El lobishome volvería a atacar poco tiempo después, iniciando un goteo de víctimas pautado y angustioso, incesante. Pero de esos macabros hallazgos y de cómo se organizaron los habitantes del valle para intentar atrapar al matador —o al menos descubrir su verdadera identidad—, hablaremos más adelante.
Ahora vamos a retroceder cuatro o cinco meses en el tiempo, hasta la Semana Santa de aquel mismo año en que nacieron los gemelos; hasta aquel inicio de primavera de mis trece años recién cumplidos en que la naturaleza nos obsequió con una serie de días idénticos: con la tarde fría y neblinosa, bajo una constante llovizna, y la mañana mojada y sonriente, iluminada por el sol.
Fue durante esa semana, aprovechando que la escuela estaba vacía y silenciosa por las vacaciones escolares, cuando mi padre pintó el retrato de Cándida, en largas sesiones al calor de la luz matinal y la estufa de leña. Mi hermano Norberto, con su presencia tácita y discreta, pero sin duda atenta, siguió el proceso de realización de esa pintura con una paciencia y una curiosidad impropias de su edad.
Aunque de forma más caprichosa y discontinua —pues me aburría enseguida en esa atmósfera morosa de lentas pinceladas—, yo también fui testigo de la lenta materialización de aquel retrato que después maravilló a todo el que lo veía.
Pero mi hermano no podía presumir de haber presenciado, como yo lo presencié, el momento en que mi padre decidió hacer el retrato.
Porque la idea de pintar el cuadro fue fruto de una pequeña aventura en la que, de alguna manera, nos vimos implicados mi padre, Cándida y yo. Un accidente que ocurrió dos o tres semanas antes de que el carboncillo trazara la primera línea sobre la tela.
Podría ubicar el suceso en el tiempo con extraordinaria precisión, porque recuerdo que mi madre comentó, a la hora de comer, que estábamos en el día de la Anunciación: la Anunciación del Señor a la Virgen.
No es que en casa fuéramos muy religiosos: de hecho mis padres se habían distanciado bastante del catolicismo oficial, y apenas eran ya practicantes; pero a mi madre le gustaba señalar esas efemérides de la liturgia, como hitos a lo largo del año que le ayudaban a conservar la civilización y la noción del tiempo en aquel valle perdido en el fin del mundo, en el que por no haber no había ni siquiera una iglesia. Y también como recuerdos de su juventud ciudadana y llena de esperanzas, en un mundo pequeño-burgués que giraba en torno a la catedral y sus celebraciones.
Pero mi madre también recordó un hecho mucho más prosaico e inmediato. Recordó que la leche se había terminado y que aquella tarde sin falta había que ir al Sollado a llenar de nuevo la cántara.
En casa teníamos siempre leche recién ordeñada, densa y mantecosa; y también patatas, y coles, y agridulce requesón, huevos, truchas recién pescadas en el río; y miel, y unas enormes hogazas de un pan que conservaba su esponjosidad durante días. Y por ninguna de estas cosas pagábamos ni un céntimo. Las familias que habitaban en el valle, la mayoría al borde de la pobreza o al menos en una economía de estricta subsistencia, cumplían con la tradición secular y en cierto modo feudal de hacer constantes regalos a cualquier representante del poder o de la cultura oficial que viviera entre ellos.
Como en Brañaganda no había ningún cabo de la Guardia Civil, ni médico, ni señor cura, ni menos aún algún representante de la administración de justicia, el esfuerzo de regalar se concentraba en la maestra, por cuyas manos pasaban los hijos de todos los vecinos para algo tan importante para aquellas gentes como era recibir las primeras letras.
Mi madre, que siempre tuvo anhelos regeneracionistas, quiso acabar con esa costumbre que se le antojaba demasiado parecida al soborno. Durante un tiempo intentó rechazar los regalos con delicadeza pero con energía, acompañando su negativa con todo tipo de explicaciones; pero los aldeanos se marchaban recelosos y confundidos, y dejaban lo que habían traído junto a la puerta de entrada, como un mudo reproche. No tardó en darse cuenta mi madre de que aquellas gentes interpretaban su actitud como un exceso de orgullo; y se sentían muy ofendidas cuando se les intentaba quitar el único lujo que podían permitirse: el de ser generosos.
Por otra parte, si la maestra era exigente y puntillosa en materia de ética profesional, sus vecinos eran doctores en pragmatismo y gramática parda. «Déjese de tonterías —le decían—, que ya sabemos la miseria que cobra un maestro de escuela. Si tuviese que ir a Semellade a comprar todo esto, no le iba a quedar dinero para vestir a su familia». Y mi madre tenía que admitir que no les faltaba razón.
En realidad, el valle se regía por una especie de socialismo natural en el que unos suplían las necesidades de otros y todos se ayudaban como buenamente podían. Y la maestra nacida en una ciudad, la que parecía conocer todas las palabras y en cambio ignoraba las cosas más elementales, acabó adaptándose a esa comunidad y a esa forma de vida. Aceptó, pues, las espontáneas aportaciones; pero consiguió que no vinieran expresamente a traérselas, sobre todo cuando el obsequiante vivía lejos y la carga era gravosa, y ella sabía a ciencia cierta que no les venía de camino pasar por la escuela.
Por eso íbamos al Sollado a por leche cuando la necesitábamos. Por aquel entonces hacía poco que yo había empezado a hacer este trabajo, que tenía algo de hercúleo; porque subir o bajar por el escarpado camino del Sollado cargando con la sólida cántara de aluminio, sobre todo cuando iba llena, era tarea para la que se necesitaba un cierto vigor. Pero a mí no me resultaba enojosa, sino que la veía más bien como un estimulante reto a mis fuerzas; o como una especie de prueba de acceso a la categoría de adulto que debía realizar en solitario, sin recurrir a ayuda ninguna.
Aquella tarde, no obstante, mi padre se ofreció a acompañarme. Tal ofrecimiento no resultaba en absoluto llamativo en un personaje que, más que el gusto, tenía la necesidad de salir a pasear de vez en cuando, y a quien no era inhabitual ver salir de casa de noche, incluso en pleno invierno, aduciendo que no podría conciliar el sueño si no ayudaba a la digestión de la cena dando un buen paseo.
Acepté su compañía con la condición de que no me ayudase a cargar con la cántara; y con esa disposición empezamos a subir por el empinado y pedregoso camino que llevaba al Sollado.
«El Sollado» era el nombre con el que los vecinos de Brañaganda se referían normalmente al caserío de Besteiro: un conjunto de feas edificaciones, algunas muy recientes, en torno a una vieja casa solariega como tantas otras de la garganta. Pero esta casa, a diferencia de las demás, tenía un lustre especial y era, con diferencia, la más activa y próspera del valle. César Besteiro, nacido en aquella casa, se había enriquecido con el negocio de la explotación maderera y vivía casi todo el año en la ciudad, pero el caserío marchaba viento en popa administrado por Delfina, su guardesa desde hacía años, una mujer que enviudó siendo muy joven y había desarrollado un carácter severo y laborioso. Delfina regía la finca como una suerte de rígido matriarcado, ayudada —aparte de algún peón que reclutaba temporalmente entre los habitantes de la garganta— por su hermana Milagros, que era soltera, algunas mozas que echaban una mano en la casa, una vieja ama de llaves, y Cándida, que era su hija.
Mi padre y yo llegamos al Sollado recorriendo el empinado camino que subía desde la escuela a un ritmo ágil y vigoroso, casi deportivo; en una pugna tácita por no pedir auxilio ni disminuir la marcha que tenía más de complicidad que de verdadera competición.
La tarde ya empezaba a declinar, y la penumbra subía a toda prisa desde el fondo del valle. El cielo estaba cubierto por una gruesa capa de nubes que había dejado caer su agua monótona, en largos intervalos, durante todo el día.
Cualquier habitante de la garganta sabía que en un día de esas características, y con la dirección en que había soplado el viento, la lluvia cesaría al anochecer, coincidiendo con lo que en un día despejado sería la puesta de sol. A pesar de todo, mi padre había cogido el paraguas —un paraguas negro y desgarbado como un ave zancuda— aunque no caía ni una gota cuando salimos de casa. Pero dio la impresión de que lo había hecho con el único fin de contradecirse; porque no hizo ningún uso de él cuando empezó a caer una fina llovizna, de esas que dejan el pelo perlado de minúsculas gotas, que nos acompañaría sutil pero constante durante todo nuestro ascenso.
Los edificios y cobertizos del Sollado se distribuían en torno a un patio, una explanada irregular que había que atravesar para llegar hasta el caserío original, que era el único edificio que hacía las veces de vivienda.
Mi padre y yo pasamos por delante de los pajares y los graneros, y de algún establo del que salía un vaho tibio y dulzón, y los soñolientos mugidos de las vacas que ya habían sido puestas a cubierto. El paso diario de los animales formaba arroyos: caminos de un color más oscuro, casi negro, formados por las huellas de cientos de pezuñas en las que se mezclaba el agua de la lluvia con el propio estiércol de las vacas y las briznas de paja que aparecían siempre en las inmediaciones de las cuadras.
No era fácil atravesar el patio a pie enjuto. Los habitantes del caserío usaban habitualmente las galochas o madreñas: unos anchos zuecos de madera que sólo se quitaban para entrar en la casa. Pero mi padre y yo llevábamos un calzado menos apropiado; y tuvimos que dar algún rodeo para llegar a nuestro objetivo con una cierta dignidad.
Nos acercábamos ya a la puerta de entrada de la casa, dispuestos a llamar, cuando apareció a nuestra derecha Milagros, la cuñada de Delfina, abriendo la renqueante puerta de un corral. En casa nos referíamos siempre a esta mujer como «la tía de Cándida», para distinguirla de la otra Milagros, la mujer del molinero. Milagros cerró la puerta —apenas una tela metálica clavada en un marco— y se dirigió a nosotros limpiándose las manos en el delantal.
—Buenas tardes, don Enrique y compaña. ¿Vienen a buscar la leche? Vayan al establo de allí…, el de arriba. Precisamente Cándida está ordeñando ahora para ustedes… ¿Y cómo está doña Marta? —añadió animándose súbitamente; subiendo una octava en la «y» inicial.
—Bien, bien, como siempre —contestó mi padre—. Esperando la Semana Santa. Ya sabe…, las vacaciones.
—Dele muchos recuerdos. Hala, vayan con Dios. A llenar de leiteciña esa cántara, que aún se les va a hacer de noche.
Enfilamos hacia el establo que nos indicó la mujer, con la dulzura del diminutivo —un tanto afectado— resonando en nuestros oídos. El establo era el más antiguo y cercano a la vivienda y estaba en la parte alta de la explanada, por lo que el suelo estaba más seco en aquella zona.
Llegamos sin ninguna dificultad. Las dos grandes hojas de madera carcomida estaban abiertas de par en par, con el fin de aprovechar lo poco de luz diurna que aún quedaba en el exterior; aunque luego vimos que dentro, sobre una repisa, una luz de carburo emitía ya su vacilante claridad.
Cándida estaba atareada en el trabajo de ordeñar, sentada en un escabel bajo que le obligaba a abrir mucho sus piernas desgarbadas. Tenía la cabeza a la altura de los flancos de una vaca alta y huesuda: un ejemplar de vaca gallega con el característico pelaje de un uniforme color arcilloso. El animal miraba hacia nosotros, hacia la puerta de entrada; mientras que Cándida quedaba de lado.
—¡Hola, don Enrique! ¡Hola, Orlando! —dijo en cuanto nos vio, volviendo la cabeza hacia nosotros pero sin dejar de manipular bajo el enorme corpachón del animal.
Cándida tenía entonces catorce años; o tal vez ya había cumplido los quince. Había dejado definitivamente la escuela a finales del curso anterior, y ahora la hacían trabajar duro en el Sollado; pero no había perdido aún su sonriente inocencia: esa suerte de candor o simplicidad que le hacía afrontar las más duras tareas con una especie de optimismo inconsciente.
—¡Hola, Cándida! —le dije yo—. ¡Hemos llegado aquí en menos de diez minutos… desde la escuela!
—¡Qué locos!
—Nos han dicho —intervino mi padre— que estabas aquí.
—¿Quién se lo ha dicho? —le interrumpió Cándida con un deje de ansiedad.
—Tu… Milagros —contestó él, después de alguna vacilación.
—Pero… ¿Qué pasa, Estrela? ¿No ves que son Orlando y su padre?
La conversación se interrumpió. La vaca había empezado a moverse nerviosa, en una especie de balanceo de todo el cuerpo que parecía anunciar una inminente puesta en marcha.
—Aguanta un poco, Estreliña, que ya acabamos —insistió Cándida en tono apaciguador.
Cándida llevaba un delantal bastante sucio, y el pelo recogido por un pañuelo anudado en la nuca, como todas las mujeres en el campo; pero su pañuelo era azul: de un azul difuso y desvaído que parecía guardar alguna relación con el color de sus ojos. Nos miraba con la cabeza ladeada, apoyada la sien en el enorme vientre de la Estrela. Estaba preocupada por la inoportuna inquietud del animal, y por las consecuencias que ésta podía tener en el ordeño. Había retirado una mano de las ubres y acariciaba con los dedos goteantes de leche la dilatada curva bajo la que se ocultaban costillas anchas como su muñeca.
—Tranquila, Estreliña.
Había algo muy tierno, algo que agradaba y al mismo tiempo dolía, en el contraste del rostro fino de Cándida, su pelusilla dorada, con el pelo áspero del insensible costado del animal, cuya piel era demasiado dura, y gruesa, para notar la suave caricia de aquellos dedos delgados, con las uñas muy cortas, enrojecidos por panadizos y sabañones.
—Pero ¿qué le pasará hoy a esta vaca?
Cándida estaba demasiado ocupada en el doble trabajo de ordeñar y apaciguar al animal; y mi padre y yo mirábamos embobados, sin decir palabra, como suele ocurrir cuando observamos a alguien que realiza una tarea que no hemos hecho nunca pero nos gustaría probar. Bueno… Yo sí que lo había probado alguna vez entre las risas de Cándida, más experta que yo, que acababa siempre dirigiendo uno de los blancos chorros, fino como una aguja, hacia mi cara.
Pero en ese momento mi padre dio un paso hacia delante, como si también él quisiera acariciar a la Estrela, y entonces ocurrió algo terrible.
La vaca se movió de nuevo, pero esta vez repentina, bruscamente. Levantó el cuello y movió la cabezota en todas direcciones, con un curioso balanceo de marioneta, al tiempo que lanzaba un corto y agrio mugido. Pero lo peor de todo es que también levantaba las pezuñas, y en una de ésas golpeó el cubo de cinc que tenía bajo las ubres y lo volcó haciéndolo rodar por el suelo.
—¡Quieta! ¡Quieta! —gritó Cándida con desesperación mientras se agachaba intentando salvar el cubo.
Pero el cubo rodó lejos de ella; y la leche que contenía se extendió por el suelo, formó un charco, y en poco tiempo desapareció absorbida por la mezcla de tierra, paja y estiércol reseco y pisoteado que formaba el suelo de la cuadra. El taburete también se volcó y quedó patas arriba; y Cándida se quedó de rodillas frente a la panza de la vaca, muda, inmóvil; indiferente a la porquería que le empapaba la falda; mirándonos atónita, como si nosotros tuviéramos la solución o al menos la explicación de lo que acababa de ocurrir.
Sus facciones se contrajeron levemente, expresando por unos instantes algo que parecía orgullo ofendido, o trémula indignación. Después se le enrojecieron los ojos; la piel de los párpados se volvió de un rosa irritado, en torno a las grises pupilas; y finalmente el gris y el blanco, y el rosa de los párpados, todo se licuó convertido en llanto, en lágrimas agolpadas, detenidas milagrosamente, por un instante, entre el cerco de las pestañas.
En el momento en que el llanto se desbordaba, Cándida se levantó empujada por una inercia ciega que la llevó en desequilibrio, inclinada hacia delante, a lanzarse en los brazos de mi padre: la figura más paternal y corpulenta que había en ese momento en el establo, la más protectora; o simplemente la que estaba más cerca. Mi padre levantó los brazos instintivamente, como si le apuntaran con un arma, cuando vio que Cándida se lanzaba hacia él. Pero Cándida le abrazó impúdicamente, con todas sus fuerzas, llorando, ahora sí, abiertamente, con sollozos convulsivos que se ahogaban entre las solapas de su grueso chaquetón de pana.
Mi padre cruzó conmigo una mirada rápida, interrogante; y empezó a bajar los brazos lentamente hasta que sus manos se posaron sin peso en la espalda y la cabeza de Cándida, como si temiese romperla.
—Vamos, mujer —articuló después de algún carraspeo, iniciando sus manos un torpe remedo de masaje—. No hay para tanto.
Cándida levantó entonces la cabeza. Su rostro estaba transfigurado, alterado por el llanto, con los ojos arrasados en lágrimas. A primera vista parecía rabia lo que en realidad no era más que miedo y desesperación.
—¡Mi madre me va a matar! —dijo mirando a mi padre, todavía abrazada a él.
—Pero… sólo es un poco de leche. Ya pagaré yo lo que pudiera costar.
—¡Si no es por el dinero! Eso no le importa… ¡Es por haberla tirado! Ella… ¡Se pone hecha una fiera cuando rompo algo o cuando…!
Un terrible gesto de pesar se dibujó en su rostro, y un nuevo sollozo que intentó refrenar se le quedó atravesado en la garganta, y no le dejaba continuar.
—Tienes que calmarte —dijo entonces mi padre—. Todo tiene remedio en esta vida.
—¡Pero si las vacas ya no dan más leche! —le interrumpió ella—. ¡Ya las hemos ordeñado a todas: sólo quedaba ésta y era para…, para vosotros! ¡¡¡Ya no va a dar más leche!!! —concluyó irritada, separándose de él.
Entonces mi padre estiró los brazos y la sujetó firmemente por los hombros.
—Te aseguro que hay una solución —le dijo mirándola fijamente a los ojos—. Pero lo primero que tienes que hacer es dejar de llorar… y confiar en mí.
Cándida le miraba asombrada, vagamente intrigada por el tono de completa seguridad que se adivinaba en sus palabras. «¡Pobre Cándida —pensaba yo—, se le salen los mocos y todo! Claro que no le falta razón, tal como es su madre».
—Lo primero que hay que hacer cuando se encuentra uno con un problema muy grande —dijo entonces mi padre— es no enfrentarse directamente a él. Y menos así, en caliente. Lo que hay que hacer es resolver primero los pequeños problemas, las pequeñas dificultades que están relacionadas con el gran problema. La mayoría de las veces, cuando uno ha terminado de arreglar las cosas pequeñas se encuentra con que el problema grande se ha solucionado por sí solo, como si fuera por arte de magia.
A estas alturas yo ya estaba intrigado. Sabía que mi padre no era hombre que hablara a humo de pajas; pero no se me ocurría qué solución podía tener una pérdida que a primera vista parecía irreparable. Cándida, por su parte, todavía era más escéptica que yo, pero también estaba atrapada por la curiosidad, y al menos había dejado de llorar: las lágrimas empezaban a secarse en su cara, y solamente de vez en cuando aspiraba ruidosamente por la nariz o se pasaba una mano por los ojos.
—Si lo dice porque va a hablar con mi madre… Ya verá luego cuando se hayan ido… Bueno, usted no lo verá…
—Ven aquí —le dijo mi padre poniéndose a su lado, al tiempo que sacaba de un bolsillo de su gabán uno de aquellos impecables pañuelos que siempre llevaba consigo.
»No es eso, Cándida… No es eso —le dijo casi al oído.
Y a continuación tapó con el pañuelo la boca y la nariz de Cándida, mientras con la otra mano compensaba la presión sujetándola por la nuca. Ella reconoció el gesto al instante, y resopló enérgicamente por la nariz, haciéndose todavía un poco más niña mientras duraba la operación. Recuerdo que el contraste de su cuerpo adulto con ese gesto de entrega inocente me causó un fugaz e indefinible desagrado. Pero mi padre acabó el trabajo concienzudamente, con un extremo todavía inmaculado del pañuelo.
—Muy bien. Esto ya está. Ahora necesitamos agua… ¿Tienes agua por aquí?
Cándida le miraba asombrada. Tenía las aletas de la nariz enrojecidas, y también los párpados; y las pestañas pegoteadas por las lágrimas; pero en ese momento no pensaba en lo que le había ocurrido, intrigada por saber en qué acabarían las extrañas peticiones de mi padre.
—… Sí… —dijo al cabo de un rato con una afirmación que era casi una pregunta—, tenemos el cubo para las vacas…
—¿Está limpia?
—Sí. Todavía no se la he puesto.
—Bien. Pues úsala para lavarte la cara.
—¿Ahora? —preguntó con incredulidad, mirándonos a los dos alternativamente.
—Sí. Es esencial que te laves la cara en el agua.
Cándida se alejó unos pasos y se inclinó sobre un cubo de madera que había en una especie de banco o repisa que formaba la pared.
—¡Tienes que limpiarte muy bien todas las lágrimas! —gritó mi padre para ser oído por encima del chapoteo que producía ella con las manos.
Cándida se levantó con la cara mojada, goteando desde la precisa curva de su barbilla. Hizo ademán de coger el delantal para llevárselo a la cara, pero él la interrumpió.
—¡No! Espera —le dijo—, usa este otro pañuelo.
Entonces contemplé boquiabierto cómo se sacaba de un bolsillo otro pañuelo perfectamente limpio, que no podía ser el que había utilizado antes. Yo no sabía que pudiera llevar dos pañuelos. A saber qué más cosas llevaría este hombre en su inseparable chaquetón. Fue entonces, tal vez influenciado por aquella inesperada abundancia más propia de un prestidigitador, cuando empecé a pensar que tal vez mi padre tenía realmente una solución al problema de la leche derramada.
—¿Ya está? ¿Te has secado bien?
—Sí —le contestó Cándida devolviéndole el pañuelo, más intrigada cada vez.
—Bien. Ahora viene lo más importante. Tienes que seguir mis instrucciones al pie de la letra si quieres que todo salga bien. Recupera el cubo de la leche y llénalo con esta agua hasta la altura que suele quedar cuando ordeñas… ¡Venga! El tiempo también cuenta.
Cándida salió instantáneamente de su atónita inmovilidad e hizo lo que le había dicho mi padre.
—Como aparezca ahora mi madre… —dijo espontáneamente mientras vertía el agua en el cubo de cinc.
—Bien. Deja el cubo de madera en su sitio. Eso es. Y ahora te vas con el otro junto a la Estrela, se lo pones debajo y te sientas en el taburete: como si la estuvieras ordeñando.
Cándida obedecía ahora las órdenes sin cuestionárselas; distraída por la sencilla tarea de seguir las indicaciones. Mientras tanto, a su rostro se asomaba una leve sonrisa de incredulidad.
—Atiende bien, Cándida. Esto es muy importante —dijo mi padre cuando ella estuvo sentada junto a la vaca—. Tienes que ponerte igual que estabas cuando hemos llegado. Exactamente igual. Mirando hacia nosotros… Así…, con la mejilla pegada a la barriga de la Estrela… No es la misma luz —rezongó entonces mi padre hablando para sí, como si ese detalle representara una enojosa contrariedad.
Cándida me dirigió una mirada entre nerviosa y divertida; una mirada que quería decir: «Tu padre está majareta». Pero mi actitud seria la debió de desconcertar más aún.
—Mírame a mí —le dijo él—. Así. ¡Quieta!
Mi padre se quedó inmóvil; en suspenso. Tenía la mano extendida delante de la cara, tal como le había quedado al dar la última indicación. Y así estuvo durante unos interminables segundos: mirando a Cándida fijamente mientras ella parecía hipnotizada, petrificada también en esa actitud como lo estaba yo, y la vaca, y el establo entero, bajo el hechizo del mago.
—Sólo falta una cosa… —dijo rompiendo el silencio—. Sonríe.
Y Cándida sonrió espontáneamente, sinceramente; por la sola alegría que le causaba salir de aquel embarazoso silencio.
—Ya está —dijo entonces mi padre—. Orlando: trae aquí la cántara… Ya está, Cándida: ya puedes llenarla con lo que hay en el cubo.
Mi padre dio esta última orden en tono indiferente, relajado; como si ese acto a todas luces insólito ya no tuviera ninguna importancia; como si fuera un cirujano que hubiese concluido con éxito una complicada operación, y dejara ahora en manos de un ayudante de confianza los últimos retoques.
Cándida arrastró el cubo embobada, intentando descifrar en la serena expresión de mi padre alguna explicación a todo aquello. Incluso bajó los ojos al cubo en un determinado momento. Pero lo que había allí abajo seguía siendo agua. A pesar de lo cual transfirió el contenido a la cántara, como le habían dicho; y ésta quedó llena hasta algo más de la mitad, como de costumbre.
En el momento en que mi padre cerró con extraña premura el recipiente de aluminio, yo empecé a vislumbrar la solución a aquel misterio.
—Nos vamos, Cándida —dijo mi padre—. Gracias por la leche. A mi mujer le encantará saber que la has ordeñado tú misma.
—Pero…, pero…
—¡Sí, mujer! Ella te tiene mucho cariño.
—Pero si… no es verdad…
—¿El qué no es verdad?
—No…, no es leche…
—¿Lo que hay aquí dentro? ¡Claro que es leche! Bueno…, a ver… Me vas a hacer dudar.
Entonces mi padre separó un poco la tapa de la cántara y miró dentro con gesto de curiosidad, acercándosela a la cara.
—Leche —dijo con aplomo, volviendo a cerrar la tapa.
Cándida no entendía nada, y su asombro se estaba convirtiendo en algo parecido a la angustia. Buscó mi mirada en espera de una explicación, de algo de sensatez. Pero yo ya había comprendido lo que quería hacer mi padre, y me limité a decirle:
—Leche, claro.
—Pero… ¡¿Qué pasa?!
—¡Claro, mujer! —dijo entonces mi padre al percibir su ansiedad—. Si yo digo que es leche, ¿quién lo va a negar? La cántara está llena, el taburete en su sitio, el cubo también, tu cara está limpia. Aquí no ha pasado nada, ¿lo entiendes?… Será un secreto entre los tres.
—Pero… ¿y doña Marta?… No vais a tener leche. Y Norberto…
—No sólo de leche vive el hombre. Ya iremos a comprarla si hace falta… Y mi mujer lo entenderá muy bien.
Cándida se había quedado con la boca abierta, asimilando lentamente la nueva realidad, reflejando ese proceso en sus facciones que se iban relajando, que se serenaban y se abrían a la felicidad como se abre una flor a la luz del sol.
—¡Ay! ¡Muchas gracias, don Enrique! —dijo finalmente con cantarína dulzura—. Es usted muy…
Cándida había oído un ruido, y ahora también nosotros lo oíamos. Cuando nos volvimos para mirar atrás, Delfina, la madre de Cándida, entraba por la puerta del establo.