La señora de Freire vivía en un viejo caserón medio oculto entre los árboles, en un extremo del bosque que pertenecía a su familia desde tiempo inmemorial: un bosque espeso e inculto que descendía en desigual pendiente hasta el cauce mismo del río. La casa había sido un pabellón de recreo en el que los abuelos de doña Isabel, que tenían propiedades en Vegadauga y en Semellade, se retiraban de vez en cuando con el pretexto de practicar la caza y la pesca; dos actividades para las que el lugar era inmejorable.
Cuando mis padres llegaron a Brañaganda, el pabellón llevaba décadas cerrado, y nadie había entrado en él desde antes de la guerra; pero al poco tiempo apareció la señora, dispuesta a rehabilitar el edificio y a quedarse a vivir en la garganta. Su mudanza al viejo caserón de los Freire fue recibida con recelo y desconfianza por los lugareños, pues aunque muchos podían recordar todavía la presencia de su familia en el valle, nadie sabía nada acerca de esta última descendiente, ni ella se mostró muy dispuesta a satisfacer la curiosidad de sus nuevos vecinos. Como ocurre a menudo, lo que no se sabía, que era mucho, fue sustituido por el rumor, la leyenda o la mitología. Empezando por su edad, que era un misterio perdido en el difuso territorio que va de los cuarenta a los cincuenta, circulaban por el valle todo tipo de rumores, algunos sin el menor fundamento, acerca de la señora: aparte de los que incluían a su criada —mencionados ya en esta historia—, se decía de la de Freire que era morfinómana, que había vivido en París como amante de un famoso poeta, que escondía una parte del oro de Moscú, o que su misteriosa cojera ocultaba alguna inconfesable deformidad.
Mi padre —que tal vez era el habitante del valle que más había tratado con ella— se refería con desprecio a esas habladurías cuando alguna de éstas salía a relucir en las charlas hogareñas; y aportaba, como de costumbre, una versión mucho más racional y desmitificadora. «La señora es una mujer inteligente, y muy cultivada —solía decir—. Su único problema es que se ha negado a asumir el papel que la sociedad le tenía asignado…, y eso inspira siempre antipatía y desconfianza. Seguramente ha vivido una juventud intensa, tal vez desordenada… Pero ha acabado desembocando en una especie de misantropía: en una necesidad de estar sola; y a lo único que ahora realmente aspira es a que la dejen en paz».
Yo acompañé a mi padre hasta la casa de la señora, cuando se dispuso a pintar el retrato que ésta le había pedido. Bajamos por el sendero que atravesaba el bosque, cargados con el caballete y el lienzo y la caja de pinturas; y después de un cuarto de hora de trabajoso descenso divisamos el tejado puntiagudo de la casa, sobresaliendo apenas entre las copas de los árboles que la rodeaban. Vista desde el sendero que continuaba en dirección al río, la casa parecía una casita de cuento, una humilde cabaña de leñadores, como podía ser la de Marcelino; pero a medida que uno se iba acercando a ella descubría que aquel ingenuo tejado a dos aguas tan sólo era la punta de un ala del edificio; y que éste se prolongaba en otros cuerpos y dependencias que miraban ya hacia la otra vertiente del bosque, más llana y desembarazada de vegetación. Yo había visto muchas veces la casa al pasar por el sendero, o desde las montañas del otro lado del valle, como una mancha de apariencia rocosa sofocada por las copas de los árboles. Pero nunca había estado dentro; y ése era uno de los atractivos que tenía para mí aquella expedición, equiparable incluso a la posibilidad de recibir de lleno alguna de las turbadoras miradas de la señora de Freire.
Doña Isabel nos recibió con su habitual amabilidad, sobria y nada afectada, y nos condujo por pasillos sombríos y salas llenas de cortinajes y antiguos muebles, hasta el lugar escogido para realizar el retrato. Éste era una especie de galería acristalada que daba a un pequeño jardín con un cenador en desuso, y que por su orientación y luminosidad parecía el lugar más idóneo de la casa. A mí me extrañó que no saliera a abrirnos la criada, y que no la viéramos en ningún momento del recorrido que hicimos por la casa. Pero vaya por anticipado que no le vimos el pelo en toda aquella mañana, ni tampoco a la siguiente; y que sólo el último día —cuando yo barajaba ya truculentas hipótesis— apareció como si tal cosa, con su mutismo habitual, para acompañarnos hasta la puerta de salida.
Así pues, llegamos a la galería, y mi padre empezó a disponer el material de trabajo con su característica parsimonia, nada impresionado por la presencia de la señora, que se había sentado desde el principio en el lugar que le estaba destinado y se esforzaba en disimular su impaciencia. Se disponía por fin a situar a la modelo en la posición exacta, cuando se volvió hacia mí repentinamente, como si no hubiese reparado en mi presencia hasta ese momento.
—¿Vas a quedarte aquí? —me preguntó—. Pensaba que sólo me ayudabas a traer los trastos.
—Mamá me ha dicho que me quede todo el rato —respondí.
La señora sonrió, y mi padre puso un gesto de resignación que yo ya le conocía. Con ese sólido argumento —esgrimido, por cierto, con nula diplomacia—, yo intentaba defender mi derecho a permanecer allí.
—Bueno —me dijo—, pues si tu madre te lo ha pedido harías muy mal en no obedecerla. Pero luego no me vengas con que te aburres, que te conozco. Ya sabes que esto va muy despacio.
Ya iba a protestar por su falta de confianza cuando la señora intervino en mi ayuda.
—Déjelo, don Enrique, seguro que se portará bien… Puedes coger algún libro si te aburres —añadió dirigiéndose a mí—; algunos tienen magníficas ilustraciones. Y aquí hay buena luz para leer.
La verdad es que tardé muy poco en seguir el consejo de la señora. Yo sabía que en aquella casa había una verdadera biblioteca, una habitación con todas las paredes cubiertas por anaqueles atestados de libros. Pero incluso en la pieza que ocupábamos había una librería, un mueble sólido en el que se alineaban los tomos de una enciclopedia, y algunos volúmenes de botánica y ciencias naturales. Husmeando entre estos últimos di con uno que parecía ser de anatomía, y empecé a ojearlo con previsible esperanza, seguro en la intimidad que me proporcionaban el rincón apartado en que me hallaba y la necesaria concentración que mantenía distraídos al pintor y la modelo. Pero las láminas del libro degeneraron en desagradables imágenes de vísceras y deformidades, y en torsos y miembros diseccionados —músculos y tendones, y capas adiposas—, apartada la piel por garfios despiadados, como si fuera el telón del dolor y la náusea.
Abandoné el rincón de la librería y me propuse seguir de cerca el trabajo de mi padre, igual que hacía mi hermano. La señora llevaba un vestido muy elegante, aunque sencillo; y mi padre la iba a pintar sentada en una regia butaca, sosteniendo en una mano un libro entre cuyas hojas se perdía su dedo índice, como si hubiera interrumpido un momento la lectura para mirar el paisaje que se veía por la ventana, o para responder a algún amigable interlocutor.
No llevaría mi padre ni un cuarto de hora trabajando con el dibujo a carboncillo, cuando se produjo la primera interrupción.
—¿Ha empezado ya… con el vestido? —preguntó inesperadamente la señora.
—Bueno…, sí, he empezado a…
—Espere entonces. Un momento. Se me olvidaba un detalle.
Doña Isabel se levantó de su asiento y se dirigió a una mesa que había cerca, inclinó la cabeza a un lado y empezó a manipular con ambas manos a la altura de la oreja.
—No quiero —dijo mientras dejaba sobre la mesa el primer pendiente— salir con ninguna joya en el retrato.
—¿Igual que Cándida? —dije yo.
—Sí —dijo ella lentamente, pero sin mirarme—. Más o menos igual que Cándida.
—Orlaaaando —dijo mi padre— seguro que las láminas de esos libros de los que tan pronto te has cansado son mucho más interesantes que esta fase de mi trabajo.
Capté la indirecta. Pero seguí contemplando embobado cómo la señora se quitaba, con movimientos llenos de distinción, el único collar que llevaba, varios anillos y una pulsera.
—Así esta mejor —dijo con satisfacción, mientras volvía a la butaca y adoptaba de nuevo la pose para el retrato.
—Pero… —no pude dejar de hacer notar, al fijarme en su mano izquierda— aún lleva un anillo. Ése no se lo ha quitado.
—¡Orlando! —protestó mi padre.
—No se preocupe. Es normal que lo pregunte… Este anillo —añadió mirándome a los ojos por primera vez— no me lo quito nunca. No me lo podría quitar aunque quisiera. Se me ha hecho pequeño y habría que cortarlo…, hacerlo reparar y todo eso. Y no estoy dispuesta. Porque significa algo muy especial para mí… Espero haber satisfecho tu curiosidad —añadió colocándose de nuevo en la pose.
El tono de sus últimas palabras dejaba bien claro que no convenía hacer más preguntas, de modo que acallé mi curiosidad —que en realidad distaba mucho de estar satisfecha— y me conformé con el privilegio, no menor, de seguir mirando.
Mi padre acabó en poco tiempo el dibujo al carboncillo, y empezó a aplicar los colores de base con pincelada segura, con cierto deleite, porque ésta era una fase mecánica, relajada, que no comprometía en absoluto el resultado final del cuadro. Pero la ejecución del retrato de su mecenas se convertiría para mi padre en una tarea mucho más dificultosa y accidentada de lo que en un principio había imaginado.
La señora, que tan serena y mesurada era en la conversación, se reveló desde el primer momento como una modelo inquieta y extraordinariamente nerviosa. Interrumpía el trabajo constantemente pidiendo una pausa para descansar, pretextando que se le entumecían los músculos, y paseaba de un lado a otro de la habitación mientras cruzaba, por pura cortesía, algunas palabras con el artista. Fue entonces cuando descubrimos que doña Isabel fumaba; porque a la tercera o cuarta interrupción acabó pidiendo disculpas y sacando un cigarrillo de una cajita de madera que había estado todo el rato inocentemente colocada encima de la mesa. Mi padre no mostró la más mínima extrañeza, o al menos la disimuló muy bien. Pero a mí me resultó muy chocante porque nunca había visto fumar a una mujer, y además se daba la curiosa circunstancia de que mi padre no era fumador, ni lo había sido en su vida, lo cual le daba al acto de la señora un matiz aún más exótico o, si se quiere, trasgresor.
Cuando la de Freire encendió el primer cigarrillo y empezó a aspirar con voluptuosidad, y a soltar después por la boca y por la nariz un humo denso y blanquecino, yo debí de quedarme mirándola con la boca abierta, como el zoquete que era en aquellos tiempos; porque esbozó una sonrisa amarga y desdeñosa, vagamente irritada cuando reparó en mi actitud, en una de las nerviosas miradas que dirigía a un lado y otro. Pero al evidente placer que le produjo el primer cigarrillo le siguió una manera de fumar agónica, compulsiva; un ritual al que se lanzaba presurosa en cuanto por propia iniciativa abandonaba la butaca de los tormentos. A veces encendía el cigarrillo para apagarlo unos segundos después aplastándolo en el cenicero, y dirigirse de nuevo a su asiento mientras de su boca salía, junto con el humo de la intensa calada, un animoso «¡Venga, vamos a seguir!».
Para colmo, o tal vez como consecuencia de ello (de la atmósfera de humo y opresión que se estaba creando en la galería), el trabajo de mi padre chocó con algunos obstáculos que él, confiado en su técnica —e infalible con los parecidos—, no había imaginado. Si de algo estaba seguro como pintor era de su capacidad para reproducir un modelo. Pero cada vez resultaba más evidente que en el rostro de la señora había algo que se resistía a ser capturado; como si fuera una esencia inaprensible que sólo residiese en el relieve y en la materia viva.
Este tropiezo se manifestó ya el primer día, pero mi padre era un tipo tranquilo cuando se ponía a pintar, y no perdía los nervios fácilmente. No se quiso obsesionar con el problema: continuó con otros aspectos relativos al fondo; y dio por acabada la sesión —que aun así se hizo interminable— antes de lo que tenía previsto. Pero el segundo día chocó con el mismo muro. Y entonces empezó a preocuparse de verdad. Algo había en el parecido que se le escapaba, por más que lo mirase y remirase e intentase convencerse de que no, de que no era más que una aprensión de su mente obsesionada. Sin dejar de ser doña Isabel, la mujer de la tela tenía siempre algo desagradable e impreciso; algo que mi padre no podía dar por bueno y que le acababa repugnando a fuerza de intentar atraparlo.
Empezaron entonces los intentos cada vez más desesperados por salvar la empresa, los muebles, el barco que se hundía irremisiblemente. Probó a cambiar la dirección de la mirada, por si el problema radicaba ahí; pidió un espejo para ver los dos rostros —el pintado y el real— desde esa nueva perspectiva no contaminada y detectar así la diferencia. Pero ninguno de estos subterfugios dio resultado, ni le sirvió para escapar a esa especie de maldición del retratista que él nunca había experimentado hasta ese momento.
El tercer día, que a la postre sería el último, se abrieron las ventanas para que se renovase el aire de la habitación; la señora empezó a liar los cigarrillos antes de fumárselos, porque los que había en la caja —que eran hechos a mano— se habían acabado; el pintor le dio conversación, obligándola a hablar mientras posaba; borró completamente la superficie del cuadro que correspondía al rostro y lo empezó de nuevo, partiendo de cero; cambió la posición de la butaca buscando una luz más apropiada; el artista acabó resoplando, suspirando y maldiciendo para sus adentros porque su labor se empantanaba miserablemente, se ensuciaba sin remedio en lo que ya era una pesadilla, tan densa como el ambiente opresivo y el aire viciado de la vetusta casa de la señora de Freire.
Voluntariosa, tercamente, como quien intenta reanimar a un cadáver, mi padre prolongó aquella sesión más allá de lo razonable… sólo para acabar rindiéndose y teniendo que admitir su derrota.
—Lo siento —le dijo a su modelo, con el pesar y la amargura del orgullo herido—. Yo… no entiendo cómo… Nunca me había pasado esto… Lamento mucho…
—No se preocupe. Me hago cargo… No tiene por qué disculparse.
Doña Isabel se mostró comprensiva, pero era evidente que la situación también a ella le resultaba muy incómoda. En aquel momento yo era un niño, y no me di cuenta de la carga de frustración que contenía aquel fracaso. Hoy, en cambio, me imagino que se sentían los dos como si hubieran sido los actores de un acto amatorio no consumado, irremediablemente frustrado; y que el mutuo respeto que se profesaban no podía borrar la desagradable sensación de haberse quedado a medias. Por no hablar del fantasma de las comparaciones, siempre odiosas, que flotaba sobre nuestras conciencias sin que nadie —ni siquiera yo, por una vez prudente— se atreviese a mencionarlo.
A mí toda la historia del retrato frustrado me sirvió para desenamorarme de doña Isabel, tan fácil y tan livianamente como me había enamorado, porque no me gustaba su manera ansiosa de fumar, ni la forma en que el humo salía por su nariz, deslizándose como una serpiente; y porque no me había vuelto a mirar de aquella manera; y porque las cosas de la señora siempre eran así, como el libro de anatomía que había en su biblioteca, como la broma que le hizo a Norberto con lo de la criada: algo muy atractivo y prometedor… que acababa con un estremecimiento parecido al miedo.