DELFINA

—Buenas noches —dijo Delfina.

Pero todos tuvimos la impresión de que había dicho «¿Qué ha pasado aquí?». Tal vez por su semblante severo, en el que se reflejaba una inquisitiva curiosidad. Tal vez porque dirigió su primera mirada, con certero instinto, hacia la cántara que colgaba del brazo de mi padre; y después miró por toda la cuadra como si buscara la presencia fugitiva de algo que ya se había extinguido. Y después miró a su hija con insistencia. «¡Tiene que haber oído lo último que ha dicho Cándida! —pensé yo—. ¡Por fuerza tiene que haberlo oído!». Miré a Cándida, y vi que estaba con la mirada baja, y roja como un tomate.

En cambio, mi padre parecía muy tranquilo; y contestó a Delfina manteniéndole una mirada firme pero no retadora que sugería una gran serenidad por su parte. Pero yo sabía que aquella pose no acababa de ser propia de él; que él solía mostrar en su trato con las personas ajenas a la familia una actitud más esquiva y reservada que a menudo era interpretada como altivez, y que en realidad —como yo comprendería años más tarde— era fruto de la timidez y la inseguridad. Y seguramente también Delfina, que no era nada tonta, se daba cuenta de que la limpia mirada del marido de la maestra tenía algo de esmerada interpretación destinada a ocultar algo.

—Buenas noches, Delfina. Nosotros ya nos íbamos. Hoy se nos ha hecho un poco tarde.

—¿Ya llevan la leche?

—Sí. Precisamente le he dicho a Cándida que le diera las gracias…

—No hay nada que agradecer. Bastantes favores me ha hecho a mí la maestra.

Delfina era por aquel entonces una mujer en la plenitud de su madurez, con el carácter que dan las primeras arrugas. Aunque no buscaba ningún tipo de preeminencia, y se vestía con la misma ropa de trabajo que las otras mujeres de la casa, había en ella, en su piel blanca y sin brillo, en su acento sorprendentemente neutro, una fría pulcritud que la distinguía, y que no parecía alterarse ni cuando realizaba, como de hecho ocurría a menudo, las más rudas tareas. Tenía unas facciones regulares y un rostro no carente de atractivo. Habría pasado por guapa si no fuera por sus labios, que parecían demasiado duros, como si una permanente tensión los contrajera.

—De todas formas —insistió mi padre—, le agradecemos mucho que nos proporcione la leche. Al fin y al cabo, Cándida ya no va a la escuela.

—No —dijo Delfina—. Tiene que empezar a ganarse la vida. Yo fui a la escuela menos que ella, y no me he defendido mal. Lo que tiene que aprender a partir de ahora, ya se lo enseñaré yo.

—Siempre he opinado —apuntó mi padre— que es más importante la casa que la escuela, a la hora de… determinar el futuro de un niño.

Un silencio incómodo gravitó durante unos segundos sobre los cuatro, mientras se oía nítidamente el gruñir inconfundible de los cerdos en alguna pocilga cercana.

Delfina había comprendido que no le sacaría nada a mi padre acerca de lo que había ocurrido allí, fuera lo que fuese; y seguramente ya esperaba el momento de quedarse a solas con Cándida, a la que sabía más transparente e incapaz de ocultarle ninguna falta, ningún secreto, aunque fuera una pequeña travesura. Yo me di cuenta de la situación y empecé a sufrir por ella, por lo que le ocurriría cuando nosotros nos fuéramos. Y ella seguramente estaba pensando lo mismo, porque continuaba quieta como una estatua, completamente muda y sin levantar la vista del suelo.

Pero ninguno de los actores de aquella extraña representación parecía dispuesto a abandonar la escena.

—Bueno —dijo finalmente Delfina—. Se les va a hacer de noche si se quedan más tiempo. No les quiero entretener más.

—Por cierto —dijo entonces mi padre—, antes de que nos marchemos le quería pedir una cosa.

Yo estaba intrigado. No entendía por qué se empeñaba mi padre en prolongar la conversación, ahora que todo había salido más o menos bien y nos convenía salir de allí cuanto antes. No podía ni imaginarme lo que dijo a continuación:

—Cuando usted ha llegado, le acababa de pedir a Cándida que posase para mí: para un cuadro que quiero pintar…

Una de las cejas de Delfina se levantó unos milímetros cuando oyó el verbo «posar».

—Vestida así, como está ahora —continuó mi padre—. Ya hace tiempo que venía pensando en hacerle un retrato, porque tiene un rostro muy pictórico…, un rostro, ¿cómo diría yo?…, renacentista. Pero ahora, al verla ordeñando a la vaca, he tenido una revelación: he visto el cuadro. Y no será malo. Ella parece entusiasmada con la idea —añadió mi padre al ver que Delfina permanecía en silencio, calculando seguramente el alcance de la nueva información.

—¿Y por eso estabas ahí, callada como una tonta —preguntó finalmente, dirigiéndose a su hija—, que parece que te hayan pillado con las sayas abajo?

—Por supuesto —intervino mi padre para salvar a Cándida, que no acertaba a pronunciar palabra—, necesito contar con su aprobación. Cándida tendrá que posar unos cuantos días: no sé…, tres o cuatro, tal vez más, y las sesiones no pueden ser demasiado breves, porque entonces no da tiempo a entrar en situación. Yo creo que hacen falta… dos horas cada día. Una y media como mínimo —concluyó en tono más resuelto, al ver que Delfina seguía sin definirse.

—¿Y cuándo sería eso? —preguntó por fin.

—Yo había pensado aprovechar esta Semana Santa, porque la escuela queda libre y…, en fin: ya sabe que mi casa es una caja de cerillas.

—¿Y no podría hacerlo aquí?

—Es un cuadro al óleo lo que quiero hacer, no un dibujo a lápiz. Tendría que subir aquí todo el material, y les tendría ocupada una habitación durante días. Además está la luz: la escuela es óptima para eso. De hecho…, lo ideal sería que Cándida posara por las mañanas, y siempre a la misma hora.

Delfina seguía guardando un reflexivo silencio, que tenía algo de amenazante, y de vez en cuando miraba a Cándida distraída pero fijamente.

—La vaca no hace falta que venga —añadió entonces mi padre.

Cándida ahogó una risita que le brotó espontáneamente. Su madre también sonrió, pero lo hizo con la risa inquietante y breve de las personas que no tienen sentido del humor.

—No me parece mal… lo del retrato —dijo a continuación—. Ya se entenderá usted con ella. Pero no más de dos horas cada día. Hay mucho trabajo aquí en el Sollado: en Semana Santa y todos los días del año. ¿No le das las gracias a don Enrique? —añadió dirigiéndose a Cándida.

—Ya le di las gracias hace un momento —dijo Cándida mirando a su madre por primera vez—, antes de que tú entraras.

«¡Muy bien, Cándida!», dije yo para mis adentros. La verdad es que no la creía capaz de fingir con esa naturalidad, y menos delante de su madre. Pero tal vez, después de todo, incluso Cándida estaba empezando a cambiar.