El médico dijo: «Los hematomas irán bajando, déle esta pomada y los hematomas se irán en unos días. No hay nada grave. Pensábamos que podía haber pasado algo en el hígado, pero no hay nada. Ya podéis volver a casa. Y si el chaval tiene algún dolor le dais una aspirina, sin más. Una aspirina». Ya no había más zapatos. Ni más medallitas de la virgen. Ni más silencio. Ni más sueños sin sueños.
Carazo llevaba la gorra de pinturas Lepanto y su hermano estaba muy nervioso. El Cartagenero llevaba la escopeta. Llevaba la escopeta con el cañón hacia abajo. Como un soldado que quiere poner calma. El pie de Carazo estaba en mi cuello. Y su hermano daba patadas al bulto. Había patadas que llegaban. Y muchas patadas que no llegaban. El Cartagenero decía «Dánoslo», y cosas así. Yo no entendía nada de nada. Carazo apretaba el cuello con sus bambas. «Dánoslo», decía también Carazo. No podía ni siquiera preguntar lo que les tenía que dar. El Cartagenero me puso la escopeta en la barriga y apretó el gatillo. Así fue. Se oyó un clic seco. Carazo, el hermano de Carazo y el Cartagenero se rieron como locos. El golpe de la culata en la cabeza me dolió. Un millón de agujas que se clavan.
Mis tíos tenían un puesto de crisantemos el día de Todos los Santos. El olor de los crisantemos no se parece a nada. Cultivaban los crisantemos y los crisantemos salían rojos y granates. Allí estábamos vendiendo crisantemos. «Es el único olor que pueden oler los muertos», eso decían. El cielo de noviembre era gris y los crisantemos blancos y rojos lo volvían azul, así era. Todos iban a ver a sus muertos.
La abuela de mi padre estaba enterrada en la tierra y buscábamos su cruz que era una cruz de hierro rodeada de espinas. Íbamos al final de la tarde, cuando el olor de los crisantemos empieza a desaparecer. Se oían las voces de los muertos y las voces de los que iban a ver a los muertos.
Allí se veía dinero. Y la tapia del cementerio. Allí había putas por la noche, eso decían, putas viejas. Y también había ese olor de dinero. «Ninguna trabaja el día de Todos los Santos», eso decían. Nunca vi a una puta. El olor de los crisantemos no se puede recordar. Sólo se recuerda cuando se huelen crisantemos otra vez. Allí había dinero. Estaban bien los fajos de billetes con la goma.
A veces pasaba. Sacaban a un galgo pulgoso con el nombre de un campeón. Lo veías moverse por la pista y sabías que te la habían metido. Bien adentro. El favorito de Ramón era Dueño. Un perro negro y limpio. Le brillaban los ojos cuando corría. Era un ganador. Le hizo levantar una pasta. Mi preferido era Scuter II. No sabía nada de Scuter I. Si es que había existido. Era un perro a manchas. Quedaba entre los tres primeros. Era una garantía. Era como el rey del pelotón. Movía las patas como un demonio y no parecía preocuparle mucho el conejo. Lo suyo era el ruido. Se movía por el ruido. Cuando a los perros les cambiaban el nombre sabías que tenías perdida la apuesta. Así era.
Al Cartagenero le metieron tres tiros. Uno en el brazo, otro en el estómago y otro más en el estómago. Se quedó tirado en el suelo y el joyero no paraba de gritar. El Cartagenero no podía pensar que ese tipo tuviera una pistola en el cajón. Y menos que la disparara. Eso pensaba el Cartagenero. Era un relojero de barrio. Nada a lo grande. Eso lo sabía el Cartagenero. No quería más. Le creía un pringao. Y el pringao le metió tres tiros. El Cartagenero no paraba de sangrar. No le cortaron la hemorragia. Ni le pudieron reparar el roto. Palmó en la ambulancia. El joyero gritaba. Nadie pensaba que el viejo tuviera una pistola. Y menos el Cartagenero.
A mi tío le gustaba comer pichones el día de año nuevo. Criaba pichones arriba. Los pichones no podían ni ponerse de pie en la jaula. Estaban gordos. Mi tío decía que había que matarlos con la escopeta. Que la carne era más sabrosa. Por el miedo, decía. «Los pichones se asustan y la carne está más sabrosa», eso decía. Subía con la escopeta. Después de comerse las uvas. Tiraba contra la pared diez o doce veces y los pichones se movían como locos. Luego les metía a los pichones, cuando se estaban moviendo, cuando iban a levantar el vuelo. Hacía frío arriba y mi tío comenzaba el año con pichones. Con el miedo.
Los galgos se quedaron por la calle. Los perros que no valían ni para compañía de viejas. Otros fueron para cazadores y otros correrían en Barcelona, eso dijeron. La última carrera la ganó Happy Birthday. Un perro joven. Los perros estaban hartos del conejo. Lo mejor era cuando se encendían las luces antes de empezar la carrera.
Ni calentando la cola. Ni poniendo el bote en una cacerola con agua. Ya no podía olvidar. La respiración era tan lenta y tan rápida que no había tiempo para olvidar. Había que pensar en la respiración y en el calor. La cola estaba quemada. Y yo tenía la nariz quemada y el cuerpo tocado. Carazo y su hermano desaparecieron.
Yo era un árbol y la cojita era una seta. Ya no le quedaban pupilas. Ahí adentro estaba Pluto dando vueltas. Yo la veía abajo, muy abajo. No la oía. Era imposible oírla. Yo me quedaba de pie y ella se sentaba con los hierros. Podía estar dos horas de pie. Popeye le da a Brutus una paliza porque ha raptado a Oliva. Donald se pone a empapelar la casa y acaba empapelado. Unos ratones acaban con un gato. Mickey se va al campo y las hormigas le roban la comida y Goofy se vuelve loco. Las ardillas inician una batalla de nueces con unos domingueros. Popeye le da una paliza a Brutus después de comerse una lata de espinacas. Brutus había raptado a Oliva para casarse con ella.
Cuando yo ya tocaba el techo la cojita se levantaba y cambiaba el rollo. Yo le acariciaba la cabeza y los hombros. Llevaba trenzas. Las trenzas llegaban hasta el suelo. A veces las trenzas se le enredaban con los hierros de la pierna. Así era. Y yo estaba tan arriba que no podía desenredar las trenzas de los hierros. Pluto acosado por una mosca. O por una avispa. Ese le gustaba mucho. Ella no me veía. Su madre abría la puerta y veía cómo yo era un árbol y su hija cojita un champiñón. Eso pasó. Luego ya no volví a casa de la cojita. Ya no era un árbol. Su madre me miraba. Su madre pensaba que yo era un violador o un ladrón o un asesino. Eso pensaba.
Mi padre contó una historia: «Estábamos dando vueltas, esta tarde era una tarde sin demasiado trabajo y estábamos dando vueltas y por la emisora dan una emergencia por allí cerca y llegamos y allí había una mujer muy nerviosa que nos dice que su vecina está muerta, que la ha visto muerta, que estaba recogiendo la ropa porque estaba empezando a llover y que había mirado hacia abajo y que allí estaba su vecina sentada en una hamaca y que la lluvia empezaba a tener fuerza y que la mujer no se movía, allí bajo la lluvia. Hemos mirado por la ventana de la cocina y la mujer seguía allí abajo sentada en la hamaca y toda la lluvia cayéndole encima con mucha fuerza. Hemos llamado al timbre y claro no contestaba y hemos tenido que tirar la puerta. Ya estaban allí los bomberos. Y la mujer estaba muerta. Y mojada, completamente mojada y muerta. Llevaba allí tres días. Eso ha dicho el médico».
La madre de la cojita le dijo a mi madre que había cogido a su hija del cuello y que la había levantado un metro. Que la niña se había puesto a gritar como una loca. Que ella había entrado y me había descubierto con las manos en el cuello de Toñi o de Rosi o de Paqui. Estrangulándola. Yo era Brutus secuestrando a Oliva. La pobre Oliva. Me había convertido en Brutus y la madre de la cojita se había convertido en Popeye. Sin espinacas. Y sin tatuajes y sin pipa. Así fueron las cosas para la madre de la cojita. La cojita sin respiración y con moraduras por todo el cuello. Eso dijo la madre de la cojita. Mi madre no dijo nada. Luego me miró. Me miró como si quisiera que yo empezara a arder. Algo de la Biblia.
Mi padre destrozó el R5. Lo estrelló contra un muro. Había aceite en el suelo. Todo el suelo lleno de aceite. El tipo del seguro era un cabrón. Vino haciendo preguntas. Toda una tarde haciendo preguntas y mirando papeles. Mi padre estaba quieto. Muy quieto. Nunca le había visto tan quieto. Como un animal que va a cazar una pieza. Como se quedan los animales, eso creo. Muy quietos. Tenía los ojos que miraban más allá de la habitación. En algún lugar fuera de allí. A lo mejor pensaba en su padre. El tipo del seguro no paraba de hacer preguntas. Hacía preguntas como «¿Y usted no vio la mancha de aceite en el suelo? ¿Y usted no pasa todo los días por allí? ¿Y suele haber por allí manchas de aceite? ¿Y usted iba a la velocidad adecuada o iba más bien rápido?», cosas así. Mi padre movía la cabeza. El seguro acabó pagando. No llegaba para un Chevrolet, eso estaba claro. Mi padre recuperó la mirada. Pensaba que había sido culpable. Era extraño. Estaba acostumbrado a estar de un solo lado de la vida.
Lo del Cartagenero salió en la televisión. El joyero no quería hablar, se le veía moverse mientras se tapaba la cara. Era extraño ver al joyero en la televisión. Su cara era más agria. Quiero decir que parecía peor. Que su cara se había transformado. El padre del Cartagenero decía que su hijo era inocente. «Mi hijo no ha hecho nada, sólo llevaba la escopeta, le gustaba cazar a mi hijo, mi hijo había hecho alguna travesura pero ya había pagado, mi hijo, le gustaba cazar, iba a cazar y por eso llevaba la escopeta, iba por pajaricos, ay, ay, mi hijo, hijico», eso decía el padre del Cartagenero. Y lloraba. Su madre no decía nada y tampoco lloraba. Las madres saben más cosas, eso dicen. Luego hubo una noticia de fútbol o algo así. Ya no hablaban del Cartagenero.
Mi padre estaba contento con el jeep. Le daba más seguridad. Necesitaba más seguridad. Él se había puesto por una vez del otro lado. Y no quería volver allí más. Le gustaba meterse por los caminos y durante una temporada no pisó una carretera. Pero no hacía fotografías de árboles ya. Volvía con el jeep lleno de barro. Era un jeep rojo y blanco. Iba buscando algo de las tripas de la tierra. Quería regresar al pasado. Con el jeep volvía al pasado.
Expedientaron a mi padre. Ocho meses sin trabajo y sin sueldo. Arrancó el teléfono. Compró un nuevo televisor en color y se sentó en el sofá. No podíamos estar mucho viéndonos. Y yo decidí ir a meter la nariz en otro sitio.
Mi madre cosía. Había aprendido el método Parisién. Cortaba y cosía. Fue la primera vez que la Puta entró en una casa que no fuera la suya.
Mi madre la vestía. Mi madre le preguntaba «¿Te tira?» o «¿Te parece largo?» o «¿Le damos más holgura?», y la Puta decía «Sí» o «No». Así era todo. Luego se oía la máquina de coser durante horas.
Mi padre miraba el telediario y miraba los terry toons, «Y no olviden vitaminarse y supermineralizarse», eso decía. Se reía con los terry toons. A veces le decía a mi madre «Y ya lo saben, amiguitos, no olviden vitaminarse y supermineralizarse». Se sentaba frente al televisor en cuanto salía de la cama y se quedaba mirando lo que hubiera. Incluida la carta de ajuste. Miraba la carta de ajuste como si allí estuviera la razón de su vida o como si fuera a descubrir algo escondido en su cabeza o como si el tiempo pasara más rápido.
Y la Puta estaba mejor vestida que nunca. Y mi madre movía el pie en la sigma como si fuera Eddie Mercx.
Garijo estuvo en Moscú. En los pesados. Le dieron un golpe en la cabeza en el primer asalto. Garijo había aprendido a darse en la calle. No era un técnico. Llegó a Moscú. Al volver le detuvieron por atraco. Llevaba una camiseta del osito Misha. El osito Misha con guantes de boxeo. Dijo que era un campeón. Corría por las mañanas. Se ponía una toalla en el cuello y corría. Garijo era un campeón y le llamaban campeón. «Ey, campeón», decían. Le tumbaron a la primera en Moscú. Y el campeón dijo que estaba como atontado, que si ahora pillara al alemán le daría bien. Y movía los brazos. Luego lo detuvieron al llegar de Moscú. No iba a ser profesional. Luego desapareció, corriendo.
A mi padre le ponía nervioso, «enfermo», decía mi padre, el ruido de la máquina de coser. Cerraba la puerta de la cocina y mi madre se quedaba cosiendo, y con la radio. Mi padre miraba los terry toons o partidos de fútbol o Directísimo o El hombre y la tierra o el 1, 2, 3 o Día del Señor o lo que demonios hubiera en la televisión.
La primera cliente de mi madre fue la Puta. Eso es así. Mi madre cosía para la Puta. A la Puta le gustaba hacerse vestidos. Tenía el cuello corto. Mi madre decía «Ésta tiene el cuello muy corto y es muy difícil hacerle los cuellos, hay que cortar y ajustar, es muy difícil el cuello de ésta». La Puta era «ésta».
Mi padre decía «Y no olviden vitaminarse y supermineralizarse» y «Oye, Bubu». Mi madre no miraba a mi padre a los ojos. No le miraba. Mi padre sólo cerraba los ojos cuando por la noche mi madre preparaba la espuma y la brocha.
Mi tío jugaba a las cartas. Sólo con verlas conocía todas las cartas. Sólo tenía que mirarlas. Pero no tenía suerte. Así era. Se sentaba a la mesa y las cartas no llegaban. Nunca llegaban. Le gustaba el juego. El olor de las cartas. Y el tacto. Pero la suerte se había alejado de él. O por lo menos la suerte se alejaba cuando se sentaba a la mesa. Se iba la suerte y el dinero.
A mi padre le quitaron la pistola. «Negligencia e insubordinación», repetía mi madre.
Cuando mi padre volvió a trabajar fuimos a ver a las grullas. Yo sólo pensaba en mi padre. Sólo pensaba en eso. Y en que las grullas iban a salir del agua de forma misteriosa. Pero aparecieron sobre el cielo casi negro. Había imaginado las grullas como cigüeñas o como patos. Y con la cabeza de Correcaminos. En lo único que acerté fue en su ruido. Pensaba en los reclamos para patos y en los gorros a cuadros de Elmer. Mi padre había dicho que los patos se escondían muy bien entre los juncos. Y no tenía que ver con la caza, aunque allí había cartuchos vacíos y un puesto de ojeo. «Las grullas vienen de Helsinki», dijo mi padre. Yo no sabía dónde estaba Helsinki. Las luces de los tractores se movían alrededor del agua. Me preguntaba si mi padre había tenido tiempo de pararse a disparar, aunque fuera sólo con el gesto de los brazos, un pum pum y un retroceso.
La Laguna me parecía inmensa y quería probar el agua. Mi padre había dicho que era salada. Los patos comenzaron un vuelo violento. Había hormigueros, pero no había hormigas. ¿Qué comen las grullas? Los disparos eran de verdad. Las grullas tienen el vientre negro y ocupaban el cielo como las cruces de Sento en sus moros a caballo. Las grullas no eran tan grandes como Correcaminos.
Vimos una mujer con el pelo largo y blanco. Iba de negro. Las grullas dejaron de llegar cuando ya no se veía ni el resplandor del sol. Hacía frío. Pensaba en mi padre, hace ya muchos años, sin su padre, y en los malditos pájaros.
Mi madre dice: «Se me llenó toda la boca de llagas y no podía hablar. No podía ni beber agua». Luego mi madre dice: «Cuando tú naciste pensaba que se me iba a romper todo el cuerpo. Sólo quería que salieras de una vez. Eso era todo». Mi madre dice: «La comadrona movía las manos como si quisiera coger una culebra. Yo pensaba que no ibas a salir nunca de allí. La boca era todo llagas. Todo llagas. No podía ni beber agua. Y era como si todo el cuerpo se fuera a romper». Luego mi madre dice: «Una vez te di un danone con sal. Y tú no parabas de llorar».
Mi hermano se casó y no volvimos a saber de él. Cogió unas cuantas cosas y dijo: «Me voy a casar». Dijo: «Ya llamaré». Pero mi padre hacía ya dos semanas que había arrancado el teléfono. Mi padre le dijo: «Y no olviden vitaminarse y supermineralizarse». Mi madre no dijo nada. Mi hermana estaba dentro de su caja de cartón.
Se comía las migas y las cortezas de pan que habían quedado en la mesa, eso hacía mi madre. Lo hacía como Piolín. Cuando ya habíamos terminado de comer.
Fue una historia de emisoras. Habían desaparecido unas emisoras y unas pistolas. Habían encontrado tres balas de las pistolas en la cabeza de un comandante en Madrid. Las emisoras no aparecieron.
Vamos en el 124 de Ramón. Un 124 color mierda. Ramón no tiene carné de conducir. Ni tiene coche. Se lo ha levantado a su padre. Su padre se murió hace un millón de años. Es como una herencia. Eso dice Ramón: «Esto es la herencia de ese maldito cabrón».
«Mardito roedore», digo con la voz del gato Jinxs.
Sento va detrás y golpea la tapicería. Golpea con fuerza, como un niño con hambre. Yo voy delante, agarrado al asa de la puerta. Ramón mete el pie en el acelerador y cambia las marchas. Muchas veces el coche se cala. Otras da acelerones. Es de noche. Nos hemos dejado la nariz en una bolsa de Galerías. No decimos nada. No miramos nada. Nos miramos para adentro y allí hay un agujero blanco blanco.
Una moto pasa a nuestro lado tocando la bocina. Ramón gira rápidamente el volante. Un camión golpea al 124 junto a Ramón. Estamos en un banco de arena. Empezamos a reírnos. Sento dice: «Así eran mis alfanjes, Gordo, capaces de destrozar un coche por la mitad». Y la gente no para de decir «¿Estáis bien? Pero ¿estáis bien? Pero si son unos criícos». Ramón está como Coyote después de ser aplastado por un tren. Yo pienso que Ramón va a volver a perseguir a Correcaminos en cualquier momento. El 124 no sirve ni para chatarra.