LAS DOS CÁNDIDAS

Los días que mi padre dedicó a pintar el retrato de Cándida fueron días festivos y excepcionales, presididos por un difuso optimismo y una inevitable alteración de las costumbres.

Cándida llegaba a media mañana, después de haber cumplido con sus obligaciones en lo de Besteiro, y posaba para el retrato con apenas alguna pausa hasta la hora de comer. No había niños en los pupitres, ni jugando en la explanada de afuera, porque estábamos en las vacaciones escolares de Semana Santa; y por las mañana brillaba entre las nubes blancas y grises el sol alegre de principios de abril: un sol que ya empezaba a molestar con su picorcillo y que hacía brillar el verde elemental de las hojas mojadas.

No parecía sino que Cándida traía el sol prendido de su cabellera, porque en cuanto ella se marchaba las nubes se cerraban definitivamente, como si ya no hubiera nada interesante para ver, y empezaba la monotonía gris de la llovizna. Solamente los dos últimos días estuvo el cielo nublado mañana y tarde, pero para entonces mi padre ya había hecho lo más importante del retrato, y trabajaba en la figura, en el fondo, o en interminables retoques que no afectaban a la esencia de la luz ni al parecido.

Pero lo más apasionante de aquellos días fue asistir a la lenta materialización de un verdadero retrato al óleo, un cuadro de gran tamaño, con la perfección, la minuciosidad y el empaque de los que se podían ver en los museos o en las láminas del «libro gordo del despacho»; un grueso tomo cuyo nombre procedía de épocas anteriores a mi nacimiento, y que era la única referencia objetiva que yo tenía sobre el estilo de algunos pintores ya consagrados.

Desde que tenía uso de razón yo sabía que mi padre pintaba muy bien, aunque no fuera profesional de la pintura, y que además era un buen retratista; pero nunca le había visto embarcado en una obra tan ambiciosa, de modo que seguí todo el proceso con gran interés. Era muy curioso ver cómo la imagen emergía lentamente, cada vez con más relieve —cada vez con más profundidad—, de la superficie del lienzo, que no era más que una tela tensada por un bastidor y que se hundía ligeramente bajo la presión de los pinceles.

Pero ese proceso mágico no era perfectamente gradual, como lo puede ser el revelado de una fotografía, sino que tenía su peculiar ritmo interior y sus aparentes contradicciones.

Mi seguimiento del trabajo era ocasional, discontinuo, y a veces sucedía que en varias de mis visitas no se había producido ningún cambio perceptible; mientras que más adelante, en cuestión de minutos, aparecía en el cuadro un elemento nuevo cuyo nacimiento sólo el incansable Norberto —abonado al pupitre más cercano al caballete— había tenido el privilegio de presenciar.

Otras veces, sobre todo en las fases iniciales, la pintura parecía dar un paso atrás; retroceder penosamente en un incomprensible esfuerzo de negación o de búsqueda. Como cuando el propio autor ensució con grosera pincelada, con feos colores uniformes, tapándolas incluso en algunos puntos, las elegantes líneas que el carboncillo había trazado en la tela, en cuyo dibujo detallado se veía ya la perspectiva y el parecido con la modelo. Pero el desaguisado se arreglaría milagrosamente, y aquel feo color arena de la cara o las manos sería la base de increíbles volúmenes y matices; y lo mismo que ésta, la pintura me deparaba aún otras maravillas que no me imaginaba.

Yo no tenía la paciencia de mi hermano para seguir el proceso pincelada a pincelada, pero no por ello dejé de asistir a la lenta aparición de otra Cándida; una Cándida gemela a la de carne y hueso, tal vez un poco más delgada, un poco más solemne, que sostenía un feixe de ramas de avellano con un fondo de prados declinantes sobre los que fulguraban el azul del cielo y el gris de las nubes. La alusión al paisaje del lugar, aunque imprecisa, era evidente; el cielo era el mismo que se veía desde la escuela mientras mi padre estaba pintando; y la mirada era la misma mirada transparente y vulnerable de nuestra Cándida.

Para ello tuvo que posar durante horas y horas; y hay que reconocer que lo hizo con tesón y paciencia, y que superó con determinación de adulto las lógicas dificultades de un trabajo que nunca había hecho, y que significaba ser minuciosa y constantemente observada. A mí me hacía gracia lo seria que estaba al principio, su solemnidad recelosa, ella que tenía la risa fácil y un brillo juguetón, infantil, presto a asomarse a su mirada.

—¡No estés tan seria, Cándida! Tienes que estar… natural, y ya está —le decía yo, presumiendo de falsa experiencia en algo que a ella le imponía tanto respeto.

—No te preocupes. Ya te relajarás —le dijo entonces mi padre—, tenemos varios días por delante para acostumbrarnos.

Tal vez Cándida estuvo un poco envarada al principio por el hecho de tener que mirar al pintor directamente a los ojos, al menos en los momentos en que éste trabajaba en el rostro, o en aspectos relacionados con la expresión. Mi padre había optado por un retrato de mirada frontal, porque afirmaba que la mitad de lo que quería expresar en el cuadro estaba en la mirada de Cándida, y que si la sabía captar habría conseguido lo que quería.

Cándida apenas se podía creer que al final el retrato también miraría a los ojos, como si estuviese vivo, y que además lo haría desde cualquier punto que uno lo mirase, sin necesidad de ponerse exactamente delante de él.

—Ya verás…, ya verás cuando esté acabado —le decía yo.

Lo cierto es que Cándida se acostumbró pronto a mirar a mi padre, y al poco tiempo era evidente que se encontraba a gusto y orgullosa de su papel de modelo; y acabó hablando animadamente con el artista y contándole las penas y las alegrías de su vida en El Sollado, y la nostalgia que sentía de sus últimos años en la escuela.

Incluso el pintor, dentro de su habitual discreción, se mostraba algo más hablador que de ordinario, y era evidente que se sentía cómodo, relajado, y que trabajar con Cándida le resultaba grato y estimulante.

A mí no me parecía muy serio aquel constante charla que te charla, y le dije a mi padre que tanta confianza podía estropear el retrato.

—Es una de las cualidades que ha de tener el buen retratista —me contestó él—, saber crear una atmósfera en la que la modelo, la persona que se retrata, se encuentre cómoda y se muestre tal como es.

«Debe de ser así —pensaba yo— porque nunca había visto a papá tan charlatán como estos días». Aún me faltaban años para llegar a comprender que mi padre era un hombre extraordinariamente tímido, y en cierto modo un misántropo; y que una de las pocas veces que se encontraba a gusto y seguro de sí, era precisamente cuando estaba pintando, protegido por la intermediación de la actividad artística; y que seguramente la esencial inocencia de Cándida, su sinceridad no resabiada, era como un bálsamo para él.

Mi padre no podía evitar que Norberto y yo contempláramos el cuadro en las diferentes fases de su realización, pero se negó a que Cándida viera su retrato hasta que no estuviera acabado; lo cual me daba a mí una ventaja suplementaria para hacerme el interesante frente a una Cándida picada ya por la curiosidad.

—No sé, Cándida… —decía yo, misterioso, mirando junto a mi padre lo que para ella no era más que una tela grisácea cruzada por los listones del caballete—, me parece que te va a gustar bastante cuando lo veas…

En realidad, yo estaba impresionado por la magnitud que iba tomando el cuadro: un soberbio retrato con la rotundidad de las obras que salen inspiradas, que se podría haber definido —hoy quizá puedo decirlo— como un curioso híbrido entre un Botticelli y un Zuloaga; y que sin duda era lo más notable que hasta ese momento había pintado mi padre.

La misma impresión parecía tener mi madre, y así lo manifestaba cuando, muy de tarde en tarde, entraba en la escuela y le echaba un vistazo al lienzo.

—¡Ay, qué bonito! ¡Qué precioso está quedando! —exclamó una de las veces, ya hacia el final, con verdadero entusiasmo—. Ya verás, Cándida. ¡Te vas a quedar de piedra cuando lo veas!

Incluso el propio autor, de ordinario prudente y reservado —y muy crítico con su propio trabajo—, se empezaba a mostrar inusualmente optimista a medida que avanzaba el retrato.

—¡Así son los artistas! —decía mi madre—. Si su obra va bien ya son felices, y todo lo demás les parece estupendo. Pero si no les sale bien, si creen que han fracasado…

Un día estábamos sentados a la mesa, comiendo unas truchas que nos habían traído, acompañadas de unas patatas hervidas; y mi padre estaba de especial buen humor después de la sesión de aquel día, tanto que se puso a canturrear cierta romanza de una zarzuela que le gustaba mucho.

—¡Enrique…, por favor! —le interrumpió mi madre.

El uso del nombre propio en vez del habitual «papá» nos ponía sobre aviso a Norberto y a mí de que se iba a tocar algún tema que nos trascendía.

—¡Que estamos en Viernes Santo!

—¡Es verdad!… Perdona —se disculpó mi padre, avergonzado—. Estoy tan absorbido por el retrato… Ya no me acordaba de qué día era hoy.

Ya he dicho en algún momento que mis padres no eran muy religiosos. De hecho, la cultura que transmitían a sus hijos era esencialmente laica. Pero mi madre conservaba ciertos tics, ciertos resabios grabados a fuego durante su educación religiosa en una pequeña ciudad de provincias, en la más negra posguerra, y no podía evitar escandalizarse ante una trasgresión de la estricta doctrina católica, aunque fuera tan inocente como aquella en la que había incurrido mi padre.

Pero quien mostró una actitud más peculiar hacia la obra que estaba culminando mi padre fue, sin duda alguna, mi hermano Norberto.

Siguió su realización con metódica constancia, con terco interés; pero no cayó en ningún momento en el entusiasmo general, sino que más bien parecía mirar el trabajo de mi padre con un cauto distanciamiento. En cambio, se le veía muy preocupado por ciertos aspectos técnicos, y en algún momento llegó incluso a hacerle alguna sugerencia a mi padre —que fue escuchada con divertido asombro— sobre la conveniencia de algunos colores que había escogido. Y cuando se le animaba a que manifestara su parecer sobre la evidente calidad del retrato, él contestaba con un enigmático «… Sí…, está bien…» que —en aquel ambiente de unánime admiración— más que cauto parecía grosero.

Lo que no se le podía negar era la paciencia, y el exhaustivo conocimiento que ésta le proporcionaba de todo el proceso de creación, desde la primera a la última pincelada. Por eso no dejó de impresionarme lo que dijo aquel día —el penúltimo de la semana— mientras mi padre dormía la siesta.

—Papá y Cándida son novios —dijo tranquilamente mientras jugueteaba con unas migajas que habían quedado en la mesa.

—¿Ah, sí? —dijo mi madre mientras pasaba una bayeta húmeda por el hule—. Y ¿por qué?… A ver, aparta los brazos… ¿Por qué son novios, si se puede saber?

—Porque se miran a los ojos… y hablan mucho —contestó con más énfasis, ligeramente ofendido por la indiferencia de mi madre.

—Ah, vaya. Se miran a los ojos, ¿eh?

—¡Sí, y hablan todo el rato!

Pero mi madre ya iba hacia la cocina llevando en una mano las migas que había barrido con la bayeta.

—¿Y eso cuándo? —preguntó mientras la perdíamos de vista.

—Mientras le hace el retrato.

—¡Ah! Mientras le hace el retrato —oímos a través del pasillo.

A mí me daba mucha rabia cuando mi madre hablaba en ese tono: cuando te daba la razón como si fueses un niño pequeño y no te dieras cuenta de que en realidad no estaba haciendo ningún caso y probablemente pensaba ya en su próxima ocupación. Pero esta vez me gustó que fustigara a Norberto con esa velada forma de desprecio. Yo mismo me creí en la obligación de intervenir.

—Le mira a los ojos para que el retrato quede más «realista», ¡idiota!

—¡Orlando! ¡Esa boca! —llegó desde la cocina.

—¿De qué te sirve —seguí yo— estar ahí todo el rato mirando si no te enteras de nada, eh, de qué te sirve?

—Sí que me entero…

—¡Pues ya se ve, inútil!

—¡Inútil tú…, Orlando furioso!

Esto último lo dijo apartándose prudentemente. Era su último recurso para que yo me enfadara, desde que un día a mi padre se le ocurrió mencionar la obra de Ariosto. Pero yo lo atrapé con una rápida finta.

—¡Cállate! —grité sañudo mientras le sujetaba por la nuca.

Aquel día acabamos con un tortazo cada uno, recibido por vía materna; y el retrato se acabaría al día siguiente, con una Cándida ya relajada, innecesaria mientras mi padre se perdía en una serie de interminables retoques de resultado imperceptible, obsesivos, de los que se sustrajo con un enérgico gesto final.

—¡Basta! «¡No la toquéis ya más!» —citó conscientemente—. No más retoques, que aún lo voy a estropear.

Entonces se levantó de la silla y, sin dejar de mirar el lienzo, dijo con cierta solemnidad:

—Ya puedes venir a verlo, Cándida.

Cansados como estábamos de mirar el cuadro, dirigimos ahora nuestra mirada hacia Cándida, la de verdad, para observar su reacción. Y a fe que no nos decepcionó, pues la transformación que sufrió su rostro fue reveladora, y extraordinariamente expresiva.

Rodeó el caballete cautamente, con cierta prevención, y mientras daba los últimos pasos —mirando ya a la tela— hasta quedar delante de ella, sus facciones expresaron primero una total atonía, como si en vez de lo que esperaba hubiera visto una bicicleta o una nebulosa; después su boca y sus ojos se abrieron en una desmedida sorpresa; y por último quedó completamente paralizada mientras en sus ojos nacía algo parecido al miedo o la angustia.

—Pe…, pe… —balbuceó.

Mi padre le puso una mano, ocupada aún por el pincel, en el hombro.

—Sí, Cándida —le dijo—. Ésa eres tú.

—No…, no es verdad —dijo con los ojos nublados por un llanto que le empezaba a subir desde la garganta—. Yo no soy…, no soy tan guapa…

Más guapa o menos guapa, el parecido era indiscutible; y la obra tenía una delicadeza, y al mismo tiempo una profundidad y un empaque que a nadie pasaba desapercibido.

A mi madre, cuando lo vio terminado, le faltaban palabras para expresar su espontáneo entusiasmo, su maravillada admiración.

—¡Ay, por Dios, qué guapa ha quedado! Parece…, parece… ¡Y con esa ropa tan sencilla, por favor, tan…!

El autor se había obstinado en que Cándida posara con la misma ropa que llevaba el día del incidente de la leche, en el Sollado, y ella obedeció sin rechistar, aunque lavó y planchó cuidadosamente aquellas humildes prendas antes de empezar a posar.

Realmente era curioso cómo la figura del cuadro transmitía una belleza resplandeciente, sin recurrir a su pelo rubio —que aparecía cubierto por el pañuelo— y pintando sus manos con un realismo casi naturalista, tal como se las había puesto a Cándida el trabajo diario en el caserío. Tal vez ahí estaba la magia del retrato; en esos pequeños detalles, y sobre todo en la mirada: una mirada que transmitía la sensación de que la modelo no era consciente de su propia belleza. Del mismo modo, con extraordinaria delicadeza, el pintor había buscado una luz y una pose que no resaltara, que desviara la atención —sin ocultarlo— del llamativo busto que por aquel entonces ya tenía Cándida.

«¡Parece una princesa…, una reina parece!», «Es mismamente la purísima con ojos azules», «Es la Magdalena», «É unha estreliña do ceo», fueron algunos de los comentarios de los vecinos de Brañaganda que pasaban por la escuela para ver, como si fuera un prodigio, el famoso retrato «pintado a mano» que el marido de la maestra le había hecho a Cándida, la rapaza de Delfina.

Dos meses después aún llamaba tímidamente a nuestra puerta algún aldeano que todavía no había visto, o que quería ver una vez más, el retrato de la de Besteiro.

Pero la visita más importante, la que tendría mayores consecuencias, se produjo cuando sólo habían pasado siete días desde que mi padre dio la última pincelada.