LA CASA Y LA ESCUELA

Pero si guardo recuerdos indelebles del día en que el lobishome mató por primera vez, todavía más vividos e intensos son los que conservo del día en que se cobró su segunda víctima. Tal vez porque yo era entonces algo mayor; pero sobre todo porque ese día viví, junto a mi madre y mi hermano pequeño, una verdadera odisea. Incluso llegué a ver al lobishome con mis propios ojos.

Sin embargo, eso ocurrió cuando ya era de noche, en el momento culminante de una jornada llena de sobresaltos que se prolongaría hasta bien entrada la madrugada. No obstante, el día transcurrió apaciblemente hasta media tarde. Fue entonces cuando empezaron a complicarse las cosas.

El primer contratiempo fue la negativa de Cándida a mi proposición.

Yo rondaba por los alrededores de la escuela, vacía y silenciosa en aquellos días del ecuador de las vacaciones de verano. Estaba aburrido y malhumorado porque era la época de la siega, y los pocos amigos que tenía andaban en las mallegas, como casi todo el vecindario, ocupados en este trabajo intensivo que implicaba a toda la familia y tenía algo de fiesta pagana. Me entretenía golpeando con rabia, con una larga vara de eucalipto, unas hierbas que crecían en la cuneta cuando vi a Cándida que bajaba andando por el camino. Venía del Sollado, pero esta vez no iba cargada como otras veces, y yo lo interpreté, según mis particulares necesidades, como una posibilidad de recuperarla para el juego.

Bien es verdad que el intento era desesperado, porque hacía algún tiempo que Cándida no demostraba aquel entusiasmo de antaño por seguirme en mis correrías. Pero la desesperación del momento me llevó a desoír la voz de la prudencia.

—¿Vienes conmigo a la poza? —le propuse ilusionado, refiriéndome a un profundo remanso que formaba el río al pie de una esbelta cascada—. ¡Está lleno de truchas!

¡Ay, Orlandiño: non podo! —exclamó espontáneamente, con la ternura y el pesar de su dulce acento gallego—. ¡Pero te quiero mucho! ¡No sabes cuánto te quiero! —añadió con extraño dramatismo, al tiempo que me atraía hacia su seno.

—¡Eh, eh, eh: déjate de bobadas! —dije yo escapando a su abrazo.

Me pareció una expresión lo bastante ruda como para soltársela a la renuente Cándida. No solamente ya no quería jugar conmigo, sino que además acompañaba sus negativas con esos arranques maternales que las hacían aún más humillantes. A mí no me impresionaban sus demostraciones de afecto: al fin y al cabo, lo mismo hacía con los terneros, y con el perro de Couceiro…, y con todo bicho viviente. Últimamente estaba muy rara. Además, hasta para un niño ingenuo e inexperto como yo resultaba evidente que el abrazado no era el verdadero destinatario de esos ímpetus amorosos, como bien a las claras se veía por su expresión arrobada y sus ojos perdidos y soñadores.

«Ya debe de andar con los novios», pensé yo despectivamente mientras ella se alejaba por el camino.

—¡¿Adónde vas, eh; adónde vas?! —le grité sin pensar, con agresivo despecho.

Pero Cándida ni siquiera se volvió a contestarme.

La escuela y la vivienda de la maestra, es decir, mi casa en aquel entonces, estaban una al lado de la otra, y eran edificios vetustos y precarios, concebidos probablemente para un uso ganadero, o tal vez maderero; y acondicionados someramente para su nueva utilidad. La casa era pequeña, de una planta, y no tenía electricidad ni agua corriente; y la escuela no había perdido, a pesar de la pizarra y los pupitres y los retratos de Franco y La Purísima, su aspecto de granero o de almacén. El suelo de ambas construcciones era una tarima de madera que salvaba el desnivel del terreno y formaba bajo nuestros pies una inquietante caja de resonancia. En realidad esta tarima estaba sostenida directamente sobre el declive de la montaña, calzada por tocones de madera de diferentes medidas, con muchas cuñas y calzos. Pero eso no lo sabría hasta cuarenta años después, cuando volví a ver los dos edificios, ya medio derruidos.

Cansado de fustigar la hierba con aquella vara, la lancé con todas mis fuerzas hacia el bosque —que es lo mismo que decir hacia cualquier lado, porque la espesura nos rodeaba por todas partes— y esperé un segundo, en suspenso, hasta oír el ruido que hacía al estrellarse sordamente contra algún pino.

No sabía qué hacer, pero tampoco quería ir a llorarle a mi madre, porque sabía que respondería al quejoso «Me aburro» proponiéndome que le ayudara en las tareas domésticas o invitándome a que leyera algún libro.

Entré en la escuela, cuya puerta estaba siempre abierta. Mi hermano y yo teníamos el dudoso privilegio de sentarnos en los pupitres o dibujar en la pizarra en horarios desconocidos para los otros niños; aunque la mayoría de las veces lo hacíamos por simple necesidad, porque había más luz y más espacio que en nuestra reducida vivienda. Precisamente mi hermano estaba allí en ese momento: solo en medio del aula; dibujando tranquilamente en uno de los pupitres.

Me molestaba, y en el fondo me daba envidia, que fuera capaz de pasarse horas y horas dibujando, completamente absorto, sin desear durante todo ese tiempo ninguna otra cosa que hubiera a su alrededor. Y me inquietaba la evidencia —que a nadie pasaba desapercibida— de que había heredado en mayor medida que yo el talento artístico de mi padre. Mi hermano tenía entonces ocho años y hacía cinco que iba a la escuela con los otros niños, porque así mi madre le tenía bajo su tutela durante la jornada laboral. Pero esa extraña situación de preescolar escolarizado le proporcionaba injustos privilegios. «Ya verá cuando tenga que dividir por dos cifras, ya…», anticipaba yo.

Empecé a dar vueltas en torno a él recorriendo los pupitres, metiendo los dedos en los agujeros de los tinteros que mi madre retiraba previsoramente cuando empezaban las vacaciones. Estaba considerando la posibilidad de proponerle que participara en mis juegos. En mi particular código moral, recurrir a este extremo significaba una vergonzosa claudicación, que además tenía sus peligros, porque la indiferencia que mostraba mi hermano cuando estaba metido en su mundo —como en este momento—, se convertía en una fidelidad excesivamente pegajosa cuando yo le jaleaba permitiéndole que participara en el mío.

Cada vez me acercaba más a él en mi dubitativo merodear. Pero él parecía no percatarse de mi presencia, y seguía mirando el papel con aquellos ojos atentos pero serenos, tan limpios que nunca parpadeaban. Sólo el trocito de lengua que se veía prisionera entre sus labios y la manera forzuda de empuñar el lápiz denotaban algún esfuerzo. Contrastaba esta rara serenidad con mi ruidosa forma de dibujar, llena de sonoridades, palabras sueltas y onomatopeyas, con las que intentaba, como si de la banda sonora de una película se tratase, transmitirle a mi dibujo la expresividad y la capacidad descriptiva que en realidad no tenía.

«¿Por qué no dejarle que venga conmigo un rato? —meditaba yo—. Bastante desgracia tiene con llamarse Norberto…, el pobre». Pasadas ya las épocas —a una por año poco más o menos— de llamarle meón, gordo y pelota, me encontraba por aquel entonces en plena fase de burlarme de su nombre.

Pero en el mismo momento en que iba a dirigirle la palabra empezaron a complicarse las cosas de verdad.

Mi madre me llamó. Oí su voz lejana que me reclamaba desde casa. Dudé un momento, temiendo algún fastidioso encargo.

—Te llama mamá —dijo entonces mi hermano sin apartar la vista del papel.

—Ya lo sé…, Norberto —dije yo con intencionado énfasis. Y salí corriendo hacia la casa.

Conviene aclarar aquí que mi madre estaba embarazada en aquellas fechas. Pronto íbamos a tener otro hermanito, o lo que fuera. Hasta el pequeño Norberto lo sabía. Mis padres se lo habían tenido que explicar ante la angustia del niño por lo que creía una terrible enfermedad en la que nadie parecía reparar y que estaba hinchando escandalosamente la barriga de mamá. Prescindiendo de cualquier explicación de origen aéreo o floral, recurrieron a los ejemplos que ofrecía la vida campesina que nos rodeaba. «¿Te acuerdas del ternerito que tuvo la Marela —le dijeron—, que lo llevaba dentro de la barriga y luego salió y ahora es tan bonito? Pues es lo mismo».

A mí, que ya tenía más experiencia y no necesitaba esas explicaciones, me sorprendió lo tranquilo que se quedó Norberto con aquella comparación: a mí más bien me intranquilizó; pues fui testigo directo del parto de la Marela, y me pareció un trance angustiosamente dificultoso, y cruento, con toda aquella sangre y la placenta traslúcida, humeante de vaho, arrugada en el suelo del establo.

En cambio, mi hermano evidenció más curiosidad de la que yo demostré en su día por algunos aspectos colaterales del alumbramiento; y acabó preguntando por qué las mujeres se quedaban embarazadas, y si había que estar casado para tener hijos. Mi padre adoptó su tono más neutro y científico para decir que los hijos aparecían cuando había una unión muy estrecha y una intensa relación afectiva entre un hombre y una mujer, pero que, estrictamente, no era necesario haber pasado por la vicaría.

Así pues, acudí a la llamada de mi madre. Esperaba encontrarla a la puerta de casa o asomada a alguna ventana, pero al parecer estaba dentro. Cuando abrí la puerta, y recorrí el pasillo con ímpetu decreciente…, y entré en la sala de estar, y la vi, o mejor dicho, vi su mano colgando del brazo del sillón de orejas, que quedaba de espaldas a mí, comprendí que algo no iba bien. Mi madre nunca se sentaba en ningún sillón, y menos a esa hora del día.

—Ve a buscar a tu padre. ¡Rápido! —me ordenó en cuanto notó mi presencia—. Está en el bosque de la señora.

Hablaba en tono autoritario y expeditivo, pero con un matiz esforzado. Su rostro estaba perlado de sudor y de vez en cuando se le escapaba una mueca de dolor.

—¿Qué te pasa? —pregunté asustado.

—¡Vete a buscarlo!… Ya te lo explicaremos luego.

Salí de casa como una flecha, crucé el camino, y me interné en el bosque por un sendero que bajaba hasta el río.

Por «la señora» conocíamos en casa a doña Isabel, la señora de Freire: una solterona de mediana edad y porte aristocrático que se había instalado en Brañaganda hacía poco, ocupando un viejo caserón que al parecer pertenecía a su familia. Mi padre decía que había venido a «apartarse del mundo». Era una mujer enigmática y distante —vivía sola con una misteriosa sirvienta—, pero simpatizó, a su manera seca y lacónica, con mi padre, a causa de su común interés por la pintura. En realidad, mi padre dejó el trabajo en la oficina entre otras cosas para dedicarse más intensamente a la pintura, que ya practicaba en sus ratos libres desde hacía años; pero necesitaba algún trabajo cerca de casa, a tiempo parcial, y doña Isabel le ofreció uno de guardabosques, so pretexto de preservar el bosque de su propiedad, y por extensión toda la garganta, de la actividad de cazadores y pescadores furtivos, que habían sido vistos algunas veces por aquellas tierras. El trabajo era llevadero: a mi padre le gustaba pasear por la montaña, y además desde el principio se le dio una total libertad de horarios, y se confió a su particular juicio y sentido común la dedicación necesaria para considerar atendidas sus obligaciones. Recuerdo que yo estuve mucho tiempo pensando que este empleo tenía también una vertiente religiosa, y que mi padre era una especie de capellán o confesor privado de la señora; porque en las conversaciones con mi madre, él se refería siempre al trabajo como una «sinecura», palabra que yo relacionaba erróneamente con los curas y con el latín.

Aquel día mi padre había salido de casa después de comer, y le había dicho a mi madre que iba al bosque de Freire. Me llamó la atención que fuera a trabajar por la tarde —él solía ir de mañana—, pero lo acepté sin más cuando vi que se ponía su chaquetón y cogía la escopeta: un arma por otra parte simbólica, que nunca llevaba cargada.

Pero ahora era yo el que salía de casa y me dirigía hacia la finca de la señora. Excitado por la trascendencia de mi misión, seguí el camino que él solía llevar cuando se internaba en ese bosque. Yo estaba preocupado por mi madre; pero la mía era una preocupación temporal: en realidad, me sentía como el recipiente, el depositario de un problema que transferiría a mi padre dentro de unos minutos. En mi actitud confiada subyacía, en realidad, el íntimo convencimiento de que mis progenitores eran seres invulnerables, con sobrados recursos para enfrentarse con las dificultades que les salieran al paso.

Pero esta vez mi padre no aparecía por ningún lado. Recorrí el bosque de arriba abajo e incluso hice algunas pesquisas, llamando a las puertas en donde podrían saber algo de él. Nada. Nadie sabía nada ni le había visto.

Volví a casa quince o veinte minutos después de haber salido. La contrariedad por el fracaso en mi misión desapareció en parte al ver a mi madre. Era evidente que ya se encontraba mejor; incluso estaba de pie, aunque se movía con precaución.

—¿Y papá? —preguntó nada más verme.

Le informé de la situación.

—¿Dónde se habrá metido ahora este hombre? —dijo como si hablara consigo misma—. ¡Precisamente hoy! ¿Has preguntado en casa… de la señora? —me preguntó después de una pausa, como si todo ese asunto le resultara fastidioso.

—Sí —me apresuré a contestar—, y también le pregunté a Marcelino.

—¿Y le dijiste a la señora que yo me encontraba mal?

—Sí, y también a Marcelino.

Mi madre parecía contrariada, más que preocupada. Permaneció en silencio unos momentos, en actitud reflexiva. Por su rostro absorto pasaban, sin traducir, las diferentes acciones que debía emprender a partir de aquel momento.

Finalmente me habló. En un tono en el que nunca hasta entonces me había hablado: un tono en el que latía una cierta incomodidad por tener que hacerme partícipe de esas cuestiones.

—Mira, Orlando: parece… que se me han adelantado algunos síntomas del parto. Pero tampoco estoy segura…, ahora creo que ya estoy mejor… De todas formas quiero ir a Los Pazos a que me vea el médico. Hay que salir ahora mismo…

Estas palabras me dejaron boquiabierto. Yo sabía que el parto se esperaba para dentro de un mes poco más o menos, porque mi madre así lo aseguraba, según unos cómputos muy raros que se basaban en lunas, faltas, y otros conceptos que a mí me resultaban oscuros. Además, no entendía por qué no hacíamos llamar a la Portuguesa, una mujer mayor que vivía en A Xesta, al otro lado del valle, y que asistía, según me constaba, todos los partos que se producían en Brañaganda. Años después supe que esta mujer, que tenía algo de bruja, ayudaba a nacer o practicaba abortos indistintamente, según las necesidades de la clientela; y por eso mi madre, que siempre fue una mujer de principios, nunca quiso que la Portuguesa le pusiera la mano encima, aunque paradójicamente tenía fama de ser una buena comadrona. Además, desde que supo que estaba embarazada había manifestado el supersticioso convencimiento de que aquel su tercer parto presentaría alguna dificultad, y ante esa eventualidad prefería ponerse en manos de la ciencia antes que en las —no del todo limpias— de la experiencia.

—Ve a pedirle el caballo a Marcelino…, aún tenemos tiempo de llegar allí con la luz del día —dijo refiriéndose a la casa del médico—. ¡Y dile que si ve a papá…, que le diga que hemos ido al médico… a Los Pazos! —añadió cuando yo ya salía a escape por la puerta.

Marcelino era un viejecito medio impedido que vivía en una casucha ennegrecida, subsistiendo prácticamente gracias a la generosidad de los vecinos. Su caballo era una especie de transporte público que usábamos unos y otros con total naturalidad. Era una suerte que viviera tan cerca de nosotros, porque los otros vecinos que nos podrían haber prestado alguna ayuda quedaban bastante más lejos, y además andaban esos días atareados en las mallegas.

Volví con el caballo al cabo de cinco minutos. Era un caballo viejo y calmoso. No era la primera vez que lo llevaba de la brida.

Mi madre ya me esperaba. Había preparado un hatillo con algo de ropa y llevaba su bolso anticuado, un objeto que sólo usaba en las visitas de compromiso.

—¡Vamos! —dijo muy decidida.

—¿Y Norberto? —pregunté yo.

Mi madre se llevó las dos manos a la cabeza.

—¡Dios mío, qué loca estoy! —resopló entre suspiros mientras se masajeaba la frente—. ¡Este niño es tan pacífico que una se olvida de que existe! A ver… —meditó de nuevo—. No hay tiempo para dejarlo en el Sollado… Nos lo llevamos con nosotros.