Finalmente llegamos a la casa del médico. Lo habíamos conseguido. Pero la llegada coincidió con un nuevo recrudecimiento de los dolores. Mi madre ya no podía más. Toda la entereza que había mantenido heroicamente durante el camino se desmoronó en cuanto se supo a salvo; en cuanto reconoció al doctor Candeira en el hombre —vestido con un batín y unas zapatillas— que apareció en el recibidor a las voces de la criada, mirando con curiosidad por encima de sus gafas de lectura.
Entre el médico y la sirvienta sostuvieron a mi madre y se la llevaron hacia alguna remota pieza de la casa.
—¿Cómo se le ha ocurrido hacer esta locura? —protestaba el doctor Candeira, visiblemente contrariado por aquella inesperada irrupción—. ¿Y si llego a estar de visita… o en alguna urgencia?
Norberto y yo nos quedamos en el recibidor, sin saber qué hacer. Oíamos abrirse y cerrarse puertas, y pasos discretos pero precipitados en el interior de la casa. Finalmente, después de oír un susurro de conversación en algún lugar cercano, apareció una mujer alta y bien vestida, de unos cincuenta años, que resultó ser la mujer del médico. Era una mujer seria y al mismo tiempo amable, que parecía calcular con extraordinaria precisión la mínima calidez y amabilidad necesarias para parecer hospitalaria sin dejar de ser distante. Nos llevó a una especie de sala de espera, no muy acogedora pero bien provista, y nos hizo sentar en un amplio diván que la presidía, frente a una mesa baja sobre la que languidecían algunas revistas médicas.
—Aquí podréis esperar hasta que venga vuestro padre —me dijo en un tono que me hacía sentir mayor—. Si al final no viniera…, bueno, ya os buscaríamos algún sitio para dormir.
—¿Y mi madre? —le pregunté yo—. ¿Cómo está?
—Está bien, está bien. No os preocupéis: está en buenas manos.
La convicción y la suficiencia con que dijo estas palabras me tranquilizaron bastante. En cuanto la mujer salió de la habitación, Norberto me interrogó con cierta timidez, con la entonación de las preguntas trascendentales.
—Orlando…
—¿Qué?
—¿No era Luisín, verdad?
—¿El qué?
—Aquello que vimos en la gándara…
Dudé un momento.
—No era Luisín —insistió Norberto—. Mamá y tú me lo dijisteis para que no tuviera miedo…
No supe qué responder a aquello, así que me limité a guardar silencio.
—Orlando —atacó de nuevo.
—¿Quéeee?
—¿Es verdad que papá no va a venir?
—¡No, hombre, no! ¿Qué dices? ¡Claro que va a venir! ¿Lo dices… por lo que ha dicho esa tía?… ¡Esa tía no sabe cómo es papá!
Yo me sentía envalentonado por mi función de máximo responsable de mi hermano en ausencia de mis padres; pero Norberto seguía teniendo muy claro quién ostentaba la verdadera autoridad.
—No deberías decir «tía» —me dijo—. ¡Ya verás como se entere mamá de que lo andas diciendo!
La reaparición de la mujer del médico salvó a mi hermano de una rápida represalia. Nuestro súbito silencio debió de parecer muy sospechoso, pero la actitud de la mujer no hacía sospechar que hubiese oído nada de lo que decíamos. Traía una bandeja con dos tazones de leche caliente y un plato repleto de galletas; y también había dos vasitos alargados, con una pequeña cantidad de una bebida oscura.
—Os he puesto un poco de vino generoso… —dijo la mujer—. Hoy habéis pasado muchas penalidades y podéis beber un poco.
La mujer volvió a marcharse; y Norberto y yo cenamos de rodillas ante la mesita de centro.
—Orlando, ¿qué es vino generoso?
Hacía tan sólo unos minutos, yo tampoco sabía lo que era el vino generoso. Pero como ahora ya había echado un traguito, le respondí a mi hermano con suficiencia:
—Vino dulce, hombre…, ¿qué quieres que sea?
Las galletas estaban riquísimas, y al mojarlas en la leche humeante se deshacían en la boca formando una crema deliciosa. El contenido del plato empezó a menguar a ojos vista, y la leche y el vino desaparecían como si fueran agua en el desierto. Norberto comió menos que yo, y enseguida volvió a sentarse en el sofá.
Yo rebañaba las últimas migajas cuando se oyeron a través de las paredes carreras precipitadas y batir de puertas. Desperté en un instante de mi éxtasis goloso y pensé —con un asomo de mala conciencia— en mi madre, y en que tal vez se había producido alguna complicación.
No había oído en ningún momento que mi madre gritara o se quejara, lo cual me hacía pensar que no habría novedades a corto plazo. Pero de pronto, en vez de su voz conocida, oí un llanto: un grito muy especial cuyo timbre no había oído nunca hasta ese momento.
Comprendí que mi nuevo hermanito acababa de nacer.
—Norberto… —dije, volviéndome hacia él. Pero mi hermano, el de siempre, se había quedado dormido plácidamente; tumbado en el sofá, acurrucado; con su extraña forma de dormir que dejaba entrever una franja de sus córneas sonámbulas a través de las espesas pestañas de sus párpados entreabiertos.
Había nacido mi nuevo hermano. Eso pensaba yo.
En casa siempre habíamos hablado de un varón al referirnos al fruto de este nuevo embarazo. Ni siquiera se me ocurría pensar en otra posibilidad; tal vez porque mi padre, que en realidad deseaba fervientemente tener una niña, ponía un especial énfasis en ocultar esta preferencia; o acaso temía, supersticiosamente, perjudicar sus aspiraciones al insistir en su deseo.
Aquella noche en la casa del médico, en aquella sala de espera, sin duda pretenciosa para un pueblo como Semellade, yo no tenía ninguna duda respecto al sexo del niño que acababa de nacer; ni se me pasaba por la cabeza que a mi madre le hubiera podido ocurrir algo.
El llanto cesó al cabo de un rato; pero a continuación no sobrevino la calma como yo esperaba, sino que de nuevo se percibieron signos de agitación en toda la casa: nuevas carreras por los pasillos; de pronto una puerta que se abre, y la criada que atraviesa la sala de espera con los brazos remangados, sin mirar ni siquiera hacia donde estábamos mi hermano y yo. Nadie se preocupaba por informarnos de nada. Nadie parecía reparar en nuestra presencia.
La criada volvió a pasar en dirección contraria, llevando algo en la mano; pero no me dio tiempo a ver qué era, ni a preguntarle nada.
Pasé entonces unos minutos de preocupación e incertidumbre. Por mi mente transitaban, fugaces, algunas hipótesis sombrías. Estaba pensando que tal vez el bebé tenía algún problema —porque no se había vuelto a oír su llanto desde el momento de su aparición— cuando se escuchó de nuevo su voz potente y protestona resonando a través de los tabiques.
Al menos el niño estaba bien; pero yo pensaba que no me quedaría completamente tranquilo hasta que viera a mi madre… y a mi padre. Me fijé en Norberto. Se acurrucaba buscando protección entre el asiento y el respaldo del sofá. Pensé que tal vez tenía frío; y después de buscar infructuosamente a mi alrededor me decidí a llamar a la puerta por donde había desaparecido la mujer del médico. Le pediría una manta; y también le pediría, aunque me daba un poco de miedo, que me dijera cómo estaba mi madre.
Pero nunca llegué a llamar a esa puerta. Porque a mi espalda se abrió bruscamente la otra; la del lado opuesto de la habitación: aquella por la que habíamos entrado hacía media hora.
Inmóvil en el marco de la puerta estaba mi padre. Tenía el pelo alborotado y respiraba agitadamente, y su mirada extraviada vagaba por la habitación en busca de algo. Sus ojos me pasaron un momento por encima, como si no me conociesen; pero de pronto volvió a mirarme y todo su rostro se transformó, como si emergiera de las aguas turbulentas de un sueño.
—¿Dónde está mamá? —me preguntó sin disimular su agónica ansiedad.
Pero no fui yo quien respondió a su pregunta, sino el doctor Candeira, que apareció en ese momento —como en un vodevil— por la tercera puerta que tenía la habitación.
—¿Dónde se había metido usted, hombre de Dios? —empezó el médico con un matiz de censura—. Ha sido una imprudencia…
—¡Pero ¿qué ha pasado?! —le atajó mi padre con desesperación, olvidada toda cortesía.
—Su mujer está bien. No se preocupe. Y los niños también…
—¿Los niños?
—Han sido gemelos. Dos varones. Casi tres quilos cada uno. Están estupendamente para venir con ocho meses.
Mi padre literalmente respiró a partir de ese momento. Respiró profundamente y todo su cuerpo se aflojó, como si de pronto le invadiera un infinito cansancio.
—Venga, acompáñeme —dijo el médico—. Hemos instalado a su mujer en una habitación… Pero ha sido una locura venir hasta aquí; un peligro para su vida y la del nasciturus. Además, mi casa no está preparada para este tipo de… asistencias.
Me volví un momento para comprobar que Norberto seguía durmiendo, y me apresuré a seguir a mi padre y al médico por los pasillos de aquella casa, sin duda mucho más grande que la nuestra.
—¡Gracias a Dios…, gracias a Dios! —repetía mi padre constantemente, como una salmodia.
Al acercarme a él me golpeó el aura fría y montaraz que emanaba: olía a bosque, a hierba pisoteada y a tierra mojada… Tenía las botas manchadas de barro y agujas de pinaza prendidas en la ropa.
Llegamos a la habitación. Mi madre estaba en una cama ancha y alta, de aspecto austero y conventual, medio incorporada sobre unas almohadas. En su rostro se dibujaban unas profundas ojeras, y su expresión era de cansancio y de serena tristeza. El embozo simétrico, pulcramente doblado, la tapaba hasta la cintura y dejaba ver un puritano camisón que le habían dejado. El camisón, su pose hierática, su pelo húmedo aún por el sudor pero peinado, el blanco embozo, denotaban una cierta preparación escénica para ser mostrada ante el mundo. No había ninguna cuna en la habitación. Los dos niños estaban con ella: uno a cada lado de su cuerpo, protegidos por los brazos maternos y envueltos a su vez en una especie de sábanas.
El médico se retiró discretamente al notar que se estaba creando una situación un tanto incómoda. Fue mi madre quien rompió el silencio. Su tono de voz no movía precisamente a risa.
—¿Dónde estabas? —le preguntó a mi padre por todo saludo, entre la ira y el llanto—. ¿Dónde… demonios estabas?
Entonces mi padre se puso a llorar. Lloraba de una manera muy rara y convulsa, que resultaba casi cómica, porque sus denodados esfuerzos por contener el llanto producían una especie de tosecilla seca, a un ritmo regular, perfectamente pautado.
Mis padres siempre se habían demostrado, en presencia de sus hijos, un respeto mutuo firme y sin fisuras. Por eso me sorprendió tanto la actitud hostil y ofendida de mi madre.
Pero todavía me sorprendió y me impresionó más ver llorar a mi padre. A partir de ese día le tocaría llorar más de una vez. Pero aquélla era la primera vez que yo era testigo de su zozobra; y no olvidaré ese momento mientras viva.
—¡¿Dónde estabas?! —exigió de nuevo mi madre, casi gritando, ante el silencio y la pasividad del interrogado.
Él no tuvo valor, o simplemente se sintió incapaz para inventar una disculpa en aquel momento trascendental. Se sentó lentamente al borde de la cama, con los hombros sacudidos por sus silentes sollozos, y se fue inclinando como un árbol talado hasta tocar con la suya la frente de mi madre.
—¡Perdóname!… ¡Lo siento!… ¡Lo siento!…
—Bueno. Ya hablaremos luego de eso —le interrumpió mi madre al darse cuenta de mi presencia.
La tensión decreció a partir de ese momento. Los gemelos exigían su protagonismo. Con su piel frágil y arrugada, con sus manitas perfectamente acabadas, se debatían con sus primeros sueños en un manotear ciego y sensitivo como el de los cachorros.
Mi madre preguntó por Norberto; y después habló muy bien de mí: dijo que había sido muy valiente y que sin mí no habría podido llegar a tiempo a casa del médico. Dijo que ahora ya teníamos dos hombres en casa, lo cual sonó a música celestial en mis oídos.
Mi padre manifestó su deseo de volver a casa cuanto antes con Norberto y conmigo.
—Volveré aquí enseguida —dijo—, pero a estos dos hay que llevarlos a dormir a casa. Esta gente ya ha hecho bastante con darte una habitación… Estrictamente…, no tenían ninguna obligación.
—¡No! ¡No vuelvas al camino! —dijo entonces mi madre, como quien recuerda de repente algo muy importante—. ¡Antes han estado a punto de atacarnos los lobos! No sabes lo que hemos pasado…
—¿Lobos?… ¿Qué lobos? —preguntó mi padre con escepticismo—. ¡Pero si ya no hay lobos en la garganta! Los pocos que había huyeron o los mataron en las batidas que hubo después… de lo de la moza de Couceiro… Sería otra cosa lo que visteis. Serían potros salvajes o…, o algún otro animal.
—¡No vayas, por favor! ¡El caballo de Marcelino se asustó y se marchó corriendo… cuando pasábamos por la gándara…, el lobo nos rondaba, creo que era uno solo…, fue algo horrible: hicimos lo posible porque Norberto no se diera cuenta!
La expresión de mi padre cambiaba por momentos. Desapareció de su cara todo rastro de incredulidad y se fue quedando serio y pensativo.
La reaparición del doctor Candeira le sacó de su abstracción.
—¿Quería usted volver a Brañaganda?… No creo que sea el momento más adecuado —dijo el médico con una entonación enigmática—. Al parecer ha ocurrido algo desagradable. Una mujer ha aparecido muerta, en el Coduelo, la…, la ha encontrado un mozo que volvía de las mallegas. Se ve que acababa de ocurrir porque… el cuerpo aún estaba caliente. El juez y yo vamos ahora para allá…
—Pero ¿cómo…, cómo ha sido? —preguntó mi padre, visiblemente afectado por las palabras del médico.
—Ha sido como la otra, como la del año pasado: en el mismo sitio y…, en fin, con los mismos… —El médico bajó la voz hasta un siseo confidencial dirigido a mis padres, pero yo le oí de todas maneras—, con los mismos signos de violencia. Esto tiene mal aspecto, la gente…, ya saben: la superstición. Ya hablan de un alobado…, de un lobishome.
—¿Se sabe quién es?… La mujer… —preguntó mi padre con cierta ansiedad.
—Una tal Rosalía —dijo el médico—. Yo no la conocía, pero ustedes deben de saber quién es: se ve que era cuñada de Cosme, el de la Veiga.
—¡Rosalía!… —exclamó mi madre estrechando a los gemelos contra su cuerpo, como si los quisiese preservar de aquel horror—. ¿Qué haría a esas horas en el Coudelo?