EL PÁRAMO DE LOS VIENTOS

Un minuto después bajábamos la pequeña rampa que descendía desde la explanada en la que estaba asentada la escuela hasta el camino. Este camino era el camino por antonomasia, el único de una cierta entidad que recorría el valle y comunicaba sus diferentes caseríos; el único que continuaba más allá remontando una de las vertientes hasta llegar a lo alto de la cresta, y descendía después hacia el valle vecino y con él al resto del mundo. Hacia allí nos dirigíamos: Los Pazos, nuestro destino, era el pretencioso nombre que recibía un grupo de casas que había a la entrada misma del pueblo de Semellade, separadas de éste por una franja de campos de labor.

Esta excursión no tenía nada de excepcional en aquel entonces para los vecinos de Brañaganda: la hacían a menudo cuando tenían que comprar o vender algo en Semellade o en alguno de los pueblos del otro lado; porque el famoso camino no permitía ni siquiera el paso de los carros, y sólo podía ser transitado a pie o en caballería.

No sé qué distancia habría realmente de un valle al otro. Se solía decir que desde el molino hasta Semellade había una hora de camino, a paso normal. Seguramente viendo ese recorrido hoy, sobre el mapa, nos parecería insignificante, pero en aquellos tiempos se agigantaba a causa de lo accidentado del paisaje y de las precarias condiciones de la vía, que se hacían aún más penosas cuando el tiempo era malo y arreciaba la lluvia, o el viento, o descendía la incierta gasa de la niebla sobre los montes.

Pero el de nuestra odisea era un día de pleno verano.

No hacía frío. El cielo estaba nublado, con algunos claros, pero no parecía que fuese a llover. El caballo de Marcelino no la aceleraría, pero haría más llevadera nuestra marcha cargando con Norberto y con mi madre. Y yo caminaría al lado llevándolo de la brida. Emprender este pequeño viaje no habría sido ninguna imprudencia si mi madre no se hubiera encontrado en el estado en que se encontraba.

Desde la misma escuela, el camino empezaba a ascender suave pero ininterrumpidamente, resiguiendo con curvas y más curvas, vueltas y revueltas, los pliegues que formaban los montes. Caminábamos rodeados de bosque en este primer tramo. Los árboles juntaban sus copas sobre el camino en algunos rincones de intensa vegetación. En otros podíamos ver por entre sus troncos las laderas de las inclinadas montañas, al otro lado del valle; sus verdes y sus grises suavizados por la lejanía y la difusa luz de la tarde.

Habríamos recorrido una cuarta parte del camino, cuando tuvimos que hacer la primera parada.

Mi madre me pidió que la ayudara a bajar del caballo. Desde hacía unos meses yo estaba obsesionado con mi musculatura, entonces incipiente, y aprovechaba cualquier ocasión para demostrar mi capacidad de levantar pesos; así que me dispuse a recogerla con un exagerado alarde de fuerza. Pero no debía de ser yo tan hercúleo como me imaginaba, porque estuvimos a punto de caernos al suelo los dos cuando mi madre, probablemente rendida por el dolor, abandonó todo su peso a los brazos que la recibían.

—¡Cuidado, cuidado, por favor! —protestó quejosa, y al mismo tiempo acobardada, mientras yo recuperaba el equilibrio agarrándome a ella.

Se tumbó al lado mismo del camino, en la pendiente que bajaba hasta la cuneta. El solo hecho de que se tumbara allí mismo, sobre la hierba y las piedras, ya resultaba alarmante en una mujer tan circunspecta como era mi madre. Era evidente que el dolor la atenazaba de nuevo, como cuando estaba en casa, sentada en el sillón.

—Si descanso un rato, se me pasará… —decía entre trabajosas respiraciones—. Se me pasará… si descanso…, igual que antes…

—¿Vas a tener aquí el hermanito? —preguntó entonces Norberto.

No se percibía temor en su pregunta; tan sólo curiosidad. Probablemente le atraía la idea de asistir a la aparición, pacífica y naturalísima, de un ternerito en versión humana. Pero mi madre se esforzó en desmentir ese extremo.

—¡No! No es eso. Es sólo que… ¡Dios! Si estuviera aquí tu padre, te lo explicaría muy bien.

Mi madre, acostumbrada a explicar cosas a los niños, se mostraba insegura y falta de palabras al tener que referirse a su intimidad.

—¡Sólo son molestias! —concluyó—. ¡Tu hermano no nacerá por el camino!… Ni siquiera sé si realmente nacerá hoy…

Pero curiosamente el diálogo con Norberto trajo consigo o al menos coincidió con la desaparición del dolor.

Reemprendimos la marcha; y seguirnos ascendiendo terca, tenazmente, por el camino. Pero después de haber recorrido un buen trecho tuvimos que detenernos otra vez…, y un poco más allá, otra. Y cada vez las paradas eran más prolongadas, y cada vez era menor la distancia recorrida entre una y otra. Mi madre acabó haciendo los tramos a pie, porque al parecer encima del caballo su situación empeoraba.

A mí ni siquiera se me ocurrió proponerle que nos volviéramos atrás, que desistiéramos de nuestro intento. Conocía la tenacidad de mi madre; y sabía que, si se lo había propuesto, llegaríamos a casa del médico aunque fuera a rastras, aunque sólo fuera para no tener que admitir el ridículo de haberse equivocado.

Con este ritmo cojitranco de parar y volver al camino, para volver a parar un poco más adelante, avanzábamos muy despacio. El tiempo, en cambio, corría presuroso, indiferente a nuestras necesidades; y la oscuridad fue cayendo sobre los montes. El sol realizó el final de su recorrido escondido detrás de las nubes, y eso hizo que oscureciera antes de lo que habíamos previsto. Pronto nos vimos caminando en la semipenumbra fantasmal que precede a la noche. Era la hora de las brujas: la hora imprecisa en la que los objetos, entre dos luces, adquieren perfiles engañosos. El camino se distinguía como una mancha gris bajo los negros volúmenes, gigantescos y amenazadores, de los árboles. En aquel momento yo no me daba cuenta de la imprudencia que había sido emprender aquel viaje tan precipitadamente. Ni siquiera habíamos cogido una linterna.

Era evidente que nos íbamos a quedar a oscuras en poco tiempo, irremediablemente. Pero ya habíamos hecho más de la mitad del camino; y pronto llegaríamos a la gándara del Cuodelo, un páramo abierto y despejado que estaba en lo alto de la cresta, a caballo entre los dos valles, y que significaba el punto álgido de nuestro trayecto. Después de la gándara el camino bajaba internándose de nuevo en el bosque, pero éste ya no era tan espeso como el anterior, y además el descenso era mucho más breve que la subida. El bosque se acababa enseguida, y al salir de éste ya se veían a lo lejos las primeras casas de Los Pazos. Tal vez con esa esperanza decidió mi madre seguir adelante en su determinación.

—Pronto llegaremos a la gándara —nos dijo—, allí se verá mejor que entre todos estos árboles.

Entonces hubo que hacer otra parada.

Mi madre buscó una vez más el suelo. La parada fue más larga y penosa que las otras: mi madre se acurrucaba y se estiraba alternativamente, y se mordía los nudillos, entre los que silbaba su respiración agónica y entrecortada. La noche nos envolvió completamente durante esta pausa; y para colmo el caballo de Marcelino, un animal paciente y cachazudo, empezó a resoplar y a golpear el suelo con los cascos, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo apurado de la situación y quisiera arrancar cuanto antes. Se oía el canto espaciado, tristón, de algún pájaro nocturno que resonaba entre los árboles.

Mi madre hacía lo posible porque Norberto y yo no nos alarmáramos, pero aun así no podía evitar que a veces se transparentase su preocupación.

—¿Es que no va a pasar nadie hoy… por este maldito camino? —dijo para sí en un momento dado, oponiendo la rabia al dolor.

No apareció nadie; ningún caminante providencial. Pero en cambio sucedió algo mágico. Al menos a mí así me lo pareció.

No habíamos tenido viento en todo el camino; apenas una leve brisa de vez en cuando; pero en aquel instante se produjo de pronto un increíble momento de calma total. Cesó el canto del ave nocturna; cesó el rumor recóndito del agua lejana; cesó el latido mismo del corazón inmenso de la noche; y el bosque, sensible a la mínima caricia del aire, enmudeció por completo cuando quedó detenida y en suspenso hasta la más leve de sus hojas.

Algo iba a pasar. Y pasó.

La primera ráfaga de viento nos sorprendió con un blando y templado bofetón que puso en movimiento, en una fracción de segundo, todo lo que a nuestro alrededor se había detenido. Y coincidiendo con la aparición del viento brusco y desabrido de las cumbres, algo ocurrió en el cielo.

De pronto se hizo visible una porción de nubes en lo que antes no era más que una negrura ciega y sin brillo. Las nubes se movían. Las nubes se volvieron grises: primero gris humo, después gris acero, gris perla, y por último se volvieron de un blanco apenas velado que las iluminaba por dentro. Y finalmente se abrieron hechas jirones y apareció en todo su esplendor el redondo rostro de la luna, rodeado de un azul limpio y durísimo, sin una estrella. A primera vista la luna parecía bondadosa en su perfecta redondez y su blanco luminoso. Pero una mirada más atenta, más persistente, descubría en su enigmática quietud un aire displicente, y en su cara mal dibujada la expresión congelada y distante de una loca.

De todas formas nos ayudó: ahora el camino se veía perfectamente, plateado, iluminado por una luz fría y azulada que recortaba las sombras como si fuese de día. A mi madre le desapareció el dolor, por arte de magia.

—¡Venga! —dijo animosa—, otra tirada más y llegaremos… Con esta luz ya no hay ningún problema.

El ánimo de Norberto, en cambio, empezó a flaquear en ese momento. Había ido muy tranquilo todo el rato; aislado de cualquier penalidad por la altura y la seguridad que le proporcionaba el poderoso lomo del caballo y su ruda calidez. Pero ahora empezó a sentir temor, como si el animal, que seguía dando muestras de inquietud, le transmitiese su nerviosismo.

—No me gusta la luna… Tengo un poco de miedo —dijo con aparente serenidad.

—¡No, hijo, no! —se apresuró a decir mi madre—. La excursión se nos ha complicado un poco: eso es todo… pero enseguida vamos a llegar…, sólo hay que andar un poco más: un bonito paseo a la luz de la luna. Ya verás; vamos a cantar…

Entre el rumor de las hojas de los árboles y las ráfagas de viento, entre el sordo golpear de los cascos del caballo, la voz aguda y destemplada de mi madre empezó a entonar la letrilla de una canción de moda:

Ahora la lunita

se ha quedado sola:

sufre, sufre, sufre;

llora, llora, llora.

¡Pobre luna enamorá!

Las pocas veces que lo hacía, mi madre cantaba con una entonación delgada y plañidera de coro parroquial, y con más voluntad que oído; hasta el extremo de que algunas famosas melodías, en su boca, eran irreconocibles.

—… Así todavía tengo más miedo… —le interrumpió Norberto.

—Ya sé que canto mal —replicó mi madre espontáneamente—. ¡Pero tampoco hay para tanto!

Nos reímos con ganas de la ocurrencia. También Norberto sonrió, más por la tranquilidad que le infundía vernos de buen humor que por el chiste de mi madre. Sea como fuere, el incidente hizo subir la moral del grupo: incluso el caballo se calmó un poco, y volvió a caminar con pasos regulares y con la cabeza baja.

Mientras tanto la luna nos seguía sin quitarnos de encima una mirada oblicua. Nos espiaba burlona avanzando exactamente al mismo ritmo que nosotros; pasando por detrás de los árboles y de las nubes sin alterar su marcha; con un desplazamiento lateral, suave y deslizante.

El viento se intensificó cuando llegamos por fin a la gándara; o tal vez lo que ocurría era que siempre soplaba el viento en ese páramo que se abría como una calva, como una peladura, en aquel alto en donde acababa un valle y empezaba otro. En la gándara sólo crecían tojos y genistas: plantas duras y sarmentosas, austeras, que soportaban los empujones del viento aferrándose al suelo, hundiendo tercamente sus raíces profundas en una tierra pedregosa e inestable, surcada por roderas y regatos, algunos delgados como venillas, como los hilos del agua incesante que los formaba, arrastrando piedrecitas y sedimentos hacia las turberas.

Nada más entrar en el llano, el caballo empezó a piafar y a mover nerviosamente la cabeza en todas direcciones, y a golpear el suelo con los cascos, como si le alterasen las violentas ráfagas que el viento despiadado lanzaba sobre el páramo. De pronto se encabritó, y su ojo desesperadamente abierto, iluminado por la luna, reflejó por un instante todo el miedo lateral de los caballos.

—¡¡¡Coge a Norberto!!! —gritó mi madre debatiéndose con el viento—. ¡¡¡Lo va a tirar al suelo!!!

Rescaté a mi hermano no sin peligro, sorteando el nervioso patear del animal, que, en cuanto se vio libre de su carga, volvió grupas y desapareció con un trote vivo, de regreso a Brañaganda. El caballo alejándose sin jinete entre los matorrales sacudidos por el viento, bajo la luz de plata, parecía irreal.

—¡Sólo nos faltaba esto! —se lamentó mi madre—. ¡Ese bicho se ha vuelto loco! Le debe de afectar el viento…, o la luna. ¡Yo qué sé!… Tendrás que andar un poco, Norberto, ¡menos mal que ya estamos cerca!

Empezamos a atravesar el páramo en apretado grupo, intentando hurtarnos cuanto antes a la furia del viento. Aquí, en el adusto calvero, el aire ya no era templado, sino inhóspito y desapacible; y el frío nos sorprendió como un invitado no deseado de la noche de estío. En el arzón del caballo se había quedado la poca ropa que mi madre había cogido para el camino, pero el bolso lo llevaba ella entre las manos, firmemente sujeto contra su vientre.

La luna había dejado de seguirnos silenciosamente, y ahora parecía que se debatía en terrible lucha con unas nubes amenazadoras que se cerraban sobre sí mismas y la engullían momentáneamente, hasta que ella las atravesaba de nuevo con su fulgor nacarado. La travesía del Coduelo se me estaba haciendo interminable. Miré a mi alrededor, hacia los confines boscosos de la gándara.

Entonces lo vi por primera vez. Algo impreciso; algo que desaparecía aquí y aparecía un poco más allá, moviéndose con ondulante rapidez entre los troncos de los árboles; como una sombra huidiza. Algo que podía ser una simple confusión de los sentidos.

Ya habíamos recorrido una buena parte del llano. Ya estábamos más cerca de la salida que de la entrada. Pero ¡estaba tan desprotegido ese páramo, tan abierto a los cuatro vientos! Sin darme cuenta me había ido acercando cada vez más a mi madre, buscando instintivamente su calor, y al parecer Norberto había hecho lo mismo, porque en un momento dado me encontré tocando su mano por encima de la barriga materna. Mientras tanto, yo no podía evitar el estar mirando constantemente en todas direcciones.

Otra vez. En el otro extremo del llano. Pero esta vez no podía ser una ilusión. Era un animal grande, que se desplazaba con unos extraños saltos, vagamente felinos. Desaparecía y volvía a aparecer un poco más allá, siempre en la linde del bosque. Había algo raro en su manera de moverse: a veces parecía ponerse erguido sobre sus patas traseras, y otras veces corría encogiéndose y estirándose como un perro…, o como un lobo…

Se me erizaron los cabellos. Por primera vez pensé en los lobos. Recordé que fue precisamente en el paraje que estábamos atravesando en donde los lobos habían matado hacía más de un año a la hija de los de Couceiro.

—¡Mamá!… —le dije al oído—. Me parece que he visto…

—¡Chist! —me interrumpió al tiempo que apretaba fuertemente mi mano—. Yo también lo he visto; pero tu hermano no se puede enterar, ¿entendido?… Los lobos nunca atacan a los que van en grupo…, lo que menos necesitamos ahora es un ataque de pánico…

—¿De qué habláis? —preguntó entonces Norberto con un sospechoso temblor en la voz—. Me parece que he visto algo que se movía…

Mi madre debía de tener preparada la respuesta, porque reaccionó inmediatamente.

—Yo también lo he visto… —dijo en tono de reconvención— y me parece que ya sé quién es… ¿Te crees que no sé que eres tú, Luisín? —añadió entonces alzando la voz—. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que nos venías siguiendo?… ¡Pero si te he visto escondiéndote detrás de los árboles desde que salimos de casa!… Nos quiere gastar una broma —concluyó en voz baja, dirigiéndose a mí y a mi hermano.

—¡Sí, Luisín: te hemos visto! ¿Lo oyes? ¡Ya verás como te pille mi madre! —añadí yo, envalentonado, comprendiendo la estrategia materna.

Luisín era un chico conocido en todo el valle, que debía de tener casi veinte años. Era un adolescente extravertido y bullanguero, algo simple, y muy amigo de gastar bromas; de modo que la invención estaba bien traída. No sabíamos si Norberto se lo había acabado de creer, pero al menos nos sirvió para gritarle al lobo, o lo que fuera, y para sentirnos un poco más valientes al hacerlo.

De esta manera un tanto estrafalaria, increpando al pobre Luisín entre el azote del viento y el alternativo mostrarse y ocultarse de la luna, llegamos a los primeros árboles del bosque que nos conduciría hasta Semellade. Todavía vi al misterioso animal una vez más, unos metros antes de que abandonáramos definitivamente la gándara. Estaba detrás de un árbol que quedaba a nuestra derecha, no muy lejos de nosotros. Lo que más me impresionó fue su enorme tamaño…, su altura…, o tal vez es que estaba de pie. Me pareció que me estaba mirando. Pero al notar que yo le veía se ocultó bruscamente y salió disparado en dirección contraria a la que nosotros llevábamos.

Ya no le volvimos a ver.

Media hora más tarde, después de haber hecho otra parada forzosa en medio del bosque, salimos a campo abierto y divisamos a lo lejos, a un nivel más bajo, las primeras luces de Los Pazos. Y poco después, al pasar junto al farol que iluminaba la primara casa, pude ver que mi madre tenía las piernas mojadas, y los zapatos y los calcetines empapados de una especie de agua turbia.