justificara un deseo de venganza: algo que arrojara un poco de luz y le diera un sentido a lo que aparentemente no lo tenía.

Como a menudo ocurre con los tímidos (y con los orgullosos), mi padre se relacionaba con cierta fluidez con las personas que tenían una preeminencia social, y también con los más marginales, mientras que se sentía más incómodo con los representantes de la clase media rural. Tal vez por eso habló antes que con ninguna otra persona con Marcelino, el anciano que vivía en una cabaña del bosque, muy cerca del camino y de la escuela. Marcelino miró a mi padre con escepticismo cuando éste le expuso abiertamente el motivo de su curiosidad y lo que quería descubrir con aquellas preguntas. Le dijo que su esfuerzo era inútil, y le habló de alobados y de meigallos de los que aún quedaba memoria por aquellas montañas, y de un lobishome que asoló caminos y caseríos en los tiempos de la reina regente, cuando él todavía era un niño.

Pero Marcelino también había sido, desde su posición de desclasado, un inmejorable testigo de la historia reciente, y de los hechos y afanes de los vecinos que trajinaban a diario en los establos o en los inclinados campos de Brañaganda. Y en ese sentido le proporcionó a mi padre algunos datos muy reveladores.

Marcelino le habló de la guerra, y de los odios callados e irreconciliables que se fraguaron en aquellos días de violencia y desorden: unos odios que el tiempo y la paz no habían hecho más que soterrar bajo una capa de aparente normalidad.

Mi padre ya había pensado en los horrores de la guerra como una de las líneas de investigación a seguir; pero Marcelino le proporcionó lo que le faltaba: aquello que mi padre, satisfecho con su conocimiento abstracto, no había tenido interés en conocer. Los nombres. Las identidades de las tres personas que habían colaborado con los falangistas en contra de sus propios vecinos. Uno de ellos —el que más se significó en aquella infamia— había muerto dos años atrás, de muerte natural. Pero los otros dos seguían en Brañaganda, trabajando sus tierras, saludando correctamente o hasta parándose a hablar con los vecinos con los que se cruzaban a diario.

La guerra hace aflorar lo peor que hay en las personas; algo que nunca habría salido a la superficie en la vida normal. Mi padre se asombró al saber que uno de los que habían ayudado a los sicarios, facilitando así el asesinato y la tortura, era uno de los pocos habitantes de la garganta en cuya presencia se sentía relativamente cómodo; alguien con quien había hablado más de una vez y a quien consideraba una persona discreta e inteligente.

La estrategia que debía seguir a partir de aquí era previsible: conocer la filiación y los antecedentes de las tres víctimas que hasta ese momento se habían producido, sus circunstancias personales, e intentar relacionarlas con los que sin lugar a dudas eran los dos personajes más odiados de todo el valle.

Mi padre se animó súbitamente, creyó estar en el buen camino cuando descubrió que el hombre con quien Rosalía mantenía relaciones, como se descubrió en los días posteriores a su muerte, era uno de esos dos personajes, precisamente el que mi padre más había tratado. Pero las coincidencias se acababan aquí. Y el resto de los datos, por contradictorios o irrelevantes, más bien inducían a la confusión y al desánimo. Sarita Couceiro, la primera víctima, pertenecía a una familia muy humilde. Su padre era campesino de toda la vida, pero su abuelo había sido minero, y había muerto a manos de los pistoleros como todos los que secundaron la huelga del treinta y cinco. Y en cuanto a las carrachentas, el microcosmos de su caserío había estado siempre tan aislado del resto del valle que no se las podía ubicar en ninguno de los dos bandos, ni resultaba fácil imaginar que alguien les pudiera tener el suficiente aprecio como para que una tercera persona intentase perjudicar a ese alguien matando a una de ellas.