En la zona alta del valle, allí donde el cauce del río se empezaba a desdibujar y las montañas trepaban ya hacia sus cimas más altas, se distinguía una última edificación; una casa alargada y medio ruinosa cuyo tejado se hundía peligrosamente hacia la mitad, como el espinazo de un dragón hendido por un formidable mazazo. Sí, eso parecía la casa vista desde lejos: un lagarto de color pardo al que un golpe certero hubiera detenido para siempre en su actitud de reptar ladera arriba.
La tala indiscriminada de los bosques circundantes había dejado desguarnecida esta construcción, abierta a los cuatro vientos en mitad del característico manto verde grisáceo de los matorrales. Pero también había signos de alguna otra actividad en las proximidades de la casa: desdibujados rectángulos de una coloración más amarillenta que alguna vez habían sido campos de cultivo y hoy mostraban el mismo abandono y decadencia que el resto de la propiedad.
En esta casa, que una mirada superficial habría creído deshabitada, vivían tres extrañas mujeres que eran conocidas en todo el valle como «as carrachentas», que en gallego es tanto como decir las piojosas. En un lugar como Brañaganda, en el que tantas familias vivían en el impreciso territorio que separa la humildad de la pobreza, las carrachentas eran, junto a Suso Famarelo —aunque éste por razones bien distintas—, los únicos personajes abiertamente marginales de aquella pequeña comunidad rural; los únicos que no podían o no querían mantener un mínimo de dignidad en el vestir o de variedad en la alimentación.
Los hogares con mujeres solas abundaron desgraciadamente después de la guerra; pero en la mayoría de las familias este panorama había cambiado con el tiempo, y la población tendía a normalizarse. El caso de estas tres mujeres era diferente: aunque sus tierras conocieron épocas de cierta prosperidad, siempre habían vivido un poco al margen del resto de los vecinos, en parte por el propio apartamiento geográfico de su propiedad, y en parte por su carácter, que siempre fue arisco y reservado. Vino la guerra y se llevó a los tres hombres que trabajaban y administraban la finca. Quedaron dos mujeres, trastornadas por la desgracia y con escasa iniciativa; y la casa cayó en manos de la pobreza y la desesperación.
En los días del lobishome, las carrachentas eran dos mujeres mayores, de edad y parentesco indefinido —se decía que eran hermanas, pero también que eran madre e hija, e incluso que no tenían parentesco ninguno—, y la hija de una de las dos, nacida al parecer durante la guerra. Pero a pesar de la diferencia de edad las tres estaban igualadas por el aspecto informe y como abultado de sus ropas harapientas, por las greñas aceitosas que ocultaban sus rostros atezados, y por el acre olor de la miseria y el hacinamiento en que vivían.
La suya era, no obstante, una pobreza iracunda y malhumorada que se podía confundir incluso con el orgullo; una huraña cerrazón que les daba un aire de trasgos o brujas atareadas en la eterna confección de alguna pócima. No hablaban con nadie. Sus respuestas eran monosílabos o ininteligibles gruñidos cuando algún lugareño, de camino hacia las montañas, por costumbre o por cortesía les dirigía la palabra. Su único contacto expreso y premeditado con la sociedad se producía tres o cuatro veces al año, cuando una de ellas bajaba hasta el molino —que venía a ser el mercado de Brañaganda— y cambiaba una docena de huevos por una botella de aceite y un kilo de azúcar. Este trueque no era ni mucho menos equitativo, pues arrojaba una clara diferencia a favor de la indigente; pero Milagros, la mujer del molinero, consideraba la transacción como una obra de caridad, y aceptaba sin comentarios el pago que aquellas mujeres tácita, tercamente, habían impuesto años atrás.
Se decía en el valle, se repetía como un tópico archisabido, que las carrachentas se alimentaban exclusivamente de coles y huevos. Y era verdad que los únicos espacios productivos que se adivinaban en su miserable finca eran un pequeño corral con algunas gallinas y un huerto en el que aparentemente sólo se cultivaban coles; aunque tal vez para compensar la falta de variedad éstas crecían pródigas y vigorosas, con unos tallos firmes y alargados que daban al huerto una extraña apariencia de jardín exótico.
Por lo demás, se hablaba poco de las carrachentas en Brañaganda, como seres irrelevantes que eran a causa de su voluntaria marginación; pero lo poco que se decía de ellas no era bueno ni muy delicado. Se decía, cómo no, que eran medio brujas; que se habían dedicado a la prostitución —algo que resultaba difícil de imaginar— o que su dieta a base de col era el origen de su desagradable olor, porque les hacía pasarse el día expulsando ventosidades.
Yo las había visto alguna vez, es decir, había visto a alguna de ellas en la distancia, como una mancha negra que trajinaba entre el verde pálido de las coles, pues el huerto era lo único que quedaba fuera del cercado de la casa, y los niños que íbamos a la escuela no solíamos acercarnos mucho a unas mujeres que tenían fama de gastar muy malas pulgas con los curiosos. Pero aquel año —el año del lobishome— tuve la oportunidad de ver a una de ellas desde muy cerca, pocos días después de que mi padre nos soltara su discurso en contra de la superstición.
Mi madre me envió al molino a por un poco de harina, y allí fui a coincidir con una de las carrachentas, que hacía en ese momento su compra cuatrimestral. La mujer concluía el intercambio cuando yo entré, despachada por el molinero y observada por dos hombres que seguramente estaban de tertulia con él en aquel momento. La verdad es que en cuanto entré me asaltó el olor acre y al mismo tiempo dulzón que desprendía la pobre mujer, sobreponiéndose al de la harina y los cuatro ultramarinos que Felipe del Couso almacenaba en aquel remedo de tienda. También me sorprendió que fuera vestida con el mismo montón de harapos, como en capas superpuestas, que llevaban durante todo el año, pues estábamos en los primeros días del mes de septiembre y aunque no era más de media mañana no hacía nada de frío y todo el mundo andaba en manga corta.
En aquel ambiente, fuera de su terreno, la mujer no me pareció tan terrible. Más bien se la veía cohibida y con ganas de marcharse cuanto antes. Y eso es lo que se disponía a hacer, silenciosa y esquiva, en cuanto tuvo el acostumbrado paquete bajo el brazo. Pero entonces el molinero lanzó una mirada de complicidad a los dos hombres que contemplaban en silencio la escena; una mirada de «vais a ver ahora cómo nos divertimos».
—¡Tede coidado por alá arriba c’o lobishome! —le advirtió de viva voz—. ¡Que ya falta poco para la luna llena!
La mujer ya estaba cerca de la puerta, pero se detuvo un momento, mirando sesgadamente al molinero, al oír estas palabras.
—¿E logo? —continuó con afectada seriedad—. ¿No sabéis que hay un lobishome rondando por la garganta?… ¡Pois coida, que le gustan las buenas mozas entradas en carnes!
Los hombres empezaron a reír en cuanto la mujer traspasó la puerta. Y todavía rieron más cuando Felipe del Couso remató la faena con un último comentario:
—Estas no corren peligro… ¡Muy desesperado tendría que ir el lobishome para hincarle el diente a eso!
A saber lo que pasaría por la mente de aquellas mujeres. A saber si la que yo vi en el molino dio crédito a esas palabras, o incluso si lo comunicó a sus compañeras. Después supimos que por fuerza habían de tener noticia de la amenaza, pues alguna otra persona menos socarrona que el molinero les había hablado del asunto, advirtiéndoles del peligro. Pero lo más probable es que consideraran que aquello no iba con ellas; que era uno más de los problemas de una comunidad a la que ellas no pertenecían: un problema que afectaba a esos seres que tenían vacas y cerdos, dinero, y campos cercados con alambre de espino. Algo que les era tan ajeno, tan absurdo, como las reuniones del concello o las inspecciones del catastro. De hecho…, estaba por demostrar que las carrachentas obedecieran a algún impulso que no fuera la simple obtención de alimento y la satisfacción de sus necesidades más elementales.
Llegó el plenilunio del mes de septiembre. Llegó la noche en que la luna debía mostrarse redonda y perfecta. Pero no fue así. Había llovido durante todo el día, mansa pero constantemente; y aunque la lluvia cesó al caer la noche, el cielo estaba completamente nublado.
El tiempo no invitaba a salir. Pero además había otro motivo que retenía a los habitantes de la garganta en la seguridad de sus hogares: una espera, una incertidumbre que hizo que aquella noche fuera muy larga para muchos; una expectación, una atención enfermiza a cualquier pequeño ruido que viniera del exterior; algo como la oscura conciencia de que una maldición se había extendido sobre el valle, de que el lobishome volvería a atacar y lo haría a partir de ahora sin piedad, porque ya había ganado la primera partida, que era la del miedo, y el miedo le hacía todavía más fuerte y más osado.
No creo que en ningún caserío, ni casa, ni cabaña, ni choza se ignorase que aquella noche era la que estaba marcada en los calendarios con la luna llena. Ni siquiera Famarelo, perdido en su eterna abstracción filosófica, lo ignoraría; porque sus hijos se habrían encargado de recordárselo. Acaso las carrachentas eran las únicas capaces de ignorarlo.
En mi casa también se vivió aquella noche con una especial intensidad. Aunque fue por un motivo bien distinto. Mi padre se empeñó en dar su acostumbrado paseo de después de cenar: incluso me propuso que le acompañara. Es cierto que hasta en el más crudo invierno salía algunas noches a cumplir con esa costumbre que él consideraba higiénica, y que en el verano el ritual se hacía diario e inexcusable, y a menudo le acompañábamos Norberto y yo, e incluso mi madre, antes de que nacieran los gemelos. Pero aquella noche ella le suplicó que no saliera.
—Por favor, Enrique, ¿por qué tienes que salir hoy? El camino está embarrado y… todo el mundo está metido en casa…
—Ahora resultará —respondió él sin poder ocultar su irritación— que tú también vas a creer en esas cosas…
—¡Si no es que yo crea! Es que… tampoco hay por qué llevar las cosas tan al extremo. Me preocupa el qué dirán.
—Ya. Muy propio de ti… ¡Pues yo tengo que salir! Precisamente hoy. Lo contrario sería…, sería… darme por vencido…, admitir que…
—Bueno —concedió ella con evidente mal humor—. Pero Orlando se queda aquí. Ya tenemos bastante con un…, un excéntrico en esta casa.
»Tu padre no es mala persona —me dijo mi madre cuando él ya había salido—, pero, desde luego, a terco no le gana nadie. Ya me dirás tú qué necesidad había…
Norberto se fue a dormir enseguida, y mi madre y yo nos quedamos esperando con disimulada inquietud, ocupados en el inmejorable pretexto de apaciguar a los gemelos, que se habían puesto a llorar no bien se marchó su padre y exigían el único tratamiento efectivo en esos casos, que era cogerlos en brazos y mecerlos en estricto régimen de separación. En ningún momento se habló de lo evidente; de aquello que incluso a mi madre le despertaba una vaga inquietud, por mucho que lo negara; de aquello que había hecho que yo me alegrara interiormente cuando ella me prohibió salir, a pesar de que en principio me había mostrado dispuesto a participar en el paseo.
Mi padre volvió antes de lo acostumbrado, con un gesto de afectada indiferencia que no hizo sino tranquilizarnos.
—Bueno… Ya está —dijo mientras se quitaba el gabán—, parece que aún estoy vivo.
Como era de esperar, tenía las botas llenas de barro; y además se había mojado bastante porque al parecer había empezado de nuevo a lloviznar.
—Con este tiempo… —dijo mi madre con cierto optimismo, tocando por fin, ahora sí, el tema— ni el lobishome va a salir a mojarse por los caminos.
Al día siguiente me desperté a eso de las once, contento de que ya fuera sábado en aquella semana que había sido la primera de clase después de las vacaciones. Norberto no estaba a mi lado: debía de andar por ahí fuera desde hacía horas, como solía ocurrir en los días festivos. La casa estaba en calma. Al salir de la habitación me saludó un golpe de sol que entró pasajero por la ventana de la sala, y murió enseguida tapado por alguna nube. Abrí la puerta que daba al patio y miré hacia la escuela, hacia las montañas cubiertas de árboles. Me extrañó no oír el parloteo de las mujeres en la fuente, invisible detrás de la escuela, en un recodo del camino. Tampoco se oían los habituales signos de actividad en el molino, más bullicioso cuando era sábado: voces, gritos y golpear de maderas que el viento traía desde la lejanía. El valle estaba extrañamente quieto y silencioso.
Norberto apareció de pronto sin que yo lo viera llegar, poniéndose de un salto delante de mí. No me lo esperaba y casi me asustó.
—Papá y mamá están en la cocina —me dijo a modo de saludo.
Yo me volví a meter en casa sin contestarle, pensando: «Y a mí qué». Y al mismo tiempo pensando que era raro que papá y mamá estuvieran en la cocina a esas horas.
—Ah, Orlando —dijo mi madre al verme parado como un pasmarote en la puerta de la cocina—. Anda, siéntate, que ya estoy calentando la leche.
Ni siquiera habría hecho falta el detalle de que mi madre no me mandase antes que nada a lavarme la cara, como ocurría invariablemente cada día. Bastaba ver la cara que ponían los dos para saber que algo gordo había ocurrido.
Resulta que todo el valle andaba alborotado. Resulta que no se veía a nadie porque estaban todos lejos de allí. Porque una curiosidad morbosa había llevado a casi todos los vecinos a la parte alta del valle, allí en donde las montañas trepaban ya hacia sus cimas más altas. Resulta que a las ocho de la mañana mi madre estaba barriendo el porche y vio acercarse por el camino a Fermín de la Trolla, a caballo, y con muestras de tener mucha prisa. Resulta que Fermín le explicó a mi madre que iba a Semellade a buscar al señor juez porque Famarelo, el hijo, el mayor, había salido a cazar muy de mañana y había visto a una de las carrachentas muerta en su huerto, entre las coles, medio comida lo mismo que Rosalía y la de Couceiro.
Más tarde se sabría que el suceso estuvo rodeado de absurdos e incoherencias, como absurdas e incoherentes eran sus principales protagonistas. Al parecer las otras dos mujeres no se enteraron de la muerte de su compañera hasta que llegó el juez, y hubo que despertarlas porque todavía estaban durmiendo. Se supo entonces que la muerta era la menor de las tres, que se llamaba Anuncia, y que por lo visto era hija de la mayor, de nombre Remedios. Las mujeres contestaban a las preguntas con gran dificultad, y a veces de forma incoherente, como si no entendieran lo que les estaban diciendo. Se las veía desconcertadas, apabulladas por toda aquella gente que se movía a su alrededor y a los que por una vez tenían que admitir, pues habían reconocido a la autoridad, el poder impreciso, pero para ellas siempre temible, de la ley. Su actitud hacia la muerta también llamaba la atención, pues se parecía más a la atónita curiosidad de los miembros del rebaño que han escapado al predador y miran con extrañeza los restos de lo que fue su compañera, que al dolor que se espera de una madre cuya hija acaba de ser brutalmente asesinada. «Son como animales —comentaba alguno de los curiosos—, aún no han derramado ni una lágrima». Al parecer, las dos mujeres acabaron explicando, confusamente y después de muchas tentativas, que la joven era la encargada de poner a hervir el caldo cada noche antes de irse a dormir, para que estuviera hecho al día siguiente; y que tal vez había salido afuera a arrancar algunas berzas, pero que ellas no se habían enterado de nada porque ya estaban durmiendo.
A nadie le pasaron por alto los numerosos puntos oscuros que había en aquella historia, pues nadie creyó que durmieran hasta tan tarde, y que no se dieran cuenta de la ausencia de la joven, cuando las tres dormían juntas en una especie de catre desvencijado. Mucho se especuló sobre el asunto. Algunos decían que lo más probable es que se enteraran de la muerte mucho antes, tal vez en el mismo momento, pero que no habían hecho nada por miedo o ignorancia. No faltó incluso quien insinuara —sin el menor fundamento, por otra parte— que acaso enviaron a la joven al huerto a sabiendas del peligro que corría, porque querían deshacerse de ella desde hacía tiempo.
La verdad no se sabría nunca. Pero como aquellas mujeres eran unos personajes antipáticos, excluidos voluntariamente de la sociedad, y el juez volvió a dictaminar su categórico «muerte por ataque de animal salvaje», y el comportamiento que tuvieron las dos supervivientes ante la desgracia no ayudó precisamente a mejorar su imagen, el suceso no afectó demasiado a los vecinos por la pérdida en sí. Pero en cambio sí que afectó, y mucho, por lo que significó de confirmación de los peores temores, y de materialización cada vez más palpable y concreta de la amenaza que se cernía sobre el valle.
Algunas de estas cosas —las menos— las supe por mis padres aquella misma mañana, frente a un tazón de leche caliente con galletas. Lo demás lo fui entresacando día a día de lo que hablaban unos y otros. Lo cual era fácil, pues no se habló de otro asunto en toda Brañaganda durante semanas. Pero mis padres me dijeron otra cosa que para ellos era todavía más importante: algo que era la causa de aquella extraña reunión en horario y lugar tan desusado.
—¡No se te ocurra decirle a nadie —me dijo mi madre con una seriedad que no le conocía— que papá salió ayer por la noche a pasear! ¿Has entendido? Es importantísimo que no digas nada. La gente de aquí no entiende a tu padre. Y podrías perjudicarle muchísimo si lo dijeras. Me parece que ya eres mayorcito para entender…
Mi madre se interrumpió un momento y miró hacia la ventana buscando algo.
—Norberto no sabe nada… —continuó en voz más baja—. Él tampoco lo puede saber.
Por primera vez en todas aquellas semanas de rumores y especulaciones me di cuenta de que mi padre podía ser visto como alguien sospechoso. Lo miré. Había hablado poco durante la entrevista, dejando que su mujer llevara la voz cantante. Saltaba a la vista que había perdido, con el paso de solamente unas horas, la arrogante seguridad de que hacía gala la noche anterior.