CIENCIA Y SUPERSTICIÓN

El retrato de Cándida fue pintado trece o catorce meses después de que apareciera muerta en la gándara Sarita la de Couceiro; y cinco antes de que encontraran, en el mismo lugar y con el mismo ensañamiento, el cuerpo de Rosalía de La Veiga, la cuñada de Cosme. El porqué de este lapso de un año y medio entre la primera y la segunda víctima del lobishome, entre el primero y el segundo de sus orgasmos de sangre y de muerte, es algo que nunca podremos llegar a saber, y que resultaba cuando menos chocante a la luz de lo que vendría. Porque a partir de su segunda víctima empezó a actuar puntualmente con cada luna llena, desatando una oleada de temor, de recelo y desconfianza que atenazó el valle y sus habitantes durante un interminable otoño de miedo y superstición. Pero ya anteriormente, cuando se supo que las dos mujeres habían muerto en idénticas circunstancias, cuando se conocieron algunos detalles escabrosos acerca del estado en que fueron hallados sus cuerpos, se empezó a hablar abiertamente de la posibilidad de que el autor de aquellos crímenes fuera un alobado: alguien que llevaba una vida normal —tal vez un vecino de la garganta— pero que se transformaba bajo el influjo de la luna llena y salía por los caminos a saciar torpemente su inaplazable necesidad de carne humana.

Esta teoría ganó adeptos rápidamente y se extendió por el valle con la facilidad con que lo maravilloso, y también lo morboso, arraiga en las gentes sencillas. De vez en cuando alguien intentaba defender la otra versión, la oficial, y sugería tímidamente que tal vez el señor juez tuviera razón y el matador fuera un lobo caprichoso y solitario, o incluso un perro asilvestrado. Pero la mayoría de los aldeanos desconfiaba de la palabrería aséptica y engañosa de los que representaban a las instituciones, y en cambio había oído toda su vida las historias y consejas que la tradición oral prodigaba en torno a esos temas; y veían en ellas demasiadas coincidencias con lo que estaba ocurriendo. «¡Qué ha de ser un can, oh! ¡É un lobishome! —le replicaba alguien al oficialista en minoría—. ¿No ves lo que les hace? ¡Ningún animal ten o paladar tan fino!».

El componente sexual que sin duda tenían aquellos crímenes abonaba la versión de los más supersticiosos, que lo reconocían como uno de los rasgos de la bestia; y en los corrillos formados por hombres teñía los comentarios de un resabio malicioso, no siempre considerado con las víctimas, vecinas del lugar y conocidas de todos. Para acabar de complicar las cosas, la necesaria investigación de los hechos en el caso de Rosalía acabó descubriendo un sórdido asunto de adulterio del que muy pocas personas tenían conocimiento, y que sería la causa de que anduviera sola por el Coduelo, la misma noche que andábamos mi madre mi hermano y yo, camino adelante, en busca del médico.

Solamente se habían producido dos víctimas, y ya no se hablaba de otra cosa en Brañaganda en aquellas últimas semanas del verano. En los corrillos que se formaban en el molino, o en torno al caño de alguna fuente, o en cualquiera de los encuentros que propiciaba aquella existencia no ociosa pero sí pausada, se hablaba de la terrible muerte de las dos mujeres, se referían los detalles más truculentos de ambos asesinatos, y se lanzaba todo tipo de pronósticos y especulaciones en los que invariablemente aparecía la alusión al hombre lobo: un lobishome que dejaba de ser una figura más del imaginario colectivo para convertirse en un contemporáneo, para adquirir cuerpo e identidad individual, y con ella una nueva significación mucho más cercana y terrible.

Y como consecuencia de ello, el temor: el miedo a salir de casa no bien empezaba a anochecer, el sobresalto y las recelosas miradas en todas direcciones si, por algún asunto de fuerza mayor, la noche sorprendía a algún paisano en la montaña, lejos de la seguridad del hogar. Y también, como no podía ser menos, la desconfianza, las sospechas, el velado rechazo y la hipócrita murmuración contra los personajes más solitarios de la vecindad, contra los menos sociables o simplemente los que despertaban mayor antipatía; convertidos ahora en sospechosos de albergar en su interior al lobo sanguinario. Pero tampoco faltaba entre los vecinos el individuo escéptico que no se dejaba influenciar por la atmósfera reinante y seguía haciendo la misma vida de siempre, y comentaba con lógica irrebatible: «Si es un lobishome, como todo el mundo dice, no hay por qué preocuparse hasta la próxima luna llena. —Comentario que habría merecido más crédito de no ir seguido de un cínico—: Amais…, eu non son muller» con el que el paisano remachaba su razonamiento.

A mi casa también llegaron, inevitablemente, los ecos de la polémica y del temor que se estaba extendiendo, como una sombra, por todo el valle. Pero ambos llegaron con su energía inicial muy debilitada, como si la pequeña explanada que albergaba la casa y la escuela fuese una playa presidida por la bonanza, a la que arribaba en forma de suaves olas, de inofensivo chapoteo, la tempestad de miedo y superstición que se estaba desatando mar adentro, en los caseríos enfoscados en las estrecheces de la garganta.

Este distanciamiento tenía principalmente dos causas. Una era la incorporación al hogar de los dos nuevos miembros de la familia: los gemelos recién nacidos, que fueron una fuente de alegría, de trabajo y de preocupación para toda la familia; y también un inesperado juguete para el hermano que ya era mayor y para el otro, que adquirió de la noche a la mañana esta categoría. Y la otra causa era el filtro —por no decir escudo— que representaba para las creencias de nuestros vecinos el acendrado racionalismo de mi padre, muy escéptico, muy científico, y siempre dispuesto a desdeñar la opinión de la mayoría. En ese aspecto mi madre era uña y carne con él, y suscribía a pie juntillas sus afirmaciones, aunque era siempre mi padre, con su vasta cultura y su capacidad de argumentación, quien se encargaba de defender y poner en doctrina esa visión del mundo. Yo había sido tradicionalmente uno de sus más convencidos seguidores. Me impresionaba tanto su verbo preciso, su caudal de conocimientos, que acababa defendiendo sus ideas a capa y espada, en ambientes y entre personas que no siempre eran tan proclives como yo a dejarse impresionar por cuatro palabras de diccionario.

Pero el día que en casa salió a relucir el tema de los crímenes de la gándara me convertí en oponente dialéctico de mi padre, por primera vez en mi vida en un tema de consideración. Tal vez porque venía con la cabeza llena de las historias que sobre el asunto había oído contar a los hombres en el molino, o a mis amigos en nuestros juegos cotidianos; o tal vez porque quería censurarle su ausencia durante la odisea que acabó con el parto de los gemelos. O simplemente porque tenía trece años y medio y estaba empezando a medir mis fuerzas.

Estábamos a finales de agosto y casi todas las mañanas me bañaba en la poza del río con algunos amigos. Yo tenía que vigilar a mi hermano Norberto —otra de las consecuencias de la aparición de los gemelos— y velar porque no se moviera de la zona poco profunda del remanso. Pero a pesar de todo, las mañanas de verano se parecían bastante a la felicidad, con el cielo de un azul más claro y brillante que nunca, y la agradable sensación de hambre y laxitud de vuelta a casa después del baño, más agradable por la perspectiva de las apetitosas comidas que hacía mi madre en vacaciones: comidas sin la premura del horario escolar, Norberto y yo con el torso desnudo, en la fresca sala de estar con ventanas y puertas abiertas, recorrida por una brisa sensual que acariciaba los pelillos que me habían salido recientemente en las axilas.

Pero aquel día —no recuerdo cómo— salió a colación el tema de las víctimas del lobishome.

—Famarelo dice —comenté entre la ensalada y el chorizo frito, refiriéndome a uno de mis compañeros de natación— que había unas huellas cerca de la muerta, como de perro pero muy grandes y muy alargadas, pero que el juez las borró enseguida porque no quieren que se sepa…

—¡Sí, eso sí! —saltó mi padre en un tono que ya conocíamos—. Les dices que la tierra es redonda y te miran con escepticismo, como diciendo: «Sí, sí, tú dirás lo que quieras, pero a mí…», y en cambio no les cuesta nada creer en la superstición, en lo sobrenatural; en todo lo que les han contado durante siglos para que no salgan de…, de la miseria y la ignorancia.

—¡Pero si es verdad! —insistí yo—. Lo vio el padre de Toto, que fue el primero…, el que llevó al juez y a los guardias hasta el sitio.

—Claro —dijo mi padre—, y tú lo sabes y lo aportas aquí como prueba pericial porque te lo dijo nada menos que Pepín Famarelo, a quien se lo dijo el amigo Toto, que seguramente afirma habérselo oído decir a su padre. Eso si no ha habido más intermediarios.

A mí me molestó, me irritó el tono empleado por mi padre, y la velada alusión a la marginalidad de Famarelo, que era muy pobre y tenía un padre extravagante, pero que era por aquel entonces mi mejor amigo: el que yo más admiraba por su conocimiento del arte de la pesca y de la naturaleza en general.

—¡Pero si lo dice todo el mundo! —repliqué después de un breve silencio—. Las dos en luna llena, y en el mismo sitio. Tú eres el único que… Además: yo lo vi aquella noche…

—¡¡¡Tú no viste nada!!! —replicó mi padre a voz en grito.

La violencia de su respuesta fue tan repentina y desmesurada que nos quedamos todos con la boca abierta, sin acertar a pronunciar palabra. Incluso él parecía sorprendido: se había quedado inmóvil y me miraba con estupor, como si hubiese sido yo el que había lanzado el exabrupto. Pero reaccionó al poco tiempo, con un suspiro de cansancio y un sujetarse la frente con la mano que revelaban reflexión y arrepentimiento.

—Perdona, hijo… No debería haberte gritado así. Pero es que… no lo puedo evitar: me pone nervioso…, me solivianta esa manera de pensar; o mejor dicho, de no pensar. Yo…, a ver si me explico. La gente es muy libre de creer en lo que le dé la gana, pero tú…, tú debes saber que existe otra manera de ver las cosas. Mira…

Comprendí que mi padre se preparaba para uno de sus discursos, y esa perspectiva en principio me resultaba aburrida, aunque al final acababa siempre atrapado en las redes de su elocuencia. Así que me forcé a escucharle componiendo una ostensible actitud de atención. Pero no pude evitar dirigir una mirada furtiva a mi hermano, que parecía muy preocupado por el tortuoso recorrido que le estaba obligando a hacer a un servilletero por las inmediaciones de su plato. A esas alturas yo ya sabía que Norberto escuchaba mucho más de lo que daba a entender su actitud, y que incluso comprendía —o al menos era capaz de repetir posteriormente— muchas de las cosas que se hablaban en casa.

—… esas gentes —continuó mi padre—, la mayoría de nuestros vecinos, por no decir todos, recurren a esa explicación porque no tienen otra cosa. No tienen cultura, la verdadera cultura, la que se impone en todas partes y hace progresar el mundo. En lugar de eso ellos sólo tienen la tradición, la leyenda, la superstición: un pensamiento, una forma de explicar lo que ocurre a su alrededor que no ha sido fijada por los mejores científicos, pensadores o artistas, sino por hombres corrientes como Famarelo, o Damián de Boral, o el molinero; personas limitadas que no han salido nunca de estos valles ni han leído un libro en su vida. Así se crea el pensamiento mítico: una forma de explicar el mundo que es primitiva, poco evolucionada y, por lo tanto, pueril…, infantil —añadió al captar mi gesto de extrañeza—. A ver, entendámonos: eso no es malo en sí mismo, no está hecho con mala intención, pero generalmente conduce al atraso y a la miseria. ¿Que es atractivo? Por supuesto. Mucho más que la ciencia, que es bastante aburrida y deja muy poco lugar a la imaginación… Por supuesto que es más interesante, más bonito me atrevería a decir, un mundo poblado por hombres lobo, y meigas y aparecidos… A mí me encanta la literatura fantástica, y en cierto modo me gustaría poder creer en eso porque…, porque la vida así sería sin duda más emocionante…

—Pues, entonces, ¿por qué le tienes tanta manía? —le interrumpí espontáneamente.

—Porque yo ya…, ya no puedo creer en eso. He leído demasiados libros. Y me parece absurdo que se busque la explicación más complicada, la que requeriría nada menos que de la intervención de fuerzas sobrenaturales, y se desdeñe la causa más lógica, la más cotidiana en una zona de montaña como ésta: la que al final, créeme, hijo, se acabará imponiendo… Lo más probable es que a esas pobres mujeres las matara algún animal. Partiendo de esa realidad sencilla y terrible y de algunas coincidencias que bien pueden ser casuales, la imaginación popular ha creado una ilusión que seguramente obedece a miedos más profundos y arraigados, y que se desvanecerá con la misma facilidad cuando se vea que no hay más víctimas y que el tiempo pasa… y la vida sigue tan miserable y penosa como siempre.

Todo lo que estaba explicando mi padre parecía muy coherente; pero algo en mí se rebelaba contra el tonillo académico, de indulgente superioridad, que traslucía su discurso. Casi sin darme cuenta me encontré protestando, reconduciendo sin piedad la conversación hacia su verdadero origen.

—Pero… Y lo que vi yo aquella noche, ¿qué? —pregunté con cierta insolencia.

Un gesto de impaciencia, casi de ira, se dibujó por unos instantes en el rostro de mi padre; pero se contuvo y empezó a hablar calmosamente, aunque en un tono diferente al que había empleado hasta ahora.

—Vamos a ver… Vamos a aclarar esto de una vez. Salta a la vista que ya eres mayorcito y que se te puede hablar sin tapujos. Te pido que hagas un esfuerzo y que intentes analizar los hechos tal como los viste aquella noche. Sin dejarte influenciar por todo lo que has oído después. A ver: ¿qué viste?

Vacilé un momento temiendo caer en alguna encerrona.

—Yo te diré lo que viste —continuó sin darme tiempo—. Viste lo mismo que vio tu madre. Y eso es bien poco. Viste algo que estaba lejos, que se movía y que no pudiste identificar; algo que, no obstante, catalogaste desde el primer momento como un animal. Ésos son objetivamente los hechos. El resto ya es puramente emocional: la noche, la oscuridad, el viento, el miedo…

—Yo no tenía…

—¡No, déjame hablar ahora a mí! Si no miedo, nerviosismo, ansiedad: una situación de fuerte carga emotiva por la situación en que se encontraba tu madre. Y después todo lo demás, claro: el terrible suceso que ocurrió aquella misma noche, los comentarios de la gente, la leyenda del hombre lobo…, y el mito ya está servido. Lo que intento decirte —continuó al notar en mi actitud un esfuerzo reflexivo— es que ésos son los hechos objetivos, eso es la realidad. Relacionar lo que viste tú con el brutal suceso, incluso relacionar éste con el del año pasado por mucho que ocurrieran en el mismo sitio, atribuírselo nada menos que a un hombre lobo, suponer que habrá más víctimas, que todas serán mujeres…, eso ya es otra cosa; eso ya es voluntad: querer que los hechos se adapten a una leyenda para que ésta sea verdadera. Tú no viste —añadió en tono de conclusión— a un ser mitad hombre mitad lobo matando y devorando…

—¡Enrique! —intervino mi madre, escandalizada.

—No, vamos a hablar claro. De todas formas oirá salvajadas mucho peores cuando anda por ahí con sus amigos…

—Pero entonces —insistí yo tercamente— ¿por qué las dos veces había luna llena? ¿Y por qué las dos tenían?… Bueno…

—Sí, tenían lesiones propias de una agresión sexual —me auxilió mi padre—. Pero deberías saber que ésa es la manera de actuar de cualquier carnívoro cuando se enfrenta con la tarea de devorar una presa de cierta envergadura… Es muy simple: empiezan siempre por las partes más blandas, las que son más fáciles de engullir. Si después de este primer bocado se les acaba el hambre o se tienen que marchar porque aparece alguien…, pues ya tenemos como resultado lo que tanto estimula… la imaginación de nuestros vecinos. En fin. Ah, sí; la luna llena. Falta lo de la luna llena. Interesante tema. Bueno…, no quiero padecer pedante, pero… En fin. La influencia de la luna sobre las personas y los animales, y sobre ciertos ciclos naturales como las mareas o las cosechas, es algo demostrado… científicamente. Parece ser que la mayoría de los animales se muestran más nerviosos, o más agresivos, cuando hay luna llena, lo cual explicaría que un animal salvaje atacase precisamente en esas ocasiones. Pero es que con los seres humanos ocurre otro tanto. De hecho, la figura del hombre lobo no es sino la exageración fantasiosa de ciertas patologías, de ciertos estados morbosos que padecen algunas personas, y que son víctimas de una mayor irritabilidad y nerviosismo precisamente en esa fase del ciclo lunar. Si además el individuo es un loco, un perturbado, se vuelve mucho más agresivo e incluso puede llegar a matar cuando se encuentra en ese estado.

En ese momento estábamos mi madre y yo escuchando embobados lo que decía mi padre. Él era consciente de que en cierto modo había sofocado por fin la sedición, y tal vez por eso bajó un poco la guardia, dispuesto a mostrarse magnánimo con su adversario.

—Pero no os preocupéis —continuó—, no creo que Brañaganda se haya convertido en el terreno de actuación de un nuevo Jack el Destripador. El asesino compulsivo es un personaje típicamente urbano. Pero menos aún creo en la teoría del hombre lobo. Puestos a rechazar un origen meramente animal en esas agresiones, me inclinaría más por la simple y terrible y ferocísima naturaleza humana. Te aseguro, Orlando, que el ser humano puede llegar a cometer las más horribles atrocidades, las más inimaginables, sin necesidad de que le salgan pelos por todo el cuerpo y le crezcan las uñas y los colmillos. Es más: una ligera aportación del instinto animal seguramente haría al asesino un poco menos cruel. Si no, pregúntales a los padres y a los abuelos de tus compañeros de la escuela, o de los que se bañan contigo en el río. Pregúntales lo que significó el paso de los falangistas por estas tierras, durante la Guerra Civil…

—¡Enrique! —le interrumpió mi madre—. ¿Tú crees que es conveniente…?

—Sí, Marta, sí. Orlando se está haciendo mayor. Si está preparado para contradecir a su padre también lo debe estar para empezar a conocer el país…, el mundo en el que vive. No voy a descender a los detalles —continuó dirigiéndose a mí—. Solamente te diré que el famoso lobishome quedaría convertido en una hermanita de la caridad si comparásemos su modus operandi con el de aquellos hombres que se enseñorearon del valle durante unas semanas. Al fin y al cabo…, parece ser que Sara y Rosalía murieron rápidamente, asfixiadas por la presión de unas mandíbulas en el cuello, y que fueron devoradas post mortem. Lo otro era peor…, mucho peor. Y lo más triste del caso —concluyó, como si hablara consigo mismo— es que fueron personas, por llamarles de alguna manera, de aquí, del valle, quienes condujeron a los pistoleros hasta las casas de sus víctimas.

Mi padre guardó silencio; y los demás tampoco nos atrevíamos a decir nada, impresionados por el horror que sugerían, en su ambigüedad, aquellas palabras.

Pero, al parecer, Norberto no estaba tan impresionado, porque levantó la vista de la mesa y dijo en tono risueño:

—¡Qué bien hablas, papá! Si yo fuera el lobishome, pediría que fueses mi abogado.

Mi padre, mi madre, yo mismo, nos quedamos mirándole sorprendidos, casi horrorizados. La impresión se atemperó —pero no desapareció completamente— cuando alguien, quizá mi madre, recordó que en casa se había repetido muchas veces, meses atrás, una frase casi idéntica que solía decir un paisano: una frase humorística que se refería genéricamente al cerdo en vez del lobishome, y que tal vez Norberto la había adaptado para la ocasión.