120

Fuimos a ver una película al cine Norte. El cine Norte estaba al otro lado del río. Era como si estuviera en el infierno. Era de noche y hacía frío. No había nadie. Y allí delante de mis narices se sentó Paco Morán. Paco Morán iba con dos chicas. Guapas. Llevaban abrigos de pieles. Se sentaron delante de mí. La película era de Louis de Funes. Una película en la que se caía en una máquina de hacer chicle de una fábrica de chicle. Salía de la máquina de hacer chicle todo pringado. Era la imagen de un fantasma llena de chicle. Y allí estaban las dos chicas de Paco Morán que no paraban de reírse. No había nadie más en el cine. Louis de Funes, Paco Morán y sus chicas y nosotros. Habría podido pasar cualquier cosa.

121

Íbamos en un tren a Burgos. A casa de mis tíos. A celebrar la Navidad. El tren estaba lleno de soldados. Los soldados cantaban unas canciones extrañas. Ellos se reían mucho. Y también mi padre. El tren era de madera. Iba muy despacio y paraba en un millón de sitios. Los militares iban bajando poco a poco. El tren se iba quedando vacío de soldados. Era Navidad. Íbamos a celebrar la Navidad. Los soldados comían mantequilla de Soria. Y bebían vino. La mantequilla de Soria no se la hubiera comido ni el oso Yogui. Estaban felices. Todos teníamos que estar felices esas Navidades. Era de noche. Íbamos hacia la noche. Yo me dormía acunado por las canciones. Las canciones hablaban de la muerte. Y los soldados se reían mucho. Mi padre también. Mi madre me tapaba con su abrigo. Mis hermanos habían desaparecido. Yo me dormía con las canciones que hablaban de la muerte. Y mi padre se reía.

122

El hámster se comió los barrotes de su jaula. No paraba de dar vueltas todo el día en la rueda y de comerse los barrotes y de devorar pipas. Hacía un ruido que se metía en la cabeza y luego no te dejaba tranquilo. Era un ruido que se metía hasta en los sueños. Y cuando te despertabas por la mañana estaba ahí. Se comió los barrotes. «Se afila los dientes», decía mi padre. «Los animales tienen que tener las patas y los dientes bien afilados para poder comer», decía mi padre. Y después de dar vueltas a la rueda se afilaba los dientes durante horas.

Y un día ya no había barrotes. Y el hijoputa se escapó de la jaula y fue a la cocina. Y en la cocina se comió el tubo de goma de la lavadora. Y yo lo vi en las cortinas. Subido a las cortinas, comiéndose las cortinas. Y el ruido estaba en mi cabeza. El ruido de los dientes contra los barrotes.

«Se coge por el lomo», me había dicho mi padre. Y yo a veces lo tenía en la mano. Lo cogía por el lomo. Y le acariciaba la cabeza con la otra mano. Y sus ojos encontraban secretos que ni yo conocía. Y estaba en las cortinas trepando como un mono. Y lo cogí por el lomo. Luego fui al balcón y lo tiré con fuerza hacia la calle. Y allí se quedó, contra el suelo. La cabeza aplastada. Y el ruido que desaparecía.

Luego mi padre dijo que se había comido los barrotes, que se había comido el tubo de goma de la lavadora y que luego se había suicidado. Eso decía. Ellos lo vieron contra el suelo. La cabeza llena de sangre y los ojos que ya no guardaban ningún secreto. Y el ruido se había ido de mi cabeza.

123

Carazo y el Cartagenero se metían en el 127 del Cartagenero y con la escopeta del Cartagenero. El 127 era rojo con una tira blanca. Como el coche de Starsky y Hutch. Les pillaron en una farmacia. Con el hermano de Carazo. Con la escopeta y con un par de destornilladores. El Cartagenero disparó un par de tiros y el tío de la farmacia quedó con la oreja destrozada.

124

Respiras como un perro y sacas la cabeza de la bolsa. Y luego otra vez respiras como un perro. Todo está bien. No necesitas nada. Toño mezclaba la cola con amoniaco. Y hundía la cabeza en la bolsa. La cabeza se le pegaba a la cara y luego se le despegaba y las gotas resbalaban por la bolsa. Cuando sacaba la cabeza se echaba boca abajo y cerraba los ojos. Decía que se olvidaba de todo. Hasta de su nombre. Yo también quería olvidarme de mi nombre.

125

No dibujé a mi padre. Dibujé a toda mi familia y a mis tíos y a mis abuelos y a primos lejanos. Y allí no estaba mi padre. Don Otilio miró el dibujo y me preguntó: «¿No tienes papá?». Yo le miré y le dije que sí tenía papá. Y luego llamaron a mis padres. Y el psicólogo estuvo hablando con ellos. A mi padre se le hundieron los ojos en la tierra. Durante unos meses. Estaba como huido. Como si quisiera imitar a la familia del dibujo. Mi madre no decía nada.

126

Íbamos a coger morera para los gusanos de seda. Mi hermano se subía a las moreras. Estábamos en una carretera por donde no pasaba ningún coche. «Esa rama y esa otra», decía mi padre. Mi hermano se movía por el árbol. Yo miraba a mi hermano y miraba a mi padre. Yo tenía que recoger las ramas que tiraba mi hermano. Pasó un citroen tiburón morado y nos pitó. Mi padre se quedó mirando el coche hasta que desapareció. Entonces mi padre se subió a la morera. Hasta arriba. Y siguió mirando en dirección al citroen tiburón. Así estuvo bastante tiempo. Mi hermano le miraba. Y yo miraba a mi hermano. Luego bajó. Dijo que nos montáramos en el coche y condujo despacio y en silencio hasta que llegamos a casa. Muy despacio.

127

Los peces no tienen secretos. Ni guardan secretos. Yo miraba los peces de los donuts. Me gustaba mirar los peces después de meterme cola. Era la mejor manera para estar en ningún sitio. Me gustaba esperar que Coyote acabara con Correcaminos. Incluso que el pato Lucas destrozara mil veces al gordo Porky. Gordo y tartamudo. Pero era mejor Coyote. Coyote no hablaba. Nunca decía una palabra. Y Correcaminos sólo decía «beep beep». El pato Lucas hablaba. Y Bugs Bunny. Pero uno podía quedarse quieto mirándolos durante horas. Podría haber estado toda una vida esperando que Coyote acabara con Correcaminos. Después de respirar como un perro y tener la cabeza dentro un buen rato. Los peces daban vueltas. Y Coyote no podía acabar con Correcaminos. Y yo recuperaba la respiración. El pato Lucas le volaba la cabeza a Porky.

128

En Lucecita, Lucecita quería casarse con un tipo rico. Eso era el resumen. Eso decía mi madre. Pero pasaban más cosas. A oscuras pasan más cosas. Mi madre escuchaba Lucecita a oscuras. Lucecita era pobre. Muy pobre. Y tenía muchas desgracias. Tenías que conocer las voces. Lucecita quería casarse con un ingeniero que tenía un buen montón de pasta. Esa era la historia. Y la madre de Lucecita estaba enferma, eso creo. La casa estaba a oscuras. Mi madre se quedaba quieta. Y esperaba.

129

Al tío de Sento le faltaba un brazo. Y comía cebollas como si fueran manzanas. El manco barajaba con la boca. Era increíble. A él le gustaba ser un héroe de guerra. Le daba igual el bando. Era igual que un ruso. Un ruso con unas cejas enormes y unos ojos profundos. Unos decían que estaba con los rojos y otros decían que había estado con Franco en el Ebro. Sólo había estado un puñado de años degollando ovejas en el matadero. Pero al manco lo que le gustaba era barajar con la boca. Con la boca y la mano buena.

«El manco tenía unas pelotas como melones», eso dice Sento. Lo cierto es que acabó arrastrando su jeta por las escaleras. Era igual que un saco de patatas. No quería que le enterraran. Eso quería. Le metieron en una caja de madera cutre y lo quemaron. Por ahí andan sus cenizas. Junto a una docena de trofeos de pesca. En el bar que había sido suyo y que decían había ganado en una partida de cartas, eso decían. Le gustaba comprar trofeos de pesca. Hacía poner inscripciones: 2.° CAMPEONATO DE MOSCA DE TARRAGONA o PESCA LIBRE DEL GÁLLEGO. Cosas así de pescadores. Pues ahí dejaron sus cenizas. Un buen montón de cenizas. Una gran copa llena de cenizas. Había ganado un trofeo una vez. Un trofeo de verdad. Era una cosa como un cáliz. Estaba en el centro de los trofeos. Y ahí acabaron sus cenizas.

A veces le dolía el hueco del brazo. Así era. Le dolía el hueco del brazo. «No lo podéis entender —decía—, no lo podéis entender, pero me duele el brazo que no tengo». Y algunos pensaban que le habían pegado cuatro tiros en la guerra. El manco habría dado cualquier cosa porque hubiera sido así.

130

Segovia quería ser dentista desde los cuatro años. Era algo increíble. Su padre era taxista y Segovia quería ser dentista. Todos queríamos ser algo en la vida. Y Segovia quería ser dentista. Hurgar en la boca de todo el mundo. Tragarse los olores putrefactos de las bocas y eso. Desde que tenía cuatro años. Segovia decía «Dentista» cuando el profesor preguntaba: «¿Qué es lo que vas a ser de mayor?». López Durante decía «Policía» y Manolo decía «Futbolista» y Subías decía «Médico». Médico a secas. Y Alegre decía «Cantante» y así. Y Segovia decía «Dentista».

El padre de Segovia era como un sheriff de película americana. Con gafas de imitación ray-ban y eso. Una imitación de ray-ban con cristal verde botella. Era todo un tipo y había conseguido levantar una mujer en condiciones. Y ahí estaba su hijo, su único hijo, amargándole la vida. Segovia padre creía que su hijo iba a ser un hombre como él y le estaba saliendo un sacamuelas. Segovia desde los cuatro años quería poner empastes y limpiar sarro.

131

Fuimos a ver al Platanito. Estábamos en Castellón y fuimos a ver al Platanito. Esa noche hacía frío y comíamos altramuces. La plaza estaba casi vacía. Y allí estábamos esperando al Platanito. A la mitad de la faena el toro le cogió, y de la pierna del Platanito empezó a salir sangre. Era terrible y yo pensaba que el Platanito iba a morir allí mismo, delante de mil tipos que habían ido a reírse. Mi padre seguía comiendo altramuces. «Es todo una broma», dijo mi padre. Y yo veía al Platanito lleno de sangre. No creía a mi padre. Mi padre se reía. Y mi madre y mis tíos. Todos se reían. Y las cuatro familias que habían ido a comer altramuces. El toro seguía dando vueltas mientras unos enanos le pasaban bragas y calzoncillos por la boca. Y al Platanito se lo llevaban en camilla. También unos enanos. Y yo tenía frío.

132

No era poliomielitis ni nada. Una deformación cuando estaba en el vientre de su madre. O cuando la estaban sacando. Tenía unas marcas en la cabeza. Como de tenazas. Y la cojera. Tenía un movimiento descompuesto. No le podías dar la mano. Ni eso. El equilibrio se iba al infierno. Y su manera de subir a la cama. Primero una pierna y luego un salto extraño. Durante una temporada llevó hierros en la pierna. Los médicos decían que eso haría que la pierna se pusiera mejor. Una pierna parecía del Pato Donald y la otra era una pierna enorme.

Allí estábamos, riéndonos con una película de Disney. Le gustaba una en la que Pluto metía la cabeza en un cubo. La vimos un millón de veces, por lo menos. Y colocaba la pierna de los hierros en horizontal sobre la cama. Podía ver trescientas veces seguidas a Pluto metiendo el hocico y la cabeza naranja en un cubo de hierro y luego tratar de quitárselo. Luego aparecía una mosca o una avispa. Y ahí estaba Pluto tratando de quitarse el cubo de hierro de la cabeza y moviendo el culo para espantar al mosquito o a la abeja o a la avispa. Al final le picaba el mosquito y el cubo se le salía de la cabeza. Era algo así como no hay mal que por bien no venga. Eso era. El culo se le hinchaba como un globo. Pero Pluto estaba contento y luego daba volteretas con el mosquito y eso. Y luego aparecía Mickey y le daba palmadas a Pluto en el culo y le decía chico malo. O así. Esa le gustaba mucho. Ella creía que su pierna también estaba dentro de un cubo. Sólo necesitaba un mosquito que le diera bien en el culo para que todo volviera a su sitio. O una avispa.

133

Fui a una academia para aprender mecanografía. La academia Villa Villita. Métodos audiovisuales. Te ponían un trozo de madera encima de la máquina y tenías que estar haciendo asdf ñlkj fdsa jklñ durante toda una mañana. Era la tarea más aburrida del mundo. Allí había un abuelo de 90 años. Intentaba aprender a escribir a máquina. Lo extraño es que no sabía escribir. Era una cosa idiota. Ahí estaba el abuelo haciendo asdf ñlkj fdsa jklñ toda la mañana. Me pregunto si sabía leer. Durante un tiempo pensé que no era mal trabajo ser profesor de mecanografía. Era muy fácil.

Luego llegó una tipa que estaba loca con Cleopatra y con Egipto y las pirámides. Se compraba todo lo que tuviera que ver con las pirámides y con Cleopatra. Y hacía jeroglíficos. Su vida era un jeroglífico. Llevaba un colgante con una serpiente. Dorado, muy dorado. Quería ser secretaria. Imagino que quería ser secretaria de Tutankamón o de una momia o así. Se llamaba Olga o Anarrosa. Si le hubiera acercado un alfiler le habrían explotado los carrillos. Como si guardara allí una docena de litros de leche de burra. Quería ser secretaria para ir a Egipto, eso decía. «Quiero ser secretaria para ir a Egipto», eso decía por la mañana nada más llegar. Y nadie se lo preguntaba. No se lo preguntaba el viejo que quería aprender a escribir a máquina sin saber escribir ni tampoco se lo preguntaba yo. Y allí no había nadie más. Cuatro horas al día. Éramos un buen grupo. A las academias sólo van chalados. Y yo lo estaba al seguir allí con esa panda haciendo todo el día asdf ñlkj y así.

134

Estábamos viendo a los maricones. Era de noche y habíamos ido a ver a los maricones. A verles dar vueltas. Sento siempre sabía dónde estaban todas las cosas. Por eso le envidiaba. Iba por el mundo con paso firme. Y todavía va. Lo sabe todo. Quiero decir que sabe dónde pillar cualquier cosa y dónde ver todo a cualquier hora del día.

Entonces habíamos ido a ver a los maricones dar vueltas por la plaza de los Sitios. Y allí estaban los maricones. No tenían nada extraño. Yo pensaba verlos con plumas o con los labios pintados. Pero eran tipos normales. Sento decía que eran maricones. Estábamos mirando y oímos una bronca al otro lado de la plaza. Y Sento dijo que nos acercáramos. Y nos acercamos. Yo no quería parecer un mierda delante de Sento. Un tipo tenía los brazos en la garganta de otro tipo. No hubiera dicho que dos maricones se estaban matando. No allí y aunque lo fueran. El tipo que le cogía por el cuello lanzó al otro tipo contra el suelo y se oyó un clonc seco. Algo se había roto en la cabeza del tipo que estaba en el suelo. El tipo que le tiró contra el suelo se dio la vuelta y se abrió. Le esperaba una furgoneta, se montó en la furgoneta y la furgoneta salió rápida.

Allí estábamos Sento y yo que habíamos ido a ver maricones. El tipo del suelo no se movía y nadie se acercó a comprobar si seguía respirando. Si era maricón, había un maricón menos. De eso estábamos seguros. Nos metimos detrás de los coches y dimos un pequeño rodeo para evitar la plaza. «¿Te has quedado con el ruido de la cabeza?», decía Sento. Y yo movía la cabeza. «Clonc, Gordo, ha hecho clonc, como un coco, tío, como un coco», decía Sento. Y yo pensaba en los cocos. En las casetas de tiro de las ferias. En el ruido de los perdigones sobre la chapa. «Y veníamos a ver maricones, tío», decía Sento.

135

No hace falta que nadie te diga que una puta es una puta. Y más si es tu vecina. Nadie habla con la Puta y nadie juega con las hijas de la Puta. Esa es una ley. Y fuerte. Nadie había estado nunca en casa de la Puta. Ni la Puta había estado nunca en casa de nadie. Eso era seguro. Y nadie había cruzado con ella más de dos palabras: buenas noches o buenas tardes o buenos días. A la Puta no se le abre la puerta y con una puta no se sube en el ascensor. Ni con sus hijas. Eran leyes no escritas. Y ahí estaban. Eran más respetadas que los festivos.

136

El Cartagenero y Carazo y el hermano de Carazo estuvieron una temporada fuera. Unos meses. Volvieron sin pelo. O con un pelo tan corto que parecía papel de lija. Los tres estaban así. Carazo llevaba una gorra de Pinturas Lepanto amarilla con la visera roja. El Cartagenero sacó enseguida la escopeta. Cazaba todas las mañanas. Venía con el pecho lleno de gorriones o así. «No sabéis lo ricos que están los pajaritos», decía el Cartagenero. Pero era como si no se lo dijera a nadie.

137

Estaba en la Casa de Socorro. En una habitación en el sótano. Por la ventana sólo se veían los pies de la gente. Pies que iban y pies que venían. Y algún perro. Se puede aprender mucho. Se puede aprender que hay un millón de tipos de zapatos. Las putas llevan unos zapatos que nadie lleva. Estaba en la cama y veía pies.

Mi madre me preguntaba: «¿Te duele?». Y yo le decía que sí. Nunca me dolía. Era seguro que si le decía que no mi madre se sentiría mal. Peor que yo.

Hay zapatos de todos los tamaños y de todos los colores. Nunca me había fijado tanto en los zapatos. También hay perros de todos los colores y de todos los tamaños.

«¿Nuestro enfermito está mejor?», decía la enfermera. Yo era el enfermito. Y estaba mejor. No me había sentido mejor en mi vida. Las monjas me traían medallas de la virgen. Tenía el cajón lleno de medallas de la virgen. Todas iguales. La misma virgen. Yo pensaba que la virgen era la enfermera que estaba puesta en todos los carteles pidiendo silencio. Ésa era la virgen. Yo veía a la enfermera en todas las medallas.

Mi madre estaba cansada. Yo dormía sin sueños. En los hospitales uno duerme sin sueños. Y no paraba de ver zapatos. Y tobillos y perneras de pantalón. Mi madre me miraba y me preguntaba: «¿Estás bien, te duele algo?». Y yo ponía la cara más triste que podía y mi madre decía: «No es nada, no es nada, enseguida se va el mal».

138

Nunca vi al padre de la cojita. Ni una sola vez. Ni en una fotografía. Ni nadie me habló jamás de él. Ni la cojita ni su madre me hablaban de él. La cojita no decía nada de su padre. No decía «mi papá esto ni mi papá aquello». Ni siquiera decía «el domingo iré con mi papá». No había papá por ningún lado. Y eso que los padres aparecían por todas partes. La cojita parecía haber nacido directamente del vientre de su madre. Como una virgen. Esas cosas pasan a veces. Y yo buscaba fotografías por la casa. Miraba encima de las mesas donde se ponen fotografías y allí no había rastro de su padre. Si había un padre hacía todo lo posible para no ser descubierto. Los padres desaparecen. El único hombre allí era yo. Y el Pato Donald.

139

En el hospital no había horas. Todo el tiempo era igual. Sólo que a veces desaparecían los pies y desaparecían los zapatos. Y que a veces no me pesaba la cabeza ni los brazos ni siquiera el cuerpo. Y desaparecían los zapatos y hasta mi madre dejaba de estar en la habitación. Y no soñaba. Despertaba sin sueños. Con la cabeza limpia como un coco. Eso era mi cabeza: un coco. Y podía beberme todo el líquido del coco. Así estaba. Y ya no había ni zapatos. Era la monjita del sueño. También me daba medallas. Medallas de la virgen. La virgen decía: «Shhh, silencio». Y ya estaba en un sueño sin sueños.

140

Estábamos en el puerto de Tarragona. Eran las cinco o las seis de la mañana. Nos habíamos despertado temprano para ver la subasta. Mi padre quería ver la subasta de pescado. Y mi madre. Nadie más parecía estar contento. Mi hermano no decía una palabra y miraba a todas partes. Se había contagiado de la mirada de los peces. Mi hermano era como un pez. Mi hermana iba de la mano de mi madre y decía «mamá, mamá, mira cuánto pescado» y otras cosas decía. Yo iba con mi padre. Mi padre me iba explicando lo que hacían en la subasta de pescado. No entendía nada de lo que decía. Mi padre decía: «Ahora el vendedor da el precio inicial». Y luego mi padre decía: «Ahora la gente sube el precio, la gente que quiere llevarse las cajas de pescado».

El sol iba a reventar en algún punto al otro lado del mundo. Los peces estaban llenos de sangre. Los ojos y eso. Muchos peces tenían anzuelos. Muchos peces estaban vivos. Mi hermano parecía un pez. Mi padre decía: «Ahora el subastador ofrece lo que nadie ha querido y lo pone a bajo precio». Yo veía el sol al otro lado del puerto. Y veía algunas barcas que salían del puerto. Veía a mi madre hablando con mi hermana. Unos tipos regaban el suelo con mangueras. Todo el tiempo. Mi hermano miraba las cosas como si nunca fuera a verlas otra vez. Era una mirada asombrada. Como si todo aquello fuera a ser algo importante en su vida. Mi padre pensaba que eso era algo importante en su vida. Mi padre estaba con sus tres hijos y con su mujer. Era feliz. El sol parecía estar del lado de mi padre. Los peces tenían muchos ojos para la felicidad de mi padre.

141

Rodrigo Mula era clavado a un tipo que salía en los anuncios de La Casera. Tenía la misma cara que el tipo de los anuncios de La Casera. Tenía los ojos grandes. El padre de Rodrigo Mula era sastre. Luego se murió de un ataque al corazón. Era un hombre entero. De esos tipos que no se dejan engatusar. Su hijo no tenía nada más que un enorme parecido con el tipo de los anuncios de La Casera. El padre de Rodrigo Mula fumaba puros y llevaba un abrigo austríaco verde. Luego se murió. Parecía un tipo sano. La madre de Rodrigo Mula no tardó en buscar un padre sustituto. Rodrigo Mula decía «Mi nuevo papá» y cosas así. Era extraño oír decir eso de «Mi nuevo papá». Pero Rodrigo Mula lo decía. No tenía muchas cosas más que decir. No era un tipo popular y tenía que conformarse con poder decir «Mi nuevo papá» y cosas así.

142

Mi padre hacía fotos con la Polaroid. Hacía fotos de árboles y fotos de casas. Hizo una buena colección de fotos de árboles y fotos de casas. Los árboles no estaban ni siquiera en el centro, estaban a un lado o estaban desenfocados. Las casas las ponía en el centro pero no se veía el tejado o no se veía más que una ventana. Eran cosas así las que fotografiaba. Iba en el coche y decía: «Ese árbol es bonito». Y luego hacía la foto con la polaroid. Esperaba a que el árbol apareciera, ponía la fecha, la miraba y luego arrancaba. Nunca paraba para hacer la foto de una casa. La casa estará mañana ahí, debía pensar. Eso pensaba. Pensaba que las casas estarían por más tiempo que los árboles. Eso era. O pensaba que el árbol al día siguiente no sería igual. Algo así. Luego dejó de hacer fotos de casas y árboles. Cuando quería fotografiar un árbol o una casa decía: «Poneos ahí, un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda». Y ahí estábamos nosotros al lado de un árbol. En febrero o en junio. Luego dejó de hacer fotos. Para siempre.

143

En el canódromo podíamos estar tres o cuatro horas. Con frío. Los perros se llamaban Góndola o Boris o Splendor II. Siempre eran los mismos perros. Por lo menos durante tres o cuatro meses. Podías aprender cómo corrían y cuál era el que tenía más posibilidades de llegar justo después del conejo. Era una buena forma de sacar algo de dinero. Mirábamos los perros y mirábamos a los viejos. Y mirábamos el programa. Lo más chungo era cuando un perro corría por primera vez. Había perros que no ganaban nunca una carrera. Había perros que se llamaban De López. Ramón compraba los boletos. En las últimas carreras. Era cuando la gente se animaba. Cuando el frío te hacía mover el culo.

Los perros eran los galgos más flacos del mundo. No habría sido muy extraño que se hubieran desplomado bajo el peso de la tela. No eran grandes corredores. Eran corredores de segunda. Una vez vimos a un perro coger el conejo. Fue así. Ramón daba vueltas y se reía como un animal. Era un dinero fácil para comprar cola. Sobre todo, cola. Allí bebíamos cerveza. Con lo que habíamos ganado la tarde anterior. Si había sido buena. Me gustaba un perro que se llamaba Carlos. No ganaba ni aunque fuera solo. Era de color blanco y tenía porte. Carlos andaba como un señor. Ramón se reía como un animal cuando el perro cogió el conejo. La sirena se volvió loca.

144

La casa estaba a oscuras. A Lucecita o a Simplemente María las cosas no le iban bien aquella tarde. Ni una luz en el horizonte. Mi madre me dijo: «¿Te acuerdas de Juan Miguel, el que pintó el cuadro de los ciervos, el militar, el amigo de los tíos?». Y luego me dijo que se había muerto. Se le había disparado la pistola mientras la limpiaba.

Mi hermano, por la noche, en las literas, me dijo que Juan Miguel, el militar, el amigo de los tíos, se había pegado un tiro en la boca. Llevaba tres días en el hospital. «Ha sido tan inútil —dijo mi hermano—, que ha sido incapaz de acertar a la primera». Estuvo tres días en coma. Y luego murió. Mi hermano me dijo que Juan Miguel se había suicidado.

Mi madre decía: «Ay, y los tres chicos, tan pequeñicos, y él tan joven». Eso decía.

145

En los perros había un tipo que había estado en la cárcel, eso decía. Se acercaba y decía: «Ey, tíos, yo estuve en la trena, sabéis lo que es eso, eh, ¿sabéis lo que es estar en la cárcel por la mañana y por la tarde y por la noche?, no, no lo sabéis, lo de la cárcel sólo se aprende en la cárcel, tíos, no sabéis lo que es la cárcel». Y luego decía: «¿Sabéis por qué estuve en la cárcel, eh, lo sabéis?, pues estuve en la cárcel porque maté a mi mujer, eso hice, maté a mi mujer, le metí cuatro cuchilladas en el corazón, en el corazón, y por eso estuve en la cárcel, por la mañana, por la tarde y por la noche, eh, ¿sabéis lo que es eso?, no, no lo sabéis, pero yo quería a mi mujer, la quería mucho, pero no sabéis lo que es la cárcel, tíos, no lo podéis saber». Y se iba a mirar las carreras, cuando sonaba la sirena. Bajaba las escaleras muy rápido hasta la primera fila y se quedaba mirando muy fijamente a los perros. Y luego decía: «Ey, tíos, ¿sabéis lo que es estar en la cárcel por la mañana, por la tarde y por la noche?, no, no lo sabéis, no lo podéis saber, tíos».

146

El pintor de los ciervos se había pegado un tiro. Eso era. Se había muerto después de cuatro o cinco días en el hospital. Se había hartado de pintar ciervos. Se metió la pistola en la boca y se pegó un tiro. Era teniente o capitán o así y se metió un tiro. Al pintor de ciervos se le había ido el tiro. «En el baño —oí a mi padre—, se metió el tiro en el baño, después de cerrar la puerta». Y se metió el tiro. Y en la casa no había nadie. Tenía más de veinte cuadros de ciervos sin pintar, eso oí. Más de veinte.

147

En invierno encendían muy pronto los focos. Se veía el vaho de los perros. Y el vaho del tipo que llevaba a los perros. Ramón se soplaba los dedos. Todo el mundo estaba detrás de los cristales. Mirábamos los monitores. Las gradas estaban vacías. Los perros corrían para nadie. En el baño respirábamos como perros. La cola daba calor. El tipo de la cárcel nos decía: «Ey, tíos, ¿sabéis el frío que hace en la cárcel por la mañana, por la tarde y por la noche?, no, no lo podéis saber, tíos». Eso decía, mojaba su cepillo y se peinaba, muy despacio.

148

La cojita era como enana. Tenía los ojos muy blancos. Apenas se le veía la pupila. Estaba sentada sobre el suelo. Le gustaba una película de Popeye. Oliva estaba encerrada en casa de Brutus y Popeye la rescataba. Eso quería la cojita. Que yo le rompiera los hierros de la pierna. O algo así. Parecía agarrada al suelo. No hablaba nada. No decía nada. Y yo no decía nada. Ella se reía con Popeye. Los ojos blancos. Y su madre decía: «Qué bien os lo pasáis, ¿queréis un tigretón?» y cosas así. Yo apoyaba la cabeza contra la pared y miraba a Popeye abriendo latas y latas de espinacas.

149

Los únicos perros que soportaba eran los galgos corriendo. Espinto y Cardona. Cardona era un ganador. Luego desapareció. Decían que mataban a los perros ganadores cuando empezaban a perder. Lo cierto es que Cardona desapareció. Nos hizo ganar un dinero. Nos hizo dar vueltas a los ojos. Y respirar muy rápido y respirar muy lento.