Yo me di cuenta enseguida, cuando aún bajábamos por la umbría corredoira, de que en la curva del molino estaba Felipe del Couso, el molinero, apoyado en el pretil del puente como tantas otras veces que Cándida y yo pasábamos por allí. Me desagradó verlo ahí con su boina calada hasta los ojos, con su habitual pose indolente, sobre aquellas piedras que ya parecían haber adoptado la forma de sus posaderas.
Felipe siempre se metía con Cándida cuando pasábamos por el puente: intentaba engañarla con acertijos pueriles o le gastaba bromas absurdas en las que ella siempre acababa cayendo. A mí me irritaba su insistencia; me molestaba que siempre se dirigiera a ella y a mí en cambio me ignorara completamente. Me desagradaba el tono malicioso de sus burlas, y que se rebajara a una actitud infantil —él, que tan duro era con los mayores— para aproximarse más a Cándida.
Pero el puente era el único paso que cruzaba el río, y para ir a la escuela no nos quedaba otro remedio que pasar por allí.
Cándida tardó algo más que yo en percatarse de la presencia de Felipe del Couso, pero cuando lo vio se detuvo instintivamente, apenas un segundo, y se cambió de lado para que yo quedara entre ella y el molinero cuando pasáramos por el puente. Esta situación me proporcionó durante unos instantes una sensación de orgullo y responsabilidad… que no tardó en desinflarse a medida que nos acercábamos a la fatídica curva. Me ceñí todo lo que pude al margen izquierdo del camino e intenté que pasáramos desapercibidos con la técnica del avestruz, mirando constantemente para el suelo.
Pero la voz de Felipe sonó de golpe, autoritaria y antipática, afectando una intrigada curiosidad.
—¿Adónde vas, rapaza? —preguntó, cargando toda la intensidad de la frase en el acento cantarín de la primera sílaba.
«¡No le contestes!», pensaba yo. Pero tal vez la entonación del molinero, que esta vez no era burlona ni zalamera, sino el habitual tono inquisitivo de los adultos hacia los niños, la engañó una vez más; porque entonces Cándida, desoyendo mi callada súplica, hizo tres cosas terribles: se paró en seco, se volvió hacia Felipe del Couso, y contestó:
—Voy a comer a casa de la maestra.
Su voz me hizo recuperar la esperanza. Su voz ingenua, aterciopelada, tenía esta vez un acento retador, un leve matiz de autoridad y desconfianza.
—¡Así te estás poniendo de hermosa, yendo siempre de convite! Pero… a ver, rapaza: ven aquí un momento.
Felipe del Couso se separó del pretil y avanzó dos pasos mirando fijamente a Cándida. Realmente parecía que había visto en ella algo que le tenía preocupado. Fue entonces cuando vi la mancha en sus pantalones, siempre blancos de harina. A la altura del bolsillo; una mancha roja; de un rojo oscuro que parecía difundirse desde el interior.
—¡No vayas! —le susurré yo muy bajito mientras la retenía por una manga.
Pero ella se acercó obedientemente al molinero, oponiendo su retadora inocencia a cualquier posible malicia.
Felipe sujetó con ambas manos la cabeza pálida y dorada de Cándida, mientras buscaba algo en su cara con un gesto escudriñador de médico o de naturalista.
—A ver, a ver… Pero… ¡Ay, cativa! —exclamó de pronto—. Ya me parecía… ¡Tú te pintas los labios!
—¡No es verdad! —protestó ella, indignada, ofendida por lo injusto de la acusación—. ¡Los tengo así de natural mío!
—¡Mira que yo tengo un sistema infalible para saber si las niñas se pintan los labios! Pero… tengo que hacer una prueba.
—Hazme lo que quieras —contestó ella con el desdén altivo de una reina—, ya verás como sale que no.
«¡Cuidado, Cándida! —pensaba yo, horrorizado, sin atreverme a pronunciar palabra—. ¡Tiene una mancha de sangre en el pantalón!».
El molinero se puso detrás de ella, y la atrajo hacia sí sujetándola con un brazo por el estómago. Así enlazada, se veía que Cándida era casi tan alta como él.
—¡¡¡Cuidado, Cándida!!! —grité yo sin poder contenerme, al ver que Felipe del Couso se metía la mano libre en el bolsillo: ¡en el bolsillo que tenía la mancha!
Todo ocurrió muy rápido: él sacó la mano del bolsillo; en la mano llevaba algo y ese algo lo restregó contra los labios de Cándida con torpe precipitación, al tiempo que empezaba a reírse con su característica risa zorruna. Lo que le restregaba por la boca eran bayas silvestres. Eran endrinas rojas como la sangre. Cuando Cándida notó el tacto húmedo y pegajoso y se dio cuenta de la burla, se debatió para librarse del abrazo.
—¡Eres un mentiroso, siempre me engañas! —protestaba entre la pena y la ira—. ¡Suéltame de una vez!
Pero Felipe del Couso la retenía marrullero, esquivando los fenomenales codazos de la prisionera.
—¿No ves, no ves…? —decía muy divertido, sin parar de reír—. ¿No ves como sí que te los pintas?
Entonces ocurrió algo inesperado. El molinero miró hacia el camino, que seguía a mis espaldas, cambió su expresión durante una fracción de segundo, y soltó repentinamente a Cándida, que corrió hacia mí limpiándose la boca con el dorso de las manos, con expresión de asco. Yo miré detrás de mí y vi a mi padre de pie, quieto en mitad del camino. La palpable tensión del momento se impuso a la sorpresa que me produjo ver a mi padre, a una hora y en un día en que no era lógico que estuviera.
En cambio, el molinero no parecía muy sorprendido: seguía riendo en el mismo tono irónico y zumbón, que contrastaba con el evidente reequilibrio de fuerzas que se había producido.
—¡Demonio de niña! —decía palpándose los brazos con una cómica mueca de dolor—. ¡Qué brazos más duros tiene la condenada! Y… ¿cómo usted por aquí, señor maestro?
—¿No tiene trabajo en el molino? —preguntó secamente mi padre.
—Bueeno… —dijo Felipe arrastrando las vocales—. Xa está a muller.
—Pues no estaría de más que le echara una mano a su mujer… y no a las niñas que pasan por el camino.
—Hombre…, niña…, niña ya no lo es. ¡Está echando buenas carnes la rapaza!
Mi padre ignoró completamente estas palabras y se acercó a Cándida al tiempo que sacaba un pañuelo muy blanco de un bolsillo de su chaquetón. Por unos momentos parecía que él mismo iba a limpiarle la boca, que seguía feamente orlada por el poderoso tinte de las endrinas, pero en el último momento le puso el pañuelo en las manos, con cierta brusquedad.
—¡Anda, límpiate eso! —dijo como si de pronto se impacientase—. Nos vamos a casa.
—¡Lástima de rapaza, eh, señor maestro! Sin un padre que vigile por ella, siempre brincando por ahí… Cualquier día la coge un mozo en un pajar y… ya tenemos bombo… Estas mociñas tan jóvenes se van con el primero que les dice algo.
Mi padre ya había empezado a andar, llevándonos con él en dirección a la escuela, pero al oír estas palabras se detuvo un momento, con la cabeza baja, respirando profundamente como quien se prepara para realizar algún complicado esfuerzo.
—Precisamente porque no tiene padre —empezó a decir cuidadosamente, todavía de espaldas al molinero—, todos los vecinos debemos tomar esa responsabilidad y cuidar un poco de ella… para que no ocurra eso que usted dice.
—Bueno…, hombre… Señor maestro…
—¡No me llame señor maestro! —le interrumpió mi padre volviéndose hacia él, con una brusquedad y un tono de voz que me parecieron desproporcionados—. ¡La maestra es mi mujer: yo no he sido maestro en mi vida!
—Perdone usted, don Enrique… Lo que quería decir es que a la rapaza tampoco la va a tener toda la vida en su casa, perdón, en la escuela. ¡No la quiera para usted solo, hombre! —añadió volviendo a su habitual tono risueño—. Al fin y al cabo…, buena suerte tendrá si encuentra algún mozo trabajador, con una buena vaca, y que no le pegue demasiado…, y por cierto que no le han de faltar pretendientes, con ese aire de señorita y esas buenas tetas que tiene para criar a cuatro o cinco cativos.
—No sea usted grosero.
Yo miraba en ese momento para el molinero, pero la forma en que sonó la voz de mi padre me alarmó y me volví a mirarle. Mi padre permanecía inmóvil, pero estaba muy nervioso: sus ojos tenían una expresión terrible y no podía contener un extraño temblor en su mandíbula. Esto me impresionó mucho, porque él era la serenidad y el autocontrol personificados, y yo nunca le había visto de esa manera.
Cándida, por su parte, cruzó los brazos instintivamente delante del pecho, enrojeció instantáneamente y dirigió a Felipe del Couso una mirada dolorida, cargada de un odio inofensivo. Pero él no reparaba en ella: recostado en las piedras del puente, desde su característica posición indolente, observaba con complacencia el efecto que sus palabras causaban en mi padre.
—No sea usted grosero…, y menos delante de la niña.
Pero Felipe del Couso siguió retando a mi padre con sus palabras.
—Así es la vida, don Enrique: El año que viene esta moza ya no irá a la escuela; la necesitan en El Sollado para trabajar. Tengo entendido que su mujer no ha conseguido que le den estudios; que habló con Besteiro la última vez que vino por aquí. ¡Desde luego…, tiene redaños la maestra! Y el tipo ese…, ¡buen pájaro está hecho! Todo el mundo sabe que es su padre. Y tiene posibles. ¡Vaya si los tiene! Le podría dar una buena educación a la rapaza.
—Ésa… —le interrumpió mi padre en el mismo tono de antes, como si hiciese un gran esfuerzo por mantener la calma— es una afirmación muy grave, que no deberíamos hacer sin tener… pruebas concluyentes. Y en cuanto a la niña, por supuesto que formar una familia y ayudar…, ayudar en las labores del campo es una aspiración tan loable y tan digna como cualquier otra. Pero no queramos que eso ocurra antes de tiempo, ni turbemos su inocencia con…, con comentarios impropios y expresiones soeces.
—Habla usted como un libro, señor maestro —dijo entonces Felipe afectando una embobada admiración—. Tiene usted razón, hombre. Claro que sí. Me ha convencido. ¡Pero no sea tan serio, hombre! Un poco de broma también es bueno de vez en cuando. La mocita y yo nos hemos reído un rato… ¿Verdad, Cándida?
Cándida le respondió sacándole la lengua, afeando el rostro en una mueca despectiva, segura por la distancia que le separaba del molinero y por la protección de sus dos valedores. Pero a mi padre no le gustó ese gesto.
—¡Cándida! —le riñó irritado—. ¡Venga, vamos para casa!
—Adiós, señor maestro; ha sido un placer: de verdad que me ha convencido.
—Pues si es verdad que le he convencido —dijo mi padre volviéndose una vez más—, créame…, no vuelva a molestar a la niña.
—Está bien. Está bien —oímos decir al molinero. Y después, más risueño—: ¡Demo de rapaza!
Cándida y yo caminamos un rato sin decir palabra, influidos por la actitud hosca y reconcentrada de mi padre.
—¿Cómo es que estás aquí, papá? —le pregunté yo, rompiendo aquel silencio—. ¿Cómo es que no estás en la mina?
—Ya no trabajo en la mina.
»Y no debéis saltar por la braña de esa manera —añadió después de un silencio extrañamente prolongado—. ¡Cualquier día os vais a hacer daño!
El camino discurría entre árboles de apretado follaje que en algunos puntos formaban casi una bóveda sobre la calzada. La luz del sol, oscurecida de vez en cuando por las nubes, se filtraba entre las hojas arrancando matices de un verde más tierno y reciente.
Mi padre iba muy serio y pensativo. Y ya no conseguí sacarle nada más en el trecho que nos quedaba hasta la escuela. Lo único que se me ocurrió pensar en ese momento fue que por fuerza tenía que haber estado en el camino del Sollado, mirando desde allí cómo jugábamos, porque era el único sitio transitable, a este lado del río, desde el que se podía ver la braña de Boral.
Sí: aquel día ocurrieron algunas cosas excepcionales. Mi padre dejó el trabajo en la oficina de la explotación minera, en donde trabajaba desde hacía casi diez años; y empezamos a verlo y convivir con él a diario, y no un día por semana, como hasta entonces era habitual.
Y aquel día, seis o siete horas después de nuestro encuentro con el molinero, el lobishome mató y medio devoró a una moza que volvía para su casa cuando ya se había hecho de noche.
La moza había ido a Semellade, el pueblo más cercano en el valle vecino, a visitar a una tía suya que estaba enferma. Se le hizo tarde sin darse cuenta, pero pensó que bien podía volver a su casa aprovechando lo mucho que alumbraba una perfecta luna llena que brillaba aquella noche en el cielo sin una nube apagando con su pálido fulgor todas las estrellas. El lobishome la mató en la gándara del Coduelo, que era un páramo desprotegido, barrido siempre por los vientos, por el que se pasaba necesariamente para entrar en Brañaganda desde Semellade, o desde cualquier otro pueblo.
Pero entonces no sabíamos que había sido el lobishome. El ataque se atribuyó a los lobos como causa más verosímil, aunque ya casi no quedaban lobos en la garganta y sólo los más viejos del lugar recordaban las últimas víctimas de este animal. No supimos que había sido un lobishome hasta que empezó a cobrarse nuevas víctimas.
De todas formas el suceso conmovió a nuestra pequeña comunidad. Pero no sería esta terrible noticia —que supimos al día siguiente—, ni el hecho de que mi padre dejara la oficina, lo que me hace recordar ese día de forma especial. Lo que dejó en mi memoria una huella imborrable fue la intensa impresión de los pequeños detalles: la piel blanca de los muslos de Cándida, la mancha roja en el pantalón del molinero, el temblor de la mandíbula de mi padre cuando se enfrentó con él.
El lobishome tardó más de un año en volver a atacar. Para entonces Cándida ya no iba a la escuela. Seguía visitándonos siempre que podía, y a veces hasta se quedaba a comer; pero ya no era la misma: estaba cambiada, había crecido mucho. Y ya no quería jugar conmigo.