Acabado el retrato, la rutina de la vida cotidiana volvió a la escuela de las montañas. El lunes se reanudaron las clases; y mi padre, después de aquellos días de absorbente dedicación a la pintura, regresó con placer a su simbólica tarea de vigilar los bosques. Su trabajo era un inmejorable pretexto para reencontrarse —si es que no estaba ya bastante presente a su alrededor— con la naturaleza: una saludable droga que él siempre necesitó, y que había sustituido durante unos días por algo bien distinto. En cuanto a Cándida, tal vez necesitaba algún tiempo para digerir la impresión que le había causado verse plasmada en el lienzo, porque estuvo varios días sin aparecer por nuestra casa.
Pero el domingo por la tarde, cuando parecía que la semana ya no daría nada más de sí, recibimos la visita de doña Isabel, la señora de Freire, la mujer que le había proporcionado a mi padre el trabajo de guardabosques.
Era la hora de la siesta. En casa teníamos muy claro que aquélla era la hora de la siesta aunque ni los niños, por demasiado inquietos, ni mi madre, por demasiado laboriosa, hacíamos uso de ella. Mi padre sí. Necesitaba recuperar parte del sueño que le quitaban dos hábitos, o vicios, que él practicaba sin empacho y que no suelen ir unidos en el mismo individuo: el de trasnochar y el de madrugar.
Mi madre fregaba los platos en la cocina, y Norberto estaba hojeando unos libros, actividad que solía hacer tirado en el suelo, a la sombra del sofá; pero yo había salido al patio a darle patadas a una pelota medio desinflada que teníamos; y por eso fui el primero en ver a la señora y a su sirvienta caminando en dirección a la escuela. Subían por la rampa de acceso a la vivienda, con la evidente intención de llamar a la puerta, ataviadas con esa ropa tan rara que llevaban siempre y que parecía sacada de otra época: unos vestidos largos, oscuros, entre elegantes y austeros, que mi padre —cuya familia procedía del mundo de la escena— definía como «de guardarropía».
Siempre que yo había visto a doña Isabel iba acompañada, como esta vez, de su inseparable sirvienta —suponíamos que era su sirvienta, aunque no teníamos ninguna evidencia al respecto—: una mujer joven, alta, más alta aún por su pose rígida y estirada, y muy seria y silenciosa. Doña Isabel cojeaba ligeramente, aunque a veces casi no se le notaba, y tal vez por eso siempre que salía a pasear lo hacía del brazo de su criada, gozando así de un apoyo fiel y a la vez discreto.
La propietaria del caserón de los Freire era un personaje rodeado de cierto misterio y de un halo de prestigio que —al menos a mis ojos— le conferían algunos detalles que mi padre había apuntado acerca de ella. Se relacionaba poco con los vecinos del lugar, y menos aún fuera de su casa y del trozo de bosque que conformaba su finca. Por eso era todo un acontecimiento que se hubiera acercado a la escuela, con la aparente intención de hacernos una visita. «¡Claro! —dije para mí—. ¡Ha venido a ver el retrato de Cándida! ¡Seguro que es eso!». Así que corrí hacia donde estaban las dos mujeres, dispuesto a no perderme nada de aquel encuentro.
Llegué a su lado cuando ya habían llamado a la puerta.
—¡Hola! —dije, con escasa urbanidad, mientras oía a mi madre llamarme inútilmente dentro de casa para que fuera a abrir.
Doña Isabel y yo nos miramos en silencio, atentos a lo que se oía en el interior. Su mirada revelaba inteligencia, y también cierta ironía. Parecía que se reía un poco, como yo, de la transitoria ignorancia de mi madre. «¡Y ninguno de los dos es capaz de ir a abrir!», oímos rezongar claramente al otro lado de la puerta.
La puerta se abrió.
A mi madre le cambió la cara cuando reconoció a las dos mujeres.
—Ah… Hola… Buenas tardes —pronunció con cierta frialdad.
Y, mientras tanto, me lanzó una rápida mirada, como si mi presencia allí no le agradase.
—Buenas tardes, doña Marta —dijo la de Freire—. Ya veo que le ha sorprendido encontrarnos aquí. Estábamos dando un paseo —añadió después de un breve silencio— y nos hemos dicho: «Vamos a saludar a Enrique y a su familia».
Mi madre miró a la criada; pero ésta permanecía silenciosa, mirando con gesto inexpresivo a un punto indeterminado entre la cabeza de la maestra y el marco de la puerta, como si lo que allí estaba sucediendo no tuviese nada que ver con ella.
—Mi marido está durmiendo.
—Ah… Bueno… ¡Qué tontería! —dijo entonces la señora, cambiando bruscamente de entonación—. Está claro que no sirvo para estas pequeñas hipocresías. La verdad es que he venido movida por la curiosidad. Parece ser que Enrique…, su marido, ha pintado un cuadro bastante… notable.
«¡Lo sabía! —pensé yo—. ¡Pues se va a quedar de piedra cuando lo vea!».
—Si es por eso, yo se lo puedo enseñar —dijo mi madre observando fugazmente la forma en que doña Isabel se apoyaba en el brazo de la criada—. El cuadro está en la escuela.
—Se lo agradecería.
—Bien. Espere un momento.
Se diría que estaba dispuesta a entrar de nuevo en casa, tal vez para quitarse el delantal, pero entonces apareció mi padre. No parecía salir de una siesta, pues estaba tan pulcro y atildado como de costumbre.
—Buenas tardes, doña Isabel —dijo cordialmente—. ¡Qué sorpresa verla por aquí! Pasen un momento a tomar algo. Deben de estar cansadas.
—No, gracias, de verdad: tenemos algo de prisa. Y hay cosas… que me interesan más. Acabo de confesarle a su mujer que me muero de ganas de ver el famoso retrato.
—¡Ah, vaya! —dijo mi padre con modestia—. Ya le ha llegado la noticia.
—¿La acompañas tú entonces? —le interrumpió mi madre—. Yo tengo que hacer.
—Sí…, bueno… —vaciló mi padre algo desconcertado.
—Bien. Les dejo entonces… Señora.
La de Freire insinuó una inclinación de cabeza, y observó con una leve sonrisa cómo la maestra se alejaba por el pasillo.
—Bueno —dijo mi padre en tono conciliador—, vamos para allá entonces. Lo tengo guardado en la escuela, el retrato.
Era evidente que el interés se desplazaba ahora hacia las aulas. Les seguí a corta distancia. Estábamos todavía rodeando la casa, cuando la señora se detuvo inesperadamente a la altura de un banco de piedra que había al final de la pared.
—Espérame aquí —le dijo a la sirvienta en voz baja—, no tardaré mucho.
La mujer se sentó inmediatamente, aunque no de forma precipitada sino con esa especie de inexpresiva dignidad que regía todos sus movimientos. Se quedó muy tiesa, mirando hacia delante. Aquella brusca marginación no parecía haberle despertado ningún tipo de sentimiento. Me distraje unos segundos mirándola, y tuve que correr para alcanzar a mi padre y a doña Isabel, que abrían en ese momento la puerta de la escuela.
Aún pude oír parte de lo que mi padre estaba diciendo.
—… usted que disculparla. Está preocupada. Parece ser…, es muy probable… que esté embarazada… En fin, ya no lo esperábamos y…
Fue así como tuve la primera noticia de la más que posible ampliación de la familia. Aquel mismo día mis padres se verían en la obligación de hablarme del asunto, unas horas después. Pero, en aquel momento, mi padre no me dio ninguna explicación; estaba demasiado ocupado en ser amable con la señora; y yo lo comprendí muy bien: a fin de cuentas, doña Isabel era en cierto modo su mecenas, y ya le había comprado algunos cuadros.
—Espere un momento. Lo tengo aquí guardado —dijo el artista, abriendo un pequeño trastero que había al fondo del aula.
—¿Tan pronto lo ha escondido?
—Aquí está a salvo de la humedad. En casa no lo quiero colgar, y no hay sitio donde guardarlo. Al principio lo pusimos aquí, en la pared, pero distraía demasiado a los niños.
—Franco y Cándida —dijo la de Freire—. La bella y la bestia… Sólo en este rincón de las Españas se puede presenciar sin peligro semejante coyunda. ¡Qué pena que los haya separado!
Mi padre había sacado el cuadro mirando a la pared, de forma que de momento no pudiéramos verlo.
—A ver, por favor: vuélvase un momento… Orlando, sube esa persiana. ¡No sé por qué bajan las persianas —comentó quejoso—, como si no tuviéramos bastante con las nubes!
Mientras mi padre tanteaba con la alcayata yo subí la persiana. Doña Isabel había obedecido y estaba de cara a mí en ese momento. Al revés que su criada, ella miraba siempre directamente a los ojos.
—Ya está —dijo mi padre—, ya puede…
Doña Isabel se volvió hacia la pared, desde la que Cándida ya la estaba mirando. Se produjo un silencio denso, prolongado. Yo estaba fijando el soporte de la persiana y sólo veía la espalda de la señora, el talle de su anacrónico vestido, el complicado moño que sujetaba su pelo con severidad, sin dejar escapar ni un mechón de su nuca tirante: todo en perfecta inmovilidad. «¿Qué se creía ésta?», dije para mí, seguro de la impresión que le estaba causando el retrato.
Me acerqué a mi padre, y así pude ver la expresión de la señora. Seguía en silencio; y estaba muy seria. Miraba el cuadro con una concentración que pretendía ser muy serena. Pero alguna corriente subterránea agitaba su respiración, porque su pecho subía y bajaba acompasadamente, con un empuje que la delataba.
—No me avisó —dijo después de una eternidad— de que iba a emprender una obra de esta… envergadura.
—No lo consideré necesario —respondió él a la defensiva—. Le agradecemos mucho todo lo que hace por mí, pero…, la verdad…, como artista… necesito libertad, no puedo estar supeditado…
—Por supuesto, por supuesto. No me interprete mal. Además…, parece que no ha hecho mal uso de esa libertad.
—Modestamente…
—Me gusta —le interrumpió ella—. Me gusta cómo ha reflejado la…, la inocencia. Aquí hay un culto, un tributo a la belleza, pero es…, ¿cómo diría yo?, tan respetuoso que transmite una gran nobleza. Aunque la modelo —añadió mirando por primera vez hacia mi padre— se prestaba a otras interpretaciones.
—Sí, así es. Es decir…, es lo que he intentado. Me encantaría haberlo conseguido. Detesto el sentimentalismo ambiguo, insinuante, ese estilo relamido de Greuze, ya sabe, el cántaro roto… Por no hablar del erotismo aceitoso de Romero de Torres. He intentado huir de todo eso.
—Sí, eso se ve en la pincelada; una pincelada enérgica, sincera, diría yo… Es curioso, añadió mirando al cuadro con los ojos entrecerrados… Simoneta Vespucci pintada por… ¿tal vez Zuloaga?
—Las dos referencias son inevitables…
—Influencias aparte, ha pintado usted un gran retrato. Un soberbio retrato.
—No sabe cómo…
—De todas formas —le interrumpió ella—, no ha podido evitar idealizar un poco al personaje.
—Simplemente he sacado lo mejor que hay en ella. Como quien saca agua de un pozo. Pero eso es consciente, es… lo que debe hacer el artista.
—Yo he visto a esa chica con las orejas tan sucias como los gorrinos a los que les echa de comer. Por no hablar de…
—Esa imagen de la chica tampoco me parece muy objetiva —atajó mi padre, algo picado—. Y, además, ¿a qué viene ahora criticarla? Tengo entendido que se interesó usted por ella, que le pidió a su madre que se la dejara como sirvienta.
—No era como sirvienta —contestó la de Freire perdiendo parte de su seguridad—, era… Recibiría un buen sueldo. Necesito cuidados, con esta pierna. Además, estaba dispuesta a completar su educación.
—Mi mujer también lo intentó. No como usted, claro: nosotros no tenemos dinero. Pero quiso enviarla al liceo, a Ribadauga. Se movilizó: le buscó alojamiento, hasta una beca; pero la madre… es un hueso duro de roer.
—Dígamelo usted a mí. Al menos usted ha conseguido que se la preste como modelo.
—No es lo mismo.
—No, desde luego. Pero… Dejemos el tema. Hablemos de negocios… Le compro este cuadro —añadió después de una enfática pausa.
Mi padre se puso muy serio para decir, sin vacilar:
—Este cuadro no está en venta.
—Estoy dispuesta a pagárselo bien. Yo sé el valor que tiene.
—No es eso… Le agradezco su oferta. Pero este cuadro no se lo puedo vender.
Se produjo un momento de silencio en el que ambas partes parecían reorganizar sus posiciones. La señora empezaba a dar muestras de nerviosismo. Y ninguno de los dos hacía el menor caso de mi presencia.
—¿Y para qué lo quiere, eh? —preguntó ella con cierta brusquedad—. ¿Para tenerlo aquí escondido? Si ni siquiera lo puede colgar…
—¿Y usted? ¿Para qué lo quiere usted? Esto es un retrato…, una cosa personal.
Yo estaba impresionado al ver que mi padre hablaba a la señora con semejante firmeza. Pero ella no parecía ofendida: más bien estaban en una pugna de igual a igual.
—¿Por qué? —dijo ella—. Porque es lo mejor que ha pintado en su vida… Y tal vez no vuelva a pintar nunca algo tan bueno.
Mi padre lanzó un suspiro de cansancio, pero no de rendición.
—Mire… No puedo darle este retrato —mi padre tomó fuerzas antes de continuar— porque pertenece a Cándida. Yo sólo lo guardo hasta que ella alcance la mayoría de edad. De hecho, siempre he regalado el cuadro a las personas que han posado para mí. Pero en este caso… no quiero que mi obra caiga en manos de Delfina.
—De todas formas acabará cayendo en sus manos.
—Eso aún no lo sabemos. Pueden pasar muchas cosas en seis años.
La de Freire hizo un último esfuerzo. Por unos momentos abandonó su posición de fuerza y habló con suplicante anhelo. En esos momentos me pareció que era una mujer muy guapa.
—¡Por favor —suplicó—, véndamelo a mí! O si no quiere venderlo, déjemelo en préstamo. En mi casa estará más seguro que aquí. Después, cuando…, cuando llegue el día, yo misma se lo devolveré a… su legítima propietaria.
—Por favor, señora —dijo mi padre con muestras de sufrimiento—, no me presione más. No me obligue a ser tan descortés. Yo… la aprecio…
—Ya veo. No se preocupe —le interrumpió ella, recuperando al instante el control de sí misma—. No se tome esto muy en serio. Digamos que… tenía que intentarlo. De todas formas tiene usted suerte: admiro de verdad a los buenos artistas. Y respeto enormemente su propiedad… intelectual.
—Es la única que yo tengo.
—Lo sé. Y ya le he dicho que la respeto.
—Y yo se lo agradezco.
—De todas formas, me debe una compensación.
—Dígame cómo la puedo compensar —dijo mi padre más relajado— y si no va… ¿cómo decían los antiguos? «Contra Dios ni contra mi honra…».
—Que yo sepa no. Se trataría de que me hiciese a mí un retrato. A ver si la inspiración le vuelve a visitar y tenemos otra obra maestra. Aunque… —añadió con una especie de hastiada ironía— algo me dice que no va a ser lo mismo. Por supuesto —concluyó—, le pagaré el precio que usted me diga.
—Sí —replicó mi padre—, el dinero nunca es un problema para usted.
—¡Por favor! No entiendo esa absurda conciencia de clase. ¿Por qué le dan tanta importancia al dinero? Parece evidente que no me sirve para conseguir todo lo que querría, mientras que usted…
Mi padre no se pudo negar, aunque se notaba que la petición le cogía un poco por sorpresa. Se mostraba desconcertado, y al principio insinuó algunos problemas meramente logísticos, porque el retrato se tendría que hacer en casa de la señora; pero finalmente acabó confesando que le preocupaba la reacción que tendría mi madre, y que le iba a costar convencerla de la conveniencia de hacer ese «trabajo».
—No dudo que sabrá usted convencerla —dijo la de Freire—. Está claro que puede ser muy persuasivo cuando se lo propone; si no, no habría conseguido que Cándida posara para usted con esa naturalidad.
—Bah, no fue tan difícil. Al final resultó ser una buena modelo.
—Sí —concluyó la señora irónicamente—. Una perla en el muladar. Un diamante en bruto.
Finalmente, el artista quedó en bajar al día siguiente al caserón de la señora para tantear el terreno e incluso hacer algún boceto preliminar. Se despidieron allí mismo, sin ninguna ceremonia; y mi padre me dijo que acompañara a doña Isabel hasta el camino, porque él se quedaba en la escuela recogiendo el cuadro.
No dejó de extrañarme esa curiosa forma de poner fin a la entrevista; pero obedecí de inmediato sin pensar más en ello.
Cuando salimos afuera, vimos a mi hermano Norberto hablando con la criada de doña Isabel. Estaba de pie delante de la mujer, y ella continuaba sentada en el banco, en la misma pose que la dejamos cuando entramos en la escuela. Al acercarnos nos dimos cuenta de que Norberto le preguntaba algo con insistencia, pero ella no respondía nada, ni le dirigía siquiera la mirada. En cambio, se levantó maquinalmente cuando vio que la señora se aproximaba, y le tendió el brazo con precisión cuando llegó a su altura.
—¿Por qué no habla tu criada? —le preguntó mi hermano a la señora, con legítima curiosidad.
—No es mi criada —le contestó ella al tiempo que empezaban a caminar—, es mi doncella.
—¿Y por qué no habla? ¿Es muda?
Doña Isabel se detuvo un momento y se agachó hasta que su cabeza quedó casi a la altura de la de mi hermano.
—No es que sea muda —le dijo acercándose todavía un poco más—. ¡Es que le comió la lengua un gato!
Norberto retrocedió un paso, en un instintivo gesto de repulsión, o de temor. La consabida frase que se suele decir a los niños había adquirido, en boca de la señora, por el tono en que la dijo y el brillo de sus ojos, una inquietante significación que asustó un poco a mi hermano. Incluso yo, que en cuestión de minutos me había enamorado un poco de doña Isabel, sentí un vago estremecimiento al oír sus palabras, como si —por absurdo que pudiera parecer— resultaran de pronto siniestramente verosímiles.
Aquella noche, cuando ya llevaba un rato metido en la cama, oí buena parte de una conversación bastante agitada que mantenían mis padres. A veces apenas se entendía lo que decían; pero en otros momentos el calor de la discusión les hacía alzar la voz sin darse cuenta. Por la línea de luz de la rendija inferior de la puerta pasaban fugitivas sombras, con una regularidad pautada que coincidía con el gemir de los pasos sobre la tarima de madera. Yo sabía que era mi padre, que en estos casos recorría la sala arriba y abajo, como una fiera enjaulada, en su esgrima dialéctica con una oponente inmóvil pero no menos peligrosa.
—¡No me gusta esa mujer, Enrique! ¡Por más que digas no me gusta y no me gusta, y ya está!
—…
—¡Podías haberle dicho que no! No puede obligarte.
—Pero, mujer… No puedo negarme. No es por obligación, es un compromiso moral. Nos ha ayudado mucho… Mi trabajo…
—Ya sabes que si por mí fuese no habrías aceptado ese trabajo.
—Sí, ya lo sé. ¡Y que nos hace falta el dinero también lo sé!
—¡No me gusta, Enrique!… Todo lo que cuentan de ella…
—Pero ¡si tú siempre has rechazado las habladurías!
—Dicen que son… eso…, sáficas. Ella y la gigantona esa de su criada.
—¡Así es la gente de maliciosa y de… ignorante! En cuanto dos mujeres viven solas sin necesitar de ningún hombre ya tienen que ser lesbianas. ¡Parece mentira que tu secundes esas…, esa intolerancia!
—¡Enrique, por favor, no vayas! Aún le puedes decir que no. ¡Dile que no puedes…, que has cambiado de opinión!
—¡Por favor, Marta…, basta! ¡Ya te he dicho que eso es imposible! Serán cuatro días, mujer, cuatro días y ya está… Y me pagará bien.
—¡Sí, así es como te compra, como compra… tu compañía!
—Pero… ¡¿qué dices?!
—¡Chist!… No grites. Aún nos van a oírlos niños… Seguro que Orlando ya se ha despertado.
La sombra que en ese momento pasaba por la puerta se quedó inmóvil, y se produjo en toda la casa un silencio expectante, poblado aún por los ecos de la discusión; un silencio en el que se escuchaba el tictac del viejo reloj de pared y el suave silbido de la lámpara de acetileno. Yo me quedé completamente quieto, fingiendo dormir. Al verme sorprendido había recostado la cabeza precipitadamente y ésta me había quedado de lado, mirando hacia mi hermano. Me llevé una buena sorpresa cuando vi, a la difusa luz que entraba por la rendija, que Norberto tenía los ojos abiertos y me estaba mirando, y que estaba tan despierto como yo. Mis padres reanudaron la conversación al cabo de un rato, pero lo hicieron en un tono tan bajo que ya no pude entender nada de lo que decían. Tal vez la interrupción les había hecho reflexionar, y se habían calmado un poco. A mí, particularmente, me había hecho perder una de las dos palabras que acababa de descubrir y que me había propuesto no olvidar hasta el día siguiente, convencido de que tenían algo de prohibido.
Pero la otra creía haberla memorizado. Me dormí pensando que al día siguiente, en cuanto me despertase, iría a toda prisa en busca del diccionario.